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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (44 page)

Pruett frunce el entrecejo.

—¿Qué cosa de Jamestown?

—Bueno, ya sabe, todas esas excavaciones y la gran celebración que el estado planea realizar. Bueno, lo cierto es que Dinwiddie no tiene más sangre india que yo. Todas esas mentiras acerca de ser descendiente del jefe Powhatan… pura basura.—En los ojos de Stanfield aparece un intenso resentimiento. Lo más probable es que deteste a su cuñado.

—Mitch tiene sangre india —dice Mclntyre con tono sombrío—. Es mitad nativo norteamericano.

—Bueno, por amor de Dios, esperemos que los periódicos no lo averigüen —Le murmura Marino a Stanfield, sin creer en ningún momento que Stanfield va a mantener la boca cerrada—. Tenemos un homosexual y, ahora, un indio. Caramba, caramba. —Marino sacude la cabeza. —Debemos mantener esto fuera de la política, fuera de circulación, y lo digo en serio. —Mira fijo a Stanfield y, después, a Jay. —Porque, ¿saben qué? No podemos hablar de lo que realmente pensamos que está sucediendo, ¿no es verdad? Acerca de la gran operación encubierta. Acerca de que Mitch era un agente encubierto del FBI. Y que, tal vez en cierta forma indirecta, Chandonne está envuelto en la mierda que está sucediendo aquí. De modo que si la gente se interesa por esta basura de los crímenes por odio, ¿cómo hacemos para dar vuelta eso si no podemos decir la verdad?

—No estoy de acuerdo —Le dice Jay—. No estoy preparado para decir cuál es la esencia de estos crímenes. No estoy preparado para aceptar, por ejemplo, que Matos y, ahora, Barbosa no están relacionados con el tráfico de armas. Creo que, sin lugar a dudas, los dos asesinatos están conectados.

Nadie disiente. El
modus operandi
es demasiado similar para que las muertes no estén relacionadas y no hayan sido cometidas por la misma persona o personas.

—Tampoco estoy preparado para pasar por alto la idea de que son crímenes movidos por odio —Continúa Jay—. Un gay. Un nativo norteamericano. —Se encoge de hombros. —La tortura es una acción movida por el odio. ¿Los cuerpos tenían alguna lesión en los genitales? —Pregunta y me mira.

—No. —Le sostengo la mirada. Es raro pensar que tuvimos relaciones íntimas, mirar sus labios carnosos y sus manos armoniosas y recordar su roce. Cuando caminábamos por las calles de París, la gente se volvía para mirarlo.

—Mmmm —dice él—. Eso me parece interesante y quizás importante. Desde luego, yo no soy psiquiatra forense, pero me parece que en los crímenes por odio, los asesinos rara vez lesionan los genitales de sus víctimas.

Marino le lanza una mirada increíble y su boca se abre con una expresión de desdén.

—Porque lo que solemos tener son tipos racistas y homofóbicos, que a lo último que van a acercarse es a los genitales del individuo —Agrega Jay.

—Bueno, si realmente quiere andarse con rodeos —Le dice Marino con tono ácido—, entonces relacionémoslo con Chandonne. Él tampoco les hizo nada a los genitales de sus víctimas. Mierda, ni siquiera les sacó las bombachas; sólo las mató a golpes y les mordió las caras y los pechos. Lo único que les hizo a la parte de abajo Fue sacarles los zapatos y las medias y morderles los pies. ¿Y, por qué? El tipo les tiene miedo a los genitales femeninos porque los suyos son tan deformados como el resto de su persona. —Marino mira la cara de las personas que lo rodean.

—Una buena cosa de que ese hijo de puta esté entre rejas es que tenemos que averiguar cómo es el resto de su cuerpo. ¿De acuerdo? Y, ¿a que no adivinan qué? No tiene pito. O, digamos, que lo que tiene no podría llamarse pito. Ahora Stanfield esta sentado muy derecho en el sofá, sus ojos abiertos de par en par por la sorpresa.

—Iré con usted al motel —Le dice Jay a Marino. Marino se levanta y mira por la ventana. —Me pregunto dónde estará el maldito de Vander —dice. Consigue a Vander por el teléfono celular y algunos minutos después vamos al estacionamiento para reunimos con él. Jay camina junto a mí. Percibo su necesidad de hablar conmigo, de llegar a un consenso de alguna manera. Así, él es como el estereotipo de una mujer. Él quiere hablar, arreglarlo todo, cerrar nuestra relación o reavivarla para que de nuevo pueda hacerse el difícil. Yo, en cambio, no quiero nada de eso.

—Kay, ¿puedo hablar contigo un minuto? —me dice en el estacionamiento. Me detengo y lo miro mientras me abotono el abrigo. Veo que Marino mira hacia nosotros al sacar las bolsas de basura y el cochecito de bebé de la parte de atrás de la pickup y cargar todo en el auto de Vander.

—Sé que esto es algo embarazoso, pero ¿existe alguna manera de que podamos hacer que sea más fácil? Sobre todo considerando que tenemos que trabajar juntos —dice Jay.

—Me parece, Jay, que deberías haberlo pensado antes de contarle cada detalle a Jaime Berger —contesto.

—No lo hice en contra de ti. —Su mirada es intensa. —De acuerdo.

—Me hizo preguntas, lo cual es comprensible. Ella no hace más que cumplir con su tarea.

Yo no le creo. Ése es el problema fundamental que tengo con Jay Talley. No confío en él y desearía no haberlo hecho nunca.

—Bueno, eso sí que es curioso —Comento—. Porque parece que la gente empezó a hacer preguntas sobre mí incluso antes de que Diane Bray fuera asesinada. En realidad, las preguntas comenzaron más o menos por la época en que yo estaba contigo en Francia.

La expresión de Jay se vuelve sombría y la furia se filtra antes de que él tenga tiempo de ocultarla.

—Estás paranoica, Kay —dice.

—Tienes razón —contesto—. Tienes muchísima razón, Jay.

Capítulo 25

Yo nunca había conducido la pickup Dodge Ram Quad de Marino y, si las circunstancias no fueran tan difíciles, lo más probable es que la situación me resultaría cómica. No soy una persona grandota: mi estatura es de apenas un metro sesenta y cinco, soy delgada y en mí no hay nada fuera de lo común ni extremo. Supongo que me visto como una jefa o una abogada, por lo general con un traje de falda y saco o pantalones de franela y un blazer, a menos que esté trabajado en una escena del crimen. Uso mi pelo rubio corto y prolijamente peinado, poco maquillaje y, además de mi anillo de sello y mi reloj pulsera, no suelo ponerme alhajas. No tengo ningún tatuaje en el cuerpo, y no tengo el aspecto de alguien que le gusta conducir un vehículo monstruoso tipo macho, azul oscuro con cromados, faldones en los guardabarros, escáner y enormes antenas conectadas con el CB y dos radiotransmisores.

Para regresar a Richmond tomo la 64 Oeste porque es un camino más rápido y le presto mucha atención a la conducción porque me resulta difícil manejar un vehículo de este tamaño con un solo brazo. Nunca pasé una víspera de Navidad de esta manera y me siento cada vez más deprimida. Por lo general, a esta altura ya tengo bien provistos la heladera y el freezer, y tengo preparadas salsas y sopas y la casa, decorada. Me siento como una persona sin techo y ajena mientras conduzco la pickup de Marino por la interestatal, y se me ocurre que no sé dónde dormiré esta noche. Supongo que en casa de Anna, pero me espanta la frialdad que existe entre nosotras. Ni siquiera la vi esta mañana, y una espantosa sensación de soledad me embarga y parece empujarme hacia abajo en el asiento. Marco el número del
pager
de Lucy.

—Tengo que mudarme de vuelta a casa mañana —Le digo por teléfono. —Quizá deberías quedarte en el hotel con Teun y conmigo —Sugiere ella. —¿Qué tal si Teun y tú se quedan en casa? —Me resulta tan difícil expresar una necesidad, y realmente las necesito. Es verdad. Por muchas razones. —¿Cuándo quieres que estemos allí? —Quiero que pasemos juntas la mañana de Navidad.

—Bien temprano. —Lucy jamás se ha quedado en la cama más allá de las seis la mañana de Navidad.

—Estaré levantada y entonces iremos a casa —Le digo. Diciembre 24. Los días se han vuelto cortos y pasaré un rato antes de que la luz coloree las horas y queme mi bajón y mi ansiedad. Ya es oscuro cuando llego al centro de Richmond y, al detener el vehículo frente a la casa de Anna a las seis y cinco, encuentro a Berger esperándome en su Mercedes SUV, cuyos faros perforan la noche. El auto de Anna ha desaparecido. Ella no está en casa. No sé por qué esto me inquieta tanto, a menos que sospeche que, de alguna manera, esté enterada de que Berger se va a reunir conmigo y decida no estar aquí. El hecho de pensar en esa posibilidad me recuerda que Anna ha hablado con gente y algún día pueden obligarla a revelar lo que yo le he dicho durante las horas en que me sentí más vulnerable en su casa. Berger se apea cuando yo abro la puerta de la pickup, y si la sorprende el vehículo que conduzco, no da señales de ello.

—¿Necesita algo del interior de la casa antes de que nos vayamos? —Pregunta.

—Déme un minuto —le digo—. ¿La doctora Zenner estaba aquí cuando usted llegó?

Siento que ella se tensa un poco. —Llegué aquí unos minutos antes que usted.

Evasión, pienso cuando subo por los peldaños de adelante. Abro la puerta con mi llave y desactivo la alarma contra ladrones. El foyer está a oscuras y la gran araña y las luces del árbol de Navidad están apagadas. Le escribo una nota a Anna y le agradezco su amistad y su hospitalidad. Tengo que volver a mi casa mañana y sé que ella entenderá el motivo. Más que nada, quiero que sepa que no estoy enojada con ella, que me doy cuenta de que es tan víctima de las circunstancias como yo. Y digo «circunstancias» porque ya no estoy segura de quién apunta una pistola a la cabeza de Anna y le ordena que divulgue confidencias que yo le he hecho. Rocky Caggiano puede ser el siguiente de la lista, a menos que yo sea encausada. Si eso llegara a suceder, yo ya no seré un factor en el juicio de Chandonne. Dejo la nota en la cama Biedmeier inmaculadamente tendida de Anna. Después subo al auto de Berger y comienzo a hablarle de mi día en el condado de James City, del camping y los pelos largos y descoloridos. Ella me escucha con atención mientras conduce el auto sabiendo adonde va, como si hubiera vivido toda la vida en Richmond.

—¿Podemos probar que los pelos son de Chandonne? —finalmente me pregunta—. Suponiendo que, como de costumbre, no haya ratees. Y no las había en las que se encontraron en las escenas del crimen, ¿verdad? Sus escenas del crimen. El de Luong y el de Bray.

—No, ninguna raíz —digo, irritada por la referencia a «mis» escenas del crimen. Yo no soy mis escenas del crimen; protesto en silencio. —A él se le cayeron esos pelos, así que no hay raíces —Le digo a Berger—. Pero podemos obtener un ADN mltocondrial del resto del pelo. De modo que, sí, definitivamente podemos saber si los pelos del camping son de Chandonne.

—Por favor, expliqúese —dice ella—. Yo no soy experta en ADN mitocondrial. Ni siquiera experta en cabello, en especial de la clase que él tiene.

El tema del ADN es difícil. Explicar la vida humana a nivel molecular le dice a la gente mucho más de lo que puede o quiere saber. A los policías y los fiscales les encanta lo que el ADN puede hacer. Detestan hablar de ese tema científicamente. Pocos de ellos lo entienden. El viejo chiste es que la mayoría de las personas no pueden ni siquiera deletrear el ADN. Explico que el ADN nuclear es lo que obtenemos cuando están presentes células con núcleos, como sucede con la sangre, los tejidos, el semen o las raíces capilares. EL ADN nuclear se hereda por partes iguales de ambos progenitores, de modo que si tenemos el ADN nuclear de alguien, en cierto sentido lo tenemos todo sobre él, y podemos comparar su perfil de ADN con cualquier otra muestra biológica que esa misma persona ha dejado, digamos, en otra escena del crimen.

—¿Podemos comparar sólo los pelos del camping con los pelos que él dejó en las escenas del crimen? —Pregunta Berger.

—No exitosamente —contesto—. En este caso, el examen microscópico de las características no nos dirá mucho porque los pelos no están pigmentados. Lo más que podremos decir es que sus morfologías son similares o coincidentes.

—Nada demasiado concluyente para un jurado —Piensa ella en voz alta.

—No, para nada.

—Si nosotros no hacemos una comparación con microscopio, la defensa sacará eso a relucir —dice Berger—. Dirá: «¿Por qué no lo hicieron?»

—Bueno, podemos comparar microscópicamente los pelos, si usted quiere.

—Los que estaban en el cuerpo de Susan Pless y los de sus casos.

—Si usted quiere —repito.

—Explíqueme lo de las otras partes del pelo que no son las raíces. ¿Cómo trabaja con ellas el ADN?

Le digo que el ADN mitocondrial se encuentra en las paredes de las células y no en los núcleos, lo cual significa que el ADN mitocondrial es el ADN antropológico del pelo, las uñas, los dientes y el hueso. Le digo que el ADN mitocondrial está en las moléculas que constituyen nuestra argamasa. Su utilidad limitada radica en que el ADN mitocondrial es heredado sólo a través del linaje de la mujer. Utilizo para ello la analogía de un huevo: piense que el ADN mitocondrial es la clara del huevo, y el ADN nuclear, la yema. Es imposible comparar uno con otro. Pero si se toma el ADN de la sangre, entonces tenemos el huevo entero y podemos comparar mitocondrial con mitocondrial… clara de huevo con clara de huevo. Tenemos sangre porque tenemos a Chandonne. Hubo que tomarle muestras de sangre mientras estaba en el hospital. Tenemos su perfil de ADN completo y podemos comparar el ADN mitocondrial de pelos desconocidos con el ADN mitocondrial de su muestra de sangre.

Berger escucha sin interrumpirme. Ha digerido lo que le estoy diciendo y parece entender. Como de costumbre, no toma notas. Pregunta:

—¿Él dejó pelo en su casa?

—No estoy segura de qué encontró la policía.

—Por la gran cantidad cíe pelo que se le cae, se me ocurre que tiene que haber dejado pelo en su casa o, por cierto, en la nieve de su jardín cuando se retorcía por allí.

—Sí, a mí también se me ocurre que sí.

—He estado leyendo acerca de los hombres lobo. —Berger salta al tema siguiente. —Al parecer, hubo personas que realmente creían ser hombres lobo o probaron toda clase de cosas bizarras para convertirse en hombres lobo. Hechicería, magia negra, adoración satánica, morder, beber sangre. ¿Usted cree que es posible que Chandonne realmente se crea un
loup-garoul
¿Un hombre lobo? ¿Y quizá hasta desea serlo?

—Por lo tanto no sería culpable debido a insania —respondo y es algo que desde el principio supe que sería su defensa.

—A comienzos del 1600 había una condesa húngara, Elizabeth Bathory-Nadasdy, también conocida como la Condesa Sangrienta —Continúa Berger—. Supuestamente ella torturó y asesinó a alrededor de seiscientas mujeres jóvenes. Se bañaba en la sangre de ellas, convencida de que eso la mantendría joven y preservaría su belleza. ¿Está familiarizada con el caso?

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