Últimas tardes con Teresa (36 page)

La barra estaba bastante concurrida. Ellos habían ocupado dos mesas bajo el cuadro daliniano de la exuberante y rosada mujer envuelta en gasas. Además de Luis Trías, que iba ya por su cuarta ginebra, el grupo lo componían dos chicas y tres chicos, uno de los cuales se despedía envainando el sable: le había sacado un billete de quinientas a Luis Trías. “Mañana te lo devuelvo”, dijo. Se llamaba Guillermo Soto, era alto y desgarbado, acababa de regresar de Heidelberg, donde había estado estudiando, y no se había enterado ni le interesaban las actuales inquietudes universitarias de sus amigos (“ya pasé por este sarampión”), que por su parte le consideraban un decadente y un sablista profesional. Soto se lanzó durante un rato a una extraña y apasionante explicación a propósito de los funestos baños de sol que aceleraban las ansias matrimoniales de su prometida María José Roviralta, que estaba en la Costa con sus padres vigilando las obras de un hotel, y que para sacarla de allí necesitaba poner gasolina en el coche. Al irse estrechó las manos, sin pararse, de Teresa y Manolo, el billete de quinientas todavía en su mano izquierda (notó entonces la rápida, inconfundible mirada que el murciano dirigió al billete, y él a su vez le clavó sus ojos torvos y fatigados, siempre sin detenerse, y soltó su mano cuando iniciaba una simpática sonrisa no sólo de afecto sino también de complicidad, como si con ella quisiera decirle: “todavía quedan”) y desapareció por la puerta. “Eres tonto, Luis, al prestarle dinero”, se oyó decir a una de las chicas. María Eulalia Bertrán era alta y delgada, somnolienta, descotada, muy elegante, cubierta con toda clase de adornos, fetiches y extraños objetos: más que vestida iba amueblada. Escuchaba con cierta incalificable atención, como de ave de presa hipnotizada por su propia presa, lo que en aquel momento le estaba leyendo Ricardo Borrell, sentado junto a ella con un libro abierto sobre la mesa, un chico fino y pálido, dúctil, plástico, con una manejable cualidad de muñeca sobada que años después se remozaría escribiendo novelas objetivas. La otra muchacha era Leonor Fontalba, que él ya conocía de la playa; pequeña y graciosa, hacía guiños, hablaba a una velocidad endemoniada y sonreía por los hoyuelos de sus mejillas de celuloide de una manera equívoca, continuamente. El cuarto se llamaba Jaime Sangenís, estaba borracho, estudiaba arquitectura, usaba una barba negra de traidor de película y camisa caqui estilo mili. Todos estaban muy bronceados, veraneaban en distintos puntos neurálgicos de la Costa (límpidas aguas azules, conversación en francés, melodías epidérmicas: la conciencia duerme tranquila en sus vientres como una serpiente enroscada al sol) y en cierto modo sólo resultaban peligrosos en invierno, cuando el trato frecuente, las reuniones, la feroz locuacidad y su estado anímico habitual en colectividad —una sorda mezcla de júbilo intelectual y de renuncia vital— les empujaba a emitir toda suerte de juicios morales sobre sus amigos. En realidad, el murciano causó sensación. Teresa presentó al muchacho, que estrechó con fuerza las manos de todos, advirtiendo que el saludo de Luis, que fue el último, resultaba innecesariamente largo, cálido y afectuoso: acaso de ahí partiría el ataque.

Se sentaron junto a Leonor.

—Tenéis un aspecto magnífico —dijo Luis Trías—. ¿Habéis ido a la playa? —Se volvió hacia Manolo—. Conque tú eres el célebre Manolo. ¿Sabes que Tere no habla de otra cosa desde hace meses? (Teresa le fulminó con la mirada). Cuando tú aún no la conocías. Meses y meses...

—Aaaaños —dijo Jaime Sangenís.

—Yo diría siglos —añadió Leonor, y se inclinó hacia Teresa para decirle algo al oído. Manolo las envolvió en una mirada de hielo: ¡y dale con los secretillos, como si no hubiese ya bastantes!

—Tere, cuéntanos, ¿en qué locas aventuras estás metida, se puede saber? —preguntó María Eulalia sonriendo, mirando a Manolo de reojo.

—Teresa —dijo él—, ¿qué bebes?

—Pues no sé...

—¿Todo va bien, Manolo? —preguntó Luis Trías.

—Tirando.

—¿Cómo está Maruja?

—Mal.

—Ya lleva mucho tiempo así, ¿no?

—Casi un mes.

Quería ir a verla, pero doña Marta me dijo que los médicos no quieren visitas. Hay que ver la mala suerte de esta chica, una caída tan absurda... Algo absolutamente increíble. Yo la quiero mucho, a Maruja. Bueno, Teresa, ¿qué vas a beber? —Y de nuevo a Manolo—: Supongo que tú bebes vino.

Manolo le miró recelando algo. El tal Luisito luchaba con armas que él no conocía, habría que andarse con cuidado. Sonrió.

—De momento quiero un vaso de leche.

Luis le palmeó la espalda.

—Como en las películas, ¿eh? ¡Chico, eres un duro!

María Eulalia llamó la atención de Teresa en un aparte, señalando a Manolo: “Oye, ¿de dónde lo has sacado?” “Ah, misterio.”

—¿No nos hemos visto en alguna parte, Manolo? —le preguntó Leonor.

—Sí, esta tarde.

—No, quiero decir antes.

—Coñi —exclamó María Eulalia—, yo iba a preguntarle lo mismo.

De pronto empezaron a llover cantidades de preguntas, todas femeninas (incluso alguna formulada por Luis Trías) y pueriles, y él dejaba caer a un lado y a otro la nieve flemática de sus sonrisas. Su frente morena fue descaradamente tasada, medida, recorrida en busca de esa señal reveladora del talento o de la inteligencia que a menudo la belleza de los rasgos, abusando de su potestad, tarda en dejar que se manifieste. Pero él contestaba con monosílabos y recuperó en seguida y sin esfuerzo su querido silencio, con el que se expresaba mejor. La atención general volvió a centrarse en lo que leía Ricardo Borren, encogido junto a María Eulalia, que iba ganándole terreno con un brazo adornado de pulseras y sedas, desplegado como un ala.

—¡Encarna! —llamó Teresa, levantándose—. Una ginebra Giró y una leche.

Se oyó una voz cavernosa, aventurera y entrañable:
“¿Una llet, nena? Qui és aquest animal que beu llet?
”... Teresa, riendo, se acercó a la barra. Leonor volcó sobre Manolo su sonrisa accidental de luna llena.

—Haces bien. La ginebra ataca la memoria.

—¿Sí?

—Ya lo creo. ¿No lo sabías?

Volvió a oírse la voz cavernosa, esta vez sobre la risa fresca de Teresa: “
...ben parit, aquest mano. ¿D’ont l’est tret, lladragota”?

—¿Siempre tomas leche o es que quieres hacer un numerito? —le preguntó Leonor.

Él se miró las manos.

—No me gustan los números, ya no voy al colegio.

La muchacha parpadeó, confusa, luego sus redondas mejillas pareció que fuesen a reventar de risa. Manolo sospechó que algo no iba bien y sonrió:

La leche es un contraveneno.

Algo absolutamente fabuloso —entonó a su lado la voz de Luis Trías, y Manolo sorprendió su mirada inquisitiva, penetrante. “Ese está al quite, el cabrón”, pensó. Volvio a mirar a Leo Fontalba, que aún le sonreía estúpidamente, como invitándole a seguir hablando o a besarla. En realidad no era ni una cosa ni otra, y cuando la chica vio asomarse a los ojos de él (una oleada nocherniega la envolvió durante una fracción de segundo) el equívoco que su sonrisa de celuloide provocaba, volvió la cabeza a un lado. El murciano rectificó, se retrajo: tardaría un poco, esa noche, en comprender varias cosas: la primera, que aquella sonrisa de la muchacha no era tal sonrisa, sino un puro accidente, un particular efecto risueño de sus mejillas replegadas bajo los pómulos. Ya en otra ocasión, años atrás, había sufrido el mismo error con una extranjera triste y madura que conoció en la Costa del Sol, pero con la diferencia de que el error aquel (que descubrió un día de pronto, en una ocasión en que la alemana no tenía ningún motivo para seguir sonriendo: fue cuando ella le echó en cara la desaparición de cierta cantidad de dinero) no frenó nunca sus deseos de gustar ni desbarató sus planes, al contrario. Andando el tiempo, había de conocer tantas sonrisas inalterables y permanentes como ésa que llegaría incluso a pensar que, lo mismo que el dinero, la inteligencia y el color sano de piel, los ricos heredan también esa sonrisa perenne, como los pobres heredan dientes roídos, frentes aplastadas y piernas torcidas. Así debía ser, puesto que ahora, además, oía frases sueltas cuyo significado tampoco entendía en absoluto.

—...fue en julio del 53, un verdadero asesinato, una fantochada de...

—...procónsules del nuevo imperio...

—...un hijoputa llamado Greenglass, ¿recuerdas?

—...y un siniestro carcamal llamado Macarci...

—...y esos tipos afirman que todos los comunistas viven en pecado de concubinato...

—...como dice ese caradura de Guillermo Soto, ese imbécil. —No es tan imbécil como crees —dijo Jaime Sangenís—. Es de derechas, pero moderado.

—Precisamente —le respondió Luis Trías—. Cuando se es de derechas lo mejor es serlo del todo y hasta el fin, de la manera más absoluta.

—Eso es un disparate. Es como desear ver a la sufrida clase media convertida en lumpen para que se produzca la revolución cuanto antes. Las cosas hay que ganarlas con esfuerzo, amigo. ¿Tú qué opinas, Manolo?

Manolo, en tales ocasiones, se dedicaba a contemplar el cuadro de la mujer envuelta en gasas mientras rumiaba sus respuestas, en las que se mostraba un clásico:

—En esta vida, todo esfuerzo tiene su recompensa.

Sabía que era un cochino embuste inventado por alguien, y lo decía sonriendo (en el fondo de su corazón estaba serio) sólo para quedar a salvo de sospechas. De pronto descubrió que la mujer del cuadro era la dueña del bar, pero más joven. “Cachonda”, se le escapó.

—¿Te gusta? —le preguntó Leonor.

—No está mal...

—Es horrible.

El murciano encendió un pitillo.

—Quiero decir la mujer —precisó.

—Oh, Encarna está hecha un encanto, incluso en este cuadro.

—Pues eso.

No comprendía como, admitiendo que la mujer del cuadro fuese un encanto, el cuadro resultara horrible. Teresa se sentó entre Luis y Jaime. Manolo quedaba ahora frente a ella, que dijo:

—¿Te has quedado con los cigarrillos, cariño?

Luis torció el cuello. Manolo sacó el paquete de Chester, que arrojó sobre la mesa; cayeron unos granitos de arena y Teresa, sonriendo extrañamente, mientras miraba a Manolo, los juntó con la mano hasta formar un pequeño montón que dejó en el centro: un monumento público erigido a su intimidad. Ricardo Borrell y María Eulalia seguían haciendo rancho aparte. De vez en cuando se oía la voz de Ricardo leyendo o comentando en sentido elogioso algunos pasajes del libro. Era un libro de crítica literaria, de reciente aparición, y estaba siendo devorado en la Universidad. Durante un silencio general, concedido a petición de María Eulalia, la voz del lector transmitió una idea insólita, una de esas manifestaciones que a un autor le pesarán toda la vida, le perseguirán, le acosarán de noche como una pesadilla: “En general, puede decirse que el novelista del XIX fue poco inteligente.”

—Eso está bien —añadió Ricardo por su cuenta—. Ya era hora de que alguien desenmascarara a Balzac y compañía. —Qué bobada —exclamó Teresa, que observaba a Manolo y temía el rumbo que tomaba la conversación.

—Coñi, si eran todos unos reaccionarios — dijo María Eulalia—. Genios, de acuerdo, pero envanecidos por su poder creador —añadió mirando a Ricardo con ojos enloquecidos, temiendo tal vez haber dicho una burrada (olvidaba que lo había leído en el libro), ya que a veces le resultaba difícil comunicar con Ricardo—: era tan puro, tan objetivo, parecía tan
détaché
del mundo interior de la gente.

—Lo uno va con lo otro, rica —dijo Luis Trías, despistado, atacando la sexta ginebra.

—Confieso que a mí Rastignac me divierte más que López Salinas —aventuró Teresa, que esta noche deseaba contradecirlos sin saber muy bien por qué. Desgraciadamente, su opinión fue considerada escandalosamente subjetiva y rechazada.

—Que a ti te divierta no quiere decir nada, monada —dijo Ricardo, sin vacilar ante la consonancia (era realmente un objetivo puro)—. Además, Rastignac no es Balzac.

Teresa sospechó que semejante afirmación era propia de un retrasado mental, pero no dijo nada; era otra idea subjetiva y habría sido menospreciada. Miró a Manolo y le vio con los ojos bajos, mirándose las manos (durante todo el día le había visto preocupado por sus manos de obrero, como si temiera mostrarlas sucias o feas), aquellas manos fuertes que habían apretado sus costillas tras una barca, sobre la arena, aquella misma tarde. ¡Cuánto mejor no sería acogerse a ellas una vez más y hablar de cosas simples en el dulce y diminuto espacio de los alientos mezclados, en lugar de perder el tiempo aquí con esos pedantes! Inmóvil, desconcertante como una raíz o como una piedra repentinamente decorativa, con aquella indiferencia mineral que ella tanto admiraba, el murciano le devolvía de vez en cuando la mirada a través del humo del local, de las conversaciones y de la música, eran miradas de afecto y de rescate, breves, contenían la justa dosis necesaria de seguridad que ella precisaba para sentirse segura a su vez. Luis Trías, frotando el vaso de gin en su mejilla, se volvió hacia ella y le dijo:

—Te estuve buscando.

—¿Qué pasa?

—Nada. Te estuve buscando, eso es todo.

—¿Se prepara algo al empezar el curso...?

—Sí. Pero no te buscaba por eso. De momento no eres necesaria.

Teresa no pareció acusar el golpe.

—Entonces, ¿para qué?

—Para nada, ya te digo. Quería verte. Sabía que no regresaste a Blanes, que vives aquí...

—Alguien tenía que quedarse junto a Maruja, ¿no?

—No necesitas justificarte conmigo.

—No me estoy justificando, imbécil. Te estoy mintiendo.

Y se levantó para ir al lavabo. Nadie podía sospechar aún que las relaciones personales entre Teresa Serrat y el líder del resistencialismo universitario habían sufrido un sensible cambio desde aquella noche ignominiosa en la villa: Teresa, que había elevado a Luis a la categoría de líder estudiantil, ahora le hacía caer del pedestal e incluso se mostraba dispuesta a poner en duda su supuesto poder político. La decadencia del prestigioso estudiante había pues empezado.

Cuando Teresa volvió se sentó junto a Manolo, que ahora tenía un encendedor entre los dedos y le daba vueltas distraídamente. “¿Quieres que nos marchemos”?, le preguntó ella. “No, todavía no”, dijo él. Teresa vio que María Eulalia le hacía señas y gesticulaba desde el otro extremo de la mesa, sus brazos llenos de pulseras se movían por encima de la cabeza de Ricardito Borrell como si fuera a emprender el vuelo. “¡No te entiendo!”, le gritó Teresa.

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