Últimas tardes con Teresa (26 page)

—Cógelo tú mismo —oyó que le decía Hortensia, siempre sin mirarle—. En el bolsillo de arriba.

Parece que el Cardenal había sido un experto en muebles. Manolo nunca supo dónde guardaba lo que no conseguía vender, pero sospechaba de un cuarto trasero, arriba, junto al de Hortensia, que siempre estaba cerrado. El bolsillo de arriba estaba a la izquierda del pecho de la muchacha, y con los dedos índice y corazón, mientras intentaba pillar el caramelo (él no quería, pero resultaba imposible evitarlo) siempre rozaba la pequeña y dura cereza del pecho. “¡Demonio de chavala!”, pensaba, intranquilo. El delicado y laborioso vendaje y los caramelos debían ser, tal vez, la expresión tímida y callada de algún secreto sentimiento: la sensación de que la Jeringa tramaba algo se hacia particularmente aguda cuando sentía su mirada de ceniza clavada en la garganta.

Sentado a la mesa, el Cardenal bebía coñac en una panzuda copa color violeta. Manolo observó que el plato que tenía delante (un enorme filete rodeado de patatas fritas de charcutería) apenas había sido tocado. “Ya no hace más que mamar”, pensó.

El Cardenal vestía un batín escarlata algo sobado, de solapas lila muy abiertas, por donde asomaba una tupida mata gris, y mientras saboreaba el coñac, sus ojos melancólicos no se apartaban de las dos juveniles cabezas inclinadas, rozándose, y en cuyos cabellos el sol de la tarde fulgía como un incendio.

Hortensia —dijo—, termina de una vez. Tengo que hablar con Manolo. —Vio que éste levantaba la mano vendada. Los dedos, traspasados por el sol, eran de ígneo carmesí—. ¿No me oyes, niña? Si no tiene nada, en la mano, este presumido. Le conozco. —Rio suavemente, como para sus adentros—. Y tú eres una tonta; sí, una tonta, y ya sabes por qué lo digo...

La muchacha chasqueó la lengua, contrariada, pero no apartó los ojos de su trabajo. Manolo observó su rostro: en los párpados de papel se transparentaba el más absoluto desprecio. Hortensia hizo un nudo con la gasa, cortó el sobrante con las tijeras y levantó la mano de Manolo a la altura de sus ojos.

—¿Vale así, te gusta?

—Oh, muy bien, gracias. —Se levantó perezosamente, apretándose la muñeca como si le doliera. La Jeringa recogió sus cosas y se fue al otro extremo del comedor. Él se acercaba al Cardenal, rumiando el sablazo.

—Siéntate aquí, Manolo —invitó el viejo—. Aquí delante de mí, que yo te vea. Porque a ti te pasa algo. ¿Has comido hoy en tu casa? Tu cuñada me decía ayer que no te dejas ver para nada, apenas para comer y dormir. Eso no está bien.

—Es que ella no se entera. Me acuesto muy tarde y me levanto temprano.

—¿Ah, sí? Creía que no trabajabas. ¿Y qué haces, adónde vas cada tarde, con quién sales...? Qué delgado estás.

Bajo la nariz aguileña, en los gruesos y bondadosos labios, la sonrisa del Cardenal aún resultaba cordial y confortante, según observó Manolo, pero ¡cómo había cambiado el resto de la cara en poco tiempo, qué extrañamente se le había hinchado y pulido! Sus mejillas baldeadas, abofeteadas por la soledad, tenían un triste temblor de carne cruda.

—Estuve en el taller —añadió el viejo—. Tu hermano tampoco te ye el pelo, está preocupado... Pero siéntate. ¿Quieres comer algo?

Manolo se sentó desganadamente y apoyó los codos en la mesa. “No, gracias”, dijo. Sobre el hule de la mesa, de un amarillo pálido, pendía una lámpara de flequillos rojos. El Cardenal, con los ojos bajos, parecía reflexionar. Manolo vio a la Jeringa poniendo una placa en el tocadiscos, en una mesita del rincón, y en seguida se oyó la música. “Quita eso —ordenó su tío—. Tienes toda la tarde para poner música”. La muchacha obedeció, remolona, y luego se encaminó hacia la cocina: inmediatamente se oyó el estrépito de un plato contra el suelo. El Cardenal ni siquiera parpadeó.

—Tomarás café —decidió de pronto, y alzando la cabeza—: ¡Hortensia, café para Manolo!

—¡Vaaaaaaaaaa...! —se oyó en la cocina.

El Cardenal miró a Manolo:

—Vamos muy elegantes, últimamente. —Utilizaba mucho el plural hablando con Manolo: era una de las pocas frivolidades que se concedía con él, que ahora se miró a sí mismo, extrañado, por lo que el viejo añadió—: Lo digo por el traje que estrenaste hace días. Tu pobre cuñada me lo dijo.

—Ah. Pues está en la tintorería.

—Ya, ya —hizo el Cardenal—. Vamos bien, según parece.

—Tirando. —El murciano se echó los cabellos hacia atrás con la mano—. Sólo tirando, Cardenal. Precisamente quería hablarte... Necesito un anticipo.

—¿Qué planes tenemos?

—¿Planes? No tengo ningún plan.

—Vamos, vamos, cuéntale todo al tío Fidel. ¿Qué te pasa, tenemos gastos extras, este verano? Qué delgado estás... ¿Por qué hemos dejado de trabajar? ¿La gente ya no va en moto? Tienes buen color, pero juraría que estás más delgado, que has crecido. ¿Qué, los turistas llegan en coches blindados, este año? A lo mejor es mucho más sencillo, a lo mejor nos hemos enamorado.

—Déjate de corlas —cortó Manolo. Una mancha blanca avanzaba suavemente hacia él, por la espalda, arrastrando una silla. El brazo de Hortensia, con la manga recogida, pasó por encima de su hombro y depositó una taza de café frente a él. El olor a almendras amargas le envolvió por completo. Añadió—: Mira, ya hace días que deseaba tener una explicación contigo... He estado reflexionando. Todo ha cambiado, ya te contaré, pero antes necesito urgentemente que me prestes algo, tres mil o así.

—¿Es que piensas dejarnos? —preguntó el Cardenal.

—No es eso, caray, ya te contaré.

—No hace falta, ya veo que tienes un plan. ¿Y por qué no lo has dicho antes, cabrito?

—Aún no he decidido nada. Por una temporadita a ti no te va ni te viene, quiero decir que no te hago falta, tienes otros negocios (sabía que esto ya no era verdad) y también tienes a los demás, al Paco, al Fermín Pas, a las hermanas Sisters (tampoco eso era verdad: el Paco ya no quería tratos con el viejo, y a los demás, incluido Bernardo, no se les vela el pelo desde hacía tiempo). Siguen trabajando para ti, ¿no?

—No te hagas el angelito. Las cosas no marchan nada bien, y en parte por culpa tuya. La jugada que le hiciste al Paco fue el principio de todo. No se puede ser tan desleal con los amigos, hijo, te lo tengo dicho mil veces. Pero dejemos eso. ¿Por qué no quieres seguir trabajando?

—No me conviene. Estoy muy visto, tengo miedo...

—¿Tú miedo? No me hagas reír. Lo que pasa es que te has echado novia. —Pensaba en aquella muchacha tímida que el invierno pasado subía al Carmelo en su busca, los jueves, con un ridículo abrigo a cuadros y un paraguas. Pensaba que a los otros sí podía haberles entrado el miedo, o colocaban el género en otra parte, o les habían trincado, o habían decidido que él ya era demasiado viejo y chocheaba... En cualquier caso, Manolo guardaba silencio: de pronto parecía desorientado: acaso porque muchas veces había tenido que correr perseguido de cerca por los vigilantes nocturnos, la angustiosa sensación de meterse sin querer en un callejón sin salida era en él muy frecuente y aguda. Y ahora además tuvo un sobresalto: la Jeringa, que se había sentado silenciosamente a su lado, con una taza de café, le estaba envolviendo con sus miradas de hielo, recortándole el perfil. El Cardenal vertió coñac en su copa y añadió:

—Por cierto, ¿no eras tú el que se reía de Bernardo?

—Bernardo se casó.

—Tiene esa disculpa, por lo menos. Pero tú es que debes estar loco. ¿De qué piensas vivir? A tu pobre cuñada no le sobra el dinero. Y tu hermano ya empieza a estar de ti más que harto, como antes. ¿Esperas que te mantengan de balde? ¿O acaso piensas convertirte en un chorizo?

—De eso nada, tú —dijo el chico con dignidad.

—Entonces, ¿qué piensas hacer? —El Cardenal se llevó la copa a los labios y la vació de un trago. Sudaba copiosamente. Manolo se fijó en sus ojos llorosos y amodorrados—. Di, ¿qué piensas hacer?

—Aún no lo sé. Puede que... (¿era realmente la rodilla de la Jeringa la que se restregaba contra la suya por debajo de la mesa?). Puede que busque un empleo. Sí, un buen empleo. He hecho amistades, me estoy relacionando... Bueno, es pronto para decir nada, pero quiero estar preparado.

—Vaya, vaya.

—Te devolveré hasta el último céntimo, o mejor te traigo alguna moto en cuanto pueda y listo. Pero ahora necesito unas vacaciones, tantear el terreno, y algo para los primeros gastos. De eso quería hablarte, Cardenal, a ver qué te parece.

—No me parece nada, ratón. —Los más extraños calificativos salían de sus labios a medida que iba estando más borracho, pero su sobrina y el murciano ya estaban acostumbrados—. No te entiendo, eso es lo que pasa. Háblame de tu chavala...

—¡No hay ninguna chavala! —cortó el Pijoaparte—. A mí no me hace cambiar ninguna golfa (a partir de este momento, y ya por todo el rato que seguiría allí sentado, la ceniza húmeda de los ojos de Hortensia se convirtió en una especie de succión, como de insecto voraz. Al mismo tiempo, la idea de que se estaba metiendo en un callejón sin salida crecía oscuramente en su interior). Te aseguro que esto es serio, Cardenal. Por favor, préstame aunque sean mil... Y no me hagas perder más tiempo.

—Quisiera saber —dijo el viejo— cómo te las arreglas para vivir sin trabajar. Seguramente apañas lo justo con un “tirón” de vez en cuando, poca cosa, vamos, para tabaco y cine y los helados de tu damisela. ¡La gran vida, coneja! Y naturalmente, de motos nada; las motos sólo para llevarla a la playa...

—Tiene coche, entérate —se le escapó (la mirada de Hortensia osciló un segundo, a su lado, para adquirir inmediatamente aquella inmovilidad, densa, y su extraña cualidad gris)—. Pero bueno, todo eso qué importa. Estoy sin una perra, por lo menos quinientas... Yo te he dado a ganar mucho, no puedes negarme este favor...

Desalentado, clavó los ojos en el fondo de la taza de café. Entonces notó que la Jeringa reclamaba su atención, golpeando su pierna con la rodilla. La miró: una leve sonrisa, una lenta caída de los párpados que tal vez quería decir algo. Pero ya estaba harto. Se levantó. El Cardenal murmuraba como para sí: “eso, un tirón de vez en cuando, a todos os ha gustado siempre. Salvajes”. Él sabía que el viejo siempre se había opuesto a la práctica del “tirón” (hacerse con el bolso de una mujer sin bajar de la motocicleta y escapar a todo gas) porque, según él, era muy peligroso. En realidad, y Manolo lo sabía, era porque no podía controlar el producto de tales robos ni le resultaba vendible. De todos modos, él no lo practicaba desde que conoció a Maruja.

De pronto el Cardenal se levantó y salió del comedor con paso rápido. Manolo le siguió. Envuelto en el batín y arrastrando las zapatillas, el viejo empezó a recorrer la planta baja, pasando luego a las habitaciones del primer piso. El murciano estaba acostumbrado a estos recorridos del viejo. Antes, por lo general, obedecían a unos repentinos y oscuros deseos de verificar el buen orden doméstico, eran como visitas de inspección (aprovechaba para poner en su sitio algunos objetos desplazados, para quitar el polvo, para comprobar una ausencia, etc.) pero ahora se hacían cada vez más rápidos y formularios, a un paso frenético, una zancada impresionante y majestuosa, hasta el punto que el muchacho casi se veía obligado a correr tras él si quería hacerse oír:

—¿Me escuchas o no, Cardenal?

—No. Dime con quién sales y te diré quién eres —recitaba el gallego, avanzando veloz por los pasillos, dejando tras de sí el vuelo airoso de los faldones de su batín escarlata—. Pero ¿en qué mundo vives, mariposa? Nada como quedarse en casa, Manolo, yo sé muy bien que no se pierde nada con quedarse en casa.

—Sé cuidarme solo. Escúchame...

—Dime, dime.

—¿Estás enfadado conmigo? Es que si lo estás, dilo. ¿De verdad no puedes prestarme ese dinero? ¿O no quieres?

El Cardenal nada dijo. Después de un rato dio por terminada la inspección, regresó al comedor, siempre seguido de Manolo, se sentó a la mesa y llenó otra vez su copa de coñac. Clavó sus ojos risueños en el chico, que también se había sentado, luego en su sobrina, y su mano, que buscaba algo a tientas sobre el mantel (el tapón de la botella) tropezó con un vaso de agua, que vertió. Manolo, levantándose: “me voy”, fue hacia la cristalera de la galería y miró al jardín. Decididamente, hoy no es mi día, se dijo. En aquel momento, Hortensia sacó el pañuelo y se sonó las narices ruidosamente. Su tío la miró con cierta dignidad ultrajada:

—No te suenes en la mesa, que es de mala educación.

Su mirada pretendía sin duda infundir respeto. Pero la chica, mirándole a su vez por encima del pañuelo con sus ojillos rencorosos, se sonó nuevamente, y todavía con más fuerza. El Cardenal, súbitamente, le golpeó las manos repetidas veces con la punta de los dedos, sin fuerza, como en una rabieta infantil, mordiéndose la lengua, hasta hacerle caer el pañuelo. Ella sonreía y seguía mirándole con su aire de insecto encogido. “Descarada”, dijo su tío. Estaba rojo de ira. Dotado de una urbanidad lunática de clase media, al Cardenal le salía a menudo el plumero en la mesa, sobre todo en la mesa, y con un decoro realmente de camarero (oficio que había desempeñado en su juventud) mostraba orgulloso un exagerado amor por las buenas maneras, que nunca había conocido bien pero que él resumía escuetamente en dos o tres principios elementales (lavarse las manos antes de las comidas, no cantar ni leer mientras se come, ponerse a la izquierda de las personas mayores) y que imponía a su sobrina severamente, pero sin éxito. Su obsesión era lo de sonarse en la mesa sin volver la cabeza. La muchacha recogió el pañuelo tranquilamente, se lo guardó en el escote y, tarareando entre dientes, se levantó para quitar la mesa. A partir de este momento, el Cardenal fue desmoronándose rápidamente. “Tan fina como era de niña”, murmuró.

—Bueno —dijo Manolo al pasar junto a él—. ¿Me haces este favor, sí o no?

—Primero reflexiona, hijo. Yo puedo resistir una temporada sin trabajar, pero tú no.

—No seas cascarrabias —dijo el chico palmeándole la espalda—. Tú no puedes hacerme eso.

—Es por tu bien —dijo el viejo dulcemente—. Y es que es una lástima...

—¿Sabes qué te digo, Cardenal? Que eres un cabronazo de tomo y lomo.

La voz del viejo se hizo primero plañidera, luego susurrante:

Y es que es una lástima, cada año, cuando llega el verano, es una triste lástima, siempre haces lo mismo, te embarcas en alguna historia de faldas y durante un tiempo andas por ahí haciendo el primo con tus trajes nuevos, otras veces ha durado poco pero ahora lo veo muy negro, maldito desagradecido, que ya no eres un chiquillo, Manolo, que mira que soy viejo y conozco la vida, que te van a engañar, que se burlarán de ti, nunca has sido bastante mal bicho para defenderte... —y se apagó de pronto, como si le hubiesen taponado la boca. Manolo, presa de una extraña inquietud (pero más bien por Hortensia: ella se había quedado repentinamente inmóvil en la puerta del comedor, mirando a su tío, esperando algo) decidió largarse y probar otro día. Pero el Cardenal ya estaba iniciando uno de aquellos diálogos sordos que él tanto temía:

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