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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Un ángel impuro (30 page)

Una voz que le resultó familiar vino a dispersar sus cavilaciones. De una de las habitaciones y en compañía de Belinda Bonita salió un hombre que, a juzgar por su paso inestable, no estaba del todo sobrio. Se hallaba de espaldas a Ana. En un primer momento le fue imposible entender lo que decía. Al cabo de un instante comprendió que se trataba de una lengua que ella conocía y podía entender si quien la hablaba no lo hacía balbuciendo.

Ya sabía quién era el hombre que le daba la espalda. Halvorsen. El mejor amigo de Lundmark. El que había prometido servirle de apoyo si lo necesitaba después de que Lundmark estuviese muerto y enterrado.

60

Era la segunda vez que un miembro de la antigua tripulación del
Lovisa
acudía al burdel. Comoquiera que fuese, Ana se preguntó fugazmente si no se habría equivocado. Halvorsen era un hombre serio, muy creyente, que no bebía como el resto de la tripulación. Svartman, Lundmark y Halvorsen eran los sobrios, se decía. Ahora, en cambio, le costaba mantener el equilibrio y se le trababa la lengua hablando en noruego. A Ana le dio la sensación de que estaba irritado al ver que Belinda Bonita no entendía lo que le decía. A bordo del barco, Halvorsen siempre hablaba en voz baja, casi entre susurros. Ahora, en cambio, gritaba como si estuviese dando órdenes.

Cuando por fin se dio la vuelta y se desplomó en uno de los sofás sujetando en la mano un fajo de billetes que Belinda se apresuró a arrebatarle, Ana comprobó que no se había equivocado. Era Halvorsen, con el pelo engominado y peinado hacia atrás y vestido con su mejor traje, tal y como Ana lo vio en la cubierta del barco el día del sepelio de Lundmark, mientras contemplaban cómo se hundía en las profundidades el cadáver con el lastre.

Aún recordaba el número mágico: mil novecientos treinta y cinco. Cuando Belinda dejó a Halvorsen, que ahora murmuraba como hablando consigo mismo en el sofá, Ana se levantó. O'Neill se había apostado detrás de él y estaba a punto de indicarle la salida cuando Ana le hizo señas de que lo dejara y se sentó lentamente al lado de Halvorsen. El marinero giró la cabeza muy despacio y la miró con los ojos inyectados en sangre. Apenas había cambiado desde la última vez que lo vio, unas horas antes de que se escapara bajando la pasarela. Quizá tenía el pelo más ralo, las mejillas más hundidas. Pero las manos eran las mismas, enormes.

Ana le sonrió, pero comprendió enseguida que él no sabía quién era. No había en la mirada del marinero el menor indicio de que la reconociera. Ana era para él una perfecta extraña, una mujer blanca en un burdel negro donde él acababa de pagar por los servicios de Belinda Bonita, mujer hermosa y fría, que se guardó los billetes bajo la blusa y salió de la habitación para lavarse y quizá también para cambiar las sábanas de la cama.

Halvorsen guiñó un ojo e intentó entrever quién era con el otro. Aún parecía inseguro de quién era la persona que tenía delante.

—Soy yo —dijo ella—. Hanna Lundmark. ¿No te acuerdas de mí?

Halvorsen dio un respingo. Meneó la cabeza, no daba crédito a lo que oía.

—Sí, no soy ningún fantasma —le dijo procurando hablar con la mayor claridad posible—. Soy yo.

Por fin estaba seguro. Se quedó mirándola con incredulidad.

—Desapareciste sin más —dijo—. No conseguimos encontrarte.

—Bajé a tierra. No podía continuar el viaje. Era como si Lundmark siguiera a bordo.

—Mil novecientos treinta y cinco metros —recordó Halvorsen—. Aún lo tengo grabado en la memoria.

Se levantó del sofá y se irguió, como si quisiera obligarse a estar sobrio.

—Jamás pensé que fuera posible —dijo—. Que volvería a ver viva a la cocinera. Y mucho menos en un lugar como éste. ¿Qué ocurrió?

—Bajé a tierra. Me casé. Volví a enviudar.

Halvorsen se quedó pensando en sus palabras. Luego le pidió que las repitiera, pero más despacio. Y ella lo repitió.

—Pues nosotros creíamos que habías muerto —admitió Halvorsen—. Nadie se explicaba que abandonaras el barco por voluntad propia en un puerto africano.

—Háblame del viaje —le rogó ella—. ¿Visteis algún iceberg?

—Vimos uno, alto como una iglesia. Fue inmediatamente después de salir del puerto. Por las noches siempre estábamos inquietos. Nadie descubre un iceberg hasta que es demasiado tarde. Pero llegamos a Australia y regresamos.

—Yo estuve bajando al puerto, pero no os vi.

—Nos aprovisionamos más al norte, en Dar-es-Salaam. O tal vez más al sur, en Durban. Ya no lo recuerdo.

Ana comprendió que Halvorsen había regresado a Sundsvall en el barco. Lo que significaba que había visto a Forsman, que siempre reunía a la tripulación en el puerto de partida al final de una travesía.

—Supongo que seguiste con la tripulación durante todo el trayecto, ¿no es cierto?

—Regresé con ellos a Sundsvall, pero luego me fui a Noruega y me enrolé en otro barco.

—Esa parte no me interesa. Sólo quiero noticias de Forsman, saber lo que dijo.

Halvorsen frunció el ceño.

—¿Qué Forsman?

—¡El armador!

Entonces Halvorsen cayó en la cuenta.

—Apareció en el puerto en una especie de carretilla con ruedas.

—¿Estaba herido?

—Había sufrido un accidente y le habían amputado una pierna. Pero se empeñó en subir a cubierta. Iba dando saltitos como un pájaro renco.

—¿Estaba solo?

—Creo que iba con un finlandés, pero no recuerdo el nombre.

Ana continuó haciéndole preguntas, pero Halvorsen no sabía nada sobre Berta ni sobre su hijo. Pese a lo absurdo de la empresa, Ana no pudo por menos de preguntar por su madre. ¿Nadie habló de Elin, cuya hija jamás regresó?

Halvorsen no conocía a ninguna Elin.

—No llegué a hablar con Forsman —dijo—. Fue Svartman, pero no sé qué contaron de ti y de Lundmark, de su muerte y tu desaparición. Yo me fui a Spitsbergen y pasé allí el invierno cazando, con la esperanza de hacerme con las pieles suficientes para comprarme una pequeña granja en Trondelag. Pero lo único que conseguí fue pasar un frío de muerte, volverme loco en medio de tanta oscuridad y perder por completo la fe en el Dios al que solía dirigirme en los momentos difíciles. Para mí ha dejado de existir, pero creo que he acumulado el perdón suficiente para los pecados que tengo por cometer.

Halvorsen estalló en una carcajada de resignación. Luego se le acercó inclinándose tanto que el hedor a alcohol le dio a Hanna en la cara.

—Puesto que estás aquí, me figuro que tú también vendes tus servicios. La negra esa sabía lo que se hacía, pero nunca puede ser lo mismo que una mujer blanca. ¿Tú cobras lo mismo que ella? ¿O quizás un poco más?

Halvorsen le puso la mano en el pecho y se lo apretó. Ana pensó en los dedos peludos de
Carlos
y apartó al noruego, que creyó que se trataba del principio de un juego, de modo que volvió a agarrarla. Entonces Ana le atizó una bofetada y llamó a O'Neill.

—Echa de aquí a este hombre —le ordenó—. Y procura que no vuelva nunca. Nunca jamás.

Halvorsen no llegó a protestar siquiera cuando O'Neill lo levantó del sofá y lo arrastró a la calle.

Y se cerró la puerta.

Ana pensó que la diferencia entre el capitán Svartman y su ex tripulante Halvorsen desapareció en el preciso momento en que entraron en aquella casa donde las mujeres estaban a la venta.

Sin embargo, le costó sobreponerse a la decepción que le causó comprobar que Halvorsen la había tomado por una prostituta. En aquel instante, algo murió en ella irrevocablemente.

61

Tras la visita inesperada de Halvorsen, Ana empezó a escribir cada vez más en su diario. Lo que antes fuera una costumbre esporádica cobró para ella una importancia cada vez mayor. Dejó allí constancia pormenorizada del encuentro con Halvorsen y de su torpeza con ella.

Al día siguiente bajó al puerto con O'Neill. Había en el muelle dos buques ingleses y uno portugués, pero Ana no sabía a la tripulación de cuál de ellos pertenecería Halvorsen. Como tampoco se le alcanzaba la razón por la que había acudido al puerto. ¿Sería, sencillamente, por una curiosidad que no era capaz de controlar?

Aquella noche sobrevoló la ciudad una plaga de langostas. Las calles, las escaleras y los tejados aparecían cubiertos de langostas muertas o moribundas. Mientras recorría el camino entre el burdel y el puerto se dijo que así era como se imaginaba un campo de batalla: cada langosta era un soldado herido, cadáver o agonizante.

El único que parecía encantado con las langostas era
Carlos
, que, sentado en el tejado de la casa, estaba dándose un banquete con aquellos insectos aparecidos de nadie sabía dónde ni por qué habían elegido justo aquella ciudad para caer y morir sobre ella.

Por la tarde, durante su ya habitual visita a Isabel en la prisión, la recibió un oficial al que no conocía. Precisamente aquel día decidió ir acompañada de O'Neill en lugar de Judas. El gobernador Lima había enfermado súbitamente y con toda probabilidad de malaria, y se encontraba ingresado en el hospital. De modo que el consejero militar del gobernador ocupaba ahora su puesto. Se presentó como Lemuel Gulliver Sullivan. Pese a que llevaba un nombre británico, hablaba un portugués impecable. Era joven, de apenas treinta años. Ana confió en que, en razón de su juventud, el oficial mostrase más tolerancia y consideración que Lima para con Isabel.

Sin embargo, en cuanto empezó a hablar, se dio cuenta de que su esperanza se vería frustrada.

—Mientras yo sea el gobernador en funciones se endurecerán las normas —comenzó—. Todos los prisioneros del fuerte son delincuentes y debería notarse que sufren un castigo. En estos momentos estoy deliberando con mis colegas oficiales si no se debería volver al uso del látigo. Es algo que siempre ha surtido un efecto inmejorable en los delincuentes.

Ana creyó en un primer momento que había entendido mal. ¿De verdad iba a empeorar más aún la vida miserable que llevaba Isabel en la celda? Y así lo dijo, sin ocultar su indignación.

—El delito de esa mujer debe tratarse con la mayor severidad posible —aseguró el gobernador en funciones—. Lo único que cuenta, en este caso, es que asesinó a un hombre blanco. Si no reaccionamos de forma contundente, podría interpretarse como una señal de que el respeto que exigimos no es ni absoluto ni incondicional.

Ana comprendió que era absurdo intentar razonar con Sullivan.

—¿Qué otras reglas cambiarán a partir de ahora? —preguntó.

—Sólo admitiremos un número de visitantes muy reducido.

—¿Qué visitantes?

—Usted, naturalmente. El sacerdote que suele venir por aquí tratando de recuperar almas perdidas y un médico, si fuera necesario. Nadie más.

—¿Y si quisiera venir un consejero legal?

Sullivan estalló en una risotada desvelando así que le faltaba un buen número de dientes, pese a lo joven que era.

—¿Quién iba a querer darle consejo? ¿Y qué consejo?

Ana no formuló más preguntas. Bajó al lugar tenebroso en el que se hallaba Isabel, sentada en el catre sin moverse, como si no hubiera cambiado de postura desde la visita del día anterior. Pero la cesta estaba vacía: Isabel seguía con vida. Comía.

—Vendrá a visitarte un hombre —le anunció Ana—. Esperemos que sea un hombre inteligente que quizá pueda ayudarme a sacarte de aquí. Pero se hará pasar por médico para entrar. Puesto que habla tu lengua, nadie comprenderá lo que decís, ni siquiera yo.

Isabel no respondió, pero Ana se dio cuenta de que había prestado atención a sus palabras.

—La próxima vez te traeré ropa limpia —continuó—. Y para entonces, habrán pasado tres meses desde que te encerraron. También intentaré que te den agua suficiente para que puedas lavarte.

Ana apenas se quedó unos minutos. Ahora lo importante no era su visita, sino averiguar si Pandre podría cambiar la situación de Isabel.

En el camino de regreso dio un rodeo por el puerto. Cuando O'Neill le preguntó el porqué, Ana resopló por toda respuesta. No le gustaba que fuese tan preguntón. Había empezado a descubrir en él facetas que le desagradaban. La irritaba que siempre anduviera escuchando a hurtadillas. Además, había oído decir que lo habían visto en compañía del propietario de otro de los burdeles de la ciudad. ¿Habría cometido un error contratándolo?

—¿Qué hace allí todo el día encerrada? —preguntó—. ¿Tiene remordimientos por sus malas acciones? ¿Aporrea las paredes como si fueran tambores? ¿Se le ponen los ojos en blanco?

Ana se paró en seco.

—Si dices una palabra más, puedes marcharte y no volver nunca.

—Pero si yo sólo preguntaba.

—Ni una palabra más. Ni una sola. A partir de este momento, una de tus tareas consiste en estar callado.

O'Neill se encogió de hombros, pero Ana comprendió que había tomado conciencia del peligro.

Una vez en el puerto, Ana constató que había desaparecido uno de los barcos ingleses. Pensó que ahí se habría enrolado Halvorsen como carpintero.

Asimismo, se dio cuenta de que O'Neill la observaba con curiosidad. Cuando decidió marcharse del puerto, le dijo que no volviese al burdel hasta que ella hubiese doblado la primera esquina.

Unos días más tarde, Pandre le envió un telegrama anunciando su llegada. Ana lo recibió en el edificio de la estación recién construido. Pese a que, según el telegrama, sólo pensaba quedarse dos días, traía una gran cantidad de baúles, maletas y sombrereras. Cuatro porteadores y dos carros fueron precisos para trasladar el equipaje al automóvil que, una vez más, le había prestado Andrade. Y en un coche de caballos cargaron todo lo que no cabía en el maletero.

Partieron hacia el hotel en el que, siguiendo las instrucciones de Pandre, Ana había reservado la suite más grande. Cuando fue a hacer la reserva, sintió cierta inquietud. ¿Aceptarían allí a Pandre como cliente, siendo como era un hombre de color? Pero el director del hotel la tranquilizó. Se trataba de un abogado y era de origen hindú, así que no había problema. Acto seguido y puesto que ella correría con todos los gastos del viaje del abogado, depositó una suma de dinero para cubrir el coste de su estancia. Empezaba a preguntarse si Pandre no estaría haciendo cuanto podía por sacarle la máxima cantidad de dinero posible. ¿O sería aquélla su manera habitual de vivir cuando abandonaba Johannesburgo por cuestiones de trabajo?

Una vez que Pandre se hubo bañado, y tras ponerse un traje de lino blanco recién planchado y de contemplar las vistas, se sentó a comer en el restaurante, que estaba desierto.

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