Últimas tardes con Teresa (31 page)

—Y ¿nunca has tenido miedo? —le preguntó—. Eres una chica valiente.

—Manolo, ¿tienes el pasaporte en regla?

—¿Por qué me lo preguntas? Claro que sí.

—Conviene estar preparado. Ya sabes: si tuvieras que largarte de pronto, pasar la frontera. No serías el primero.

—Chiquilla, qué cosas se te ocurren. Me moriría.

—¿Cómo dices?

—Me moriría si tuviera que irme.

—No te entiendo...

Insistiendo sobre esa hipotética huida, Teresa, con un movimiento brusco, se ladeó sobre la toalla encarándose con él. Juntó las manos bajo la mejilla con gesto infantil, como una niña pequeña al acostarse, y miró a su amigo fijamente: “¿qué quieres decir?”. Sus ojos, que titilaban con una luz risueña, tropezaron con una inesperada mirada nostálgica del muchacho. El pálido sol de la tarde jugaba con unos granitos de arena pegados a su hombro pulido, arrancándoles brillos irisados. Viéndole así, tan de cerca (sus ojos bizqueaban un poco), Teresa pensó en el momento en que habían caminado hacia la orilla, después de desnudarse en el coche, ella siguiéndole a un par de metros y observando qué tal le sentaba el viejo slip, mirando su espalda esbelta, la línea firme de sus hombros, y pensando oscuramente: “la entrañable mosquita muerta se ha estremecido en, estos brazos, durante noches y más noches, mientras yo leía a la Beauvoir sobre ellos, en mi cuarto, sola”. En la espalda oscura del muchacho, en su manera de caminar, le había parecido entonces captar la expresión muscular de ciertas locas esperanzas. Ahora él le apartaba los cabellos con la mano y Teresa bajó los ojos. La mano (era la mano herida, por supuesto) se posó luego en el cuello de la muchacha, presionando levemente en la nuca. El fino cuello de Teresa latía entre sus dedos como un pájaro asustado. “Eres muy bonita, y sentiría tener que escapar de repente, por lo que fuera, tener que dejarte. Ninguna coña de esas de la política será capaz de hacer que te olvide... (“Mal, lo estás haciendo mal, ignorante”, se dijo.) Se acercó más a ella y rozó sus labios calientes, entreabiertos, que dejaban ver unos dientes de leche. “Por favor, qué haces...”, murmuró Teresa con los ojos bajos. Parecía reflexionar intensamente, muy concentrada en sí misma: su disolución era eminente.

—Sabía que pasaría esto —añadió Teresa en un susurro—. Lo sabía... La vida es un asco.

—No digas tonterías.

—No digo tonterías. Y aunque me beses, te lo advierto, quítate de la cabeza la idea de acostarte conmigo. Yo soy muy franca, Manolo, todavía no me conoces. Ya tuve una experiencia y no pienso repetir.

—¿Quién habla de eso? Conmigo no tienes nada que temer —fue la Ambigua respuesta de él.

—Nunca más ¿comprendes? —insistió Teresa, siempre con los ojos cerrados.

—Oye, si tuviera que irme de pronto, ¿me echarías de menos?

—¿Si te pasara algo, quieres decir?

—Eso.

—Pues sí.

—¿Por qué?

—Porque sí. No sé —suspiró—. Qué raro es todo esto ¿verdad? Tú y yo aquí, tan tranquilos, y hace un mes ni siquiera nos conocíamos... Qué extraño verano éste. Si en casa, si mis amigos supieran que salgo contigo... —Soltó una risita nerviosa y divertida—. Pero es cierto, chico, a qué tanto miedo de decir las cosas: sentiría mucho que te pasara algo.

—Pronto me olvidarías.

—¿Yo, por qué?

—Eres muy joven, casi una niña, me olvidarías; te casarás con algún gilipollas...

—Olvidarte, es posible; la vida da muchas vueltas. Pero nunca me casaré con un gilipollas, por mucho dinero que tenga.

—Verás como sí.

—¡Qué poco me conoces!

—Es lo normal. —Le acariciaba los cabellos, la línea suave de los hombros, la nuca—. Es tan fácil quererte, tan sencillo. Lo más sencillo del mundo. Eres bonita, inteligente...

—Pero ¿qué dices?

—Pues eso, que estás hecha para que te adoren (mal, muy mal, desgraciado, ¿qué te pasa?). Eres un ángel.

Sus cuerpos se tocaron. Teresa seguía con los ojos bajos.

—Por favor... No olvidemos que Maruja...

El aire calino temblaba sobre la arena, como si un vapor envolviera sus cuerpos, muy juntos. Teresa le miraba, y él se miraba en el pálido círculo de las pupilas transparentes y candorosas de la muchacha. Movidos por la brisa, los folletos publicitarios (¡Entre Ud. en el círculo decisivo con bañadores K!) revolotearon en torno a la aturdida cabeza del murciano. Teresa se incorporó de un salto, como si despertara.

—¿Vienes al agua?

—Dentro de un rato...

—¡Perezoso!

Y escapó corriendo hacia la orilla. Fue al volver: él había ya considerado la crueldad casi inhumana, por inaccesible, de cierta sugestión de las formas: la desdeñosa flexión de la cintura, la fugitiva y delirante vida de las nalgas, la extraña variedad de ternuras y abandonos que prometían aquellos tobillos un poco gruesos, aquel ritmo desganado y blando de las corvas; sabía también que estaba aprovechando muy mal el tiempo que hoy se le concedía y ninguna de las ventajas que brinda la proximidad, y aún pensaba que, tal vez, si nadando le ocurriera algo, un desvanecimiento, la sacaría en brazos del agua y la tendería mojada y vencida sobre la arena... Pero naturalmente las cosas no ocurrieron así: él se apoyaba en el codo y jugaba con las gafas de sol (desenterradas otra vez) mientras observaba atentamente a Teresa, que salía del agua; la vio pararse un momento en la orilla, ladearse y agitar sus rubios cabellos, atusando las graciosas mechas con los dedos. El sol centelleaba en su piel con destellos de cobre. Manolo se puso las gafas oscuras y se echó de bruces sobre la toalla. Entonces vio a Teresa venir directamente hacia él, despacio y pisando suavemente la arena, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, en una noche azul, y algo sustituyó el vapor que exhalaba la arena recalentada, algo parecido a jirones de niebla en un bosque; y en aquella prodigiosa noche azul o verde (¿no eran verdes los cristales de las gafas?) la veía avanzar hacia él como si la muchacha prosiguiera una marcha empezada en un lejano día aún no perdido en la memoria: era el mismo paso irreal, ingrávido, iniciado por la niña aquella noche que atravesó el claro del bosque bañado por la luna; era como si ya desde entonces viniera hacia él aquella amistad nacida en el trasfondo nebuloso y anhelante de un sueño, prolongándose ahora en los pasos lentos y medidos de Teresa. Y esta vez no pasó de largo, sino que llegó y se sentó junto a él. “¿No me besas?”, preguntó con voz tímida (en realidad dijo: “¿no te bañas?”, añadiendo: “¡Conque habías escondido mis gafas, ¿eh?!”) y se quedó allí, sus cabellos dejando caer gotas de luz sobre los hombros del murciano, a un palmo de su boca y con los muslos muy juntos sobre la toalla, igual que si presintiera la invisible amenaza, en una actitud casi consciente de auto-defensa. Pero ya sobre ella, más allá de su virginal cabeza, en lo alto del cielo, el fulgurante sol del deseo y la posesión (hermandad que mueve el mundo pijoapartesco) brillaba al fin con toda su violencia, y el muchacho, repentinamente, la cogió por los hombros y la tendió de espaldas, sin brusquedades pero con autoridad, mirándose en sus ojos profundos como el mar al mismo tiempo que murmuraba entre dientes algo que ella no entendió (le pareció sin embargo que se trataba de una de esas oscuras maldiciones dictadas por la virilidad en pleno vigor, la mismísima voz del sexo abriéndose paso entre remilgos y estrecheces de burguesita) preocupada corno estaba por el rápido descenso de la cabeza de él, que cubría ya por completo el sol. Podía, en verdad, volver el rostro a derecha o a izquierda (como un día hizo con sus ideas, se hubiese dicho de tener tiempo para alguna reflexión) pero no lo hizo, y dejó que él la besara largamente en los labios salados. Con sorpresa no menos deleitosa que la producida por esta boca que se afanaba sobre la suya, y a la que no podía dejar de seguir en sus atrevidas evoluciones, notó sobre su sexo el estómago de ébano, y con las mejillas arrebatadas, sintiendo crecer una repentina vida en los brazos levantó las manos y cogió con ellas la cabeza de Manolo, restregando sus cabellos con una ternura desesperada: sus primeros besos, lo mismo que sus primeros pasos por el resistencialismo universitario, fueron atrozmente desquiciados, fundamentalmente histéricos.

Luego, dejando a él toda la iniciativa, sin tomar precauciones ni importarle que pudieran ser vistos por los bañistas que yacían a lo lejos, permitió que las atrevidas manos se introdujeran bajo la húmeda tela que cubría sus senos y permitió también, con un leve movimiento (simulando oscuramente querer acabar con una postura incómoda que estaba lejos de sufrir) que él se acoplara mejor sobre ella. Pero nada más; le entregaría durante un rato aquella bruma rubia que flotaba en torno a su boca, permitiría incluso algunas caricias aviesas —todas las chicas lo hacen— pero nada más: no podía consentir que él la tomara por una burguesita atolondrada, fácilmente corruptible y sin conciencia de las otras realidades (urgentes) que están por encima de juveniles devaneos. Sin embargo, minutos después, cuando ya empezaba a serle difícil establecer la verdadera urgencia, no pudo evitar el añadir furtivamente unos grados más de abertura al ángulo de sus piernas. Afortunadamente, en ese instante llegaron dos hombres gordos con horribles slips negros caídos sobre nalgas blancuzcas y llenas de granos rosados, y se sentaron a unos metros de ellos, mirándoles con severidad. Suavemente, Teresa rechazó a su amigo, el cual miró en torno buscando la causa de la interrupción. Su mirada debía poseer algún secreto poder, puesto que Teresa vid a los dos orondos caballeros cayendo de espaldas sobre la arena, cogiéndose las rodillas, repentinamente interesados en unas nubecillas que se deslizaban por el cielo. Luego Teresa cerró los ojos. El muchacho regresó a su boca todavía caliente con renovado ímpetu, y ella no opuso resistencia. La seguridad y la fuerza de su oscuro mandato, que de repente le transmitió una oleada de calor proponiéndole aviesamente la distensión, la tenían sin embargo menos admirada que el atrevimiento de sus manos, que ahora, después de haberse apoderado de su cintura pasando el brazo por debajo de ella, la atrajeron hacia sí recostándola suavemente sobre el hombro y exploraron bajo del elástico del bikini como en un saco de manzanas. La otra pieza del bañador había perdido su emplazamiento inicial y los senos de Teresa, como graves caritas de niños pegadas al cristal de una ventana, sorbían con avidez el ancho tórax del murciano mientras que en medio de una irisada explosión de luces ella seguía jurándose a sí misma no entregarse, precisamente cuando, de pronto, como si él hubiese adivinado su pensamiento, la soltó. “Nos están mirando”, dijo Teresa, en un intento inútil y tardío de asegurarse la iniciativa. Pero era él quien había decidido no ir más lejos y eso la tenía admirada, por cierto. Sin que mediara entre los dos ninguna otra explicación, sus manos coincidieron sobre el paquete de cigarrillos y se echaron a reír. Luego, ya más tranquila (y sobre todo feliz, feliz, feliz) Teresa dejó que él se ocupara gentilmente de su persona, como un enamorado tierno y solícito: arrodillado ante ella, Manolo le puso el cigarrillo en los labios y le dio lumbre, limpió su espalda de arena, ordenó luego las cosas en torno, se incorporó, sacudió la toalla y volvió a extenderla para que la muchacha se sentara cómodamente.

Estuvieron fumando y mirando el mar, muy juntos, en silencio, y empezaba a oscurecer cuando decidieron irse. Por esta vez, los adiposos y melancólicos mirones quedaron decepcionados.

...la fragancia del jardín esa noche, las parejas bailando en la pista, la música y los cohetes de la noche de San Juan, estaba muy asustada, fue durante un pequeño descanso después de preparar y distribuir otra bandeja de canapés (ya sabía yo que faltarían) pues me dije mira vamos a sentarnos un rato al borde de la piscina para verles bailar, nos quedaremos junto a la señorita que ahora está sola, siempre la más bonita de la fiesta, la más interesante y envidiada pero también la más criticada, y de pronto le vio avanzar hacia ella con el vaso en la mano, tranquilo y decidido: ni una sola vez tuvo que parar o desviarse, era como si en la pista, instintivamente, las parejas abriesen paso a una presencia que siempre estuvo allí y que no necesitaba anunciarse. Él parecía no darse cuenta de nada, tan seguro iba de sí mismo, qué descaro (quién podía imaginar que se atrevería a tanto) y a ella el corazón le dio un vuelco al ver que iba por Teresa, pero al llegar... —ya entonces pensé que no podía ser, que salir a bailar a la pista con los demás no podía ser, amor, ¿comprendes?, nuestro sitio estaba en el rincón más oscurito del jardín— ...apoya su cabeza en mi vientre y contempla el pinar y la playa bañados por la luna, más allá de la ventana abierta, y habla y habla hasta el sueño, susurra con su hermosa boca de lobo y un dulce quiebro en la voz, un temblor, un no sé qué de asombro y desamparo que su nuca transmite a mi entraña, cuenta y no acaba de aquel otro litoral y de cómo y por qué llegó un día a la ciudad, hace unos años, para acabar así, tan tontamente, en los brazos de una marmota, en una ratonera, creo que decía, no me acuerdo muy bien. Mejor recuerdo sus silencios, las cosas que no decía nunca, los amigos misteriosos y las atrevidas muchachas del barrio que duermen en sus ojos, el trato violento y cotidiano con la calle, con los maleantes y con su propia familia. Porque él hacía como si nada de esto existiera: jamás hablaba de su gente, se negaba incluso a pronunciar sus nombres, el de su hermanastro, el de su cuñada, el de los sobrinitos. Los suyos no son más que sombras tras él, seres sin rostro, personajes borrosos de una historia que siempre se ha empeñado en ignorar. Y sin embargo, bien debe de tener un hogar y forzosamente hay en alguna parte unas manos de mujer que se afanan por él, que lavan y planchan sus bonitas camisas con bolsillos y ponen diariamente su plato en la mesa... Y esta casita del Carmelo, qué cerca y qué lejos está: cuando llueve se va la luz, es lo único que él se concedía explicar, malhumorado, cada vez que su Maruja le preguntaba, y ella sólo podía hacerse la idea de una triste bombilla que de pronto se apaga en un pequeño comedor mientras fuera llueve, retumba la lluvia sobre la uralita y las latas de las chabolas, así debe ser de oscura y envolvente la miseria, así de insoportable la vida de un joven en familia. Porque el amor de los pobres es su único bien, él nunca aprenderá a querer a los que le quieren. Lo sé; una es como es, señorita, una es ignorante y de hombres entiende poco, pero lo poco que una sabe de ellos, en la cama y con ellos lo aprendió, sus hermosos dientes de tiburón me pertenecen, y a mí no podía engañarme aquella noche en la verbena: solamente un pelagatos es capaz de confundir la riqueza con una simple cara bonita y besar de aquel modo tan urgente, como si quisiera sorber el mundo con la boca. Ni siquiera era posible creer que tuviera padres, o hermanos, una familia que él amara y que le estuviera esperando en algún sitio, porque al principio resultaba igualmente imposible imaginar su casa, su cuarto, su cama, el espejo donde se mira y se peina todas las mañanas; no parecía en verdad necesitar que nadie cuidara de él, ninguna mujer, parecía bastarse a sí mismo, y su constante vagabundeo por la ciudad producía también una extraña sensación de falta de hogar, y todavía más al verle correr en motocicleta o jugando a las cartas con los viejos. Todo eso se advierte en la expresión de su cara mientras duerme, cuando su voz se ha apagado junto a mi hombro y en el aire queda flotando este espejismo de sus primeros pasos viniendo hacia mí, desde muy lejos: ahí está, caminando sólo por las calles de Marbella con una bolsa de playa colgando al hombro, recién escapado de Ronda. Se para, mira los escaparates, escucha la música de las terrazas, el lenguaje de los turistas. Baja hasta la playa y baña sus pies en el mar, observa con los ojos entornados el paso de una canoa brincando sobre las olas, y luego su rostro enflaquecido, negro, contraído por oleadas sucesivas de sorpresas y decisiones emerge sobre un fondo de edificios en construcción, un estruendo de hierro y ladrillos se abate sobre él, y en medio de una nube de polvo se enfrenta con unos ojos fríos bajo el ala tiñosa de un sombrero de capataz. Queremos trabajo, paisano, necesitamos trabajo. Un año de peón de albañil: las manos morenas y callosas que me estaban destinadas, de nudillos que habían ,de ser hermosos como la caoba, transportan de un lado a otro cubos de agua y ladrillos y arena con la carretilla, obedecen órdenes y gritos que caen de los andamios como pájaros enloquecidos por un sol de justicia, y de noche reposan como garfios oxidados en el lecho de la habitación compartida con un camarero, hijo de Mijas, que guarda sus ahorros de la temporada en el forro de la chaqueta. Su cuerpo se estira, se fortalece, y estas manos que diariamente le visten y le desnudan, que el sábado por la noche gastan el dinero que han ganado durante la semana paseándose una y otra vez frente a las terrazas llenas de turistas, oliendo todavía a cemento y a yeso, estas manos son las mismas que un domingo de sol radiante, en la playa, se abaten desesperadamente dentro del agua sobre otra mano, simulando haberse confundido de persona. Porque así fue como empezó todo: rápidamente sus ojos se disculpan, sonriendo con ventaja: son los suyos quince años que parecen dieciocho, y el trabajo duro y el sol han moldeado ese torso por donde ahora se pasean unos ojos verdes, puedo verla: es una mujer pequeña y algo regordeta pero de graciosa cintura y hermosa piel bronceada. Seguramente es buena, la señora; hay curiosidad, temor y como una infinita paciencia en la curva suave de su boca; hay una ternura fatalmente condicionada a los veranos en su vientre blando, maduro, soleado. ¿La señora es sueca, alemana? ¿Cuántos días lleva él bañándose en esta playa y a la misma hora, cerca de ella, espiándola, tendido en la arena como un lagarto? Seguramente (oh, sí, seguramente) la camisa rosa con bolsillos que lleva ese día fue el pretexto: ella se encaprichó de la camisa cuando se la vio puesta, al irse, y quiso comprársela porque de tan descolorida por el sol resultaba hermosa y original, un capricho como las camisetas a rayas azules y blancas que la señorita descubrió un verano en una tienda de Blanes, tan baratas, y que puso de moda entre sus amigas... Lo que sigue, ya una servidora no sabe si él se lo contó o simplemente si ella lo soñó (espera, amor, no te vayas todavía, no me dejes, que aún falta mucho para que amanezca) pero una servidora pasa por alto y quisiera olvidar los locos afanes del día, las ávidas bocas rojas de la noche y las abotargadas caras untadas de cremas que al amanecer, soñolientas y agradecidas, vuelven a él como por un túnel negro: porque el nuevo día, como años después cuando despertó aquí a mi lado, seguía diciéndole que la vida está en otra parte. Así que termina la obra en la que trabaja ahora y durante todo el mes de septiembre no hace nada, sólo gastar sus ahorros colgado en las barras de los bares. La alemana madura y triste regresa a su país, llega el otoño, y la perspectiva de un nuevo invierno acarreando arena y ladrillos se hace insoportable. Remontando lentamente el litoral (Torremolinos: pinche de cocina en un restaurante, luego camarero) llega finalmente a Málaga (dos semanas trabajando en una estación de gasolina) y su cabeza se va llenando de silbidos de tren hasta que decide marcharse a Barcelona, a casa de su hermano... Aquí ella pierde el nervio de la historia, se incorpora un poco en el lecha, apoya el codo en la almohada, inclinada sobre tu vigoroso cuerpo desnudo que transpira sueño. “¿Duermes, Manolo?” La luna se escondió hace rato, y ella sigue despierta, vuelta hacia ti, no se cansa de mirarte. Un pasado de silencio y de tinieblas: porque te avergüenza contarlo o porque el sueño te vence, no hablarás de quién te llevó hasta aquí ni cómo la conociste —seguramente en la misma estación de gasolina donde él trabaja. Tampoco ha hecho jamás ningún comentario acerca del viaje ni de las cosas que vio— sólo dice que haciendo auto-stop se aprende a vivir, y con trescientas pesetas en el bolsillo, la bolsa de playa colgada al hombro y unas bonitas sandalias que habían pertenecido a un inglés (otra historia que no quiso contarme) a mediados de octubre de aquel año de 1952 se apea de un coche con matrícula extranjera en la plaza de España. Barcelona gris bajo la lluvia, neblina acumulada al fondo de las avenidas, rumor subterráneo bajo el asfalto, uno quisiera tener ya veinte años, ¿verdad? Ella sólo conoce el final de esta carrera, cierto beso que el viajero evoca con nostalgia: asoma una cabeza por la ventanilla del coche extranjero que le trajo, es una hermosa cabeza delgada de cabellos rojos muy cortos, y allí queda él, de pie, agitando la mano mientras el coche se aleja, sigue camino de Francia. Se acerca a un urbano y le pregunta por el Monte Carmelo, y luego, vagando por la ciudad, sin prisas, siempre con la bolsa de playa colgada al hombro, acaba por no poder resistir a la ingenua tentación de subir a un tranvía; seguro que sonríe tras el cristal, prensado por la gente, mirándolo todo con ojos maravillados: todavía no distingue nada entre la muchedumbre, todavía falta mucho para que pierda la inocencia, para que aprenda a abrirse paso entre estas elegantes y confiadas parejas, avanzando hacia mí, el pobre no sabe quién soy, no sabe que acabo de dejar la bandeja, que le he visto entrar, pero si me pide un baile aceptaré aunque nos echen a patadas, aunque todos nos señalen con el dedo, sólo que es mejor que no nos vean, mi amor, vamos a lo oscuro, a lo más oscuro...

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