Últimas tardes con Teresa (8 page)

—¿Son joyas? ¿De dónde las has sacado? ¿Te las regaló la señora...?

—Estos aros, no. Los compré hace una semana. ¿Verdad que son bonitos? Oye, ¿cuándo te veré?

El Pijoaparte tenía los ojos clavados en el cofrecillo.

—Muy pronto. ¡Abur, raspa! —gritó dando media vuelta y alejándose hacia el pinar.

La motocicleta estaba donde la había dejado. Salió con ella a la carretera y se lanzó a velocidad de vértigo en dirección a Barcelona. Durante todo el viaje estuvo obsesionado por una idea: una y otra vez se le aparecía Maruja en la ventana, de pie, sosteniendo en la mano el cofrecillo que guardaba sus pobres joyas.

Llegó a la ciudad cuando ya el sol teñía de rosa la cumbre del Carmelo, en el momento en que la Lola, en su casa de la calle Muhlberg, saltaba de la cama para ir al trabajo, destemplada y deprimida, seriamente enojada consigo misma por enésima vez... Se cruzó con el Pijoaparte al bajar hacia la plaza Sanllehy, en una de las revueltas de la carretera del Carmelo: distenso, abstraído, remoto, los negros cabellos revoloteando al viento como los alones de un pajarraco, aguileño por la imperiosa reflexión y por la misma velocidad endiablada que llevó durante todo el viaje, el perfil del murciano se abría como un mascarón de proa en medio de la cruda luz de la mañana. Lo único que la muchacha pudo ver, envuelta en el ruido ensordecedor de la Ossa, fue un repentino perfil de ave de presa volando sobre el manillar, retenido durante una fracción de segundo con un parpadeo de asombro.

Mientras corría hacia la cumbre del Carmelo, al Pijoaparte se le ocurrió la idea, por vez primera, del robo de las joyas en la Villa. No vio a la Lola hasta que ya hubo pasado: el espejo retrovisor recogió su espalda un instante, la retorció en su universo cóncavo y frío y la empequeñeció remitiéndola definitivamente a la nada.

En realidad, el gangster arriesgaba su vida para que la rubia platino siguiera mascando chicle.

(De una Historia del Cine)

Desde la cumbre del Monte Carmelo y al amanecer hay a veces ocasión de ver surgir una ciudad desconocida bajo la niebla, distante, casi como soñada: jirones de neblina y tardas sombras nocturnas flotan todavía sobre ella como el asqueroso polvo que nubla nuestra vista al despertar de los sueños, y sólo más tarde, solemnemente, como si en el cielo se descorriera una gran cortina, empieza a crecer en alguna parte una luz cruda que de pronto cae esquinada, rebota en el Mediterráneo y viene directamente a la falda de la colina para estrellarse en los cristales de las ventanas y centellear en las latas de las chabolas. La brisa del mar no puede llegar hasta aquí y mucho antes ya muere, ahogada y dispersa por el sucio vaho que se eleva sobre los barrios abigarrados del sector marítimo y del casco antiguo, entre el humo de las chimeneas de las fábricas, pero si pudiera, si la distancia a recorrer fuera más corta —pensaba él ahora con nostalgia, sentado sobre la hierba del Parque Güell junto a la motocicleta que acababa de robar— subiría hasta más acá de las últimas azoteas de La Salud, por encima de los campos de tenis y del Cottolengo, remontaría la carretera del Carmelo sin respetar por supuesto su trazado de serpiente (igual que hace la gente del barrio al acortar por los senderos) y penetraría en el Parque Güell y escalaría la Montaña Pelada para acabar posándose, sin aroma ya, sin savia, sin aquella fuerza que debió nacer allá lejos en el Mediterráneo y que la hizo cabalgar durante días y noches sobre las espumosas olas, en el silencio y la mansedumbre senil, sospechosa de indigencia, del Valle de Hebrón.

Se sentía muy solo y muy triste.

Había empezado a vencerle el sueño y la fatiga y había visto que la luz de los faroles, en la ladera oriental del Carmelo, palidecía poco a poco y se replegaba en sí misma ante la inminencia del amanecer. Desapareció de su camisa rosa y de su pantalón tejano la humedad que la hierba le había pegado con las horas y pensó que, a fin de cuentas, un día de playa era lo mejor, entre los pinos se está bien, puede que la Lola no resulte tan ñoña como yo imagino, rediós, qué mujerío el de mi barrio. “Todavía estará durmiendo, anoche debió ser feliz preparando mi comida, la estoy viendo contar las horas que faltan... Pero seguro que sólo es chica para magreo”. Se dijo que Bernardo aunque ya había caído en el lazo, en eso por lo menos seguía llevando los pantalones, algo había aprendido a su lado además de forzar puertas de automóviles y apañar motos, buen chaval Bernardo, a pesar de todo, amigo de verdad, compañero chimpancé, feo de narices él. “Bien mirado, ha sido una suerte que el Cardenal no haya querido cerrar el trato ahora mismo, ni siquiera guardar la moto en su casa: Bernardo no se merece esta faena”.

Aún le veía la noche anterior, sentado junto a él en un banco de las Ramblas, encogido, abrazado a sus propias rodillas y atento a la menor señal que pudiera significar una orden. ¿Habría sido aquel su último trabajo juntos? Desvalijar coches le aburría y además el Cardenal ya no era el buen comprador que siempre fue, alegaba Bernardo cuando no quería trabajar, pero él sabía que la verdadera razón de sus negativas cada vez más firmes a colaborar era otra muy distinta: la razón era la Rosa, aquel estúpido lío con la Rosa que Bernardo se empeñaba en llamar amor pero que a él un particular sentido de las categorías en materia de pasión le impedía relacionar con el amor. Intuía que Bernardo era uno de esos buenazos en los cuáles todo indica que están irremediablemente predestinados a vivir sólo sucedáneos del amor con sucedáneos de mujer y aún en ambientes de ruidosa alegría familiar, suburbana, que al cabo no serían otra cosa que sucedáneos de familia y de alegría. Recordando ahora su conversación de la víspera, el Pijoaparte intentó localizar aquella pobre esperanza que latía tímidamente bajo las palabras del Sans, aquella nauseabunda ilusión nupcial de empleadillo que le estaba arrebatando poco a poco y de manera tan miserable a un buen amigo, al único que le quedaba: debía ser pasada ya la medianoche, estaban los dos frente al Dancing Colón de las Ramblas y el murciano observaba con una viva impaciencia en la mirada a los siniestros jovenzuelos más o menos vestidos con cueros de brillo metálico que estacionaban sus motos sobre la acera y en el mismo paseo central, a ambos lados del banco que ellos ocupaban. La extraña relación de fulgores metálicos, el difícil equilibrio que aquellos jóvenes rambleros habían logrado establecer entre su vestimenta y sus veloces máquinas, era algo que solía poner una mueca de infinita pena y desprecio en los labios de Pijoaparte, como si realmente tuviera conciencia de lo inútil y efímero de ciertos afanes humanos. Esos nunca serán nada, pensaba. Alguno iba con su putilla, gloriosamente vacante esta noche, y entre las parejas, al bajar de las motos y mirarse, se establecía rápidamente una corriente de íntima satisfacción. Poco a poco, las motocicletas se iban alineando en cantidad, dispuestas con un espectacular rigor estético que debía ser una natural expansión del mismo sentimiento vagamente erótico que sus rutilantes formas dinámicas provocaban en sus Imberbes propietarios.

—Miseria y compañía —había dicho el murciano—. ¿Qué me dices del coche que hemos visto en la plaza del Pino?

—No —se apresuró a responder Bernardo—. Te digo que no puede ser. Además, ¿con qué quieres trabajar? No hemos traído linterna ni destornillador ni nada...

—Llevo la navaja.

—Es igual. No. Quedamos en que sólo te echaría una mano para las motos y con la condición de llevar a las niñas a la playa mañana mismo.

—Para eso no me haces falta, sé arreglarme sólo.

—Pero yo también quiero hacerme con una, la necesito. —Calló un rato y luego añadió—: Manolo, piensa en lo buena que está la Lola y olvida ya ese coche.

—Nunca tendrás un céntimo —murmuró el Pijoaparte.

A partir de este momento, la depresión que le dominaba se agravó. Se retorcía las manos, y sus ojos intensamente negros, como anegados de tinta, se clavaron en unos marinos americanos que entraban en el Colón arrastrando de la mano a dos muchachas del Cosmos. Luego centellearon con una luz somnolienta y hundió la cabeza, hizo chasquear la lengua: le aburría la general penuria de aspiraciones y deseos que notaba en torno, tanta resignación ahogándole como un sudario. La voz del Sans tenía ahora un leve tono plañidero:

—Yo no soy como tú, yo pienso también en otras cosas. Qué quieres, pienso en la Rosa, estos días no hago más que pensar en ella.

—Eres un estúpido, crees que te has enamorado. ¡Jo, jo!

—Hay que cambiar de vida, estoy harto.

—Nunca serás nadie, chaval.

Más tarde, los rambleros empezaron a escasear, algunos se inmovilizaban en medio del paseo, reflexionaban, dudaban, habían perdido aquel apresuramiento que les lanzaba de un local a otro escopeteados por Dios sabe qué afanes comunicativos, y las últimas energías eran gastadas en disputarse los taxis. Ellos esperaron un poco más. Habían observado muy atentamente, pero sin demostrar ningún interés ni ansiedad, sino como en una fijación accidental de las pupilas provocada por el mismo vacío mental o la inmovilidad, los rápidos movimientos de un individuo con pinta de provinciano en juerga de sábado aparcando su moto con indecisión y torpeza junto a un árbol y corriendo luego hacia un grupo de amigos que salían de un taxi un poco más arriba del Colón. Iban endomingados y se palmearon la espalda antes de alejarse por la acera en dirección al Cosmos. Seguramente, pensó el Pijoaparte viéndoles fumar sendos puros y arrastrar aún cierta pesadez de sobremesa, digestiva, seguramente han estado comiendo en un restaurante de la Barceloneta y ahora vienen en busca de puta. “Chaval, este polvo te costará caro”, se dijo observando al que acababa de dejar la motocicleta.

El Pijoaparte llevaba unos guantes de piel negra prendidos del cinturón; ahora se los ponía lentamente. “Vale —dijo—. Tú primero.” “Esperaré un poco”, respondió el Sans. “No hay nada que esperar, este es el momento.” “Es mejor asegurarse —insistió el Sans, y se volvió para mirarle—. A ti, si no fuera por mí ya te habrían trincado no sé cuántas veces.” “Cállate, Bernardo, que hoy me pones de mala leche.” “Está bien...” “Hablarás cuando yo te lo diga y no olvides quién manda aquí.” “Está bien, pero que conste.” “Venga ya, qué diablos esperas.”

Casi tuvo que empujarlo. No es que el chico tenga miedo —se dijo al verle alejarse—, Bernardo nunca le tuvo miedo a nada. Pero ¡cómo lo ha cambiado esa golfa! ¡Se lo ha tirado bien!

Permaneció sentado en el banco, y ahora se puso una luz viva en sus pupilas, que giraban en la cuenca de sus ojos sin dejar escapar ningún movimiento de los tipos que merodeaban por allí cerca. Vio al Sans avanzando hacia la motocicleta con las manos en los bolsillos, despacio, balanceándose como un mono sobre sus piernas torcidas, divertido e inofensivo, entrañable, y de pronto sintió por él una gran ternura: fue un momento de distracción y de debilidad —con razón él procuraba siempre evitarlos— que podía haberles costado muy caro a los dos. Cuando volvió en sí y se dio cuenta, el Sans ya había montado la motocicleta y estaba a punto de cometer un disparate. Parecía tranquilo. No oyó el primer silbido del Pijoaparte ni le vio saltar del banco como impulsado por un resorte. ¡Imbécil!, ¿dónde tienes la cabeza? Otro silbido de alarma, pero ya era demasiado tarde: Bernardo se había equivocado de máquina —las dos eran Ossa y estaban juntas, amorosamente cuidadas y frotadas, rutilantes—, cuyo propietario, un jovencito esmirriado y pulcro, acababa de dejarla allí y en el último momento, cuando ya se iba, había vuelto la cabeza para mirar a su moto por encima del hombro con los mismos ojos devotos y derretidos con que habría mirado a su novia al despedirse de ella (y sin duda, teniendo en cuenta los tiempos que corren, movido por oscuros imperativos sexuales que acaso hallaban más satisfacción en la motocicleta que en la novia) en el preciso momento en que Bernardo, ignorante de su error, se acomodaba en el sillín. Con la sorpresa en el rostro, el desconocido increpó al Sans, que se quedó helado. Desde donde estaba, el Pijoaparte no podía oír lo que hablaban: Bernardo, bajando de la motocicleta, abría los brazos en señal de disculpa y se reía; acabó por convencer al peripuesto ramblero de que se trataba de una simple confusión de máquina, sobre todo cuando se subió a la otra. El joven se alejó hacia el Venezuela y el Pijoaparte, suspirando aliviado, volvió a sentarse en el banco.

Sin embargo, el Sans, sin duda para dar satisfacción a su vanidad profesional humillada, o simplemente porque había vuelto a encontrarle gusto al peligro, se apeó de la moto en cuanto vio desaparecer al tipo, volvió a montar la “suya”, hizo saltar el candado y luego le dio al pedal tranquilamente —el Pijoaparte pudo distinguir su sonrisa simiesca a pesar de la distancia—, arrancando con una brusca sacudida. Saltó del paseo al arroyo rozando el suelo con los pies, maniobrando con habilidad y en medio del ruido infernal del motor, encogido como un gato, y enfiló Ramblas arriba hasta desaparecer más allá de la plaza del Teatro.

Sensible siempre a los presagios y a los símbolos, víctima una vez más de una de aquellas asociaciones de ideas que para mentes poco sólidas como la suya eran una maldición, el Pijoaparte vio en esta espectacular huida del Sans el canto del cisne de una etapa de su vida que tal vez, efectivamente, había que dar por liquidada: la cita frustrada con aquella maravillosa muchacha de la verbena había ya colmado el mundo de sus sueños y su recuerdo parecía impedir el paso de otros. Comprendió que Bernardo también acabaría por dejarle solo, como todos los de la pandilla, ninguno duraba más de seis meses y no se atrevían a grandes cosas, se desanimaban, embarazaban estúpidamente a sus novias, se casaban, buscaban empleo, preferían pudrirse en talleres y fábricas. Bernardo hablaba de resignarse. Pero ¿resignarse a qué? ¿A jornales de peón, a llevar al altar a una golfa vestida de blanco, a que le chupen a uno la sangre toda la vida? El murciano no pedía mucho para empezar: dadme unos ojos azul celeste donde mirarme y levantaré el mundo, hubiera podido decir, pero ahora le invadía de nuevo el desaliento, pensaba en el Mercedes de la Plaza del Pino y en todo lo que había visto en su interior, en todo lo que había perdido. Y la perspectiva de mañana no resultaba más halagüeña: la playa, la chorrada de la playa y la dichosa Lola con sus grandes caderas que están a punto, dicen. Levantó la cabeza: cuatro americanos borrachos discutían con una ninfa flaca y enana en la acera del Sanlúcar, detrás de la hilera de coches aparcados. De repente —lo miraba sin verlo— fue sensible a la inmovilidad sospechosa del desconocido que se había parado a su izquierda, a un par de metros, de perfil, y que también observaba a las motocicletas. Notó algo inconfundiblemente familiar en esta pupila centelleante, como de gato amodorrado, en la suave distensión de las mandíbulas que anuncia la inminente ejecución del acto. El Pijoaparte se levantó bruscamente, pasó por su lado mirándole a los ojos y se fue directo hacia la moto. Montó muy despacio, sin dejar de mirar al desconocido, liberó la dirección bloqueada (usaba para ello una técnica simple y eficaz, que consistía en darle un brusco giro al manillar: se oía el ¡clic! y el candado saltaba limpiamente) le dio con el pie al pedal de arranque y puso la moto en marcha sin más precauciones, sin pensar en nada excepto en el desconocido. Éste, a su vez, le miraba con una ligera sonrisa colgada en las comisuras de la boca, observaba sus movimientos con atención, calibrándolos con ojos de experto, no exactamente de rival que se ha visto ganado por la mano —la competencia ya empezaba a ser dura— sino simplemente de colega que contempla el trabajo de otro con sereno y divertido espíritu crítico. Incluso hizo más: hubo un momento en que escrutó con un rápido movimiento de sus pupilas lo que pasaba en torno, como si con ello quisiera cubrir la escapada del Pijoaparte, el cuál, encontrándose esta noche particularmente deprimido, incluso sintió deseos de abrazarle. La motocicleta inició un cerrado movimiento circular, él con los pies tocando todavía el suelo, equilibrando el peso, y sólo al volver a levantar la cabeza vio la señal de peligro en aquella pupila de felino sobre la que el desconocido hizo caer el párpado antes de dar media vuelta y alejarse de allí: el viejo guardián sin brazo les había visto y se acercaba, sin apresurarse pero con una expresión de curiosidad y una pregunta a flor de labios. El murciano había comprendido y demarró con fuerza dejándole atrás justo cuando le pareció empezar a oír su voz. “Voy listo”, pensó. Por eso, en el último momento, decidió cruzar el paseo central y bajar por el lado contrario, frente a los barracones de libros de viejo, y, en vez de subir por las Ramblas como había hecho Bernardo, lanzarse a toda velocidad hacia la Puerta de la Paz y luego por el Paseo de Colón hacia el Parque de la Ciudadela.

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