Últimas tardes con Teresa (32 page)

Un beau corps triomphera toujours

des résolutions les plus martiales

Balzac

—Yo voy.

Siempre fue particularmente sensible al mágico desafío del semifallo. Tal vez por eso, por su capacidad de concentración imaginativa ante la baraja, por su seriedad, su paciencia y su culto al silencio, los viejos adictos a la mamila le hablan acogido con agrado en su mesa del bar Delicias, desde que era jovencito. Manolo había jugado con ellos por el gusto de jugar, no por ganar dinero: halagaba a los viejos afirmando que la manilla es el más noble de los juegos de cartas. Pero ahora, desde hacía algún tiempo, prefería la ruidosa mesa de los solteros que pasaban de la treintena y que jugaban fuerte (a veces a peseta el tanto) al ramiro, o al julepe, o al cuarenta y dos. Nunca más volvió a sentarse en la mesa de los viejos. Y súbitamente todo fue distinto: en su espalda había siempre un grupo de 1 mirones escrutando sus cartas, comentándolas, como si vieran fulgir el quinteto coloreado con una carga de posibilidades muy superior a la de los demás jugadores. Muchas noches se levantaba de la mesa con ganancias. Barajaba y servía con precisión y rapidez, pero a regañadientes, como si quisiera deshacerse de las cartas cuanto antes y escapar de allí. Aquel paciente sentido de las entregas, aquel estilo reposado y austero tan sorprendente en un muchacho, aquel lento ceremonial aprendido al calor de los viejos y de la estufa, toda una difícil y oscura ciencia de la espera que transpiraban los arrugados dedos manchados de café y de nicotina al barajar las cartas, al ablandar un pitillo, al sacudir la ceniza de las solapas o al recoger sobre el tapete verde una baza ganada con un esfuerzo de la voluntad y no con un golpe de suerte (los viejos despreciaban los juegos de envite) había desaparecido de sus manos por completo: ahora no tenía tiempo que perder. Desde su mansa y prudente mesa de la manilla, los ancianos le miraban con una curiosidad no exenta de cierta nostalgia: imaginaban vagamente que el alejamiento del muchacho era una prueba más del desfase a que les condenaba la vejez. Pero las cosas eran mucho más simples: él necesitaba dinero para salir con Teresa, y en la mesa de los viejos no lo había.

Por lo demás, se le veía ya muy raramente por el barrio y siempre caminando de prisa, como si tuviera algo urgente que resolver. Una sensación de haber olvidado algo con las prisas, de no vivir ya allí, y sobre todo aquel alterado silencio de otros ámbitos —rumor subterráneo— que empezó a percibir días antes en el salón de la casa de Teresa, le había acompañado estos últimos días manifestándose de manera particular una tarde que llegó a la clínica en el momento de ver a Teresa sentarse en la butaca con una revista en las manos. Fue como una doble revelación (por algún motivo, recordó en el acto no sólo que Teresa era rica sino que él estaba hoy sin cinco) que le indujo a pensar oscuramente que las muchachas de buena familia, al sentarse delante de uno cruzando las piernas, lo hacen muy finamente pero desde luego con el aire de negar alguna cosa: flotaba en torno a ese movimiento tan pueril de sus rodillas cruzándose la sombra de alguna decisión no menos pueril, sin fundamento, pero decididamente negativa.

—Se acabó. Me voy a Blanes —dijo Teresa sin mirarle, mientras abría la revista y tiraba de los bordes de su falda, cosa que no acostumbraba hacer ante él. A Manolo no le sorprendió demasiado ni su decisión ni su actitud. Desde hacía horas, la tierra había empezado a moverse bajo sus pies: los problemas que constantemente le planteaba la falta de dinero (no estaba dispuesto a seguir robando: cualquier descuido en estos momentos significaría perderlo todo) le tenían muy preocupado. Una noche de julepe con suerte comportaba tres o cuatro días de holgura, pero al cabo la cuestión volvía a plantearse. Hoy mismo, a las tres de la tarde, al disponerse a pagar un café en la barra del Delicias, descubrió que sólo le quedaban cinco pesetas. En aquel momento vio al joven bien vestido, de unos treinta años, con espesas cejas negras y cabellos llenos de brillantina (trabajaba como corredor de electrodomésticos, una cosa con mucho porvenir, aseguraba él, y le llamaban el Rey del Bugui) que le estaba mirando desde el otro extremo de la barra, ante una copa de coñac. Manolo le sonrió: “Qué hay, Jesús”. También le miraban con mucha atención dos empleados del Metro, sentados en una mesa de mármol junto a la puerta; daban manotazos a las moscas y se abanicaban aburridamente con las gorras. Él se acercó al joven: “Ven un momento ¿quieres? Tengo que hablarte...”. Le llevó fuera, al sol, y el otro se sentó despacio en una silla de la terraza, cruzando prudentemente las piernas, también él, como si ya de entrada quisiera cerrarse de banda. “¿Qué quieres? Cabrón de Manolo, que ya no te dejas ver”, dijo. “La vida, chico”, fue la respuesta del murciano. “Ya”, hizo el otro. “Oye, Jesús que estoy en un apuro. ¿Puedes prestarme trescientas pesetas?” Conocía al Rey del Bugui desde hacía años, y, aunque nunca habían sido muy amigos, contaba con su aprecio. Le vio sonreír burlonamente. “Vaya, vaya”, dijo el Rey del Bugui, y se cruzó de brazos. A pesar de su apodo, que atestiguaba cierto esplendor juvenil alcanzado doce o quince años atrás, a nivel dominguero y rítmico (había ganado concursos de Bugui en Piscinas y Deportes y otras salas de baile, concursos que eran radiados —él lo juraba por su madre— por el famoso locutor de radio Gerardo Esteban, el cual una vez había estrechado su mano) la diferencia de edad no le permitía ya frecuentar la compañía del Pijoaparte, a quien consideraba un posible pero extraño sucesor. “¿Qué te traes entre manos, Manolo, se puede saber? ¿A qué baile vas los domingos, qué chavalas me trajinas, carota?”, le preguntaba a veces, y siempre se quedaba sin enterarse. En su tiempo, las chicas llevaban la falda muy corta y brillantes bolsos de plexiglás rojo, azul, verde. Sólo sabía que ahora se bailaba el Rock. En las noches de verano, sentado con los jóvenes casados en la puerta del bar Delicias, el Rey del Bugui dejaba vagar la mirada a lo lejos, hacia las Ramblas y el barrio chino, invisible bajo el polvo luminoso que la ciudad arrojaba a la noche. Y entonces, a menudo, pensaba en Manolo, pero nunca podía imaginárselo en situación de divertirse al estilo en que él se había divertido, ni frecuentando los mismos sitios, ni yendo de “burilla”. Por eso, aunque pueda parecer sorprendente, el Rey del Bugui llevaba ya mucho tiempo sospechando que Manolo era un sarasa. “Vaya, vaya”, decía ahora, sonriendo misteriosamente. “Vaya con Manolito”. “Hazme ese favor, hombre, estoy sin blanca”, insistió él. “Pues chaval, lo siento, yo también voy de verano. Pídeselas al Cardenal”. “Con doscientas me arreglo mira”. “Qué raro, verte sin dinero...”, razonó el Jesús. “Veinte duros, va”, concluyó Manolo. El Rey del Bugui se echó a reír: “Chúpasela al viejo, que es lo tuyo”. Manolo le miró arrugando el ceño y con las mandíbulas prietas. De pronto lo cogió por las solapas y lo levantó de la silla: “¡Repite eso!”. “Quítame las manos de encima, marica”, ordenó el otro. Manolo le escupió en el entrecejo, sin soltarle. El Rey del Bugui no hizo nada, pero dijo: “No me asustas, marica, que eres un marica, todo el barrio lo sabe. ¡Sí nadie te puede ver!”. Manolo volvió a escupirle y luego lo soltó, repentinamente perplejo. En el fondo, la opinión del Jesús le tenía sin cuidado, moralmente hablando; y aunque el barrio entero la compartiese, también. Lo grave era que eso confirmaba aquella impresión de desfase y desintegración, la sensación de que en el barrio los acontecimientos habían empezado a desbordarse desde hacía algún tiempo, sin enterarse él, y lo mismo cabía pensar de los sentimientos de la gente. Y al sospecharlo, su mano, como si captara alguna oscura señal de peligro, se le fue de pronto hacia el rostro del destronado Rey del Bugui, que recibió un inesperado y fulminante revés. Algo cayó de sus manos, un envoltorio de chicle. Manolo recordó una curiosa particularidad del Rey del Bugui; era uno de esos mierdas que les repugna besar a las putas en la boca, y que después de acostarse con ellas se ponen a mascar chicles perfumados.

Antes de darle tiempo a que reaccionara, Manolo le volvió la espalda, alejándose. Probaría en otra parte: primero con su cuñada (cinco duros, un papel infecto que olía a pescado, pero que él agradeció sinceramente), luego con el Sans, al que tuvo que ir a buscar donde trabajaba (ahora limpiaba tranvías en las cocheras de la plaza Lesseps, con altas botas de goma, una gorra mugrienta sobre la cara de mono y una manga de riego) y finalmente acudió al Cardenal, que era, precisamente, el único a quien no deseaba acudir. Al bajar corriendo las escaleras que unían la calle Gran Vista con la calle del Doctor Boyé, al doblar un recodo, Hortensia se le vino encima inesperadamente. La muchacha parecía llevar tanta prisa como él y la fuerza del choque la desplazó contra la pared. El sol le cegaba los ojos glaucos. Él la sostuvo por el brazo mientras balbuceaba una disculpa. En una azotea que quedaba por debajo de ellos, en los primeros repechos de la pendiente, una mujer de grandes ojos negros, de aspecto juvenil y en cierto modo ultrajado, les observaba con una sonrisa complacida mientras bañaba a un niño en un recipiente de plástico amarillo que traslucía al sol. La Jeringa, despeinada, llevando en la mano la descolorida cartera escolar que le servía de botiquín, recostó la espalda contra la pared y levantó su vidriosa mirada hacia Manolo.

—¿Adónde vas tan de prisa?

—A tu casa —dijo él—. A ver a tu tío.

—Te acompaño.

Llevaba unos zapatos blancos de tacón alto que Manolo nunca le había visto. El sol pegaba fuerte en la pared trasera del jardín, mientras rodeaban el chalet, y ella iba a su lado en silencio, cabizbaja, tembloteando un poco sobre los altos tacones. Llevaba la cartera correctamente cogida por el asa y con el brazo muy rígido y pegado al cuerpo, como en sus tiempos de colegiala. “He ido a ponerle una inyección al chico de la Luisa”, dijo. “Ah, ¿sí?”. “Sí, ya es la segunda. Es muy fácil”. “Eso está bien, mira —dijo Manolo—, está bien ese trabajo... Y a ti te gusta ¿no?”. Se sentía inseguro, pero sólo cuando ella le hizo pasar al comedor comprendió por qué: el Cardenal no estaba en casa.

—Cuando me he marchado estaba... —empezó la muchacha. —Bueno, se habrá ido —la ayudó él, incómodo—. Volveré otro día.

—Espera, miremos en el jardín. ¿Tienes prisa?

La siguió hasta el cenador, pero ya antes de llegar se veía el sillón de mimbres vacío, con el bastón cruzado sobre los brazos. Hortensia no apartaba sus ojos del muchacho. Quitó el bastón y se sentó riendo, cogiéndose la nuca con las manos, desperezándose, agitando las piernas. “Manolo —dijo—, prometiste que un día me llevarías en moto”. Bajo su cuerpo, el descoyuntado sillón de mimbres crujía con un gemido casi humano. Él se había parado quince metros antes de llegar al cenador, no necesitaba ir más lejos para ver que el viejo no estaba allí. “Sí, un día de estos...”. Decidió esperar un rato y se sentó en el suelo, cruzando los pies, los ojos fijos en la muchacha a través del sol, observándola con curiosidad. Ella no se estaba quieta. “¿Te has enamorado alguna vez, Manolo?”, preguntó riendo. “No...”, dijo él. Y al ver la manera con que fijaba repentinamente su atención hacia algo del jardín (ladeando la cabeza, un poco asustada, como si de pronto hubiese descubierto la presencia de alguna alimaña entre la hierba que crecía libre en torno a ella) fue cuando constató una vez más su extraordinario parecido con Teresa Serrat. Esas piernas que se agitan en el aire, que parecen fustigar el sol desesperadamente, sólo necesitan un dorado de playa para ser las de Teresa. Entornando los párpados, Manolo observó detenidamente a la muchacha: estaba francamente graciosa, y él sintió la oscura necesidad de preguntarse de nuevo por qué, antes de enamorarse de Teresa, no se había enamorado de ella. El amor es irracional y ciego, dicen pero él sospechaba que eso era otro cochino embuste inventado para engañar a las almas simples: porque si hubiese conocido a Hortensia al volante de un coche sport, por ejemplo, como en el caso de Teresa, enamorarse de ella habría sido muy fácil. ¿Qué eso ya no habría sido amor? Amor y del grande.

Hortensia, sin dejar de balancear las piernas, recostó la cabeza en el respaldo del sillón.

—Ya no llevas el vendaje —dijo.

—Ya no.

—¿Por qué?

—Estoy curado. —De pronto volvió el rostro, dejó de mirarla.

—Manolo ¿qué te pasa? últimamente pareces tonto. No eres el mismo.

—Mira, Jeringa, tengo muchos problemas. —Tumbándose de espaldas sobre la hierba, añadió—: Todavía no puedo devolverte el dinero... ¿Se enteró el viejo?

—Claro.

—¿Y qué dijo?

—Oh, me pegó. Sí, me pegó una bofetada. Y está muy enfadado contigo.

—Te lo devolveré —dijo él—. Te devolveré hasta el último céntimo... No quiero deudas contigo.

—Tienes miedo —dijo ella, y se echó a reír—. ¡Qué divertido, nunca lo hubiese creído! Y además te has vuelto tonto.

—¡Niña...!

—La niña ya trabaja ¿sabes?

—Eso está bien. —Se levantó del suelo—. Sí, eso está pero que muy bien. En fin, me voy. Volveré otro día.

Al pasar junto a ella (prefirió salir por la puerta trasera del jardín), le rozó la barbilla con los dedos. Creyó que le acompañaría, pero no, Hortensia se quedó allí, repantigada en el sillón. Manolo notó en su espalda los ojos metálicos de la muchacha hasta que cruzó la puerta. “Lo tengo peor que antes”, se dijo pensando en el enfado del Cardenal. Mientras se dirigía hacia la clínica fue recuperando la seguridad: a fin de cuentas, sólo era en el barrio donde se hallaba a disgusto, y siempre fue así, no había por qué darle vueltas.

Dina acababa de entrar en el cuarto de Maruja y Teresa estaba en su butaca, igual que Hortensia en el sillón, pero componiendo aquella actitud de autodefensa con las piernas cruzadas y sin mirarle. Tenía aspecto de haber dormido mal. “Me voy a Blanes”. Las lujosas páginas de la revista crujían en sus manos. Él comprendió en el acto que algo nuevo bullía también en esta cabecita rubia.

—¿Qué ocurre, Teresa?

—Nada. Excepto que la pobre Maruja está cada vez peor y que yo... estoy agotada, nerviosa. Voy a buscar a mamá.

—Pero si vino anteayer.

—Pues que vuelva. Que vuelva en seguida.

Pasaba las hojas de la revista con una rapidez asombrosa. Indudablemente no podía ver ni leer nada, pero tampoco parecía desearlo.

—¿Volverás pronto? —preguntó él.

—No lo sé. —Y después de un corto silencio, como si prosiguiera una conversación iniciada con otra persona—: Además, te has quedado sin dinero por mi culpa.

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