Lo que Tupra me pedía me parecía una empresa imposible: que Dick Dearlove me hablase a mí en esos términos y de esas cosas, aún más con gente en medio, en una cena de veinte o más comensales, pendientes todos de su apoteosis. Lo intenté, con todo; Tupra no me exigía resultados. Me colocó casi enfrente del ídolo, y aunque las personas que lo flanqueaban trataban de acaparar su interés mediante alabanzas, logré meter algunas bazas que le suscitaron curiosidad, más por peculiarmente españolas que por mérito mío.
—¿Cómo es que en España son tan permisivos sexualmente? —me preguntó tras un breve intercambio de comentarios sobre costumbres y leyes—. Durante mucho tiempo tuvimos la impresión contraria en Inglaterra.
—Esa impresión era correcta —contesté. Y precisamente para ver si le sonsacaba algo, me abstuve de decir que la que tenía actualmente también lo era, sino que añadí—: ¿Por qué cree que somos tan permisivos ahora, Mr Dearlove?
—Llámame Dick —dijo en seguida—. Todo el mundo me llama así, con buen criterio y mejor tino. —Y soltó una risa ya gastada, que sus vecinos le corearon. Supuse que era una broma que habría hecho mil veces a lo largo de su vida de agasajo y coba (pero siempre queda alguien que no la ha oído, era un hombre consciente de eso, de que nada se agota del todo nunca, por mucho que se lo estruje), jugando vulgarmente con uno de los significados de la palabra
‘dick’
que no es otro que el de 'polla'. Al fin y al cabo era célebre por su hipersexualidad o pansexualidad o hepta-sexualidad o lo que fuese, aunque en público él no lo reconociera, quiero decir ante la prensa—. Pues no sé qué vida llevaras tú en tu país, tú te lo pierdes —añadió con paternalismo—, pero cada vez que he ido allí de gira me han faltado energía y tiempo para atender a la descomunal demanda. Todo el mundo parece dispuesto a que le pongan un rabo, mujeres, hombres y casi niños. —Y rió de nuevo, con carcajada menos antigua—. Quizá con la excepción del País Vasco, donde parecen desconocer el sexo, o limitarse a imitarlo porque han oído hablar de él en otros sitios, en el resto de España he tenido que hacer
castings
para escoger los huéspedes de mi cama, o de mi cuarto de baño si la cosa había de ir rápida, de tanta oferta tras los conciertos, y también antes: en los vestíbulos de los hoteles se han formado colas para subir a mi habitación un rato, y casi siempre me ha valido la pena interrumpir el descanso. Mucho más fogosos que aquí, y mucho más fáciles; en Gran Bretaña hay más castidad, por increíble que suene, y no digamos en Irlanda, ahí sí que son remilgados, como los vascos.
De pronto me molestó que hablara así de mis compatriotas, como si fueran hordas sexuales, con displicencia. Me molestó pensar que aquel gárrulo con fama se llevaba jovencitas o jovencitos al catre sin mérito y sin esfuerzo en Barcelona, Gijón, Madrid o Sevilla, daba lo mismo, cada vez que pisara España, y allí había dado unos cuantos conciertos a lo largo de los años. Hasta me alegró saber que en San Sebastián y Bilbao se lo ponían más arduo, algo era algo; y al notarme esta reacción pueril e idiota me di cuenta de que nunca nos libramos del patriotismo enteramente, todo depende de las circunstancias y de dónde estemos y de quién nos hable para que de repente surja un vestigio, un resto. Yo puedo pensar y decir cosas terribles de mi país, al que hoy considero envilecido hasta la médula y embrutecido en demasiados aspectos; pero si las oigo en boca de un extranjero despreciable y fatuo, recibo una punzada extraña, si es que no inexplicable, algo similar a lo que debió de sentir De la Garza, él tan primario, cuando vio que yo no lo defendía del inglés con espada que iba a decapitarlo, y quizá pensó en chivarse al Juez de esta manera más adelante, 'cuando todas esas piernas y brazos y cabezas segadas se junten el último día y griten todas "Morimos en tal lugar"', al cabo de los incontables siglos: 'Me mató este hombre con una espada y de mí hizo dos trozos, y este otro estuvo presente, lo vio, no movió un dedo; y el que asistió y no hizo nada hablaba mi lengua y ambos éramos de la misma tierra, más al sur, no tan lejana, aunque hubiera mar por medio: se quedó ahí mirando como una estatua con cara de pasmo, un tío de Madrid, no te jode, un paisano, uno del foro, y ni siquiera intentó pararle el brazo'. Se ve como una agravante ser de la misma tierra, en efecto, y así lo entendí yo siempre cuando mi padre me contaba los atroces relatos de nuestra Guerra: eran de la misma tierra la miliciana y el niño que aquélla estampó contra la pared de un cuarto piso en Alcalá esquina a Velázquez, y lo eran Emilio Mares y los hombres que lo torearon en Ronda, y aún más lo era el malagueño de la boina roja que le entró a matar, le dio puntilla y luego no se privó de castrarlo. Lo eran Del Real el delator y mi padre, y también el otro, Santa Olalla, el catedrático que aportó su firma de mayor autoridad a la denuncia, aun el novelista de barato éxito, Darío Flórez, que declaró como testigo de cargo y le hizo llegar aquel aviso siniestro al delatado por mediación de mi madre cuando ella aún no era mi madre ni la de nadie: Si Deza no vuelve a acordarse de que tiene una carrera, podrá vivir; en otro caso, lo hundiremos'. Para mí habían sido siempre los nombres de la traición, y esos nunca hay por qué protegerlos, y lo fueron porque venían todos de la misma tierra, mi padre y ellos, y en dos de los casos por la amistad preexistente, sin que él les hubiera dado nunca a los otros motivo para retirársela ni cancelársela, sino al contrario.
Ahuyenté mi resquemor absurdamente patriótico. No sólo debía hacerlo si quería proseguir con el encargo de Tupra (había sido mucho más fácil de lo esperado, abordar el tema; y veía los ojos grises de mi jefe a lo lejos, cerca de una cabecera, observándome absorbentes, preguntándose cómo me iba), sino que además no tenía sentido albergarlo. Los mismos comentarios de Dearlove los podía haber hecho un compatriota mío, sin ir más lejos De la Garza, de haber sido él un cantante idolatrado y haber podido elegir entre docenas de chicas para acostarse durante sus giras, y me habrían sentado mal igualmente, por altaneros y despectivos. Y sin embargo, sin embargo... había un escozor añadido, me era imposible negármelo, algo irracional, inquietante, desagradable, atávico. Quizá Tupra sentía lo mismo cuando se hablaba con desdén de Gran Bretaña o de los británicos, en presencia suya y en labios continentales o transoceánicos o de la verde Erín, donde es casi una norma. Y quizá por eso, por coherencia última, no tenía reparo en dedicarse a lo que se dedicaba, con más entrega y ahínco de lo que yo creía, y era verdad lo que me había dicho al poco de conocernos, así lo atenuara con ligero cinismo: Incluso rindiendo a mi país servicio, uno debe procurar eso si puede, ¿no?, aunque sea lateral el servicio...'. Comprendí en aquel momento, extemporáneamente, que lo más probable era que se lo rindiera sin pausa cuando ello no fuera contra su particular beneficio, y que, llegada la necesidad, llegada una guerra, llegado el día, yo no sería para él más que un español de mierda al que no vacilaría en hacer fusilar, como Dearlove había sido para mí, durante mi reacción fugaz patriótica, tan sólo un engreído inglés hijo de puta al que habría dado dos hostias sin pestañear.
Uno de los comensales más cercanos, una diseñadora de extravagantes modas ya entrada en años (ella misma vestía una mezcla incomprensible de refajos, plumas y harapos), me echó sin querer un capote para que la conversación no decayera y siguiera por donde me convenía:
—¿Ah, sí? —le dijo—. Yo creía que en Bretaña nadie se te resistía, Dickie, y resulta que es en España donde tienes la cama y el cuarto de baño de bote en bote. —No dijo realmente 'Bretaña', sino
'Britain’
que es la forma abreviada de referirse a Gran Bretaña; en cambio sí dijo ‘de bote en bote' o 'a reventar', esto es, ‘
jam-packed’
Era evidente que eran amigos y se tenían confianza, o bien Dick Dearlove (así parecía, eso también) hablaba con desparpajo hasta de las cosas más íntimas delante de cualquiera, como era yo; eso les sucede a menudo a los individuos muy célebres y perennemente alabados, acaban por figurarse que cuanto digan o hagan será bien recibido porque forma parte de su continuo espectáculo, y llega un momento en que no distinguen entre lo público y lo privado (excepto si hay un fotógrafo o un periodista por medio, y entonces son más discretos o exhibicionistas según el caso): si son tan aplaudidos en la primera esfera, y tan consentidos, por qué no habrían de serlo igual en la segunda, si en ambas son ellos los indiscutibles protagonistas, todos los días de su vida hasta el término.
—Tú lo sabes mejor que yo, Viva, aunque seas mujer —contestó Dick Dearlove entre irónico y pesaroso—. A nuestra edad; por muy famosos que seamos, y yo lo soy mucho más que tú, hay ocasiones en que no nos queda sino pagar, a tocateja o en especie. Hay un cierto tipo de bocados por los que aquí en Bretaña tengo que pagar casi siempre, rarísima vez me salen ya gratis, hace unos años aún, la mitad de la nación está estreñida; mientras que en España, mira, jamás he debido gastar ni un euro en eso, parece como si allí los jóvenes se dieran por satisfechos no con el acto en sí mismo, tampoco voy a presumir a estas alturas de mis ejecuciones, qué puedo decir, el cuerpo obedece cada vez menos a la imaginación, que en cambio es infatigable, estoy deseando que se me canse un poco, ojalá se adecuaran lo uno a lo otro algo más, todo esto está muy mal pensado, por lo menos para mí; sino con poder luego contarlo a sus amistades, si es que no en algún programa de televisión. Es extraordinario lo mucho que allí se viven las cosas no porque apetezcan de veras, parece, sino tan sólo para contarlas a continuación, ¿no?, un país muy dado al cotilleo y a la jactancia, ¿no es verdad?, un país muy narrativo, de lo más impúdico. —Y las interrogaciones retóricas me las dirigió a mí, como conocedor del paño—. Todo el mundo lo cuenta y lo pregunta todo, en las ruedas de prensa y en las entrevistas me río un montón y me dedico a esquivar, son toscos y descarados y desconocen el sentido de la vergüenza, es insólito para un país europeo. Ha habido polvos españoles en los que he notado claramente que tenían una prisa loca por terminar, y no porque no lo estuvieran pasando más o menos bien, cuidado, de algo sirvo aún, sino de pura impaciencia por salir a dar la noticia, me los imagino llegando muy contentos al bar, o al colegio a la mañana siguiente: '¿A que no sabéis quién me la ha metido hasta el fondo y por todas partes?'. —Se detuvo un instante y se quedó sonriendo un poco alelado, como si aquello le hiciera tanta gracia que podía recuperarla intacta al cabo del tiempo, en mitad de una cena tras un concierto edimburgués. También como si recordara algo del pasado, algo perdido que quizá ya no iba a volver—. No sé si sus amigos les creerán, lo mismo está duro y eso puede convertirse en un problema, porque desde hace algún tiempo los hay que van con su cámara de bolsillo o con su móvil, yo creo que a la caza de pruebas aunque todos dicen que los llevan encima porque los llevan encima siempre, así que hay que cachearlos antes de entrar, no sería divertido que me hicieran una foto en plena función. Todo eso se les requisa, les paso uno de esos aparatos de los aeropuertos, como varitas, ya sabéis, y así además los voy sobando con el instrumento, lo cual les encanta y les da mucha risa, y te vas haciendo una idea de lo que te aguarda, gente bien formada en general. Se dejan hacer como corderillos, con tal de pasar a la habitación. Aquí son mucho menos complacientes y menos vivos, no intentan colarte cámaras ni nada, y eso es lo malo: no les compensa tanto poder contarlo y presumir, o será que aquí me tienen muy visto. Quizá por eso en parte hay que pagar, o lo mismo es que se corrió la voz y ya saben todos que no me resisto, que alguna suma me podrán sacar. Y a veces ni pagando consigue uno gran cosa, bocados tiernos, ¿verdad, Viva?, en nuestras queridas Inglaterra y Escocia y Gales. Ahora no me deprimas diciéndome que tú sí.
El que se estaba deprimiendo era yo. Dick Dearlove habría cumplido ya los cincuenta, seguía siendo famosísimo pero lo había sido más antes, en su plenitud. Aún abarrotaba sus conciertos y provocaba delirios, pero tal vez más por su nombre y su historia que por su presente fuerza, como les ocurre a la mayoría de los cantantes británicos de los años setenta y ochenta que han perdurado y mantenido su actividad, desde Elton John a Rod Stewart o los Rolling Stones. Llevaba el pelo patéticamente largo para su edad, muy rubio y muy rizado, parecía un ex-miembro de Led Zeppelin o de King Crimson o de Emerson, Lake & Palmer que treinta años más tarde intentara conservar sin cambios su enquistado aspecto juvenil. De espaldas, con aquella melena casi frita, podía confundírselo con Olivia Newton-John al final de
Grease,
sólo que si se daba la vuelta u ofrecía el perfil, sus facciones eran lo opuesto a las edulcoradas de aquella australiana o neozelandesa o lo que quisiera que fuese: la nariz, siempre aguileña, se le había afilado sin curvatura, sólo en sentido horizontal; los ojos, siempre chicos, se le veían ahora agrandados, pero de un modo anómalo y un poco grimoso, como si hubiera logrado realzarlos por el drástico método de afeitarse las pestañas o recortarse los párpados mediante cirugía u otra barbaridad así; y sus indudables esfuerzos para no engordar le habían jugado la mala pasada de dejarle un cuello apellejado y numerosos surcos en mejillas, mentón y frente (quizá le había caducado su ración de
bottox),
y en cambio no le habían evitado lucir una blanda barriga en medio de un cuerpo estirado y flaco. Nada de eso se le notaba apenas de lejos, cuando se desquiciaba en los escenarios, pero sí en cuanto se bajaba de ellos o en los primeros planos de las pantallas gigantes, que por lo demás no se prodigaban. Se había apartado de la mesa, se había puesto de lado para mirar de frente a la diseñadora Genevieve Seabrook y había cruzado las larguísimas piernas, de manera que pude ver con sorpresa y disgusto que se había embabuchado en algún momento, es decir, en el trayecto hasta el restaurante se había deshecho de sus botas altas característícas —en ninguna actuación las perdonaba, desde hacía tres decenios o más, así hiciera calor— y se había calzado unas ridiculas babuchas doradas y negras, puntiagudas de punta curva y erguida y con los talones al aire (los llevaba tatuados, observé con malestar), que le conferían un aire doméstico o cuasi veraniego que contribuyó asimismo a mi depresión. El tipo me seguía pareciendo tan mamarracho como la primera vez y aún más repelente, pero también me dio una mínima lástima, por el candor con que reconocía sus actuales dificultades conquistadoras y no tener más remedio que apoquinar en sus lances, al menos en los británicos con 'bocados tiernos'. Esperaba no enterarme de cuan tiernos podían ser a lo largo de aquella aberrada conversación, yo no pensaba indagarlo por mucho que Tupra me hubiera encomendado una deprimente misión. De hecho decidí no preguntarle ni sonsacarle a Dearlove nada más, cuanto había oído me daba para un informe somero (al fin y al cabo mis oportunidades eran escasas, con tanto comensal admirativo o cobista alrededor, si no celebérrimo a su vez), y el resto me lo podía inventar si Ure me insistía o me exigía (se me ocurrió que en Escocia Tupra tendería a llamarse así, o tal vez preferiría Dundas en Edimburgo). —No, no te lo diré, querido Dickie —le contestó Viva Seabrook con una sonrisa tan cariñosa como maliciosa en la relativa medida en que puedo calificarla, pues las capas de maquillaje se le abigarraban y debían de sumar el grosor de una máscara mortuoria egipcia, quiero decir de faraón—; pero debes tener en cuenta que a sus edades más tempranas los chicos están dispuestos a todo por metérsela a alguna mujer. Esa es mi suerte, aunque a veces me tapen la cara con la sábana o con mis propias faldas y eso me siente bastante mal. Ahora ya no tanto, pero la primera vez que uno me puso la almohada encima, me entró un ataque de indignación y el jovencito salió huyendo, espantado por mis palabrotas e insultos. Yo creo que estoy de buen ver, pero claro, necesitan no asociarme con sus madres ni con sus tías, comprendo que eso es un anticlímax, y por lo general son tan elementales, tan auténticamente despiadados y brutos... Ya sabes.