Últimas tardes con Teresa (5 page)

—¿Se puede saber qué quieres ahora? —dijo, y sonrió astutamente con su gran boca de mono—. ¿Dónde está la Lola, ya la tienes en el saco?

—Deja de decir burradas y ven conmigo.

La Rosa murmuró algo entre dientes y rodó junto al Sans, aplastando su seno izquierdo en el hombro de él. Se reía con un cloqueo nervioso. El Pijoaparte intuyó vagamente que, el día menos pensado, la mortífera máquina haría fuego y le dejaría sin amigo.

—¿No me oyes, Bernardo? —exclamó—. ¡Venga, espabila!

Se despegó del árbol, lanzó una última mirada a la Rosa y caminó hacia la playa. El Sans se había levantado por fin y le seguía a regañadientes. La Rosa se tumbó de espaldas: provisionalmente, sus formidables útiles de trabajo, su fatal reclamo amoroso, quedaron como dos flanes rebosando sobre sus flancos.

Cuando ya pisaban arena, el murciano se volvió bruscamente y arrojó al rostro de su amigo las pieles de naranja.

—Eres un mierda, Bernardo. Un día te voy a partir la cara. Te advertí que no salieras en serio con esa golfa, ¿recuerdas? Te ha hecho cantar de plano y todo el barrio está hablando de nosotros.

—¿Cómo? —El Sans parecía no comprender. Estaba de cara al sol y hacía visera con la mano, la arena le quemaba las plantas de los pies y daba saltitos—. Tú, un momento, ¿qué te pasa? En el barrio siempre se ha hablado lo que se ha hablado, y a ti nunca te importó mucho, ni a mí tampoco. ¿A qué viene ahora este cabreo?

—Acabarás por meternos a todos en chirona. ¿Qué le contaste a la Rosa?

—¿Yo? Nada... Lo que pasa es que tienes miedo.

—¿Miedo? Me voy a cagar en tu padre, fíjate. Anoche tampoco quisiste trabajar, y el coche estaba solo, lo único que te pedí es que vigilases mientras yo lo hacía todo, pero no quisiste, y tampoco la semana pasada, ni la anterior. ¿Qué demonios te pasa? Estás encoñado, ¿verdad? ¡Pues cásate de una vez y púdrete en un taller como mi hermano, no merecéis otra cosa!

—No te pongas así, hombre.

Y esta madrugada, una vez trincadas las motos, en lugar de llevarlas al taller me vienes con lloriqueos y que por favor vamos a la playa con las niñas, que si la Rosa y tú, que si la Lola está tan buena... ¡Y un cuerno!, ¿te enteras?

El sol caía sobre ellos, estaban inmóviles los dos, de pie sobre la arena, con las frentes perladas de sudor. El Sans bajó los ojos:

—No es eso, Manolo, es que... Ya te lo dije anoche, ella es otra cosa... La quiero.

—La quieres. Te hace pajas. Y la quieres.

—Cuidado con lo que dices. Además, que no es eso, que también, mira que esa vida que llevamos...

Mejor que la de muchos, panoli.

—Cualquier día nos trincan como al Polo. El Cardenal está siempre con la tajada, es peligroso...

—Eres un imbécil...

Bernardo se inclinó a coger un puñado de arena. —¿Sabes?, la Rosa cree que va a tener un crío.

El Pijoaparte le miró en silencio. La Rosa había disparado el rayo de la muerte.

—Bah, mentira segura —dijo después de pensarlo un rato—. No te fíes, Bernardo, no te fíes ni de Dios. ¿Cuándo lo has sabido?

—Uno tiene que casarse, ¿no?

—Eres un pobre diablo. Me das pena. Dime, ¿cuándo te lo ha dicho?

—Hace unos días. Se me puso a llorar. Pero aún no es seguro.

—Nada, tú te haces el longuis...

—Pero ella dice...

—¡Mentira y gorda, joder! Ahora, que te estaría bien empleado. Todos sois iguales, la primera chavala que os friega el conejo por las narices os caza. Nunca tendrás un duro, mira lo que te digo. A mí no me pasará, te lo juro por mi madre.

—A ti lo mismo, ya verás. —Sonrió zalamero, conciliador—. ¿Qué me dices de la Jeringa, de Hortensia: eh? Un guayabo, seriecita...

—Cállate. Tú qué sabes, eres un gilipollas, no sé cómo pude ser amigo tuyo.

El murciano dio unos pasos alrededor del Sans. Tenía aún la naranja, pelada, en las manos. Después de mirarla un rato la desgajó y empezó a comer en silencio. El Sans le observaba: había de pronto algo triste en el rítmico movimiento de aquellas mandíbulas, en la hermosa frente abatida, en los párpados abrumados y en las largas pestañas azulosas bajo el sol. Y el Sans dijo:

—Yo sé que hablas por hablar, Manolo. Tú eres bueno. Eres el mejor amigo que he tenido.

El Pijoaparte le volvió la espalda.

—Por mi padre te lo digo, Bernardo: un día me cansaré y no me veréis más el pelo. Yo os di a ganar buenos dineros a todos los de la pandilla.

—Pero esto terminó, Manolo, y tú no quieres comprenderlo. El Cardenal está acabado, es un trompa y tiene miedo, es viejo ya. Todos se están apartando de él, y tú deberías hacer lo mismo.

—No es verdad. Y cállate. Vámonos de aquí.

Había empezado a caminar lentamente hacia los pinos, restregando contra su pecho las manos pringosas de jugo de naranja. “Hala, papá, vamos con las chavalas”, dijo. El Sans trotaba a su espalda como un potrillo de alta escuela, cabeceando, alzando las rodillas hasta el pecho, lo mismo que si pisara brasas.

Debían de ser las cinco de la tarde cuando oyeron el brusco frenazo de un coche y una voz de mujer profiriendo insultos. Las chicas apenas tuvieron tiempo de cubrirse. El Pijo-aparte fue el primero que se incorporó. Junto a las dos motocicletas recostadas sobre la valla caída, una mujer de unos cuarenta años despotricaba con los brazos en jarras. Llevaba unos pantalones blancos y unas gafas de sol, y tenía los ojos clavados en la valla rota. Manolo, con el torso desnudo y bañado en sudor, avanzó entre los pinos en dirección a la mujer mientras se abrochaba los pantalones. Tras él, a unos metros de distancia, iba el Sans. Las chicas se quedaron donde estaban, de pie, cubriéndose los pechos con las ropas. La mujer parecía empeñada en un intento demencial (apartar las motocicletas con el pie), cuando el Pijoaparte se fijó en el coche parado en el camino de la Villa, y por cuya puerta abierta salía en este momento una joven morena, vestida con una falda azul plisada y una severa blusa de manga larga, morada. Llevaba en las manos un libro de misa y una mantilla. La mujer estaba furiosa:

—¡Es el colmo! ¡Cada domingo la misma historia! ¿No han visto la valla? ¡Salgan inmediatamente del pinar...! ¡Marranos! —añadió al ver a las chicas medio desnudas—. ¡Acabaré por llamar a la guardia civil...!

—Oiga usted, señora —dijo lentamente el murciano, plantándose ante ella mientras acababa de abrocharse los tejanos. Descansó todo el peso del cuerpo en una pierna, en su indolente postura favorita. Por fin podría descargar toda la mala leche acumulada durante días y días. Llevaba el pelo largo y revuelto, y lo echó hacia atrás con la mano, sacudiendo gloriosamente la cabeza—. ¿Qué pasa? La valla ya estaba rota cuando nosotros hemos llegado, de modo que no chille tanto.

—¡Sois unos gamberros! ¿Qué cuesta respetar las cosas? Se instalan donde quieren, comen como cerdos, lo ensucian todo y rompen la valla y encima hacen sus marranadas con estas chicas...! ¿Cómo te atreves a presentarte así, desvergonzado?

—Sin faltar, doña, que mire que le parto la jeta.

Dio un paso al frente. Las cosas le iban tan mal últimamente, que estaba deseando escarmentar a alguien. Pero de pronto se detuvo como paralizado por un rayo. Su rostro palideció y su mirada quedó fija unos metros más allá de la mujer: la joven, que permanecía inmóvil junto a la puerta abierta del coche, le estaba mirando directamente a los ojos.

Instantáneamente, la actitud del murciano cambió por completo. Exhibió su esplendorosa sonrisa blanca, se inclinó ante la enfurecida señora y abrió los brazos en un rendido gesto de disculpa:

—Señora..., la verdad es que tiene usted razón. La juventud, ya sabe, nos gusta divertirnos... Realmente, no encuentro palabras para pedirle disculpas. —Se volvió hacia el Sans, que le miraba francamente pasmado—. ¡Vamos, no te quedes ahí como un monigote, pídele perdón a la señora!

El Sans consiguió balbucear algo. La señora, después de unos segundos de silencio, volvió a la carga sólo por aquello de dejar las cosas en su lugar:

—¡Miren cómo me han puesto todo! Estoy cansada de tener que limpiar todo esto de papeles y basura. Aquí no es sitio para merendolas, vayan a otra parte... —Y un tanto confusa por el giro imprevisto que había tomado la discusión, con la vaga idea de que le tomaban el pelo, dio media vuelta en dirección al coche y subió a él, añadiendo—: Espero que dentro de media hora se hayan marchado... Vamos, hija, vamos, ¡porque es que es el colmo!

Puso el motor en marcha. El muchacho avanzó hacia el automóvil, desesperado por cruzar otra mirada con la joven. Inútilmente. Ella parecía haberle olvidado. La vio sentarsejunto a la que debía ser su madre, con los ojos bajos y ruborizada. Él pensó en las burradas que había hecho. ¡Vaya espectáculo para una señorita! Llegar abrochándose la bragueta y encima decir aquello de la jeta a su madre. “Soy un desgraciado”, pensó mientras observaba, impotente, como el coche se alejaba hacia la Villa.

El resto de aquella tarde, el Pijoaparte anduvo vagando como un perro enfermo por la playa y el pinar, en torno a la Villa. La Lola nada pudo hacer por recuperarle. De nada sirvieron sus continuas llamadas de hembra rechazada y ahora sumisa que está empezando a comprender —al fin— que el sexo masculino está hecho de una materia mucho más cándida, soñadora y romántica de lo que ella creía; algo oscuro y difícil adivinó, en efecto, viendo la infinita tristeza que de pronto velaba los ojos de su compañero, algo intuyó acerca del por qué la actividad erótica puede ser a veces no solamente ese perverso y animal frotamiento de epidermis, sino también un torturado intento de dar alguna forma palpable a ciertos sueños, a ciertas promesas de la vida. Pero era ya demasiado tarde, y sólo obtuvo una mirada ausente y unas manos distraídas, frías, extraviadas, que recorrieron su cuerpo un breve instante y luego se inmovilizaron. El pensamiento de Pijoaparte, sus deseos, estaban muy lejos de allí.

Al anochecer, el muchacho seguía deambulando por los alrededores de la Villa con la esperanza de volver a ver a la señorita. Una sola vez, y sin que le diera tiempo a reaccionar, consiguió verla: fue un brevísimo instante en que ella se asomó a una ventana baja, en la pared trasera cubierta de hiedra, y sacó los brazos para cerrar los batientes con una precipitación que a él no le pasó por alto —y a falta de otra cosa, desplegó el rutilante abanico de su fantasía; y una vez más la imaginación fue por delante de los actos: corría como un loco hacia la ventana, que había vuelto a abrirse y dejaba ver a la indefensa muchacha debatiéndose en brazos de un señorito rubio, borracho, vestido de smoking... Pero por más que siguió atento a esa ventana, no volvió a verla abierta. El Sans no sabía si esperarle o marcharse con las chicas, puesto que las veces que le había llamado la atención sobre lo tarde que era, se había visto mandado literalmente a la m.

Al fin, cuando ya la noche iba a cerrarse, distinguió a la muchacha en el momento en que salía de la Villa en dirección al embarcadero; caminaba deprisa y se volvió dos o tres veces para mirar la terraza. El murciano le dio un codazo a su amigo, le cogió del brazo y se alejó un poco con él.

—Ya estás pirando con las chavalas.

—¿Cómo...? ¿Y tú?

—Yo me quedo.

—¿Qué te pasa? Estás loco, si es casi de noche... Además, oye, ¡qué cabronazo eres, con las dos niñas me clavan una multa!

—Pues la pagas. —Le dio un afectuoso coscorrón—. Venga ya, que gastas menos que Tarzán en corbatas. Llévatelas de aquí, sé bueno, Bernardo.

Palmeó su espalda y se alejó por la playa, arrimado al pinar. Se había levantado brisa y la luna sonrosada empezaba a reflejarse en el mar. Pasó por delante de la Villa, a unos cincuenta metros, en el momento en que se iluminaban dos ventanales, uno tras otro. Le pareció oír una música de violines, ahogada por el rumor de las olas.

La muchacha estaba en el interior del fuera-borda amarrado al embarcadero. Descalza, en cuclillas, con unos pies de pato colgados al hombro, buscaba algo entre unas toallas de colores. Llevaba una falda amarilla muy liviana y un niki sin mangas, blanco, tan ceñido que parecía que se le hubiese quedado pequeño. La embarcación, cuyos costados lamían las olas con lengüetazos largos y templados, se balanceaba suavemente. Después de dar un pequeño rodeo trepando por las rocas, el Pijoaparte saltó al embarcadero y se detuvo allí un instante, contemplando a la muchacha. Ella aún no había notado su presencia. Así encogida, con la cabeza sobre el pecho, inmóvil, sumergida en esa gravedad de los solitarios juegos infantiles, cuán indefensa y frágil parecía frente a la inmensidad del mar —y cruzó por la mente del murciano un fugaz espejismo, residuo de los sueños heroicos de la niñez: aquello era un terrible tifón, la muchacha estaba sin sentido en el fondo de la canoa, a merced de las olas enfurecidas y del viento mientras él luchaba a pecho descubierto, ya la tenía en sus brazos, desmayada, gimiendo, las ropas desgarradas, empapadas (¡despierte, señorita, despierte!), sangre en los muslos soleados y ese arañazo en un rubio seno, picadura de víbora, hay que sorber rápidamente el veneno, hay que curarla y encender un fuego y quitarle las ropas mojadas para que no se enfríe, los dos envueltos en una manta, o mejor llevarla en volandas a la Villa: el haber sabido respetar su desnudez abría una intimidad fulgurante que le daría acceso a las luminosas regiones hasta ahora prohibidas (“papá, et presento al meu salvadó...” “Jove, no sé com agrair-li, segui, per favor, prengui una copeta...”) y él, que se había herido en una pierna al trepar por las rocas con la bella en brazos (¿o era un esguince de haber jugado al tenis?) cojeaba, cojeaba elegantemente, melancólicamente al avanzar ante la admiración y la espectación general hacia el cómodo sillón de la terraza, hacia una bien ganada paz y dignidad futuras...

¡
Xarnego, no fotis
!, parecía decirle el chapoteo monótono y burlón —y desde luego sin ninguna esperanza de verle elevarse a la dignidad huracanada que requería la ocasión— del agua en los costados del fuera-borda. El murciano carraspeó, se despejaron los vapores de su mente y se acercó con paso decidido al borde del embarcadero.

—Deberías llevarte también el motor, Maruja —dijo sonriendo—. Por aquí merodean tipos que no son de fiar.

La muchacha levantó la cabeza tranquilamente. En su cara se reflejó primero una vaga sorpresa, y luego devolvió la sonrisa.

—¿De veras? —dijo, fijando de nuevo su atención en lo que hacía.

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