Últimas tardes con Teresa (10 page)

El día que, silbando y con las manos en los bolsillos, se acercó a la “roulotte” de los Moreau para ofrecer sus servicios almo guía y, al mismo tiempo, advertirles que si se instalaban en las afueras de la ciudad tuviesen cuidado de quincalleros y vagabundos, Manolo Reyes era todavía el hijo del marqués de Salvatierra; pero ya no lo era una semana más tarde, o más exactamente, ya no le interesaba: una semana más tarde, por degradante que el cambio pueda parecer en relación con un marquesado, Manolo Reyes era estudiante en París, huésped y futuro yerno de los Moreau. Un “
charmant petit andalou
”, diría madame. Tenía entonces once años, su hermanastro iba a casarse en Barcelona, su madre había recibido una carta y una fotografía donde se veía el Monte Carmelo. El hijo mayor había triunfado: “... me caso con una malagueña que tiene un padre que tiene un negocio de bicicletas ahí donde la cruz del retrato que te mando, madre...” decía la carta que Manolo leyó en voz alta para ella, pero sin prestar demasiada atención. Su pensamiento se iba con los turistas que habían llegado en la “roulotte”.

Los Moreau fueron instantáneamente subyugados por el encanto de Ronda y del muchacho. El Tajo y el Puente Nuevo, la simpatía y los ojos negros de Manolo, la plaza de toros con su aire eclesiástico y la Casa del Rey Moro les retuvieron en la ciudad durante una semana. Manolo se pasaba el día con ellos, acompañándoles a todas partes y divirtiéndoles con historias relativas a su experiencia de guía, la mayoría de ellas falsas. Todas las mañanas iba a buscarles a la “roulotte”, se ocupaba de echar el correo al buzón, de comprar la comida, de llevar la ropa a lavar, etc. Un día que le invitaron a comer en la “roulotte”, les contó la historia de su nacimiento teniendo buen cuidado de dejar en emocionado suspenso la posibilidad de su verdadero origen. Fue entonces cuando (lo recordaría siempre: él miraba a la hija de los Moreau sentada en la hierba, tomando el sol con la falda recogida sobre las rodillas, y la tarde era desapacible, con viento y largos jirones de nubes blancas corriendo veloces a esconderse tras los montes) cuando madame Moreau, mientras le ofrecía una taza de nescafé, le preguntó por vez primera si le gustaría ir con ellos a París, estudiar y ser alguien en la vida. El chico bajó los ojos y no dijo nada. Otro día, viendo a unos niños desarrapados que jugaban en la calle, madame Moreau se entristeció repentinamente y volvió a hacerle a Manolo la misma pregunta: era una pregunta que, en realidad, a madame le salía no para obtener una respuesta —cualquiera que fuese, no le interesaba demasiado— sino para dar forma, de alguna manera especial difícil de determinar, a su egoísmo, por expansión nerviosa. Pero esta vez, “
le petit andalou
” respondió con una voz extraña: “Lo pensaré” —y, por supuesto, madame ni le oyó.

Por las noches, sin que le vieran, el niño se sentaba en una piedra a cierta distancia de la “roulotte” y se pasaba allí largas horas con el mentón apoyado en las manos, mirando fijamente a través de sus largas y hermosas pestañas la luz que a veces se encendía en la ventanita. Tampoco se cansaba de mirar el coche: la espesa capa de barro seco que cubría sus costados tenía, a la luz de la luna, la alegría senil y resignada de las arrugas venerables y de las cicatrices gloriosas, recuerdos de lejanos caminos, carreteras desconocidas, luminosas playas y ciudades inmensas, maravillosos lugares donde el muchacho nunca había estado.

La víspera de la partida de los Moreau se bebió mucho vino y madame, repentinamente excitada por no se sabe qué vastedad de roces emotivos con la vida, empezó a manosear a Manolo y a cubrirle el rostro de besos. Además decidió, de acuerdo con su marido —que apenas si conseguía hacerse entender, aunque no menos que de costumbre: era un hombre taciturno, alto, de voz cavernosa y pocas palabras— llevarse al muchacho a París. En medio de risas y de brindis, madame Moreau hizo que su hija y el chico sellaran su eterna amistad con un beso: flotaba en la atmósfera una vaga idea de diversión, cuya naturaleza no estaba muy clara pero que debe ser familiar a los turistas a la hora del regreso y las despedidas, esos pequeños orgasmos del corazón que sólo esconden negligencia y falso afecto, y contra lo cual el muchacho, falto de experiencia, se hallaba todavía indefenso.

Según una técnica infantil muy simple y eficaz que nace generalmente con las primeras licencias maternas a la escapada callejera arrancadas con esfuerzo, y que consiste en cambiar de tema de conversación una vez obtenido el permiso, Manolo, optando por dejar en el aire (antes de que los Moreau se arrepintieran) la cuestión de su viaje a París, empezó a hablar de su hermano mayor, casado en Barcelona, y dueño de un próspero negocio. Luego, de pronto, se levantó, dio las gracias, dijo hasta mañana y se fue.

Llevaba media hora sentado en la piedra, tras unos matorrales, cuando vio salir de la “roulotte” a la hija de los Moreau. Sus padres dormían. La luz de la ventanita se había apagado hacía un buen rato y el silencio de la noche era absoluto. La francesita llevaba un pijama de seda que relucía a la luz de la luna con calidades de metal. Ante ella se abría un claro del bosque y la muchacha empezó a cruzarlo con paso lento, como caminando en sueños, en dirección a los matorrales tras los que él se escondía. Envuelta en aquella luz astral, que tendía a diluir sus contornos a causa de los fulgores que arrancaba a la seda que cubría su cuerpo, y que parecía transformar su imagen concreta en un pura quimera o en una evocación de sí misma, la niña avanzaba indiferente, ingrávida y totalmente ajena al tierno y desvalido sueño que, semejante a un polvillo luminoso, sus pies desnudos levantaban del suelo a cada paso ante los asombrados ojos del niño. Manolo la vio acercarse a él como si realmente fuese a su encuentro, buscándole sin conocerle, escribiendo su nombre a cada paso, como si aquella cita ya hubiese sido decidida desde el principio de los tiempos, como si el claro iluminado del bosque que ahora la niña atravesaba no fuese sino la última etapa de un largo camino que siempre, aún sin saberlo ella, la había llevado hacia aquí, ajena al mundo, a sus padres, a su hermoso y próspero país y a su propio destino. No parecía saber que estaba sola, ni siquiera que podía existir la soledad; a los ojos del niño iba llena de vida y era portadora de la luz. Pero, de pronto, al llegar a unos metros de donde él estaba, la muchacha se desvió inesperadamente hacia la derecha y se internó por el bosque en dirección a un lugar cuajado de tomillo (que el refinamiento de madame Moreau, previniendo la urgencia de ciertas necesidades, había escogido como el más idóneo) y el niño, al fin, comprendió.

Se incorporó con la decepción pintada en el rostro. Sin embargo, reaccionó con rapidez: antes de darle tiempo a que hiciese aquello para lo cual sin duda había salido, se acercó a la niña y le dio gentilmente las buenas noches; le dijo que había vuelto para ver si todo iba bien y le preguntó de improviso —sólo para provocar la respuesta que a él le convenía—por qué había salido de la “roulotte” en esta hora tan peligrosa. Un poco azorada, pero riéndose, la niña respondió que naturalmente a tomar un rato el fresco. Entonces Manolo propuso hacerle compañía unos minutos y la cogió de la mano, paseando con ella. Intentó hacerle entender que había decidido ir con ellos a París mañana mismo, y le preguntó qué opinaba de la promesa de sus padres. ¿Se acordarían mañana, le llevarían con ellos? Habló mucho, parándose de pronto, reflexionando, cruzándose de brazos. Ella le miraba divertida, rumiando el significado de sus palabras, asentía con la cabeza. Su cara era una de las más bonitas que Manolo había visto, trigueña, cálida, de límpidos ojos azules. De pronto, el muchacho se paró ante ella y le cogió las dos manos. Apoyó su frente en la de la niña, que bajó los ojos y se puso colorada. Entonces, con cierta torpeza, Manolo la abrazó y la besó en la mejilla. El contacto con la fina tela del pijama fue para él una sensación imprevista y una de las más maravillosas que habría de experimentar en su vida, una sensación acoplada perfectamente a esta ternura del primer beso, o tal vez incluso estableciéndola, precisándola, como si el sentimiento afectivo le entrara por las puntas de los dedos igual que una corriente comunicada por la seda. La chica estuvo un rato quieta, con las mejillas encendidas, la cabeza ladeada, el pecho agitado, y luego se soltó echando a correr hacia la “roulotte”. Manolo se quedó allí de pie, inmóvil, con los brazos caídos y las manos abiertas, sintiendo todavía en las yemas de los dedos el tacto de la fina tela.

Aquella noche no pudo dormir, planeando al detalle su marcha de Ronda.

Al día siguiente, al llegar donde los franceses, no encontró ni rastro de la “roulotte”. Les buscó inútilmente por toda la ciudad. Como llegaron se fueron: el mismo confuso desasosiego, la misma mezquina vehemencia e infecto entusiasmo que les trajo se los había llevado para siempre. Los Moreau pertenecían a esa clase de turistas que se sirven de la ilusión de los indígenas como de un puente para alcanzar el mito, que luego, cuando ya no necesitan, destruyen tras de sí.

Al caer la noche, Manolo regresó a su casa, completamente agotado, y se arrojó sobre la cama. No eran más que fantasmas: pero ese frustrado viaje a un lejano país, esa artificial luz de luna brillando en el pijama de la niña, esa falsa cita con el futuro, la emoción, el loco sueño de emigrar, el tacto de la seda y el dolor punzante quedaron en él y ahora, lo mismo que entonces, despertó del profundo sueño requerido por voces conocidas y amables que se empeñaban siempre en convencerle de los peligros que representa el desviarse del común camino de todos —esta vez no era sin embargo la voz plañidera y el rostro todavía bello de su madre acercándose, bajando sobre el suyo en un extremo del ángulo de la luz que entraba por la ventana de la chabola, diciéndole: “Despierta, hijo, mira, éste es tu nuevo padre” (apenas tuvo tiempo de ver, en escorzo, los cabellos llenos de brillantina y bien peinados y el perfil altanero del gitano) porque él estaba ya planeando huir a Barcelona en un tren de mercancías y refugiarse en casa de su hermano— era el rostro de una muchacha que sonreía en medio del estallido del sol, en el Parque Güell, pero que a pesar de la sonrisa ya de entrada anunciaba lo poco que podía ofrecer: un laborioso magreo dominical, y eso aún habría que verlo: Lola, y más atrás la Rosa y el Sans cargados con las bolsas de playa y la comida. Bernardo se sacudía la hierba pegada a los pantalones. Junto a él, las motos robadas. “Hola, perezoso —dijo la Lola con una mano en el escote de su vestido de verano, inclinada sobre su rostro, como si fuera a beber en sus facciones—. Que nos vamos a la playa. ¿Qué es eso de ponerse a dormir...?” Pero tal vez porque los ojos del muchacho reflejaban todavía la honda decepción de los recuerdos evocados, o porque estaba en esa edad en que el sueño en lugar de clavarle su garra en el rostro y deshacérselo todavía se lo embellecía más, igual que las borracheras se lo endulzaban con una dejadez infantil, la Lola captó algo en su mirada que debió asustarla y no le tendió la mano cuando él se la reclamó para que le ayudara a incorporarse. “Tanto peor”, se dijo él. Ya puesto en pie, exclamó algo en un catalán que nadie comprendió y luego lo primero que miró fueron las caderas de la Lola con ojos llenos de escepticismo. “En fin —murmuró—, larguémonos a la playa de una puñetera vez.”

Un verano de tigres,

al acecho de un metro de piel fría,

al acecho de un ramo de inaccesible cutis.

Pablo Neruda

Se amaban sobre el rumor de las olas.

—Está amaneciendo, Manolo. Debes irte ya.

—Todavía no.

—Tengo miedo —insistía ella—. Es una imprudencia lo que hacemos, amor mío, una locura. Hay gente en la casa.

—Oye, bonita —decía él alegremente, atrayéndola hacia sí con los ojos clavados en el techo, más allá del techo— aquí, o jugamos todos o rompemos la baraja.

El Pijoaparte tenía, como ciertos
croupiers
de las mesas de juego, una secreta nostalgia manual, digital: nada de cuanto tocaba era suyo excepto, tal vez, la muchacha. En sucesivas noches, mientras la amaba despacio, reflexivamente, con aplicación y esmero de afilador, aprendió a distinguir en la piel de la muchacha roces y bondades ajenas, un hálito sereno de otras estancias, de otros ámbitos, algo que existía más allá de las cuatro paredes de su cuarto de criada. A veces ella traía en la boca una flor de eucalipto o una hoja de menta (costumbre adquirida en el campo, sin duda), sobre todo si aquella noche había servido la cena en el jardín, y entonces sus besos tenían un dulce sabor vegetal que hacía que el murciano se sintiera oscuramente integrado en el cotidiano orden de ocios, baños, lectura y siesta que la sombra exquisita de alguien, una mujer, presidía amablemente desde alguna parte de la Villa. Llegó realmente a creer que este juego no comportaba para él otro riesgo que el de ser descubierto por los señores, puesto que Maruja, por el momento, accedía gustosa a todo y no mostraba intención de pedirle nada a cambio, a no ser una pequeña compensación sentimental de orden inmediato y sin porvenir, aparentemente, claro está: prolongar el intercambio de sentimientos debilita y las mujeres lo saben, nunca se insistirá lo bastante en las reglas de juego que todavía rigen en la decorosa y recia mesa hispánica, y cuya severa correspondencia moral implica siempre responsabilidades y pagos que no conviene olvidar; pues ocurre con frecuencia, por ejemplo, que el magisterio de la desnudez ejercido como mera expresión de la rebelde personalidad, la intimidad furtiva del par de sábanas compartidas excesivamente con una mujer sólo para expresar una nostalgia, una bonita idea de nosotros mismos, una ausencia, se paga tarde o temprano con la propia estima, con la soledad o con la pérdida de cierta voluntad de poder, progresivamente diluida en un sentimiento de lástima y de agradecimiento que la aureola de un supuesto prestigio viril no dejó que se manifestara antes:

—Te quiero, te quiero, te necesito...

Así, de posteriores y frecuentes visitas nocturnas al lecho de la complaciente criadita en aquella gigantesca Villa junto al mar, empezó a nacer en el joven del Sur y a pesar suyo una familiar e irreprimible ternura por la muchacha y su frágil felicidad, además de una peligrosa tendencia a respetar su condición, o mejor, a compadecerla; peligrosa por cuanto había en ello de fraterno, de consanguíneo, de herencia de un determinado destino que, justamente, el Pijoaparte no estaba dispuesto a asimilar por nada del mundo. Sería tal vez excesivo afirmar que el muchacho estaba enamorándose: por aquel entonces se enamoraba de símbolos y no de mujeres. Pero indudablemente algo semejante (cierta natural inclinación a integrarse en una trama de referencias eróticas y afectivas que a menudo le proponía, pese a él, su reprimida bondad provinciana) estuvo a punto de producirse y, en consecuencia, de dar al traste con más altas y decisivas empresas del espíritu. Aquella solidaridad animal en la mutua desgracia y en la pobreza que trascendía del cuerpo de la muchacha, de sus abrazos desesperados, de sus besos o simplemente de su apacible manera de estar cerca, y que él ya había notado con inquietud en la verbena de San Juan, la soledad y el desamparo, la urgente súplica de amor que pide mucho más que amor o placer, aquellos ojos de pájaro perdido que por la noche le miraban desde el hueco de la almohada, desde un mundo primitivo que sólo conoce el agradecimiento, desde una servidumbre de la carne (sus ojos mansos, sus pobres ojos colorados y enfermizos, casi sin pestañas, ¿cómo no supo reconocer en ellos, desde el primer momento, la verdadera condición de la muchacha? ¿Cómo no adivinó que eran los mismos ojos febriles que le habían estado espiando entre los setos, la noche de la verbena?) y que anegados siempre en una curiosa mezcla de sumisión y sensatez le invitaban, mudos y amorosos, a renunciar a toda ambición que no fuese la de ser felices aquí y ahora, consiguieron varias veces adueñarse de su voluntad en el transcurso de las enloquecidas noches del verano e incluso del invierno que le siguió, cuando ya él, más liberado, más consciente de este sutil traspaso de poderes que se iba realizando furtivamente a través de los sexos, empezó a dejarse ver menos y desaparecía durante semanas enteras.

Other books

The Foundation: Jack Emery 1 by Steve P. Vincent
New Moon by Richard Grossinger
The Missing Manatee by Cynthia DeFelice
Apprentice Father by Irene Hannon
Shorts - Sinister Shorts by O'Shaughnessy, Perri
Duino Elegies by Rainer Maria Rilke
The Lady Julia Grey Bundle by Deanna Raybourn