Últimas tardes con Teresa (16 page)

Ahora, Teresa le daba de nuevo la espalda y estaba muy atenta al silencio de la noche; aún pretendía captar el eco de la motocicleta del murciano, mientras la canción del transistor, desde una estremecida lejanía, desde cielos más placenteros, también confesaba:

...me dijo que la noche

guardaba entre sus sombras

el eco de otros besos...

Por su parte Luis Trías interpretó el gesto de ella como una clara señal de despedida, y decidió que había llegado el momento de marcharse —sólo años después sabría que aún pudo intentarlo otra vez y con posibilidades de éxito, de haberse atrevido a abrazarla—. Por alguna razón, en medio de su secreta tristeza y su impotencia por arreglar las cosas, se le apareció de pronto en el cielo nocturno el rostro burlón y ratonil de su amigo el chulito del barrio chino, sonriéndole sobre un fondo tapizado de rojo granate.

—Bueno, Tere, me voy —dijo—. Puede que tus padres regresen esta misma noche... Efectivamente, creo que hemos bebido demasiado, son cosas que pasan, qué quieres, por otra parte no tiene nada de particular... es un fenómeno bien conocido (¿y si citara a Freud?) La próxima vez... (no habrá próxima vez, no la habrá, lo sabes muy bien). ¿Te veremos mañana en Lloret... o en Barcelona?

Luis veraneaba con su familia en Lloret, y a veces Teresa cogía el coche y le devolvía la visita; de paso saludaba a algunos amigos, también estudiantes, que allí formaban colonia. Otras veces se citaban ella y el muchacho en Barcelona. Pero ahora...

—Adiós.

Minutos después, al fin sola, Teresa oía el Seat 600 de Luis poniéndose en marcha ante la entrada principal. Cerró los ojos. Entonces, repentinamente, se cubrió la cara con las manos para ahogar una oleada de no sabía qué (tu llanto, Teresita, tu risa-llanto de
femme-enfant
, le había dicho Luis una vez, en una carta escrita desde la cárcel) que le subía por el pecho y la quemaba: acababa de darse cuenta, horrorizada, que en realidad había estado esperando que él se quedara y lo probara otra vez.

—¡Vete, vete, estúpido puerco! —gritó mentalmente, y entró corriendo en el dormitorio arrojándose sobre la cama.

No podía dormir. Ponerse ahora a analizar lo que había pasado, admitir su parte de culpa en lo ocurrido, no le resultaba tarea fácil. Optó, como siempre, por buscar una explicación lo más objetiva posible y que al mismo tiempo dejara a salvo ciertas convicciones ideológicas que estaban muy por encima de ella y de Luis, de sus pequeñas mutuas porquerías. Recordando lo que habían hecho durante el día, le pareció que aquel germen nefasto que acabaría estropeándolo todo se había ya revelado a última hora de la tarde, en el momento en que ella, en el embarcadero, estaba soltando la amarra del fueraborda. Luis le hablaba precisamente de Maruja, de lo guapa y reservada (eso fue lo que dijo) que se había vuelto desde que tenía novio; fue cuando de pronto, sin que hubiese mediado entre ellos una sola palabra al respecto, coincidieron alegremente en invitar a la criada.

—Precisamente pensaba decírtelo —exclamó Luis saltando a la embarcación—. Es una excelente idea.

—Se aburre tanto, la pobre —dijo Teresa—. Se pondrá contenta. Voy a buscarla.

—Te espero.

Los dos estaban encantados con la idea. Desde por la mañana, cuando habían sabido que los padres de Teresa se ausentarían de la villa aquella noche, al quedarse solos sus silencios se habían cargado de una extraña pesadez. En realidad, invitaban a Maruja por efecto de una necesaria expansión nerviosa; necesitaban expresarse a través de una tercera persona y nadie mejor para el caso que Maruja, ya que ella les permitía transmitirse mutuamente su deseo gracias a una especie de fluido que para ellos desprendía la muchacha: el de sus noches de amor con el murciano, sus relaciones íntimas, que conocían desde que Teresa descubrió el verano pasado, y que envidiaban secretamente y admiraban.

Teresa regresó al embarcadero al poco rato diciendo que Maruja venía en seguida; estaba terminando de arreglar el cuarto de Luis, precisamente, por si quería quedarse aquella noche. Añadió que le había regalado a Maruja unos pantalones y unas sandalias un poco pasadas de moda pero nuevas, y que la chica estaba tan mona con ellas y que era un encanto. Fue el momento —y ahora, al recordarlo, Teresa comprendió que no había sido casual— en que se dieron el primer beso. Estaban dentro de la embarcación esperando a Maruja. La tarde, despejada de nubes por completo, aunque ya muy avanzada, era calurosa y su luz permanecía en suspenso. Un sol rojo y sin fuerza daba de lleno en los peldaños cavados en la roca que bajaban hasta el embarcadero, y por los cuales debía aparecer Maruja. Los dos vieron perfectamente la caída de la muchacha, una caída en verdad tonta —se le atravesó una de las sandalias y tropezó— y que de haberse producido en otro sitio menos peligroso, en el embarcadero, por ejemplo, habría provocado su risa. Bajaba corriendo, casi con desesperación —sin duda temía haberles hecho esperar demasiado— y les saludaba con la mano en alto, en un gesto algo cursi (“¡yuju, yuju!”, decía) cuando, de pronto, sus piernas y sus pies desnudos (las levísimas sandalias fue lo primero en salir disparado) se agitaron un momento en el aire, frenéticamente, como si pataleara, antes de oírse claramente el golpe de su cabeza en el último peldaño. Ellos, desde el fuera-borda, dejaron escapar un grito de sorpresa. Saltaron a tierra y corrieron hacia la muchacha. Maruja se quedó tendida (unos segundos, una inmovilidad alarmante) el tiempo justo de llegar Luis hasta ella, y luego se incorporó precipitadamente. Se reía avergonzada, frotándose la cabeza (“¡qué tonta soy, señorita!”) la pobre, pensaba ahora Teresa, y arrastraba sus ojos por la escalera buscando sus sandalias, estaba tan contenta con ellas.

Eso es lo que te ha hecho caer, Maruja —dijo Teresa—No estás acostumbrada. Si llego a saberlo no te las doy. —Son tan bonitas... Ya me acostumbraré.

—¿De verdad no te has hecho daño? —preguntó Luis solícito.

No, no.

Podías haberte matado, criatura —dijo Teresa.

—No ha sido nada... Un coscorrón nada más. Es que venía corriendo, se me fue el tiempo haciendo las camas y...

“Tal vez, ahora que lo pienso, lo mejor habría sido hacerla volver a casa; en primer lugar porque estoy segura que ha tenido que hacerse bastante daño —ella se ha esforzado en disimularlo, pobre chica, pero el trompazo ha sido mayúsculo—y en segundo lugar porque luego quizá todo habría rodado de distinta manera para Luis y para mí. Entonces no lo sabíamos, claro, entonces creíamos necesitar el apoyo de Maruja y además no estábamos dispuestos a renunciar al placer de proporcionarle a la chica un rato de diversión... ¿O no fue eso exactamente? No sé...”

Ella por su parte (eso es verdad, lo recuerdo muy bien, muy bien) insistía en que no se había hecho daño y en que ya podían emprender la marcha. De modo que embarcaron los tres y navegaron bordeando la costa durante casi una hora, se bañaron en una pequeña y desierta cala y comieron fruta fresca que Maruja había tenido el acierto (complaciente criatura) de traer para ellos. Tendidos en la arena, mientras comían, Teresa y Luis estuvieron prácticamente encima de la criada, preguntándole por Manolo, interesándose por la marcha de sus relaciones y dándole sabios consejos vagamente anticonceptivos (que a la criada no le servían de nada) con una especie de paternal solicitud, de complicidad erótica: con sus preguntas buscaban, exigían casi la confirmación a una idea encantadora que ellos se habían hecho de los amores furtivos entre una criada y un obrero. Y Maruja mentía, se veía obligada a mentir para darles gusto, callándose los terribles malhumores y la no menos terrible mala uva de su querido Manolo, mientras ellos se frotaban y manoseaban ante sus ojos con una insistencia extraña, ciega, como si la misma excitación imaginativa les obligara a ello un poco a pesar suyo, sin que acabaran de pasarlo bien, se diría que con una intención no exactamente erótica, sino también, por decirlo de alguna manera, para reconocerse, para comprobar que seguían allí.

Al regresar a la villa decidieron ir a cenar a Blanes los tres, en el coche de Luis, y luego ir a bailar en alguna terraza. Maruja estaba asombrada; no por la generosidad de la señorita, que ya le había dado pruebas de ella en muchas ocasiones, sino porqué sabía que Blanes no le gustaba, y sobre todo, porque las miradas impacientes que la pareja se había estado dedicando durante la excursión marítima le habían hecho pensar que se desharían de ella en cuanto desembarcaran.

Blanes estaba muy animado. Teresa y Luis, cogidos de la mano o por la cintura, dieron por las calles y las terrazas llenas de turistas una perfecta lección de cómo se pertenece al grupo nacional de los escogidos: no se sobaban. Después de comer unos platos combinados en la barra de un bar —por cierto, Maruja tropezaba continuamente con sus sandalias, se le caían de los pies, y ella se avergonzaba— fueron a tomar un cuba-libre en una terraza con discos (allí fue donde Luis tomó sus dos primeras ginebras a palo seco) y bailaron. Maruja permaneció sentada todo el rato, y aunque la invitaron a bailar varias veces, nunca aceptó (“No sé, ahora que lo pienso, si no quería bailar por una tonta fidelidad a su novio o por miedo a que se le cayeran las sandalias, porque, desde luego, la excusa que daba: “me duele un poco la cabeza, gracias, no bailo”, naturalmente era mentira...”). Sólo una vez hizo una alusión a su novio, lamentando que no pudiera estar allí con ella. Luis y Teresa le prometieron que un día saldrían los cuatro. Mientras, la conciencia de que aquella era la noche destinada para ellos desde el principio de los tiempos se iba adueñando de sus miradas, de sus abrazos, y, sobre todo, de su manera de beber.

Bailaron estrechamente enlazados durante mucho rato delante de Maruja, mirándose a los ojos. Cuando se dieron cuenta de que la muchacha no sólo se aburría terriblemente sino que se le cerraban los ojos (de sueño debía ser. “¡Este murciano, también, mira que debe ser bruto! —había bromeado Luis—. Será un obrero con toda la conciencia social que quieras, Tere, y eso aún habría que verlo, pero ya podría aguantarse un poco y dejar que la chica descansara alguna noche...”) decidieron darse una vuelta por otros sitios que suponían iban a serle a Maruja más divertidos y familiares —y también a ellos—, pequeñas tabernas y bodegas sofisticadas donde se pudiera beber vino y charlar con desconocidos. Pero aunque parecía feliz, Maruja no consiguió quitarse de encima aquel sopor; estaba ausente, con la mirada fija en el vacío, sin hacer ya caso de ellos ni de sus arrumacos: ya no era aquel poste transmisor de su felicidad. Decidieron regresar a la villa.

Durante el camino de regreso cantaron (qué ridículo le parecía ahora al recordarlo) canciones populares de la resistencia francesa, de los partisanos (“¡Ah, compagnon...!”) que habían aprendido en un disco de Yves Montand que tenía Teresa. Bajaron del coche en la entrada principal y se despidieron de Maruja, que les dio las gracias dormida pero muy contenta, y ellos se fueron a dar un paseo por la playa. Entonces, al quedarse solos, ocurrió una cosa extraña: desapareció repentinamente aquel ardor comunicativo de Luis y en su lugar se estableció una especie de lucidez íntima y grave, intransferible, que amenazaba adueñarse de los dos para el resto de la noche.

(“¿Por qué diablos, precisamente entonces, se me ocurrió hablar de Paco Lloveras y de Ramón Guinovart, los últimos exilados en París?”). Comentaron un libro de poemas de Nazim Hikmet que corría por la Universidad de mano en mano, y que Teresa había prometido prestarle a Luis. Cerca de la orilla, bajo la luz de la luna, ella veía el perfil grave y evocador del prestigioso estudiante encarcelado y recordó a Hikmet

Tu es sorti de la prison

et tout de suit

tu as rendu ta femme enceinte

bonito en medio de la dulce emoción de un roce de nudillos en las caderas, esperando, anhelando una reacción de él (
Tu la prends par le bras - Et le soir tu te proménes dans le quartier
) que no acababa de realizarse. Luis permanecía sumido en un silencio muy familiar a los amigos íntimos: así debió ser la tortura. A ella se le ocurrió decir: “No pienses más en ello”, con una voz sorprendentemente ajena, y se produjo una situación embarazosa. Sin duda para equilibrar tal situación, Luis empezó de pronto a hacer cosas extrañas, a dar muestras de una alegría infantil y ridícula que a ella la irritaba: aprovechaba las ocasiones propicias como lo habría hecho un preadolescente: “Mira, mira, hay luz en la villa —decía al mismo tiempo que se pegaba a la espalda de ella y se frotaba, señalando las ventanas iluminadas de la casa—. ¡Mira! ¿Lo ves?, ¿lo ves? ¿quién será? ¿ladrones? ¿eh?”. “Quién quieres que sea, Maruja que le habrá quedado algo por hacer... Y deja de jugar, anda, que te estás volviendo tonto”. Y en otro momento que paseaban entre los pinos: “¡Mira, mira, tienes un bicho en la rodilla...!” y entonces la manoseaba subrepticiamente. Penoso, en verdad. No era eso lo que ella esperaba. ¿Qué había pasado? Estaban en un pozo lleno de impresionantes exilados presididos por Nazim Hikmet. El alibi intelectual duró poco: Teresa, en un momento dado, se colgó de su cuello y le obligó a besarla formalmente. Por un momento, los venerables fantasmas de Paco Lloveras y sus amigos se esfumaron, y París con ellos. Entonces, cuando él ya estaba perdiendo la cabeza, Teresa dijo que lo mejor era volver a la villa y tomar allí unas copas mientras charlaban. Fue un error. Probablemente, se decía ahora, de aquella repentina decisión arrancaba su parte de culpa en lo sucedido, su aportación al fracaso y a la vergüenza de esta noche. Bien es verdad que si Luis hubiese protestado y se hubiera empeñado en seguir besándola allí (en realidad, y no ahora, sino antes, lo que debía hacer hecho es obligarla a sentarse con él en la arena en vez de seguir paseando y paseando) ella sólo habría ofrecido una tierna resistencia por motivos de comodidad (decir algo así como: “Aquí no, que hay humedad”) lo cual hubiese ya implicado una aceptación previa del hecho en la cama y con ello acaso se habría esfumado aquella maldita nube de inseguridad que les envolvía. Pero Luis no dijo nada, y durante el regreso, precediendo a Teresa en algunos metros, se cerró en un silencio penoso que haría aún más difíciles las cosas.

—Mira, tus ladrones ya han apagado las luces —dijo ella riendo, intentando salvar por lo menos el humor.

Luis aceleró el paso, pateando los matorrales.

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