Últimas tardes con Teresa (15 page)

La velocidad difuminaba los contornos y era como una sucesión de imágenes: viejos y apacibles matrimonios nórdicos de rostro lozano con hijos rubios y bellos como flores, rebaños de encantadoras y rosadas viejecitas llegadas en autocar con sus deliciosos sombreros multicolores, y fulgurantes, paradisíacas, inaccesibles suecas, y francesas angulosas y cálidas salidas de las páginas de revistas (
cet été vous changerez d’amour, decía el horóscopo de Elle
), inglesas híbridas que van al baile con chales y amplios vestidos que crujen, como si fuesen a una recepción, y que acabarán dejándose besuquear por pescadores y camareros libres de servicio, etc. Todos estos se dejan ver, son bellos y su contacto suscita a veces un escozor nostálgico, aunque no es grave.

Pero hay otros aún más ricos, los que apenas se dejan ver, los verdaderamente inaccesibles. De ellos se podría decir que no existen si no fuese porque algunas veces han sido vistos en lugares públicos. En sus raras visitas al pueblo sonríen con desinterés mirando a las parejas, se ve que están habituados a la felicidad, que sus pasiones están en otra parte. Su encanto y su silencio sugiere lejanías placenteras, sus cuerpos parecen haber recogido un polvo dorado en el camino, mientras venían indiferentes a sentarse un rato aquí con nosotros, en las terrazas, y eternamente el aura fría y serena de un clan embellece sus frentes, les distingue, les acompaña donde quiera que vayan, les preserva de la curiosidad general, del olvido y del desdén: entre ellos, ciertos hombres maduros impresionan muy particularmente al borrascoso motorista. No son ni turistas ni indígenas: viven en villas de recreo, que tampoco apenas se ven, rodeados de jardines y pinares, entre silencios y rumorosas frondosidades de ocio, nos miran sin vernos, sus ojos están podridos de dinero y su poderosa mente marcada con viejas cicatrices de sucios negocios. Igual que gangsters retirados, reposan impunemente junto a piscinas disimuladas, apenas visibles a través de los setos, junto a campos de tenis donde juegan muchachas que podrían ser sus hijas pero que nunca se sabe, ni si viven allí o han sido invitadas, ni siquiera sin son realmente tan jóvenes como parecen vistas de lejos; entre ellas estaba Teresa Serrat con su amigo Luis Trías de Giralt, invitado a pasar el fin de semana en la villa. $i bien es cierto que esta noche se había dejado ver en Blanes con su amigo y su criada, Teresa salía poco de sus dominios y si lo hacía no era casi nunca para ir al pueblo, sino a la ciudad; pero debido en parte a una circunstancia favorable (sus padres ausentes) hoy la joven universitaria se había visto de pronto en Blanes, empujada por su amigo y por ciertos imperativos que ahora, amargamente, intentaba analizar.

Afuera, desgarrando el silencio nocturno, vibraron en el aire las primeras explosiones del motor de la motocicleta con un desespero que anunciaba la huida desenfrenada. Su eco se elevó nítidamente por encima del siseo de las olas y penetró por la ventana abierta del dormitorio de Teresa, que estaba tendida en la cama con los ojos fijos en la penumbra, reflexionando. Despacio, la muchacha ladeó la cabeza sobre la almohada con una expresión de melancólico pesar. Al oír por segunda vez el petardeo de la máquina, que no conseguía arrancar, Teresa Serrat se levantó y abandonó el lecho dirigiéndose lentamente hacia la terraza contigua al dormitorio. La núbil languidez de sus movimientos era sólo aparente: después de cada desdeñosa flexión de las rodillas, en la rigidez repentina de las corvas y en la indolencia felina de sus caderas sueltas, un tanto anticipadas en relación con los hombros, asomaba una extraña agresividad, un aire conscientemente agraviado o despechado. Mientras caminaba, descalza, se abrochó la blusa con manos inertes y dobladas como tallos rotos. Los pequeños shorts amarillos se le habían pegado a las ingles y tiró nerviosamente de los bordes hacia abajo con el pulgar y el índice, aislando los demás dedos, igual que si tocara una materia infectada y temiera contagiarse. Y al mismo tiempo que cerraba los ojos, en su boca pálida se dibujó una sonrisa despectiva: no tenía conciencia de su cuerpo, sino de la enojosa presencia que aún había en él de otro cuerpo. Al llegar a la puerta de cristales, una ráfaga de viento movió sus largos cabellos lacios, desnudó su’ cuello alto y redondo, y durante unos instantes, al sumergirse en la luz de la luna que viniendo de la terraza entraba en el cuarto como una espuma blanca, su figura se inmovilizó como por efecto de un repentino flash.

Si es cierto que la raza de una mujer se advierte en su cuello, Teresa Serrat era un formidable exponente de la mejor raza: de su madre había heredado un hermoso y esbelto cuello, una boca singularmente predestinada y la suficiente alegría cordial para que ello le inspirase una encantadora idea mítica del gesto. Ved si no su especial manera de ladear la cabeza despeinada y aguzar el oído a los rumores de la noche: tiene alma de pez-mariposa y su destino es vivir bajo una perfecta combinación de luz y azules aguas transparentes, aguas poco profundas de los trópicos. Pero Teresa sufre nostalgia de cierto mar violento y tenebroso, poblado de soberbios, magníficos y belicosos ejemplares, de miserables suburbios oceánicos donde ciertos camaradas pelean sordamente, heroicamente. Suspira como una gata de lujo añorando tejados y luz de luna, se aburre. Sus insolentes y adorables pies desnudos, toda ella con todos los atributos de su belleza: el fulgor celeste de sus ojos, sus caderas un tanto pueriles, el oro viejo de sus cabellos, la miel y la seda de su nuca y también la lánguida espalda adolescente revelan la herencia de un linaje materno exquisitamente alimentado incluso en épocas de apuro, tanto si la estudiante progresista lo cree justo como no, aquel prestigio de casta que ya desde niña anunciaba su fino cuello de corza y la singular expresión de su boca; porque era ahí, en los labios rosados, secos y ligeramente hinchados —especialmente el superior, cuyos dos vértices puntiagudos, como ya una vez había observado el murciano, se levantaban hacia la nariz en un gracioso mohín de desdeño— era ahí donde estaba la raíz’ y el secreto de aquella expresión un poco infantil, mimada y a la vez decididamente agresiva que, derramándose como una bruma estival sobre la hostil plenitud de sus miembros soleados, determinaba la naturaleza un tanto ambigua de la muchacha, una mezcla de candor y de insolencia, de rosada languidez y de bronceada, adulta, fogueada rebeldía.

Envuelta en la pálida luz astral, Teresa se apoyó de codos en la balaustrada. En la terraza dormían parasoles, tiestos con plantas de enormes y bruñidas hojas, un velador y dos hamacas. Una pequeña radio-transistor olvidada en un sillón de mimbres gemía una tierna canción de actualidad:

...me confesó la luna que nunca tuvo amores, que siempre estuvo sola soñando frente al mar...

Desde donde estaba, la muchacha podía ver el embarcadero, y a su derecha, asomando por encima de los setos, la red metálica de la pista de tenis. Al otro lado de la villa, en alguna parte cerca del bosque, el motor de la motocicleta seguía negándose a funcionar y su penoso jadeo y su tos se oían en medio de la noche como una llamada de alarma. Al mismo tiempo, Teresa oyó pasos en su dormitorio. “¿Y ahora qué quiere, qué pretende?” Le llegó un nuevo petardeo, esta vez brioso, y comprendió que la motocicleta se alejaba en dirección a la carretera en el preciso momento, que ella hubiese querido evitar a cualquier precio, en que Luis Trías de Giralt aparecía en la terraza. El prestigioso estudiante llevaba todavía el rostro y los cabellos mojados —venía del cuarto de baño— y se secaba con el antebrazo. Sonreía con aire triste, el hombro apoyado en la puerta, los ojos fijos en la espalda de Teresa. Vestía un amplio jersey blanco como de toalla y pantalones claros de hilo.

—Ah, ¿estás aquí? —preguntó estúpidamente—. Qué caliente está el agua... —Tendió el oído al zumbido de la motocicleta que se apagaba a lo lejos y añadió—. ¿Oyes? Nuestro amigo el xarnego ha vuelto a hacer de las suyas...

Teresa seguía dándole la espalda. Es más hombre que tú, pensó. Instintivamente, apretó los muslos y por vez primera tuvo conciencia del agravio inferido a su cuerpo y se indignó. Pensaba también con amargura que hay muchas maneras de ser imbécil, y que Luis Trías de Giralt, quién iba a decirlo, era uno de esos imbéciles que pretenden no serlo por todos los medios. Se volvió a él, echó los codos para atrás y siguió apoyada, ahora de espaldas, en la balaustrada. No parecía ver a su amigo: le sobrepasó con una mirada vaporosa que se perdía en la noche, por encima de su cabeza. Él se frotaba la rodilla con expresión dolorida.

—Es encantador —dijo Teresa—. Me recuerda a muchos amigos que he olvidado.

Ajena por completo a la ambigüedad de la frase, su mirada desdeñosa y ultrajada seguía perdida en la noche.

—¿Quién? ¿El novio de la criada? —preguntó Luis. Y después de una pausa añadió—. Oye, de lo nuestro hablaremos con calma...

—No hay nada que hablar.

Él volvió a frotarse la rodilla. Con una voz inesperadamente autoritaria dijo que acababa de darse un golpe bestial con el borde de la bañera y que se marcharía dentro de un rato, en cuanto dejara de dolerle.

Ahora Teresa le miró por vez primera. “Puede que incluso se haya duchado, el idiota. .” Sí, quién iba a decirlo: tras aquella impresionante fachada de líder universitario, de ardiente visionario del futuro, no había más que una blanda, asquerosamente blanda e inexperta virilidad. Aquellas manos de arrebatado orador habían albergado con temblores de mala conciencia burguesa, quién iba a decirlo, sus pechos de fresa. Y aquellos ojos claros, apostólicos, siempre vagando por lo alto, contemplando sus visiones del futuro, se habían arrastrado vergonzosamente, miserablemente por su cuerpo. Su voz, sin embargo, seguía alardeando de aquella incapacidad de asombro que caracteriza a los sabios y a los ancianos coronados de prestigio y de experiencia, y parecía empeñada en no darse por enterada de nada y en no dar importancia a lo que esta noche había ocurrido entre ellos dos: entonces sospechó Teresa que aquella voz, incluso en los momentos históricos en que, sin un temblor, había dado las célebres consignas, jamás había expresado nada excepto una total y absoluta ignorancia de todo.

—¿Cuándo regresan tus padres? —preguntó Luis. —Mañana, te lo he dicho mil veces... O quizás esta misma noche, no sé. Sería lo mejor.

—Tere, sabes muy bien que esto tiene una explicación lógica y te la daré —recitó con toda su sangre fría—. Tú no eres ninguna mojigata y...

—Sí, claro. Pero por favor, no eches mano de tu dialéctica para un asunto tan lamentable. Sería ridículo. Y cállate, te lo ruego.

El prestigio que gozaba Luis Trías de Giralt en la Universidad por esas fechas era fabuloso. Había estado dos veces en la cárcel, le acompañaba siempre el melancólico fantasma de la tortura (a veces incluso podía vérsele comunicando íntimamente con ella, sumido en expresivos silencios) y en las aulas se decía de él que era uno de los importantes, extraño elogio que, si algo quiere decir, es precisamente eso. Un año antes, adivinando o presintiendo la apoteosis actual de este prestigio, Teresa Serrat se había sentido arrastrada a colaborar con él en infinidad de actividades culturales y extraculturales: a Luis Trías de Giralt se le suponía “políticamente conectado”. Estudiante aventajado de Económicas, nieto de piratas mediterráneos, hijo de un listísimo comerciante que hizo millones con la importación de trapos durante los primeros años cincuenta, era alto, guapo, pero de facciones fláccidas, deshonestas, fundamentalmente políticas, carnes rosadas, el pelo rizoso y débil, la mirada luminosa pero infirme: parecía un Capeto idiotizado y con paperas (cierto chulito fantasioso del barrio chino, al que le unía una singular e indecible amistad de tira y afloja, le llamaba Isabelita, lo cual, dicho sea de paso, a él le hacía un tilín embarazoso y no menos inexplicable que su debilidad por el muchacho) y tenía ese aire un poco perplejo de manso seminarista en vacaciones, con un leve balanceo de la cabeza a causa del vértigo teológico, del peso trascendental de las ideas o de una simple flojera del cuello, como si andara graciosamente desnucado.

Teresa apartó los ojos de él. Deseaba que se marchara de una vez. Es tarde, dijo. La motocicleta hacía rato que había dejado de oírse en la lejanía. ¡Simples, felices, vulgares novios de vulgares criadas, el mundo es vuestro! Si ahora se acercara y me abrazara con fuerza —pensó ella—, pero con mucha fuerza, quizás aún no se habría perdido todo...

Los dos estaban inmóviles, guardando una distancia de tres metros. Luis no se atrevía a dar un paso, era evidente. Encendió un pitillo, bramando casi: “¿Quieres uno? Son muy buenos (lamentable: sabes que son horribles) son rusos auténticos (peor aún: mal momento para evocar tu provervial solidaridad) Jacinto me trajo unas cajetillas del último Festival de la Jeuneusse de... (déjalo ya, anda, cállate)” y empezó a fumarlo nerviosamente y como a escondidas, dando manotazos al humo que se quedaba flotando denso y pesado bajo la única luz encendida de la terraza, sobre su cabeza. Teresa, observándole, confirmó su idea recién estrenada de que estaba delante de un bluff. El legendario caudillo seguía empeñado en vivir la prosa de la Vida sólo a medias, como si aquellas fuesen actividades poco dignas de su alto magisterio: bailar, nadar, hacer el amor, e incluso, como ahora demostraba, fumar; aspiraba el humo del cigarrillo sin tragarlo y lo dejaba medio saliéndose de la boca, derramándose sobre los labios como una espuma repelente y Teresa descubrió que siempre había dudado de la moral de las personas que al fumar no se tragan el humo.

—Será mejor que te vayas, Luis —dijo bajando los ojos. Hubiese querido añadir: “Después de lo ocurrido, ya sólo nos une lo que está por encima de nuestros sentimientos y de nuestros intereses personales”, pero le sonaba a cosa demasiado solemne habida cuenta la vulgaridad de la situación. Era una bonita frase, sin embargo, y le hubiese gustado poderla decir. La registró en su mente. Racionalista como era, ahora se daba perfecta cuenta, además, de que incluso la simple proximidad física de ellos dos se había hecho imposible; a causa de cierta excitación imaginativa y largamente acariciada, que les había abocado a esta penosa situación de ahora, quién lo hubiera dicho, hoy habían pasado una tarde maravillosa, pero era preciso reconocer que sus relaciones, desde hacía algún tiempo, se habían ido espesando con una insoportable y extraña significación, una carga eléctrica que amenazaba fulminarles en cualquier momento: los sentimientos y los deseos eran mutuamente y constantemente revisados, desmenuzados, analizados y valorados según un concepto de la vida que, desgraciadamente y por mucho que ellos se empeñaran en negarlo con acentos proféticos, no estaba aún en vigor y en consecuencia no guardaba relación ninguna con la realidad de su clase (“tienes que reconocerlo, Luis, izquierdoso burgués, amigo mío”). Así, con el tiempo, descubrieron que entre ellos se había producido justamente lo contrario de lo que sus ideas de vanguardia parecían preconizar: una situación atrozmente conyugal, cuya rapidez en presentarse ni siquiera les había dado tiempo a vencer ciertas inhibiciones sexuales, residuos respetables de su educación, y cualquier gesto, cualquier palabra, cualquier insignificante mirada o acto (el de fumar uno de aquellos dichosos pitillos rusos, por ejemplo) que llevara todavía el germen simbólico de todo aquello que siempre les había unido, se hinchaba de una irritante significación inútil y crecía ante sus ojos y se convertía en un monstruo con vida propia, con movimientos y sentido independiente, destrozando aquellos vínculos sentimentales que ellos, basándose en una sagrada solidaridad, habían querido elevar a la categoría de pasionales.

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