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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (51 page)

—La defensa va a querer saber por qué se llevó piel humana a su casa, Kay.

—Por supuesto. Todo el mundo me lo ha preguntado. —Siento una oleada de fastidio.—El tatuaje es importante y suscitó muchas, muchas preguntas, porque no podíamos darnos cuenta de qué era. No sólo el cuerpo estaba en un estado avanzado de descomposición sino que resultó que era un tatuaje que cubría otro. Y era particularmente crucial que determináramos cuál era el tatuaje original.

—Dos puntos dorados que estaban cubiertos con un búho —dice Berger—. Cada miembro del cartel de Chandonne tiene tatuados dos puntos dorados.

—Eso fue lo que dijo Interpol, sí —digo, y a esta altura ya he aceptado que ella y Jay Talley han pasado mucho tiempo juntos.

—El hermano Thomas estafaba a su familia, tenía su propio negocio paralel
o
:
desviaba barcos, falsificaba conocimientos de embarque, dirigía su propia organización de armas y drogas. Y la teoría es que la familia se enteró. Él cambió
&
; tatuaje y lo convirtió en un búho y comenzó a usar alias porque sabía que la familia lo mataría si llegaba a localizarlo. —recito lo que se me dijo, lo que Jay me dijo en Lyon.

—Interesante.—Ella se lleva un dedo a los labios y mira en todas direcciones—. Y todo parece indicar que la familia sí lo mató. El otro hijo lo hizo. El frasco con formalina. ¿Por qué se lo trajo a casa? Dígamelo de nuevo.

—Realmente no fue algo deliberado. Fui a un lugar de Petersburg donde se hacen tatuajes para que un experto, un artista del tatuaje, viera el tatuaje que encontré en el cuerpo. De allí me vine directo a casa y dejé el tatuaje aquí, en mi estudio. Fue una situación totalmente casual el que la noche en que él vino aquí…

—Jean-Baptiste Chandonne.

—Sí. La noche en que él vino yo había traído el frasco aquí, al living, y lo observaba mientras hacía otras cosas. Él entró en mi casa por la fuerza y yo eché a correr. De pronto él empuñaba el martillo cincelador y lo levantaba para golpearme. Fue solamente un reflejo movido por el pánico el que yo viera el frasco y lo tomara. Salté por encima del respaldo del sofá, destornillé la tapa y le arrojé la formalina a la cara.

—Un reflejo, porque usted sabe muy bien lo cáustica que es la formalina.

—Es imposible olería todos los días y no saberlo. En mi profesión se acepta que la exposición a formalina es un peligro crónico, y todos nosotros tememos recibir alguna salpicadura —explico, y me doy cuenta de cómo le puede sonar mi relato a un jurado especial de acusación. Inventado. Poco creíble. Grotescamente bizarro.

—¿Alguna vez se le metió en los ojos? —me pregunta Berger—. ¿Alguna vez se salpicó con formalina?

—No, gracias a Dios.

—De modo que se la arrojó a la cara. Después, ¿qué?

—Salí corriendo de la casa. En el camino tomé mi pistola Glock de la mesa del comedor, donde la había dejado más temprano. Salgo, me resbalo en los peldaños cubiertos de hielo y me fracturo el brazo —digo y le muestro el yeso.

—¿Y qué hace él?

—Salió corriendo detrás de mí.

—¿Enseguida?

—Me parece que sí.

Berger rodea el sofá y se queda parada en el sector de piso de roble francés antiguo donde la formalina ha carcomido el lustre. Sigue las partes más claras de la madera. Al parecer, la formalina salpicó hasta casi la entrada a la cocina. Esto es algo de lo que yo no me di cuenta hasta este momento. Sólo recuerdo sus chillidos, sus aullidos de dolor mientras se llevaba las manos a los ojos. Berger se queda parada junto a la puerta y mira mi cocina. Yo me le acerco y me pregunto qué habrá atraído su atención.

—Tengo que apartarme del tema y decirle que no creo haber visto nunca una cocina como ésta —Comenta.

La cocina es el corazón de mi casa. Las cacerolas y las sartenes de bronce brillan como oro colgadas de soportes alrededor de la enorme cocina Thirode ubicada en el centro de la habitación y que incluye dos parrillas, una plancha, dos hornallas, un spiedo y una hornalla de gran tamaño para las enormes ollas de sopa que a mí me encanta preparar. Todos los demás artefactos son de acero inoxidable, incluyendo la heladera y el freezer Sub-Zero. Una serie de estantes con especias cubren las paredes y hay una tabla de picar del tamaño de una cama de dos plazas. El piso de roble está desnudo y en un rincón hay un enfriador vertical de vino y una pequeña mesa junto a la ventana, que ofrece una vista distante de un recodo rocoso del río James.

—Industrial —murmura Berger mientras camina por la cocina que, sí, debo reconocer que me llena de orgullo—. Para alguien que viene aquí a trabajar, pero que ama las cosas mejores de la vida. He oído decir que usted es una cocinera excelente.

—Me encanta cocinar —le digo—. Hace que olvide todo lo demás. —¿De dónde consigue su dinero? —me pregunta sin vueltas.

—Soy inteligente en ese aspecto —contesto fríamente, porque nunca me gusta hablar de dinero—. He tenido suerte con las inversiones a lo largo de los años. Mucha suerte.

—Usted es también una excelente mujer de negocios —dice Berger.

—Trato de serlo. Y, bueno, cuando Benton murió me dejó a mí su departamento en Hilton Head. —Callo un minuto—. Lo vendí. Ya no me podía quedar allí. —Otra pausa—. Me dieron seiscientos y pico de mil dólares por él.

—Aja. ¿Qué es esto? —Señala el sandwichero italiano Milano. Se lo explico.

—Bueno, cuando todo esto haya terminado, alguna vez usted tendrá que cocinar para mí —dice con tono un poco altanero—. Se rumorea que su especialidad es la cocina italiana.

—Sí. La mayoría de los platos que cocino son italianos. —Y no existe ningún rumor en ese sentido. Berger sabe más de mí que yo misma.

—¿Usted cree que él podría haber venido aquí y tratado de lavarse la cara en la pileta? —Pregunta entonces.

—No tengo idea. Lo único que puedo decirle es que corrí hacia afuera y me caí, y cuando levanté la vista él salía por la puerta tambaleándose, detrás de mí. Bajó los escalones, todavía gritando, y se desplomó al suelo y comenzó a frotarse la cara con nieve.

—Trataba de lavarse la formalina de la cara. Es una sustancia más bien aceitosa, ¿no? ¿Difícil de sacar?

—Sí, no sería fácil —respondo—. Harían falta grandes cantidades de agua tibia. —¿Y usted no le ofreció eso a él? ¿No hizo ningún intento de ayudarlo? Miro a Berger.

—Oh, vamos —le digo—. ¿Qué demonios habría hecho usted? —Mi furia crece—. ¿Se supone que debo hacer de médica después de que el hijo de puta acaba de tratar de hacerme saltar los sesos?

—Se lo preguntarán —me responde Berger con tono formal—. Pero, no. Yo tampoco lo habría ayudado, y esto se lo digo en forma confidencial. De modo que él está en el jardín del frente de su casa.

—Me salteé decirle que cuando corría hacia afuera activé la alarma —recuerdo.

—Usted tomó la formalina, tomó su pistola, activó la alarma. Tuvo una sorprendente presencia de ánimo, ¿no lo cree? —Comenta—. De todas formas, usted y Chandonne están en el jardín del frente. Lucy aparece y usted tiene que convencerla de que no le dispare a él a la cabeza. El ATF y todas las tropas se presentan. Fin de la historia.

—Ojalá fuera el fin de la historia —digo.

—El martillo cincelador. —Berger vuelve a ese punto—. Ahora bien, ¿usted descubrió cuál era el arma porque fue a una ferretería y anduvo mirando hasta encontrar algo que podría haber dejado una marca como las que había en el cuerpo de Bray?

—Yo tenía más elementos de los que usted supone —respondo—. Sabía que a Bray la habían golpeado con algo que tenía dos superficies diferentes. Una, más bien puntiaguda y la otra, más cuadrada. Las zonas golpeadas de su cráneo mostraban muy claramente la forma de lo que la había golpeado. Además, estaba el dibujo que apareció en el colchón, que yo supe había sido hecho cuando él apoyó algo ensangrentado. Que, con toda seguridad, era el arma. Un martillo o una herramienta como un pico de alguna clase, pero no muy común. Usted busque por todas partes. Pregúntele a la gente.

—Y, después, desde luego, cuando él se presentó en su casa, tenía ese martillo cincelador dentro del abrigo o lo que fuera y trató de golpearla con él. —dice esto en forma desapasionada y objetiva.

—Sí.

—De modo que hubo dos martillos cinceladores en su casa. El que usted compró en la ferretería después de que Bray fue asesinada, y un segundo martillo, el que Chandonne llevó consigo.

—Sí.—Estoy azorada por lo que ella acaba de decir. —Dios mío —murmuro— Tiene razón. Yo compré el martillo después de que la asesinaron, no antes.—Estoy tan confundida por lo que ha pasado, por los días, por todo. —¿Qué estoy pensando? La fecha de la factura… —Mi voz se debilita. Recuerdo haber pagado en efectivo en la ferretería. Cinco dólares o algo así. Y estoy bastante segura de que no tengo factura, y siento que la sangre desaparece de mi cara. Berger supo desde siempre lo que yo había olvidado: que yo no había comprado el martillo antes de que a Bray la mataran a golpes, sino al día siguiente. Pero yo no puedo probarlo. A menos que el empleado que me atendió en la ferretería pudiera recuperar el recibo de la caja registradora y jurar que yo soy la que compró el martillo cincelador, no tengo ninguna prueba.

—Y ahora, uno de los dos desapareció. El martillo cincelador que usted compró desapareció —dice Berger y la cabeza me funciona a mil. Le digo que yo no tengo conocimiento de lo que encontró la policía.

—Pero usted estaba allí cuando registraban su casa. ¿No estaba en su casa mientras la policía se encontraba allí? —me pregunta.

—Yo les mostré lo que querían ver. Respondí a sus preguntas. Estuve allí el sábado y me fui temprano esa tarde, pero no puedo decir que haya visto todo lo que hicieron o qué se llevaron, y no habían terminado cuando me fui. Francamente, ni siquiera sé cuánto tiempo se quedaron en mi casa ni cuántas veces estuvieron en ella.—Estoy muy enojada cuando explico todo esto y Berger lo percibe—. Por Dios, yo no tenía un martillo cincelador cuando a Bray la asesinaron. He estado confundida porque lo compré el día en que su cuerpo fue encontrado, no el día en que ella murió. La asesinaron la noche antes y su cuerpo fue hallado al día siguiente. —Ahora me voy por las ramas.

—¿Exactamente para qué se usa un martillo cincelador? —Pregunta Berger a continuación—. Y, a propósito, detesto tener que decírselo, pero no importa cuándo dice usted que compró el martillo cincelador, Kay, subsiste el hecho de que el único que encontraron en su casa tenía la sangre de Bray en él.

—Se emplean en la albañilería. En esta zona hay muchas obras con pizarra y con piedra.

—¿Así que probablemente lo usan los techistas? ¿Y la teoría es que Chandonne encontró un martillo cincelador en la casa en la que entró ilegalmente? ¿La casa en construcción donde se alojaba? —Berger es implacable.

—Sí, creo que la teoría es ésa —contesto.

—Su casa es de piedra y tiene techo de pizarra —dice—. ¿Usted supervisó de cerca la obra de su construcción? Porque parece ser la clase de persona que lo haría. Una perfeccionista.

—Es una tontería no supervisar la construcción de la casa de una.

—Me estoy preguntando si alguna vez llegó a ver un martillo cincelador cuando estaban edificando su casa. ¿Quizás en lugar de la obra o en el cinturón para herramientas de un obrero?

—No que yo recuerde. Pero no puedo estar segura.

—¿Y usted tampoco tenía uno antes de su expedición de compras a la ferretería Pleasants la noche del 17 de diciembre… exactamente hace dos semanas y casi veinticuatro horas después de que Bray fuera asesinada?

—No, no antes de esa noche. No, nunca tuve uno antes, no que tenga conciencia —Le digo.

—¿Qué hora era cuando compró el martillo cincelador? —Pregunta Berger y en ese momento oigo el rugido del motor de la pickup de Marino que estaciona frente a mi casa.

—A eso de las siete. No lo sé con exactitud. Quizá entre las seis y media y las siete, ese viernes por la noche, la noche del 17 de diciembre —respondo. Ya no pienso con claridad. Berger me está agotando y no puedo imaginar cómo cualquier mentira podría resistir su prolongado escrutinio. El problema es saber qué es mentira y qué no lo es, y no estoy muy convencida de que ella me crea.

—¿Y usted se fue a su casa enseguida después de salir de la ferretería? —Prosigue—. Dígame qué hizo el resto de la noche.

Suena el timbre de la puerta de calle. Miro el visor que hay en la pared del living y veo la cara de Marino en la pantalla de video. Berger acaba de hacer la pregunta. Acaba de testear la alquimia que yo estoy segura usará Righter para arruinarme la vida. Ella quiere conocer mi coartada. Quiere saber dónde estaba yo a la hora exacta en que Bray fue asesinada la noche del jueves 16 de diciembre.

—Yo acababa de llegar de París esa mañana —respondo—. Hice mandados y llegué a casa alrededor de las seis de la tarde. Más tarde, a eso de las diez, fui con el auto al hospital de la Universidad de Virginia para ver cómo estaba Jo, la ex pareja de Lucy, la que fue baleada en el tiroteo en que las dos participaron en Miami. Quería ver si podía ser de alguna ayuda en esa situación, porque los padres dejo interferían. —De nuevo suena el timbre de la puerta de calle—. Y quería saber dónde estaba Lucy, y Jo me dijo que Lucy estaba en un bar de Greenwich Village. —Comienzo a caminar hacia la puerta. Berger me mira fijo.— En Nueva York. Lucy estaba en Nueva York. Vine a casa y la llamé. Estaba borracha. —Marino vuelve a tocar el timbre y a golpear la puerta—. Así que, para responder a su pregunta, señora Berger, no tengo coartada con respecto a dónde estuve entre las seis y, quizá, las diez y media de la noche del jueves porque estaba o en mi casa o en mi automóvil, sola, completamente sola. Nadie me vio. Nadie habló conmigo. No tengo testigos que corroboren que, entre las siete y media y las diez y media yo no estaba en casa de Diane Bray moliéndola a palos con un maldito martillo cincelador.

Abro la puerta. Siento la mirada de Berger en mi nuca. Por su aspecto, Marino parece a punto de desintegrarse. No me doy cuenta de si está furioso o muerto de miedo. Tal vez las dos cosas.

—¿Qué demonios? —dice, y alternativamente mira a Berger y luego a mí—. ¿Qué cuernos sucede?

—Lamento haberte hecho esperar afuera con este frío —Le digo a Marino—. Por favor, entra.

Capítulo 29

Marino tardó tanto en llegar aquí porque antes pasó por la sala de la comisaría donde se guardan los objetos encontrados en las escenas del crimen. Yo le había pedido que me trajera la llave de acero inoxidable que encontré en el bolsillo de los shorts de gimnasia de Mitch Barbosa. Marino nos dice a Berger y a mí que estuvo un buen rato revolviendo las cosas que había en esa habitación pequeña protegida por alambre tejido, donde los estantes están repletos de bolsas con códigos de barra, algunas de las cuales contienen objetos que la policía se llevó de mi casa el sábado pasado.

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