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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (49 page)

—Un asesinato vuelve egoístas a todos —Le digo.

—Bromea usted.

—Provoca una furia y un dolor intolerables —Continúo—. Se piensa sólo en uno mismo. Yo he realizado muchos análisis estadísticos con la base de datos de nuestra computadora, y una vez traté de recuperar el caso de una mujer que fue violada y asesinada. Encontré tres casos con el mismo apellido y descubrí el resto de su familia: un hermano que murió por una sobredosis de drogas algunos años después del asesinato, después el padre, que se suicidó varios años después de eso, la madre que murió en un accidente de auto. En el Instituto iniciamos un estudio muy ambicioso, analizando lo que les ocurre a las personas que quedan. Se divorcian. Se convierten en drogadictas. Se las trata por enfermedades mentales. Pierden su empleo. Se mudan.

—La violencia por cierto envenena las aguas —es la respuesta trillada de Berger.

—Estoy cansada de ser egoísta. Eso es lo que siento —digo—. Es Nochebuena y, ¿qué hice yo por alguien? Ni siquiera por Rita. Aquí está ella, trabajando después de la medianoche, tiene varios empleos porque tiene hijos. Pues bien, odio esto. Él ha matado a tantas personas, y sigue lastimando a la gente. Tenemos dos asesinatos estrafalarios que yo creo que están relacionados. Tortura. Conexiones internacionales. Armas de fuego, drogas. Sábanas que faltan. —Miro a Berger. —¿Cuándo demonios va a terminar esto?

Ella dobla en el camino de entrada a casa y no simula no saber exactamente cuál es.

—La realidad es que no será suficientemente pronto —contesta.

Al igual que la casa de Bray, la mía está completamente a oscuras. Alguien ha apagado las luces, incluyendo los reflectores que están escondidos entre los árboles o en los aleros y su luz está dirigida al suelo para que no enciendan mi propiedad como una cancha de béisbol y ofenda a mis vecinos. No me siento bienvenida. Temo entrar y toparme con lo que Chandonne y la policía le han hecho a mi mundo privado. Me quedo sentada un momento y miro por la ventanilla mientras se me cae el alma a los pies. Siento furia, dolor. Y me siento tremendamente ofendida.

—¿Qué está sintiendo? —Pregunta Berger mientras contempla mi casa.

—¿Qué siento? —repito—. Algo así como
Plü si prende e peggio si mangia
. —Me bajo del auto y pego un portazo.

Libremente traducido, ese proverbio italiano quiere decir:
cuanto más se paga, peor se come
. Se supone que la vida en la campiña italiana es simple y dulce. Se supone que no es complicada. La mejor comida se prepara con ingredientes frescos y la gente no se levanta apresuradamente de la mesa ni se ocupa de cosas que no son realmente importantes. Para mis vecinos, mi casa es una fortaleza que tiene todos los sistemas de seguridad conocidos por la raza humana. Para mí, lo que hice construir es una
casa colonica
, una pintoresca casa de campo de distintas tonalidades de piedra gris y cremosa, con celosías marrones que me tranquilizan y me hacen pensar en el pueblo de donde provengo. Sólo desearía haber techado mi casa con
coppi
, o tejas curvadas de terracota, en lugar de pizarra, pero no quería tener el lomo rojo de un dragón encima de la piedra rústica. Si no conseguí encontrar materiales antiguos, al menos elegí los que mejor se fusionaban con la tierra.

La esencia de lo que soy está arruinada. La sencilla belleza y seguridad de mi vida está mancillada. Tiemblo interiormente. Mi visión se nubla con lágrimas cuando subo los escalones de adelante y me detengo debajo de la lámpara que Chandonne desenroscó. El aire de la noche es muy frío y las nubes se han tragado a la luna. Da la sensación de que podría nevar de nuevo. Parpadeo y hago varias inspiraciones profundas de aire frío para tratar de calmarme y controlar una emoción abrumadora. Al menos Berger tiene el buen tino de darme un momento de paz. Ella se ha quedado atrás cuando yo inserto mi llave en la cerradura. Entro en el foyer oscuro y helado e ingreso el código de la alarma mientras cobro conciencia de algo que me para los pelos de punta. Enciendo luces y parpadeo al ver la llave Medeco de acero en mi mano y mi pulso se acelera. Esto es una locura. No puede ser. De ninguna manera. Berger transpone silenciosamente la puerta detrás de mí. Mira las paredes de estuco y los cielo rasos abovedados. Los cuadros están torcidos. Las hermosas alfombras persas están arrugadas y sucias. Nada ha recuperado su orden original. Me parece terrible que nadie se haya molestado en limpiar el polvo para impresiones ni el barro de los moldes, pero no es por esto que en mi cara aparece una expresión que atrae la completa atención de Berger.

—¿Qué sucede? —Pregunta ella, las manos a punto de abrir su lápade de piel.

—Tengo que hacer enseguida un llamado —Le digo.

No le digo a Berger lo que estoy pensando. No le revelo lo que temo. No le comento que, cuando salí un momento de la casa para hablar en privado por mi teléfono celular, llamé a Marino y le pedí que viniera enseguida a casa.

—¿Todo bien? —me pregunta Berger cuando regreso y cierro la puerta de calle.

No le contesto. Desde luego, todo no está bien.

—¿Por dónde quiere que empecemos? —Le recuerdo que tenemos trabajos que hacer.

Ella quiere que yo reconstruya exactamente lo que sucedió la noche en que Chandonne trató de asesinarme, y nos dirigimos al living. Empiezo con el sofá blanco de algodón que está frente a la chimenea. Yo estaba sentada allí el viernes pasado por la noche, revisando cuentas, con el sonido del televisor bien bajo. Cada tanto aparecía un flash de noticias que advertía al público de la existencia del asesino serial que se hace llamar
Le Loup-Garou
. Se informó de su supuesto trastorno genético, su extrema deformidad y, por lo que recuerdo de esa noche, casi me resulta absurdo imaginar a un muy serio presentador del informativo de un canal local hablar de un hombre que tiene una estatura de alrededor de más de un metro ochenta, dientes raros y el cuerpo cubierto con pelo largos y finos como los de un bebé. Se aconsejaba a la gente que no abriera la puerta si no sabía con seguridad quién estaba afuera.

—A eso de las once —Le digo a Berger—, puse el canal de la NBC, creo, para ver el último informativo y, un momento después, comenzó a sonar mi alarma contra ladrones. Según el
display
, la zona del garaje había sido violada, y cuando llamaron del servicio, les dije que era mejor que enviaran a la policía porque yo no tenía idea de por qué había sonado la alarma.

—Así que su garaje tiene un sistema de alarma —repite Berger—. ¿Por qué el garaje? ¿Por qué cree usted que él trató de entrar por allí?

—Para deliberadamente hacer sonar la alarma a fin de que viniera la policía. —Le digo lo que yo creo que pasó. —La policía viene y después se va. Luego él se presenta. Simula ser un policía y yo le abro la puerta. No importa lo que cualquiera diga o lo que oí en el video cuando usted lo entrevistó, él me habló en inglés, en un inglés perfecto. No tenía ningún acento.

—No sonaba como el hombre del video —Coincide ella.

—No, ciertamente no.

—De modo que usted no reconoció su voz en esa grabación. —No —respondo.

—O sea que usted no pensó que él estuviera tratando de entrar en su casa por el garaje. Cree que él lo hizo con el único propósito de hacer sonar la alarma. —Berger sondea y, como de costumbre, no toma notas.

—Así es. Creo que trataba de hacer exactamente lo que yo dije.

—¿Y cómo supone usted que él sabía que su garaje tenía un sistema de alarma? —Pregunta Berger—. Es algo bastante fuera de lo común. La mayor parte de las casas no tienen un sistema de alarma en el garaje.

—Yo no sé si lo sabía ni cómo lo supo.

—Podría haber intentado, en cambio, una puerta de atrás, por ejemplo, para asegurarse de que sonaría la alarma, suponiendo que usted la tuviera activada. Y, sinceramente, creo que él sabía que usted la tendría activada. Podemos suponer que él sabe que usted es una mujer prudente a la que le importa mucho la seguridad, sobre todo a la luz de los asesinatos que hubo en la zona.

—No tengo ninguna idea de qué pensaba —digo, lacónicamente.

Berger se pasea por la habitación. Se detiene frente a la chimenea de piedra. Está vacía y oscura y hace que mi casa parezca no vivida y descuidada, como la de Bray. Berger me señala con un dedo.

—Usted sí sabe qué piensa él —dice—. Tal como él intuyó lo que usted piensa y cuáles son sus patrones, usted hizo lo mismo con él. Usted lee todo lo referente a él en las heridas de los cadáveres. Usted se comunicaba con él a través de sus víctimas, a través de las escenas del crimen, a través de todo lo que se enteró en Francia.

Capítulo 28

Mi sofá blanco italiano tiene manchas rosadas de la formalina. Hay huellas de pisadas sobre un almohadón, probablemente dejadas por mí cuando salté sobre el sofá para escapar de Chandonne. Nunca volveré a sentarme en ese sofá y estoy impaciente porque se lo lleven. Me siento en el borde de un sillón cercano que hace juego con el sofá.

—Debo conocerlo a él para poder desarmarlo en el juzgado. —Berger continúa, y sus ojos reflejan su fuego interior. —Sólo puedo conocerlo a través de usted. Es usted quien debe presentamos, Kay. Lléveme a él. Preséntemelo. —Se sienta en la chimenea y levanta las manos en un gesto dramático. —¿Quién es Jean-Baptiste Chandonne? ¿Por qué su garaje? ¿Por qué? ¿Qué tiene de especial su garaje? ¿Qué?

Pienso un momento.

—No tengo idea de qué puede haberle resultado especial a él de mi garaje.

—Está bien. Entonces dígame qué tiene de especial para usted.

—Es allí donde guardo mi ropa para las escenas del crimen. —Trato de imaginarme qué puede tener de especial mi garaje. —Tengo allí un lavarropas y una secadora de tamaño industrial. Jamás entro a mi casa con la ropa de las escenas, así que ese lugar es más o menos mi cuarto de cambio de ropa.

Algo brilla en los ojos de Berger, un reconocimiento, una conexión. Se pone de pie.

—Muéstreme —dice.

Yo enciendo la luz de la cocina cuando pasamos por allí hacia el intermedio que tiene una puerta que conduce al garaje.

—El vestidor de su casa —Comenta Berger.

Enciendo las luces y se me oprime el corazón al ver que el garaje está vacío. Mi Mercedes ha desaparecido.

—¿Dónde demonios está mi auto? —Pregunto. Reviso los armarios de las paredes y, en especial, el armario ventilado de cedro, los elementos de jardinería, las herramientas y el rincón donde están el lavarropas, la secadora y un enorme piletón de acero. —Nadie dijo nada de llevarse mi auto a alguna parte. —Miro a Berger con expresión acusadora y de pronto me embarga la desconfianza. Pero o ella es una buena actriz o no tiene idea de lo ocurrido. Voy al centro del garaje y miro en todas direcciones, como si pudiera encontrar algo que me diga qué le ocurrió a mi auto. Le digo a Berger que mi sedan Mercedes negro estaba aquí el sábado pasado, el día que me mudé a lo de Anna. Desde entonces no volví a verlo. Tampoco he estado aquí desde aquel día. —Pero usted sí estuvo —Agrego—. ¿Mi coche estaba aquí la última vez que vino? ¿Cuántas veces estuvo usted aquí? —Me animo y se lo pregunto.

Ella también se pone a caminar. Se sienta frente a la puerta del garaje y examina los raspones que hay en la tira de goma, allí donde creemos que Chandonne usó algún tipo de herramienta para tratar de abrir la puerta.

—¿Podría usted abrir la puerta, por favor? —Berger está muy seria.

Oprimo un botón que hay en la pared y la puerta se eleva ruidosamente.

—No, su automóvil no estaba aquí cuando yo vine. —Berger se incorpora. —No lo he visto. A la luz de las circunstancias, sospecho que usted sí sabe dónde está —Agrega.

La noche llena ese enorme espacio vacío y yo me acerco al lugar donde Berger se encuentra parada.

—Probablemente me lo incautaron y lo llevaron al depósito —digo—. Dios Santo.

Ella asiente.

—Llegaremos al fondo de esto. —Gira hacia mí y en sus ojos hay algo que nunca vi antes. Duda. Berger está inquieta. No sé si será algo así como una expresión de deseos de mi parte, pero intuyo que ella se siente mal por mí.

—Y, ahora, ¿qué? —murmuro y observo mi garaje como si no lo hubiera visto antes—. ¿Qué se supone que debo conducir?

—Su alarma sonó a las once de la noche del viernes. —Berger de nuevo tiene una actitud profesional. Una vez más, se muestra firme y práctica. Vuelve a nuestra misión de desandar los pasos de Chandonne. —Llegan los policías. Usted los trae aquí y encuentra que la puerta está abierta unos veinte centímetros.—Es obvio que ella ha visto el informe del intento de entrada ilegal y violenta en propiedad ajena. —Nevaba y usted encontró huellas de pisadas del otro lado de la puerta.—Ella sale y yo la sigo. —Las pisadas estaban cubiertas con nieve en polvo, pero usted alcanzó a ver que rodeaban un costado de la casa y se dirigían a la calle.

Nos quedamos paradas en el camino de entrada en medio de ese aire helado, las dos sin abrigo. Yo levanto la vista y miro el cielo oscuro y algunos copos de nieve rozan mi cara. Nieva de nuevo. El invierno se ha convertido en un hemofílico. Al parecer, no puede parar de precipitarse. Las luces de las casas de mi vecino brillan a través de magnolias y árboles desnudos, y me pregunto cuánta calma y tranquilidad les queda a la gente de Lockgreen. Chandonne también ha mancillado la vida de ellos. No me sorprendería que algunos se mudaran de allí. —¿Recuerda dónde estaban las huellas de pisadas? —Pregunta Berger.

Se lo muestro. Avanzo por el sendero alrededor del costado de la casa y corto camino por el jardín, derecho hacia la calle.

—¿En qué dirección se fue él? —Berger observa la calle oscura y vacía.

—No lo sé —respondo—. La nieve estaba removida y había comenzado a nevar de nuevo. No pudimos saber en qué dirección se fue. Pero yo tampoco me quedé aquí afuera mirando. Supongo que tendrá que preguntárselo a la policía. —Pienso en Marino. Ojalá se apurara y llegara aquí de una vez, y de pronto recuerdo por qué lo llamé. El miedo y la perplejidad me corren por la columna. Paseo la vista por las casas de mis vecinos. He aprendido a leer el lugar donde vivo y puedo saber, por las ventanas iluminadas, por los autos en los caminos de entrada y las entregas de periódicos, cuándo la gente está en casa, cosa que no sucede muy seguido. Así que gran parte de la población de esta zona son jubilados y pasan el invierno en la Florida o disfrutan de los meses calientes de verano junto al agua en alguna parte. Se me ocurre que nunca tuve amigos verdaderos entre los habitantes de mi vecindario, sólo personas que saludan con la mano cuando nos cruzamos en nuestros respectivos autos.

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