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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (48 page)

—¿Él la pateó? —Pregunta Berger.

—Nada de lo que encontré lo indicaría.—Es una buena pregunta. Las patadas agregarían otra tonalidad a las emociones del crimen.

—Las manos son más personales que los pies —Comenta Berger—. Ésa ha sido mi experiencia en los crímenes por lujuria. Rara vez veo patadas.

Recorro la habitación y señalo más salpicaduras y gotas antes de acercarme a un charco endurecido de sangre a varios centímetros de la cama.

—Aquí ella se desangró —le digo—. Éste puede ser el lugar donde él le desgarró la blusa y le arrancó el corpiño.

Berger pasa una a una las fotografías hasta encontrar aquella en que la blusa de satén verde y el corpiño negro de Bray están tirados en el piso, a varios centímetros de la cama.

—Aquí, cerca de la cama, comenzamos a encontrar tejido cerebral. —Yo sigo descifrando los macabros jeroglíficos.

—El coloca el cuerpo de Bray sobre la cama —dice Berger—. O, quizá, la fuerza a acostarse. La pregunta es: ¿ella está todavía consciente cuando él la pone sobre la cama?

—Realmente no lo creo. —Señalo pequeños trozos de tejido ennegrecido adheridos a la cabecera de la cama, las paredes, la lámpara de la mesa de luz, el cielo raso sobre la cama. —Tejidos cerebrales. Ella ya no sabe lo que está sucediendo. Pero esto es sólo una opinión —Le digo. —¿Todavía está viva?

—Todavía sangra mucho. —Indico densas zonas negras en el colchón.—Esto no es una opinión sino un hecho. Ella todavía tiene presión sanguínea, pero es muy poco probable que esté consciente.

—Gracias a Dios. —Berger ha sacado su cámara y comienza a tomar fotografías. Me doy cuenta de que es muy hábil en ese terreno y de que ha recibido una buena formación fotográfica. Sale de la habitación y se pone a disparar al entrar en ella, recreando así lo que yo le fui explicando y que ella captura en la película.

—Le pediré a Escudero que venga a filmarlo en video —me dice.

—La policía lo hizo.

—Ya lo sé —contesta ella mientras el flash destella una y otra vez. A ella no le importa. Berger es una perfeccionista: quiere que las cosas se hagan a su manera. —Me encantaría tenerla a usted en un video explicándomelo todo, pero no puedo hacerlo.

No le está permitido hacerlo, a menos que quiera que el abogado defensor tenga acceso a la misma grabación. Basándome en la ausencia de notas, estoy segura de que no quiere que Rocky Caggiano tenga acceso a una sola palabra —escrita o hablada— que va más allá de lo que figura en mis informes estándar. Su cautela es extrema. Yo estoy tan llena de recelo que me cuesta mucho tomar todo esto en serio. Todavía no he asimilado la idea de que alguien pueda pensar realmente que yo asesiné a la mujer cuya sangre nos rodea y está debajo de nuestros pies.

Berger y yo terminamos con el dormitorio. A continuación exploramos otras zonas de la casa a las que yo presté poca o ninguna atención cuando trabajaba en la escena del crimen. Sí revisé el botiquín del baño principal; siempre lo hago. Todo lo que la gente guarda para aliviar las incomodidades corporales cuenta una historia bastante interesante. Sé que quien sufre de jaquecas o de trastornos mentales tiene una actitud obsesiva con respecto a la salud. Sé, por ejemplo, que el Valium y el Ativan eran los medicamentos preferidos de Bray. Encontré cientos de píldoras que ella había puesto en frascos de Nuprin y de Tylenol PM. También tenía una pequeña cantidad de BuSpar. A Bray le gustaban los sedantes, los calmantes. Berger y yo exploramos un cuarto de huéspedes que hay en el otro extremo del hall. Es una habitación en la que nunca entré y no me sorprende comprobar que nadie vivió en ella. Ni siquiera está amueblada; se encuentra repleta de cajas que, al parecer, Bray nunca abrió.

—¿No tiene la sensación de que Bray no pensaba quedarse aquí mucho tiempo? —Berger comienza a hablarme como si yo fuera parte de su equipo de acusación, su segunda en el juicio. —Porque a mí me pasa. Y nadie acepta un cargo importante en un departamento de policía sin dar por sentado que se quedará en ese lugar durante por lo menos algunos años. Aunque el cargo no sea otra cosa que un peldaño para un ascenso más importante.

Observo el interior del cuarto de baño y noto que no hay papel higiénico ni toallas de papel, ni siquiera jabón. Pero lo que encuentro en el botiquín me sorprende.

—Ex-Lax —Anuncio—. Por lo menos una docena de cajas. Berger aparece junto a la puerta.

—¿Qué tal? —dice ella—. Quizá nuestra amiga vanidosa tenía un problema con la comida.

No es raro que las personas que sufren de bulimia tomen laxantes para purgarse después de un atracón. Levanto el asiento del inodoro y encuentro pruebas de vómito que salpicó la parte interior del borde y la taza del inodoro. Es de un color rojizo. Supuestamente, Bray comió pizza antes de morir, y recuerdo que encontré muy pocos contenidos estomacales: rastros de carne picada y vegetales. —Si alguien vomitó después de comer y después murió, digamos una media hora más tarde, ¿cabria esperar que su estómago estuviera completamente vacío? —Berger sigue lo que yo estoy reconstruyendo.

—Todavía habría rastros de comida adheridos al revestimiento del estómago. —Bajo la tapa del inodoro.—El estómago no está totalmente vacío o limpio a menos que la persona haya bebido grandes cantidades de agua y se haya purgado. Como un lavaje o una infusión repetida de agua para lavar un veneno, digamos. —Por mi mente desfila otra parte de la grabación. Ese cuarto era el secreto sucio y vergonzoso de Bray. Está cerrado a la circulación habitual de la casa y nadie sino Bray venía aquí nunca, de modo que no cabía tener miedo de ser descubierta. Y yo conozco bastante acerca de trastornos y adicciones con la comida como para estar enterada de la necesidad apremiante que tiene la persona de ocultar de los demás su vergonzoso ritual. Bray estaba decidida a que nadie sospechara siquiera que se daba atracones y después se purgaba, y quizá su problema explica por qué tenía tan pocos alimentos en su casa. Quizá los medicamentos la ayudaban a controlar la ansiedad que es parte inevitable de cualquier compulsión.

—Quizás ésta es una de las razones por las que despachó a Anderson tan pronto después de comer —Conjetura Berger—. Bray quería librarse de la comida y necesitaba privacidad.

—Ésa sería por lo menos una razón —respondo—. La gente con ese problema está tan abrumada por el impulso que tiende a no hacer caso de cualquier otra cosa que pueda estar sucediendo. De modo que, sí, ella podría haber querido estar sola para poder ocuparse de su problema. Y quizás estaba aquí, en este cuarto de baño, cuando Chandonne se presentó.

—Y esto se suma a su vulnerabilidad. —Berger saca fotografías de los Ex-Lax que hay en el botiquín.

—Sí. Sin duda ella se sintió alarmada y paranoica si estaba en medio de su ritual. Y su primer pensamiento tendría que ver con lo que estaba haciendo y no en cualquier peligro inminente.

—Estaba como enajenada. —Berger se inclina y toma una fotografía del inodoro.

—Sí, sumamente trastornada.

—De modo que se apura a terminar lo que estaba haciendo, o sea, vomitar. —reconstruye Berger. —Sale corriendo de aquí, cierra la puerta y se dirige a la puerta de calle. Da por sentado que la persona que está afuera y golpea tres veces es Anderson. Es muy posible que Bray se sienta inquieta y enojada y quizá hasta ha comenzado a decir algo desagradable al abrir la puerta y… —Berger da un paso atrás hacia el pasillo y aprieta los labios.—Está muerta.

Deja que este guión cuelgue pesadamente en el aire mientras buscamos el lavadero. Ella sabe que yo soy capaz de percibir la confusión y el horror espantoso de abrir la puerta de calle y toparse de pronto con un Chandonne que brota de la oscuridad como un habitante del infierno. Berger abre las puertas de armarios que dan al hall y después encuentra una puerta que conduce al sótano. El sector de lavado se encuentra allá abajo, y siento un extraño desasosiego cuando caminamos en la iluminación dura de bombillas desnudas que cuelgan del techo y que se encienden tirando de cables. Yo tampoco he estado nunca en esta parte de la casa. Nunca vi el Jaguar rojo fuego del que tanto oí hablar. Está absurdamente fuera de lugar en este espacio oscuro, abigarrado y deprimente. El auto es un símbolo evidente del poder que tanto anhelaba y del que tanto alardeaba Bray. Recuerdo lo que Anderson dijo, muy enojada, acerca de que ella era la «mandadera» de Bray. Dudo mucho que Bray llevara ella misma el auto al lavadero.

El garaje del sótano tiene el mismo aspecto que imagino tenía cuando Bray compró la casa: un espacio polvoriento, sombrío y concreto congelado en el tiempo. No hay señal de mejoras. Las herramientas colgadas de un tablero perforado y una cortadora de pasto manual son viejas y están oxidadas. Contra la pared hay neumáticos de repuesto. El lavarropas y la secadora no son nuevos y, aunque estoy segura de que la policía los revisó, no veo señales de ello. Las dos máquinas están cargadas con ropa. Es evidente que la última vez que Bray se dedicó al lavado no se molestó en vaciar después el lavarropas ni la secadora, y la ropa interior, las toallas y los jeans están irremediablemente arrugados y tienen mal olor. Para las medias, más toallas y la ropa de gimnasia que están en el lavarropas nunca se inició el proceso de lavado. Extraigo un buzo Speedo.

—¿Bray pertenecía a un gimnasio? —Pregunto.

—Buena pregunta. Por lo vana y obsesiva que era, sospecho que hacía algo para mantenerse en forma. —Berger mete la mano por entre la ropa que está en el lavarropas y saca un par de bombachas con manchas de sangre en la entrepierna. —Qué tal eso de sacar a relucir la ropa sucia de alguien —Comenta ella con pesar—. Hasta yo me siento a veces un poco
voyeur
. De modo que, a lo mejor, ella había tenido hace poco el período. No es que necesariamente eso tuviera algo que ver con el precio del té en la China.

—Podría haberlo tenido —respondo—. Depende de cuánto afectaba su estado de ánimo. El síndrome premenstrual ciertamente podría haber hecho que empeorara su trastorno alimentario, y los cambios de estado de ánimo no habrían ayudado a su relación tormentosa con Anderson.

—Es sorprendente pensar en las cosas insignificantes y mundanas que pueden conducir a una catástrofe. —Berger deja caer la bombacha de nuevo en el lavarropas. —Tuve un caso, en una oportunidad. Este hombre tiene que orinar y decide parar en la calle Bleecker y aliviar su vejiga en un callejón. No puede ver lo que está haciendo hasta que otro auto pasa por allí e ilumina el callejón justo el tiempo suficiente para que el pobre viejo se dé cuenta de que está orinando sobre un cadáver ensangrentado. El individuo tiene un infarto. Poco después, un policía investiga ese automóvil ilegalmente detenido, va al callejón y encuentra a un hombre hispano muerto con múltiples heridas de arma blanca. Junto a él hay un hombre blanco mayor muerto, con el pene colgando de su bragueta abierta. —Berger se acerca a una pileta, se enjuaga las manos y se las sacude para secárselas. —Llevó un poco de tiempo entender lo que había pasado —dice.

Capítulo 27

Terminamos con la casa de Bray a las nueve y media y, aunque estoy cansada, me sería imposible pensar siquiera en dormir. Estoy tan excitada y llena de energía que parezco drogada. Tengo la mente tan encendida y despierta como una gran ciudad por la noche, y casi me siento afiebrada. No querría reconocerle nunca a nadie lo mucho que disfruto de trabajar con Berger. A ella no se le pasa nada por alto. Y, además, es mucho lo que se guarda para sí. Me tiene intrigada. He probado el fruto prohibido de desviarme de mis límites burocráticos, y me gusta. Estoy flexionando músculos que rara vez tengo oportunidad de usar porque ella no limita las zonas de mi especialidad, no tiene un sentido muy desarrollado de su territorio y no es una persona insegura. Quizá yo también quiero que ella me respete. Me ha conocido cuando estoy en mi nivel más bajo, cuando estoy acusada. Berger le devuelve la llave de la casa a Ene Bray, quien no nos pregunta nada. Ni siquiera parece sentir curiosidad; lo único que quiere es irse de una buena vez.

—¿Cómo se siente? —me pregunta Berger cuando partimos en el auto—. ¿Todavía con fuerzas?

—Sí, todavía con fuerzas —Afirmo.

Ella enciende la luz interior del auto y entrecierra los ojos para leer algo escrito en un Post-it y sujeto al tablero. Marca un número en el teléfono del auto y deja que suene por los parlantes. Su propia voz suena cuando ella ingresa un código para ver cuántos mensajes hay en el contestador. Ocho. Entonces toma el auricular para que yo no pueda oírlos. Eso me suena raro. ¿Existe alguna razón para que ella quisiera que yo supiera cuántos mensajes tenía? Durante los siguientes minutos estoy sola con mis pensamientos mientras ella conduce el auto por mi vecindario, el teléfono contra el oído. Escucha rápido todos los mensajes y sospecho que compartimos la misma impaciencia. Si alguien habla demasiado, yo suelo borrar el mensaje antes de que termine. Apuesto a que Berger hace lo mismo. Seguimos por Sulgrave Road hasta el corazón mismo de Windsor Farms, pasando por Virginia House y Agecroft Hall, dos antiguas mansiones Tudor que fueron desmanteladas y puestas en cajones en Inglaterra y después enviadas por barco hacia aquí por habitantes ricos de Richmond en una época en que toda esta parte de la ciudad era un inmensa finca.

Nos aproximamos a la garita del guardia para Lockgreen, mi barrio. Rita sale de la garita y por su expresión enseguida me doy cuenta de que ha visto antes este Mercedes SUV y su conductora.

—Hola —Le dice Berger—. Traigo a la doctora Scarpetta.

Rita se inclina y su cara brilla junto a la ventanilla abierta. Está contenta de verme.

—Bienvenida —dice con un dejo de alivio—. Supongo que estará de vuelta en su casa para siempre. No me parece bien que no esté aquí. Estos días todo está muy tranquilo.

—Volveré a casa por la mañana.—Experimento ambivalencia, incluso miedo, cuando me oigo decir esas palabras. —Feliz Navidad, Rita. Parece que esta noche estamos trabajando todos.

—Hay que hacer lo que hay que hacer.

La culpa me aprieta el corazón cuando nos alejamos. Ésta será la primera Navidad en que no he recordado de alguna manera a los guardias. Por lo general, preparo pan o le envío comida a quienquiera le toque estar sentado en esa garita estrecha cuando debería estar en casa con la familia. Estoy muy callada. Berger lo nota e intuye que estoy atribulada.

—Es muy importante que me diga lo que siente —dice—. Sé que es algo totalmente contrario a su naturaleza y que viola todas las leyes que usted ha impuesto a su vida. —Seguimos por la calle hacia el río. —Lo entiendo muy bien.

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