Últimas tardes con Teresa (12 page)

En sí, el encuentro hubiese carecido de importancia de no ser porque ya contenía el germen de lo que iba a suceder meses después. Pero el Pijoaparte pensaba en otras cosas; mientras escuchaba aquella voz desmayada, descuidada, un poco nasal, en la que el singular acento catalán se mostraba en todo momento no como incapacidad de pronunciar mejor, sino como descarada manifestación de la personalidad, Manolo, ajeno por completo a estas realidades que no se ven, sólo intuyó que saber enfadarse convenientemente con la servidumbre es realmente una ciencia difícil e importante. Le pareció también que la hermosa rubia alardeaba de un extraño desprecio para consigo misma y para el obligado ejercicio de su condición de señorita.

—...total, que es un fastidio la fiestecita esa, pero qué le vamos a hacer —concluía Teresa, todavía con los ojos clavados en la bufanda del muchacho.

—Ya —dijo él en tono seco, el tono que su instinto, ahora un poco a la deriva pero siempre despierto, le aconsejaba como el más a propósito—. No tarda ni un minuto, sólo tengo que decirle una cosa importante, personal.

Por supuesto, no tenía nada personal que decirle a Maruja, y nada le dijo; se limitó a rodearle los hombros con el brazo y a llevársela a un lado mientras seguía observando con el rabillo del ojo a Teresa, que al fin, con la cabeza gacha, giraba lentamente sobre los talones y parecía dispuesta a irse. Volvió a llamarle la atención la actitud sumisa de la muchacha, pero, aunque ella iba a hacer algo todavía más extraño en los próximos segundos, pensó que a fin de cuentas ¡qué diablos!, tal vez efectivamente la había impresionado.

Pero Teresa Serrat se había vuelto y ya pronunciaba, mirándole, las misteriosas palabras que habrían de quitarle el sueño por unos días:

—No me crea una cursi y una malcriada —dijo para empezar, y, en un tono insólito, quebrada la voz de un modo singular, añadió—: Todos estamos con usted.

Después de lo cual dio media vuelta y desapareció corriendo por el jardín, con el rojo pañuelo de seda flotando y arrastrando por el suelo el cinturón de su blanca gabardina, cuya hebilla de metal tintineaba sobre la grava. El rumor de sus pasos ya se había extinguido cuando el Pijoaparte aún estaba paralizado por una confusión que, pese a todo, se le antojaba cargada de buenos presagios. Quiso interrogar a Maruja con los ojos pero la muchacha ya se había desprendido de su brazo, y, alzándose sobre las puntas de los pies, le dio un rápido beso en la mejilla y entró apresuradamente en el jardín.

En los días que siguieron a este encuentro, Manolo preguntó varias veces a Maruja cuál podía ser el significado de aquellas palabras de su señorita. Pero no sacó nada en claro.

—No sé. La señorita es muy rara... —le dijo ella una tarde al salir del cine Roxy, en un tono indiferente, absorta en el tráfico de la plaza de Lesseps—. Se ha vuelto rara, antes no era así.

—¿Qué le has contado de nosotros?

—¿Yo? Nada. Que somos novios. Y como es muy buena habrá querido decir... pues eso, que está contenta con lo nuestro.

—¡No digas tonterías! Eres demasiado boba, a ti siempre te la pegarán... Yo, lo que quiero es que se me respete. ¿No sabes que estas niñas bien no respetan ni a Dios?

—Teresa es muy buena conmigo.

Manolo miró con pena a su compañera y la atrajo hacia sí. Como siempre, había en las palabras de la muchacha un sabor alarmante, una ternura herida o amenazada por la soledad, consecuencia de aquella mezcla de juventud frustrada y cierta cualidad marchita que erraba a veces por su mirada, por su sonrisa o por su voz. Era el constante temor a que no prevaleciera o no fuese tomado en serio lo único que poseía: su agradecimiento, un agradecimiento a Dios sabe qué, y una natural disposición a no dar crédito a la maldad de este mundo muy propia en seres que, conformados por el especial trato recibido durante años de servidumbre, carecen del verdadero sentido del mal, lo mismo que algunos curas afables.

No volvió a hablarse más del incidente ocurrido ante la verja de la torre de los Serrat, y sólo mucho después, cuando desgraciadamente ya sería demasiado tarde para demostrarle a Maruja que su agradecimiento no era correspondido por nadie (el oscuro germen de su muerte, como el de su discreto paso por la vida, no sería en definitiva otra cosa que una exagerada expresión de aquel agradecimiento) comprendería Manolo el verdadero grado de negligencia que encerraban las palabras de Teresa.

En el mes de octubre de aquel año 1956 se produjeron en la Universidad de Barcelona algunos desórdenes y manifestaciones entre el estudiantado. De la destacada participación en tales hechos de Teresa Serrat y de cierto íntimo amigo suyo, Luis Trías de Giralt, estudiante de Economía, Manolo tuvo noticia, de una manera vaga e indirecta, a través de una conversación con la criada de los Serrat.

—Puede que tengamos que dejar de vernos por unos días —le anunció Maruja un domingo, sentados en la plazoleta del Parque Güell, mientras él se estaba adormilando. Era una mañana tibia y soleada, había algunos viejos calentándose en los bancos y niños jugando a la pelota—. ¿Sabes que el otro día, cuando las manifestaciones, la señorita volvió a casa a las tantas de la noche y con el vestido roto? Parece que la policía la estuvo interrogando, fue por lo de los estudiantes, se ve que ella fue de las primeras en armar jaleo. ¡Si hubieras visto a su madre, cómo se puso la pobre señora! Teresa dijo que a lo mejor la expulsaban de la Universidad, ¡y lo dijo tan fresca! ¡Su padre está furioso y quiere mandarla unos días a Blanes con la señora y conmigo, dice que es lo más prudente... Sé ve que la señorita está muy metida en este lío.

El murciano —que había tenido una noche agitada desvalijando un coche en la plaza Real— apoyaba la cabeza en el regazo de Maruja y bostezaba. Al principio, toda aquella enrevesada historia no le interesó demasiado y sólo la imagen de Teresa se iluminó de vez en cuando con vivos colores entre sus entornados párpados, como descomponiéndose por efecto de la luz en un día de lluvia, pero desprovista de toda significación. Para él, los estudiantes eran unos domésticos animales de lujo que con sus manifestaciones demostraban ser unos perfectos imbéciles y unos desagradecidos; a los follones que organizaban en la calle, aunque él presentía que podían tener motivaciones políticas, nunca les había concedido más valor —y desde luego mucha menos importancia— que a las gamberradas que hacían con las modistillas el día de Santa Lucía. Sin embargo, Maruja aventuró una vez más una observación acerca de lo rara que se había vuelto Teresa desde que iba a la Universidad y salía con aquel estudiante amigo suyo; en esta ocasión, la criada se ayudó con una ingenua y pintoresca imagen de su señorita, sin duda exagerada —por lo menos así se lo pareció a él, que la escuchaba sumido en una especie de duermevela— diciendo, con una vehemencia en la voz que ni ella misma habría sabido explicar, que Teresa, si tú supieras, a la señorita le gusta mucho frecuentar las tabernas con sus amigos y enterarse de cómo es la vida, hablar con trabajadores y hasta con mujeres de ésas, ya me entiendes, porque ella es muy así, muy revolucionaria, ¡huy si la oyeras a veces en casa, te aseguro que la señorita no tiene pelos en la lengua...!

Le contó, además, que Teresa salía a menudo con chicos estrafalarios y existencialistas —fueron las palabras que empleó la criada,’ casi con unción—, gente rara, estudiantes con barba, y que se pasaban la vida llamándose por teléfono, dándose citas y prestándose libros; que a veces Teresa se encerraba en su habitación con un grupo de amigas y se pasaban allí toda la tarde, y cuando ella, Maruja, les subía café o bebidas, se encontraba siempre con el cuarto lleno de humo de cigarrillos y a ellas sentadas en el suelo entre almohadones, rodeadas de discos y discutiendo acaloradamente de política, del país y otras cosas raras.

De nuevo despuntaba en sus palabras aquel trémolo de admiración y respeto que deprimía a Manolo, y por eso él prefirió no hacer ningún comentario que pudiera avivar aquellas confusas y sin duda exageradas confidencias de la criada. Por otra parte, esta mañana el sueño casi vencía el interés que el simple nombre de Teresa despertaba habitualmente en él. Pero acaso por oposición instintiva a esa misma densidad desapasionada que poco a poco nos introduce en el sueño, una imagen fue adquiriendo forma en su mente: la imagen pertenecía a aquella extraña muchacha, en cuyos cabellos de oro se descomponía la luz mientras charlaba con unos desconocidos desastrados en una tasca, con un vaso de tinto en las manos, y que, aparte de expresar sin duda un simple capricho de niña bien (el de codearse, de vez en cuando, con gente “baja”), hizo que esta vez Manolo presintiera algo manifiestamente descarado, lúbrico, y, en consecuencia, accesible para él, vulnerable en algún punto, ignoraba todavía cuál. La veía de pie, con el vaso en la mano, solícita, receptiva, concreta, y la imagen se le quedó grabada en el recuerdo con ese sabor agridulce de la primera experiencia sexual no totalmente consumada, con idéntica fuerza a la de los recuerdos que persisten en la memoria no por lo que fueron sino por lo que podían haber sido, y que en el transcurso de los años exigen a menudo ser rememorados y analizados para ver dónde o en qué momento cometimos el error, como en el caso de aquella noche que él abrazó a la chica del pijama de seda que relucía a la luz de la luna, noche que pudo haber cambiado el curso de su vida.

Pero justamente por esas fechas, tan calenturientas en la Universidad de Barcelona, tan preñadas de sublimes y heroicas decisiones —que sin embargo no conseguirían todavía cambiar el vergonzoso curso de la Historia ni aún sacrificando por el pueblo lo mejor de nuestra juventud, según la propia Teresa Serrat le confesaría un día a su compañero en la lucha— había de darse aún otra circunstancia fortuita para que aquella recién estrenada imagen de una Teresa distinta, todavía extraña y lejana pero ya vulnerable en algún aspecto, volviera a cobrar relieve inesperadamente y se mostrara con todo su sentido. Ocurrió a últimos de mayo, en ocasión de una visita que Manolo hizo a la barriada del Pueblo Seco para cumplir un encargo urgente del Cardenal (entregar una pesada maleta que contenía cubiertos inoxidables valorados en quince mil pesetas) con Maruja, que tenía su tarde libre y se empeñó en acompañarle.

Anochecía. Caminaban por una calle enfangada, maloliente, desierta, pegados a la larga pared de una fábrica, cuando, de pronto, Maruja lanzó un grito de sorpresa al reconocer el “Floride” de Teresa parado frente a un pequeño portal. Maruja hizo nuevas consideraciones acerca de las extrañas amistades de su señorita. Manolo no dijo nada. Mientras se iban acercando al automóvil se oía cada vez más fuerte un ruido de máquinas que latía como un enorme pulso tras la interminable pared, un rumor sordo de fábrica. Manolo aflojó el paso y le ordenó a Maruja que se callara. Al pasar, sin detenerse, volvió la cabeza y miró al interior del portal: Teresa Serrat estaba allí, en las sombras, apoyada en la pared con un desfallecido gesto de entrega y abrazada a un muchacho. El desconocido, que se hallaba de espaldas y llevaba el pelo muy largo en la nuca y un jersey rojo de cuello cerrado, la besaba con esa falta de alegría en los gestos que revela inexperiencia amorosa y torpeza: parecía debatirse, no ya con ella, sino consigo mismo o con su propia sombra. Teresa se dejaba besar. Eso fue todo: una visión fugaz que Manolo había captado docenas de veces en su propio barrio, de noche, y cuyos pormenores nunca le habían interesado. Pero aquí dentro, una especie de entrada a oficinas, el ruido de la fábrica era ensordecedor y resultaba inconcebible que una muchacha como Teresa se dejara besar en tales condiciones. Su bonito y rápido automóvil, estacionado frente al portal, junto a un charco de colorantes y residuos de productos químicos, resultaba igualmente una visión casi insólita. La imagen fue por demás breve, turbadora y confusa como una aparición: sólo destacaban en la penumbra las rodillas soleadas de Teresa ciñendo las piernas del desconocido —con un fervor que éste no merecía, a juzgar por su torpe abrazo—, sus manos que subían y bajaban por la espalda, y su rostro, con los ojos cerrados, que emergía de las sombras por encima del hombro del muchacho. Cuando ya estaban más allá del portal, Manolo le preguntó a su compañera si sabía quién era el desconocido. Maruja, que se había colgado repentinamente de su brazo y expresaba su sorpresa con una risa nerviosa, casi de complicidad, respondió que apenas si había tenido tiempo de fijarse en él, pero que le había parecido, así de espaldas, uno de aquellos tipos raros con los que a veces salía la señorita. ¿Qué hacía la señorita aquí? Pues saltaba a la vista... ¿Por qué en esta sucia y olvidada calle precisamente, en el Pueblo Seco, un barrio tan distinto del suyo, en un portal y con un desconocido con pinta de chulo? Eso era difícil de responder. Una casualidad. ¿Ha tenido muchos chavales tu señorita? Bueno ¿novios quieres decir? Pues no, novio formal, lo que se dice formal, nunca.

Siguieron caminando en silencio durante un buen rato. Manolo divagaba, con el infernal ruido de la fábrica retumbando todavía en su cabeza y reteniendo en las pupilas aquella expresión dulce y sometida de Teresa, cuando de pronto se produjo en su mente, acaso por primera vez en todo el tiempo que llevaba viviendo en la ciudad, algo que él identificó como la luz. No fue más que un rápido engarce de circunstancias fortuitas que, ni él mismo podía dejar de darse cuenta, apenas se sostenía por un hilo, una decepcionante sospecha que sin embargo iba a conformar a partir de este día su concepto de Teresa Serrat y de su mundo personal. Tal fidelidad a una amarga presunción, a una idea que le costaba admitir, el esfuerzo que hubo de realizar para valorar moralmente a una muchacha de la categoría de Teresa, denotaban, por otra parte, hasta qué punto el murciano estaba todavía lejos de hallarse en disposición ideal de combate. Esto es: el muchacho se resistía a admitir que una señorita como Teresa fuese una vulgar desvergonzada. Y no porque él ignorase la desvergüenza de este mundo —había tenido pruebas más que suficientes desde la infancia—, sino porque su sentido de las categorías sociales había estado demasiado tiempo ligado a un sentido de los valores. En cualquier caso, debemos otorgarle el beneficio momentáneo de aquella convicción, discutible pero merecedora de aplauso por el esfuerzo que comporta, y ser justos con el Pijoaparte sosteniendo hasta el fin que, con o sin la ayuda casual de este incidente ocurrido un atardecer de primavera, él habría igualmente, a fuerza de darle vueltas y más vueltas a la idea, obtenido la verdadera luz. Pues precisamente porque su creciente interés por la hermosa y fantasmal universitaria —la irrupción de Teresa Serrat en su vida se iba efectuando a ráfagas, caprichosamente— no tenía nada por el momento de la frívola y mecánica disposición de ánimo que caracteriza al cazador de dotes, el murciano necesitó hacer efectivamente un esfuerzo para admitir como buena semejante idea: que Teresa Serrat fuese lo que se dice lisa y llanamente una cachonda, una caprichosa y una irresponsable que gustaba de caer en brazos de chulos de barrio (no hace falta decir que él no se consideraba como tal) por pura calentura.

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