Últimas tardes con Teresa (28 page)

—¡Uff...! Qué alivio —dijo—. Hemos tenido suerte, no nos siguen.

—¿Cómo...? ¿Qué...? —tartajeó el murciano, que por aquel entonces aún bajaba de las regiones que lindan con la locura, hasta tal punto que una mano extraviada, nocturna mariposa borracha, se le fue hacia las fragantes rodillas de la muchacha y en ellas se posó exhausta.

—¿Qué haces? —Teresa le miraba sonriendo, pero inquieta—. ¿Has pasado miedo? Los de tráfico, que al verles he temido que me parasen. Con la bofia mejor no tener tratos, yo pensaba sobre todo en ti... ¿Comprendes?

La mariposa emprendió el vuelo: la flor estaba cerrada, y satisfecha, olímpica, inconsciente de su propio fulgor más aún que las estrellas, Teresa Serrat puso de nuevo el Floride en marcha y enfiló recto hacia la ciudad, sin sospechar la doble dulce carga que ahora transportaba.

El círculo cordial se abrió pues lentamente, confusamente, primero con breves paseos alrededor de la clínica (Paseo de la Bonanova, jardines con palmeras y pinos, torres pizarrosas con cucurucho, rejas y aceras interminables con sirvientas de palique y presurosos curas de aire resuelto) un piadoso peregrinaje local que fue ensanchándose en torno a Maruja yacente como un círculo de ondas en el agua. Luego, gracias al Floride y al sopor de aquellas tardes estivales, que ya llevaban por otra parte el germen de una ceniza aventada (el círculo se borraría con los primeros vientos nocturnos de septiembre) abarcaron en sucesivas tardes toda la ciudad y su extrarradio, desde bares y cafeterías de moda en el centro hasta insospechadas tabernas, chiringuitos y humildes terrazas en las afueras, con la constante presencia del automóvil (una tranquilizadora promesa de retorno) y de caprichosas imágenes de helados, refrescos y rajas de sandía comidas al azar bajo la sombra de un toldo junto a la carretera (una promesa tórrida: los dientes de leche de Teresa clavados en la pelusilla carmesí) entre moscas y niños de trato fugaz y peligroso (Teresa deslizándose alegremente por un terraplén de suburbio junto a diablillos desarropados: un roto en los blue-jeans) para recalar finalmente en la penumbra rojiza de ciertos locales de besuqueo, hundidos en asientos tapizados de cuero y mecidos por una selecta música destinada a novios ricos e ilustrados. Teresa leía mucho, al parecer, y al principio, en todas sus salidas juntos, invariablemente y con un raro empeño (como si se resistiera a romper aquellas amarras culturales que aún la tenía anclada en su apacible bahía) llevaba siempre consigo algún libro que, si no era víctima de ciertas negligencias pre-amorosas de parte de su dueña (Teresa reclamando su mano para saltar descalza en la escollera del puerto, sobre los grandes bloques de hormigón, un traspié, el libro en el agua) acababa olvidado y bostezando tras los asientos del Floride, amarilleando al sol. La muchacha braceaba feliz en sus azules aguas tropicales, proyectando incursiones que nunca se realizarían (“una tarde quiero ir al Somorrostro, pero yo sola”) y el Pijoaparte ejercitaba su más preciosa facultad: la de ponerse en el lugar de los otros (“no permitiré que vayas sola”). Y naturalmente, una vez planteado el riesgo que comportan estas curiosas nostalgias de suburbio, no iban. Combinaron sabiamente: vino tinto y paisaje suburbano o marinero (Teresa Moreau mordisqueando gambas entre camisetas azules y rayadas de jóvenes pescadores) y gin-tonic con música de Bach en mullidos asientos de cuero y atmósferas discretas (Teresa de Beauvoir hojeando libros en el Cristal City Bar-Librería) pasando por cines sofocantes donde ponían “reprises” (“¿cuándo nos dejarán ver
El Acorazado Potemkin
?”) por barrios populares en Fiesta Mayor y casuales encuentros con turistas despistados (Teresa hablando en francés con la joven pareja semidesnuda y tostada que ha frenado su coche junto al Floride: “
Regarde ce garcon-lá, oh comme il est beau!
”) y por la brisa salobre del puerto, el bullicio veraniego de las Ramblas, cerveza y calamares en la Plaza Real, lentos paseos por el Parque Güell, encendidos crepúsculos contemplados desde el Monte Carmelo, con el automóvil parado en la carretera, en el momento de la despedida.

Allí era donde el murciano, diariamente, sondeaba la transparente mirada azul de su amiga en busca de la señal. Inútilmente, todavía. Porque, además, las cosas no siempre acababan bien. Tuvieron varios altercados. Teresa era una conversadora infatigable y compleja. Le gustaba, sobre todo, hablar del amor como si se tratara de un pariente muerto por el cuál ella nunca había sentido demasiado afecto. Una noche, al dejar a Manolo en el Carmelo, le preguntó súbitamente:

—¿Tú serías capaz de morir por un gran amor, Manolo? —Sí.

Ella se echó a reír.

—¡Estaba segura! ¡Qué tontería!

—No veo por qué —dijo él, envolviéndola en una mirada cálida—. ¿Tú no crees en el amor?

—No se trata de creer o no. A mí me inspira más confianza el deseo, es un sentimiento más digno y limpio. Naturalmente, siempre y cuando sea mutuo y no comporte ningún tipo de responsabilidad moral.

—¡Uy!, tú pides demasiado.

—Yo no, son los tiempos.

—No te entiendo.

—Pues chico, está muy claro —suspiró Teresa, pensativa—. Esta es una época de transición, ¿no crees? Me refiero a los valores morales, que están en crisis... —Con los brazos cruzados sobre el volante del automóvil, la mirada perdida en la noche del Monte Carmelo, la universitaria empezó a desarrollar su teoría acerca de por qué el amor está actualmente en crisis. Escuchándola con una leve sonrisa de tolerancia, o mejor dicho, adorando sobre todo su voz, por el placer de oírla, Manolo guardó silencio. Luego intentó vanamente hacerla volver de nuevo a la realidad ayudándose con un juego pueril: encendiendo y apagando los faros del coche; se aproximó más a ella, que seguía divagando, le apartó con el dedo un rubio mechón que le tapaba el ojo, se inclinó finalmente sobre su rostro y entonces, incomprensiblemente para ella (que ya se había callado, inquieta, sospechando por la proximidad del chico cuál iba a ser la enardecida respuesta que echaría por tierra toda su teoría) Manolo se inmovilizó, se echó hacia atrás, dejándola como estaba, y bajó del coche.

—Te las das de intelectual, de chica leída ¿no? —dijo cerrando la puerta de golpe—. Pues hasta mañana.

Y se alejó por la carretera en dirección al bar Delicias, con las manos en los bolsillos y silbando.

Estas reacciones imprevistas no tenían como única finalidad una elemental afirmación de poder: podían ciertamente enojar a su gentil compañera, y ello suponía un riesgo, pero es ,que él no veía otro medio de defenderse, de salvar el abismo cultural que mediaba entre los dos. Lo mejor era cortar por lo sano. Afirmándose y perfeccionándose en esta sencilla estrategia, el murciano esperaba echar paulatinamente lejos de sí a la complicada universitaria amiga de discusiones bizantinas para quedarse solamente con la alegre y encantadora muchacha de dieciocho años que gustaba de pasar las tardes con él y se divertía con cualquier pretexto. Esta táctica de rechace y distanciamiento resultó igualmente eficaz ante ciertas muestras de exhibicionismo o de señoritismo que Teresa, a pesar de sus ideas fervorosamente progresistas, a veces no podía evitar; ciertas improvisadas y disparatadas escenas de muchachita moderna, libre y presuntamente desvirgada ( ¡cómo le gustaba apoyar el brazo en el hombro de Manolo y arrimarse a él, en público, transpirando para el “gallinero” una decidida intimidad sexual que aún estaba lejos de dignarse conceder!) provocaban en su amigo fulminantes enojos.

Sin embargo, ningún enfado duró más de veinticuatro horas, y a menudo el mismo Manolo acababa con ellos llamando a la muchacha por teléfono para disculparse. Entonces, la universitaria se empeñaba en que la culpa era sólo de ella, y se acusaba de snob. Así las cosas, al murciano se le ocurrió pensar si no se estaría comportando con excesiva prudencia. Cierta tarde, cuando estaban sentados en el saloncito de la clínica, se abrió la puerta y apareció el señor Serrat. Una Teresa desconocida por lo azorada (estaba muy pegada a su amigo en el momento de abrirse la puerta, la cabeza inclinada sobre el periódico, repasando juntos la cartelera de cines) presentó a Manolo. Él, repentinamente serio, se levantó y tendió la mano, intentando en vano leer algo en los ojos del industrial catalán. Bufando por la nariz, sin apenas detenerse, el señor Serrat hizo unos ruidos guturales a modo de saludo y estrechó la mano del chico, pasando seguidamente a la habitación de Maruja. Tenía mucha prisa: venía, entre otras cosas, para decirle a Teresa que se iba a la Costa a pasar el fin de semana y que ella se ocupara de darle ciertas instrucciones al jardinero que mañana iría a casa, porque en Vicente, ya se sabe, no se puede confiar, nunca se acuerda de nada. Teresa le siguió al cuarto de Maruja. Manolo permaneció en el saloncito, pero pudo oír al señor Serrat porque la puerta quedó entornada: “
Nena, qui és aquest noi?
” Y entonces algo en la voz de Teresa, además del tono falsamente helado e indiferente que empleó, algo que ya se contenía en la misma pausa que se tomó antes de contestar a la pregunta de su padre, le reveló a Manolo aquellos ocultos motivos de interés emocional que nacen de una nostalgia determinada y que la universitaria se empeñaba en confundir con una solemne majadería política. “Apenas le conozco, papá, dice que es el novio de Maruja y viene a verla todos los días”, fue la turbia y desganada respuesta, a la que añadió: “Me da pena, pobre chico” (aquí, una especie de gruñido del señor Serrat) en el momento en que Manolo se acercaba de puntillas a la puerta, reflexionando: de modo que así era, según Teresa, la situación de ambos vista desde fuera: él no era más que el presunto novio de la criada enferma, que en su diaria visita a la clínica se encuentra con la señorita y que es gentilmente acompañado a casa en coche. Muy bien. Nada especial, todo esto ocurre en un verano imprevisto que no durará siempre; los dos están de vacaciones y prácticamente sin vigilancia de la familia, solos, circunstancialmente unidos por la desgracia de Maruja, pero su origen es tan distinto que aquí no pasará nada. Me da pena, pobre chico. Bien, es natural, no hay por qué hablar de nuestras escapadas en coche. Sin embargo, gracias a esta peculiar mezcla de verdad y mentira que encerraban las palabras de Teresa (no mentía, pero tampoco decía toda la verdad) Manolo comprendió de pronto que su cautela era excesiva y que podía y debía actuar con mayor rapidez y decisión.

Al entrar él en la habitación de Maruja, la situación era la siguiente: ligeramente inclinada sobre la mesilla de noche, Dina se disponía a inyectarle un suero a la enferma; sus preparativos eran observados por el señor Serrat, de pie junto a ella; al otro lado de la cama, Teresa, con las manos cruzadas detrás, seguía contestando con aire inocente algunas preguntas distraídas que le hacía su padre respecto a cómo empleaba su tiempo después de visitar a Maruja: en términos generales, Teresa parecía excesivamente empeñada en demostrar que apenas se había fijado en el chico. Éste avanzaba ahora hacia la cama, despacio (nadie le miró, pero se callaron), se colocó en silencio junto a Teresa y apoyó distraídamente la mano en el pie del gotero, que estaba junto a la cabecera del lecho, de manera que rozaba casi con los dedos la espalda de Teresa. Teresa llevaba esta tarde un ligero vestido verde sin mangas ni cinturón, muy simple y ceñido, con una cremallera en la espalda, que iba desde la nuca hasta las nalgas. Manolo, con aire distraído, observaba al igual que los demás lo que hacía la enfermera mientras, por entretenerse en algo, al parecer, deslizaba la mano arriba y abajo en torno a la barra metálica, rozando la espalda de la muchacha, hasta que, en uno de los movimientos descendentes, sin soltar la barra del gotero, cerró el pulgar y el índice como un pico de ave sobre la cremallera del vestido de Teresa y, en un abrir y cerrar de ojos, se la bajó hasta abajo del todo. La tela se abrió como una piel, liberando un fulgor dorado: se ofreció repentinamente a sus ojos el esplendor de una espalda tersa y suavemente redondeada, esbelta, ceñida, casi infantil, con un bronceado no interrumpido por cinta ninguna (él ya sabía que la intrépida universitaria era de las que no llevan sostén casi nunca) delirantemente replegada hacia dentro en su dulce declinar, en la cintura pueril, para luego erguirse de nuevo con renovado impulso bajo el débil resplandor rosado de la tela de nylon que cubría las nalgas. Todo fue tan rápido e inesperado que Teresa se quedó pasmada, con la boca abierta; la parte delantera del vestido quedaba asegurada por unos corchetes en los hombros, lo cual, como era de esperar, anulaba por completo la otra cara del demencial sueño del murciano (a saber: que la embustera y caprichosa quedara un instante ante los ojos de su padre y de la enfermera con las meras teticas al aire). El señor Serrat, que en este momento decía algo a propósito de amnesia local y amnesia general, levantó la vista hacia su hija, pero, al no observar en ella nada anormal (excepto que se abrazaba a sí misma como si tuviera escalofríos) volvió a fijar su atención en el quehacer de Dina. Las mejillas de Teresa se pusieron como la grana y cambió una furiosa mirada con Manolo al tiempo que intentaba, maniobrando disimuladamente, subirse la cremallera. Retrocedió muy despacio hacia la puerta y salió.

Luego riñó al chico (asombrada, pero no exactamente disgustada) y quiso saber por qué había hecho semejante locura delante de su padre. “Si no lo hago, todavía estarías contándole mentiras de ti y de mí”, y cogiéndola por el brazo, como si quisiera explicárselo mejor pero no allí, la hizo salir de la clínica.

Esta noche la invitó a tomar una copa en “Jamborée”. A Teresa le encantó la idea de mostrarse en compañía del murciano en la cava de la Plaza Real (deslizándose como peces en un acuario, allí se veían siempre algunos prestigiosos conjurados estudiantiles, Luis Trías entre ellos, ejercitándose en la semi-clandestinidad bajo una luz verdosa, exilada, parisina). Actuaba un singular y primitivo conjunto de jazz español a base de instrumentos de hueso, el “Maria’s Julián Jazz” (la quijada de burro hecha sonido y filosofía, decía el programa de mano), latoso y cínico farsante cuya música, al no tomarla nadie en serio (excepto una atenta parejita con gafas, miopes los dos y estudiantes de Letras, que reconocieron a Teresa y pretendieron que la muchacha y su acompañante compartieran su mesa) tenía cuando menos la virtud de que se podía bailar sin miedo a profanar la verdadera cátedra del jazz. Y en la penumbra rojiza del local, bailando estrechamente abrazada a su nuevo amigo frente a las miradas meditabundas de los estudiantes (que ella despreciaba por carcas y reaccionarios, según dijo al oído de Manolo) la universitaria dejó que él le rozara por vez primera las sienes y la frente con los labios. .

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