Y sí, amartillé, monté el arma, y por primera vez pasé el índice del guardamonte al gatillo, acordándome de que era esa la advertencia de Miquelín y creyendo que cumplía el precepto, 'Nunca el dedo sobre el gatillo hasta que estés bien seguro de que vas a disparar'. Y lo estuve, lo estuve, lo estuve durante unos segundos —uno, dos, tres, cuatro, cinco; y seis—, y después ya no. No sé lo que lo salvó aquella vez, no fue callar, o es que fueron varias las cosas —pensamientos, recuerdos, y un reconocimiento—, agolpadas todas en seis segundos o tal vez fueron siete, o acaso algunas me vinieron más tarde y así tuvieron más tiempo para ser pensadas o recordadas, ya de vuelta en el hotel. 'Cuál es mi rostro ahora', volví a pensar. 'Se une al de tantos hombres y no tantas mujeres que han tenido la vida de otro en sus manos, y en seguida puede unirse al de los que se la quitaron. No al de Reresby, que al final no se la arrebató a De la Garza, y si ha acabado con otras no fue en mi presencia, lo mismo que Wheeler con sus brotes de cólera y de malaria y peste. Pero sí al del malagueño atravesado de Ronda que toreó y entró a matar a Mares, y al de la madrileña que se jactó en un tranvía de haber estampado a un niño contra una pared, y al de los milicianos que se cargaron en una cuneta a mi tío Alfonso cuando era muy joven, e incluso a los de Orlov y Bielov y Carlos Contreras, que torturaron y tal vez desollaron vivo a Andreu Nin en Alcalá; al del Vizconde de La Barthe, que mandó fusilar en las playas a Torrijos y a otros diecisiete según el cuadro, nada más desembarcar, pero en la realidad o en la historia le cupieron muchos más; al de los resistentes o estudiantes checos que cometieron el atentado contra el Protector nazi Heydrich con envenenadas balas de bottox, y al del jefe Spooner que lo planeó todo desde el Special Operations Executive inglés, el SOE; al de los ocupantes alemanes que arrasaron el pueblo de Lidice con su odio al lugar y mataron rápido o lento a ciento noventa y nueve varones y ciento ochenta y cuatro mujeres en represalia, el 10 de junio de 1942; al de los sicarios que ametrallaron a cuatro desgraciados en otra playa escondida, esta de Calabria, no lejos de Crotone, en el Golfo de Taranto, tres hombres y una mujer, y además esto lo he visto yo; y al del individuo que le chilló a otro en un garaje, tan cerca que le salpicaría saliva, y a continuación le disparó bajo el lóbulo de la oreja a quemarropa, como puedo hacer yo en este instante con Custardoy sin que nadie me grite "Don't" como le grité yo a Reresby y a lo mejor sirvió, le puedo poner el cañón ahí mismo y ya está, saltaron sangre y pequeños huesos; al de la mujer de verde con tacones y la falda subida y un jersey y un collar de perlas, que le machacó el cráneo a un hombre con un martillo y se le montó encima a horcajadas, sin medias, para golpearlo en la frente una y otra y otra vez; al del oficial o mercenario europeo que dirigió la matanza de veinte africanos que cayeron a cámara rápida como fichas de dominó; al de Manoia, también a ese, que le sacó los ojos a su prisionero como si fueran huesos de melocotón y después me dijo Tupra que lo degolló; y al de Ingram Frizer, el apuñalador del poeta Marlowe en una taberna de Deptford, aunque ese rostro suyo no se conozca ni tan siquiera con certeza su nombre, de tantos siglos atrás; y al del Rey Ricardo, claro está, que mandó asfixiar a los niños, a sus sobrinos en la Torre, y matar a tantos otros en su humor airado o no, incluido el pobre Clarence, ahogado por dos esbirros en una tinaja de nauseabundo vino mientras agitaba las piernas que se le quedaron fuera, en el aire que no volvió a respirar... Puede unirse y asimilarse mi rostro al de tantos hombres y no tantas mujeres que han sido dueños del tiempo y han sostenido en su mano el reloj —en forma de arma, en forma de orden—, y que decidieron pararlo de pronto sin esperar ni entretenerse, obligando así a otros a no desear más los deseos y a desprenderse aun del propio nombre. No me gusta esa unión. Pero también he de evitarle a Luisa todo peligro y todo sufrimiento y tormento, para que su fantasma no deba decirle un día a este sujeto lo que el espectro de la Reina Ana le reprochó a su marido la víspera de la batalla, ni deba lanzarle luego la maldición que yo no cumplo cuando estoy en disposición de cumplirla: "Tu mujer, esa desdichada Luisa, tu mujer, Esteban, que nunca durmió una hora tranquila contigo... Caiga yo ahora como plomo sobre tu alma, y siente la punzada del alfiler en tu pecho: desespera y muere". Sí, más me vale matarlo cuando aún estoy a tiempo', pensé, 'quizá no tenga otra oportunidad en el futuro, quizá no haya otro modo de borrarlo para siempre del cuadro y este sea el único de asegurarnos.' El plural me sorprendió a mí mismo. Y me dio fuerza o aliento descubrir que aún pensaba en nosotros como en 'nosotros'.
Así que aún mantuve el dedo sobre el gatillo, bajo el guardamonte, aunque ya no estaba en modo alguno seguro de dispararle, y eso fueron más segundos. Y a medida que pasaban y me arriesgaba a un accidente, vi a Custardoy más pálido y desaseado, era como si su atildamiento indumentario se hubiera descompuesto de pronto, la corbata se le había torcido y se atrevió a hacer otro gesto maquinal para centrársela, me recordó al de la coleta —sí, algo femenino por fuerza—, luego volvió la mano a la mesa obedientemente; la gabardina le lucía arrugada y parecía de peor tela, lo que se le veía de la camisa tenía aspecto de sudada. En cuanto al pelo, dio la impresión de aplastársele, y de tornársele más lisa la parte de las patillas; intentaba conservar la sonrisa —sabría de su rasgo afable—, pero ya no lo iluminaba; la nariz se le afiló, o acaso es que al acomodar mi postura me varió un poco la perspectiva; sus ojos se me aparecieron nublados y más juntos, como si todo él aspirara a estrecharse y a ofrecer así menos blanco, sería una cosa inconsciente, carecía de todo sentido a tan escasa distancia como nos separaba, yo no podía fallar ningún tiro, en ningún caso.
—¿Conoces a mis hijos? —le pregunté de pronto.
—No. No los he visto nunca. No me gusta mezclar críos.
—¿Desde cuándo sales con ella? ¿Hace cuánto que os conocéis? No me cuentes historias, yo la conozco mejor que tú.
Que le hablara, que le preguntara algo civilizado y sin ningún insulto por medio, lo tranquilizó un poco, aunque no dejaba de lanzar miradas al cañón de la pistola acerrojada, así me han dicho que también se dice, con sus ojos grandes y negros, fríos y obscenos aun en el miedo, el aire bronco se lo daba más bien el bigote, en colaboración con la nariz.
—Unos seis meses. —Y se permitió añadir—: Más tiempo no es siempre mejor. Por qué no nos dejas en paz. Nunca me ha gustado tanto una mujer como ella. Tú estás ya fuera de escena, creíamos que eso estaba claro. —'Ah, soy yo el que está out of the picture ahora mismo', pensé. 'Tiene razón. Pero eso va a cambiar. También él habla de "nosotros", Luisa y él'—". Lo está para Luisa, y ella creía que para ti también.
—No sé por qué hablas en pasado. Lo va a seguir creyendo porque tú no le vas a contar nada de esto.
Con una pistola en la mano, aquella frase sonaba a amenaza seria, aunque de hecho no lo fuera, o yo no la hubiera dicho con ese propósito, sino sólo porque estaba seguro de que a partir de aquel día no se volverían a ver. Custardoy ya no estaba tan chulo, noté cómo le crecía la aprensión. Y entonces me vino otro pensamiento o recuerdo, que debió condenarlo más y extrañamente ayudó a salvarlo: 'Este hombre es un "guebrídguma" mío, santo cielo, Luisa nos ha convertido a él y a mí en "con-yacentes" o "cofolladores" a nuestro pesar, del mismo modo que probablemente lo somos Tupra y yo por la intermediación o el vínculo de Pérez Nuix y que lo seré de tantos sin tener ni idea a través de otras mujeres, eso nunca lo tenemos presente al fornicar con alguien por primera vez, a quiénes juntamos y a quién nos unimos, y hoy en día esas relaciones fantasmagóricas, indeseadas o no buscadas, serían el cuento de nunca acabar. Pero según aquella lengua muerta este hombre y yo guardamos un parentesco, y en cualquier idioma una afinidad, eso es seguro, y tal vez por eso yo no deba matarlo, por eso también, tenemos algo fuerte en común, tampoco a mí me ha gustado nunca tanto una mujer como Luisa, al fin y al cabo queremos a la misma persona y ahí no lo puedo culpar, o quizá él tan sólo se la folla, sus sentimientos no los puedo saber'. Podía intentar averiguarlos, preguntarle si la quería, pero esa pregunta me pareció ridícula, y además, con una pistola amartillada apuntándole, ya sabía lo que me contestaría, y en cambio no si sería verdad. La verdad sería lo último que me dijese en aquel instante, si creyera que la verdad lo podía matar.
'No quiero que desaparezca nadie', pensé entonces, a continuación. 'No creo en el Juicio ni en ningún gran baile final de la aflicción y el contento, ni en los asesinados que elevarán sus quejas a los asesinos y los acusarán ante el horrorizado o hastiado Juez, reunidos todos en un tremendo guirigay. No creo en eso porque yo no soy del tiempo de la fe firme, y porque además no hace falta, esa escena ya tiene lugar aquí, en esta tierra, sólo que de manera fragmentaria e individual, al menos cuando el muerto sabe o ve quién lo mata y entonces ya puede decirle con su mirada de adiós: "Me quitas la vida más por celos que por justicia, yo no he matado a nadie o tú no lo sabes, me metes una bala en la sien o bajo el lóbulo de la oreja no porque creas que pego a tu ya no mujer como un vulgar maltratador, aunque no puedas ni quieras evitar la sospecha y creerlo así en parte para tu momentánea justificación que de nada te servirá ya mañana, sino porque me tienes miedo y vas a luchar por lo tuyo como todo el mundo que comete un crimen y debe convencerse de su necesidad: por tu Dios, por tu Rey, por tu patria, tu cultura o tu raza; por tu bandera, tu leyenda, tu lengua, tu clase o tu espacio; por tu honor, tu religión, por los tuyos, por tu caja fuerte, tu monedero y tus calcetines; o por tu mujer. Y en resumen, tienes miedo. Morí en mi casa en un día nublado, sin haberme quitado la gabardina y entre mis cuadros, cuando menos lo esperaba y a manos de un desconocido que me interceptó en el portal y me dio un cigarrillo último que no me gustó. Ya no iré más al Prado a mirar las pinturas, ya no las estudiaré ni las copiaré ni tampoco las falsificaré, no caminaré más por Madrid con mi coleta ondeante y mi bonito sombrero ni me tomaré más cervezas ni raciones de bravas, no entraré en la librería ni saludaré a mis amigas ni me pararé a ver las estatuas ni las piernas andantes de ninguna mujer, y a nadie más haré reír. A todo eso tú le pones fin. Quizá no es mucho pero es lo que tengo, es mi vida y es única, y nunca nadie la volverá a tener. Pese yo ahora todas las noches como plomo sobre tu alma, llene yo tu sueño de perturbaciones, sientas en tu pecho mi rodilla hincada, mientras duermes con un ojo abierto que ya nunca podrás cerrar". No, no quiero que desaparezca nadie', volví a pensar, 'ni siquiera que este hombre falte de aquí. No me atrevo, I do not dare, y siempre habrá tiempo de volverme atrás y to descend the stair, no me atrevo a turbar el universo o no debo, menos aún a suprimir nada de él, en mi humor airado o in my angry mood, Custardoy cabe en estas calles durante algún tiempo más, ya van llenas de sangre y nadie debe abandonarlas temblando, y quizá están saturadas de los hombres de ira llenos y de los rayos sin truenos que despedazan callando, no debo ser uno más, "Cada cual asiste a su relato, Jack, tú al tuyo y yo al mío", eso me dijo Tupra una vez. Mi rostro también se uniría al de Santa Olalla y al que es aún peor, al de Del Real, que para mí han sido siempre los nombres de la traición; porque al delatar a mi padre justo al término de la Guerra no buscaban otra cosa que su ejecución y su muerte, para cualquier denunciado ese era el destino normal, ellos fueron los dueños del tiempo, sostuvieron el reloj en la mano y lo mandaron parar, sólo que aquel reloj siguió funcionando y no les obedeció y gracias a eso estoy yo aquí y él no tuvo que decirse al morir: "Extraño ver todo aquello que nos concernía como flotando suelto en el espacio. Y penosa la tarea de estar muerto...". No, no seré yo quien le imponga esa tarea a este hombre desagradable por el que siento una rara mezcla de simpatía y aversión, él es parte de este paisaje y del universo, aún pisa la tierra y cruza el mundo y no me toca alterarlos a mí, al final del tiempo sólo quedan vestigios o cercos y en cada uno se rastrea a lo sumo la sombra de una historia incompleta, llena de lagunas, fantasmal, jeroglífica, cadavérica o fragmentaria como trozos de lápidas o como ruinas de tímpanos con inscripciones quebradas, "materia pasada, materia muda", y entonces puede dudarse de que jamás haya existido. Para qué hizo esto, dirán de ti, para qué tanta zozobra y la aceleración de su pulso, para qué aquel movimiento, y aquel vuelco; y de mí dirán: por qué habló o calló y guardó tantas ausencias, para qué aquel vértigo, tantas las dudas y tal tormento, para qué dio aquellos y tantos pasos. Y de los dos dirán: para qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, y tantas las dudas, y tal tormento.'
Saqué la segunda bala y me la guardé, desamartillé la pistola, quité el índice del gatillo y lo volví al guardamonte, como me había aconsejado Miquelín que hiciera siempre mientras no estuviera seguro de ir a disparar su vieja Llama. Vi en Custardoy una expresión de contenido o refrenado alivio, no se atrevía a sentirlo del todo y cómo podía, aún tenía un cañón apuntándole a la cara y el hombre que empuñaba el arma llevaba unos guantes puestos, y además le vio hacer una cosa que no era tranquilizadora: cogió los dos ceniceros con las dos colillas y sus correspondientes cenizas, las de él y las suyas, las de los dos Karelias, y se los vació en el otro bolsillo de su gabardina para no mezclarlas con las balas, del mismo modo que Tupra había guardado en los de su abrigo sus guantes mojados, escurridos y envueltos en sendas tiras de papel toalla allí en el lavabo de los tullidos, aunque él lo había hecho tras completar su faena y yo la tenía aún por delante. 'Ahora sí tengo su frialdad, la de Reresby, ahora que por fin he reconocido la semejanza o afinidad de este hombre y que por eso va a salir de esta con vida', pensé; 'y ahora que lo he asustado tanto, pese a que no lo haya dejado traslucir apenas y desde luego haya mantenido el tipo, cualquier cosa que le haga le parecerá bien y poca, se dará con un canto en los dientes y la encontrará razonable. No seré el Sargento Muerte ni Sir Death ni Sir Cruelty ni tan siquiera Sir Thrashing, no el Caballero Muerte ni el Crueldad ni el Paliza, seré tan sólo Sir Blow o Sir Wound y Sir Punishment el Caballero Golpe o Herida y Castigo, porque algo hay que hacer para sacarlo del cuadro, de todas formas, como Tupra sacó a De la Garza.' Y es que mientras pensaba (o mucho de esto lo pensé más tarde), caí en la cuenta de quién era la persona a la que Custardoy me recordaba; de cuál era su afinidad, por emplear la palabra de Wheeler; o su parentesco, o en este caso había hasta parecido. Y seguramente fue eso tan frívolo lo que lo salvó del todo, lo que lo salvó de veras y definitivamente, una tontería, una ridiculez, un relámpago azaroso y superfluo, una asociación oportuna o un voluble recuerdo que podían o no haber acudido, a veces depende de eso lo que uno haga o no haga, de la misma manera que decidimos darle limosna a un mendigo entre tantos, cuya estampa nos conmueve sin pretenderlo: vemos a la persona de pronto, más allá de su condición y su función y sus necesidades, la individualizamos, y ya no nos parece indistinguible ni intercambiable como objeto de compasión, los hay a cientos; así le había sucedido a Luisa con la joven rumana o húngara o bosnia y su centinela niño a la puerta del hipermercado, en los que yo me había descubierto pensando más de una vez, allí lejos en Londres, tras haber sabido de su existencia por un relato. Asociaba a Custardoy a mi vecino bailarín de enfrente, con el que no había cruzado una palabra pero que tantas veces me había animado o sosegado con sus danzas improvisadas a través de los árboles y de la estatua, más allá de la Square o plaza, solo o acompañado de sus amigas o partenaires o amantes. Sí, tenían bastante en común: mi bailarín es un individuo delgado y de facciones huesudas —mandíbula y nariz y frente— pero constitución atlética y fuerte, lo mismo que Custardoy es todo nervio; luce un bigote poblado pero cuidado, como de boxeador pionero pero sin ondulaciones decimonónicas, recto, y se peina hacia atrás con raya en medio, como si llevara coleta pero no se la he visto, cualquier día se la deja como Custardoy, cualquier día; también lleva corbata a veces como la lleva éste siempre, hasta en sus correteos y saltos por su despejado salón sin muebles, qué loco este tipo, qué feliz se lo ve, qué contento, qué desentendido de cuanto nos gasta y consume, entregado a sus bailes que no son para nadie, resulta divertido e incluso da alegría mirarlo, y además tiene misterio, no logro figurarme quién es ni a qué se dedica, se sustrae —y eso no es frecuente— a mis facultades interpretativas o deductivas, que aciertan o yerran pero en todo caso nunca se inhiben, sino que se ponen al instante en marcha para componer un retrato improvisado y mínimo, un estereotipo, un fogonazo, una suposición plausible, un esbozo o retazo de vida por imaginarios y elementales o arbitrarios que sean, es mi mente detectivesca y alerta, mi mente imbécil que me criticaba y reprochaba Clare Bayes hace ya muchos años, antes de que conociera a Luisa, y que hube de sofocar con Luisa para no irritarla y no darle miedo, el miedo supersticioso que más daño hace, y aun así sirvió de poco, nada sirve contra lo que ya se sabe y más se teme (quizá porque se lo atrae con fatalismo entonces, y se lo procura porque si no es un chasco), y uno suele saber cómo acaban las cosas, cómo evolucionan y qué nos aguarda, hacia dónde se encaminan y cuál ha de ser su término; todo está ahí a la vista, en realidad todo es visible desde muy pronto en las relaciones como en los relatos honrados, basta con atreverse a mirarlo, un solo instante encierra el germen de muchos años venideros y casi de nuestra historia entera —un solo instante cargado o grave—, y si queremos la vemos y la recorremos ya, a grandes rasgos, no son tantas las variaciones posibles, los indicios rara vez engañan si sabemos discernir los significativos, si se está —pero es tan difícil y catastrófico— dispuesto a ello...