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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Un ángel impuro (28 page)

Por el camino de regreso a la ciudad, Hanna le pidió al chófer que se detuviera a la vera del camino. Se hallaban cerca del río, poco antes del viejo puente, tan estrecho que sólo permitía el tránsito de vehículos en un sentido. Un viejo africano dirigía los pocos automóviles que por allí circulaban con una bandera roja y otra verde. Y fue allí donde Hanna sufrió la lógica conmoción posterior a lo que había presenciado.

—¿Qué le ocurrirá a Isabel? —preguntó.

—La encerrarán en el fuerte —respondió el chófer sin el menor atisbo de duda en la voz.

—¿Quién la juzgará?

—Ya está sentenciada.

—Pero ¿acaso no tiene la menor importancia el hecho de que Pedro la engañara como engañó a Teresa?

—Si lo hubiese matado Teresa, la habrían enviado a Portugal con los niños. Pero Isabel es negra. Ha matado a un hombre blanco y la castigarán por ello. Además, ¿a quién le importa que un blanco engañe a una mujer negra?

No volvieron a mencionar el asunto. Hanna se dio perfecta cuenta de que el chófer no deseaba desvelar cuál era su opinión acerca de todo aquello.

Continuaron rumbo a la ciudad cuando el hombre del puente agitó en el aire la bandera verde. Hanna se dio cuenta de que la bandera estaba rota y deshilachada y sintió que la atravesaba una oleada de ira.

Le pidió al cochero que la llevara a la playa que se hallaba en la zona norte de la ciudad. Se quitó los zapatos y se adentró en la blanda arena. Había bajamar y a lo lejos se divisaban los pequeños pesqueros de una sola vela. En la parte de la playa que no estaba acordonada y habilitada sólo para blancos jugaban niños negros.

«Salvar a Isabel sería como salvarme a mí misma», se dijo. «No puedo marcharme de aquí sin haber procurado que tenga un juicio justo. Sólo entonces podré decidir qué hacer».

Paseó por la playa, vio cómo volvía la pleamar. En aquellos momentos, Isabel era la persona más importante en su vida. Lo que le ocurriese a ella estaba irremediablemente ligado a su persona. Le sorprendió lo obvia que le resultaba aquella convicción. Por una vez en la vida no abrigaba duda alguna.

Fue a casa y pagó al chófer. Aquella misma noche se sentó al escritorio y calculó cuánto dinero había acumulado en metálico desde la muerte del
senhor
Vaz. Ahora invertiría parte de ese dinero en contratar los servicios de un abogado.

Carlos
observaba sus movimientos desde lo alto del ropero.

De repente, bajó de un salto y se colocó a su lado, encima de la mesa. Agarró un fajo de billetes y empezó a contarlos con aquellos dedos largos y negros, y así continuó, fajo tras fajo. Serio, como si de verdad comprendiera lo que estaba haciendo.

C
UARTA PARTE

C
OMPORTAMIENTO DE LA MARIPOSA ANTE UN PODER SUPERIOR

57

Aún faltaba mucho para que clarease el día cuando la mujer llamada Ana, conocida como Ana Branca, se despertó al sentir la mano de un hombre en el pecho. Por un instante, pensó que se trataba de Lundmark, que había regresado de entre los muertos. Pero cuando encendió la lámpara, vio que era
Carlos
quien la tocaba en sueños, como si buscara algo que hubiese perdido en sus ensoñaciones. El movimiento brusco de ella lo despertó. Ignoraba si por decepción o por vergüenza, pero al comprobar que no era más que un mono dormido quien la tocaba, Ana lo echó de la cama. El animal comprendió que estaba enojada y buscó refugio encaramándose en la lámpara. Allí se quedó mirándola con aquellos ojos en los que nunca estaba segura si veía burla o tristeza.

—¡Maldito mono! —gritó—. No vuelvas a tocarme jamás. Luego apagó la luz. Oyó cómo
Carlos
iba serenándose hasta que se durmió subido a la lámpara que se balanceaba colgada del techo. Enseguida la invadió el arrepentimiento. A pesar de todo,
Carlos
era un amigo, igual que un perro, sólo que más listo, e igual de fiel.
Carlos
no la toqueteaba, no era eso.

Pensó también en lo asombroso que resultaba el hecho de que la tenia que
Carlos
se había tragado no pareciese haberle causado ningún daño. Quizá los jugos estomacales de un mono fueran tan corrosivos que un gusano capaz de sobrevivir en las entrañas de un ser humano no puede vivir en los intestinos de un simio. Tras prometerle una paga extra, le había pedido a Rumigo, su jardinero, que estuviese pendiente de los excrementos de
Carlos
, por si veía indicios de algún gusano. Hasta el momento, el hombre no había encontrado ni rastro, pero ella estaba segura de que seguía buscando. No se atrevería a desobedecer.

Hanna era el antiguo nombre de Ana. Su título y apellido más recientes,
senhora
Vaz, también los había perdido. Y los perdió el mismo día en que desapareció el pavo real.

Pese a que tenía las alas cortadas, Judas juraba haberlo visto sobrevolando los tejados de las casas. Hanna se negaba a creerlo y lo amenazó con apalearlo si no le contaba lo que había ocurrido de verdad. ¿Había matado al pavo real para comérselo? ¿Lo había desplumado y vendido las plumas a algún sombrerero especializado en sombreros de señora? Pero Judas insistía. El ave había alzado el vuelo en la calle y había desaparecido.

Hanna no se lo creyó hasta que un día uno de los vigilantes del puerto juró que, al volver a casa del trabajo, había visto al pavo real sobrevolando el mar. Hanna se encontraba en una parte del mundo donde un ave con las alas cortadas era capaz de recuperar de repente la capacidad de volar. Lo cual no era más extraordinario que la creencia de que existían perros espectrales que recorrían las calles por las noches sin patas y sin pezuñas. O que las tenias podían crecer en las entrañas de los hombres hasta alcanzar los diez metros de longitud.

Hanna pensó que era una advertencia. Si quería llevar a cabo lo imposible, debía hacer lo imposible. Debía convertirse en otra persona.

De ahí que ahora sólo sea Ana Branca, nada más. «Ana Branca es un ser solitario», se dijo. Estaba perdiendo el respeto del que gozó en su día Hanna Vaz. Su decisión de intentar que declararan a Isabel inocente de asesinato por la muerte de su marido Pedro Pimenta originó indignación, ya que había incumplido su principal deber en la colonia: ser blanca; defender a su raza a cualquier precio.

Ana se quedó en la cama, pero no podía conciliar el sueño. Cuando la luz del amanecer dio por fin en la ventana, se levantó. Precisamente aquella mañana se vería con el abogado Andrade para hablar con él de lo que le esperaba a Isabel.

El primer pensamiento que le acudió a la mente aquella mañana fue el mismo que había tenido el día anterior: la imagen de Isabel en el calabozo subterráneo del fuerte, con una única ventana a ras de suelo por la que entraba la luz que ahora le permitía a ella contemplar el mar y la ciudad, las palmeras del paseo y los ríos que constituían la frontera con la tierra africana del interior. Isabel dormía en un catre, con una manta y un colchón relleno de hierba. Y o bien hacía frío, o bien un calor tal que la humedad chorreaba del techo. Las primeras semanas que pasó en la celda aún tenía una argolla en el pie. Ana había logrado convencer a Lima, el gobernador militar de la prisión, de que le ahorrase aquellas cadenas.

También hoy pensaba ir a visitarla. Tenía que humillarse a diario solicitando permiso ante Lima, que casi siempre la hacía esperar mucho. A veces ni siquiera estaba allí o fingía estar ausente. Ana siempre llevaba comida, lo único que le permitían darle a Isabel. Y ropa, pero sólo en dos ocasiones, por los dos meses que llevaba encerrada. Siempre que Ana iba a verla olía a sudor y a suciedad. Pero Isabel no podía utilizar la poca agua que le daban para lavarse, tenía que beber. Ana sabía que los dos hombres blancos que también estaban allí encerrados por haber agredido y matado a un tercero recibían un trato completamente distinto. Sin embargo, cuando se quejaba a Lima, él fingía no oírla. Miraba para otro lado, por encima de ella, y sacaba brillo a los galones de su uniforme.

Ana Branca era un ser solitario, se decía pensativa delante de la ventana. Se había revelado contra su propia raza al tomar partido por Isabel, que se consumía entre los muros del fuerte.

Eran las nueve cuando Andrade llegó a su casa, le entregó el sombrero blanco y el bastón de paseo a Julietta, que los recogió pavoneándose, y se inclinó al llegar a la puerta abierta del despacho de Ana. Ya no se daban la mano; lo que, si nunca llegó a ser amistad fue, al menos, respeto, ya se había esfumado por completo. El abogado se sentó frente a ella al otro lado del escritorio.

Lo primero que quería saber era si existía el riesgo de que decapitaran o colgaran a Isabel. Se lo había preguntado al abogado en varias ocasiones, pero su respuesta nunca le resultó convincente.

—La pena de muerte se abolió en Portugal en 1867 —explicó Andrade—. En otras palabras, no veo, por tanto, que exista el menor riesgo de que la ejecuten. Ya he intentado explicártelo con anterioridad. —Ana sintió cierto alivio, pero ¿cómo podía estar segura?—. He consultado mis libros —continuó Andrade—. Salvo en los casos de alta traición, no se aplica la pena de muerte. Además, he escrito una carta al Ministerio de Justicia en Lisboa, pero aún no he recibido respuesta. En cualquier caso, no vacilaré en confesar que somos muchos los que pensamos que deberían volver a introducir la pena capital, sobre todo en el territorio portugués que se halla en el continente africano. De ese modo, los negros no se atreverían ni en sueños a cometer delitos contra los blancos.

—¿Quién la juzgará? —preguntó Ana.

Andrade se mostró sorprendido al oír la pregunta, quizás incluso indignado.

—¿Juzgada? —repitió—. ¡Si se ha juzgado y condenado a sí misma!

—¿Dónde se celebrará el juicio? ¿Quién es el juez? ¿Quién asumirá su defensa?

—Esto no es Europa. No necesitamos un juez para encerrar a una mujer negra que ha cometido asesinato.

—Es decir, no habrá juicio, ¿no es cierto?

—No.

—¿Hasta cuándo seguirá encerrada en el fuerte?

—Hasta que muera.

—Pero ¿no le van a permitir defenderse siquiera?

Andrade meneó la cabeza irritado. Aquellas preguntas le resultaban molestas.

—La relación de Portugal con este país negro todavía no está regulada. Nos encontramos aquí porque así lo hemos elegido. A nuestros delincuentes los enviamos a Lisboa o a Oporto. De los negros que cometen delitos contra otros negros no nos preocupamos: ellos tienen sus propias leyes y tradiciones, en las que nosotros no nos involucramos. Pero en este caso, que es único, hemos decidido encerrarla en el fuerte. Y eso es todo.

—Pero debe tener derecho a una defensa. A que alguien abogue por ella.

Andrade se inclinó hacia delante.

—¿Y no existe, de hecho, una persona llamada hoy por hoy Ana Branca, que ya se está encargando de ello?

—Sólo que yo no soy jurista. Necesito consejo. Y en la ciudad no hay nadie dispuesto a ayudarme.

—Puede que encuentres algún abogado hindú en Johannesburgo o en Pretoria que quiera encargarse del caso.

Andrade sacó una pluma de oro del bolsillo de la pechera y anotó un nombre y una dirección en el reverso de una tarjeta de visita.

—He oído hablar de una persona que tal vez querría —dijo mientras dejaba la tarjeta en la mesa—. Se llama Pandre y es de Bengala. Por alguna razón que se me oculta, aprendió shangana. Y ésa es, seguramente, la lengua de Isabel, pero además, también habla portugués. Él quizá pueda ayudarte.

Andrade se levantó e hizo una inclinación. Ana quiso pagarle, pero él meneó la cabeza rechazándolo con desprecio.

—No cobro cuando no trabajo —replicó—. Y no tienes que acompañarme, sé encontrar la salida solo.

Ya en el umbral, se detuvo un instante.

—Si se te ocurriera marcharte de esta ciudad, estoy dispuesto a pagarte una buena suma por esta casa. Digamos que, llegado el caso, quizá pueda ser el primero en la lista de compradores, ¿te parece? Como compensación por la ayuda de esta mañana.

Dicho esto, se marchó sin aguardar respuesta. Ana Branca oyó cómo arrancaba el coche en la calle.

Carlos
había entrado sin ser visto y se había acomodado en su lugar habitual, encima del ropero de madera oscura que aún contenía la ropa del
senhor
Vaz.

«¿Qué entiende
Carlos
?»,se preguntó Ana. «¿Nada? ¿Todo tal vez?».

58

Ana bajó al burdel en un coche de caballos. Una vez allí recogió a Judas, que la acompañó al fuerte después de las horas de calor. Al pasar delante de los vigilantes armados siempre se sentía inquieta. ¿Y si cerraban las puertas del fuerte tras ella también? Judas llevaba la cesta con comida para Isabel. De repente, Judas empezó a hablar, algo insólito en él.

—No lo comprendo —admitió—. ¿Por qué le ayuda la
senhora
a esta mujer si ha matado a un hombre a cuchilladas?

—Porque sé que yo habría hecho lo mismo en su lugar.

—Pimenta no debería haberse unido a una mujer negra.

—¿Y no es eso lo que hacen los blancos todas las noches en mi establecimiento?

—No como lo hizo el
senhor
Pimenta. Tener hijos y reconocerlos Eso sólo podía terminar de una manera.

Caminaron por la sombra que proyectaban las casas bajas donde los comerciantes hindúes aguardaban sentados ante sus mostradores blancos que olían a especias exóticas.

Ana se quedó mirándolo.

—No pienso rendirme hasta que haya conseguido sacar a Isabel de la cárcel —declaró—. Puedes contárselo a todos aquellos con quienes hables.

Lima, el gobernador militar de la prisión, estaba en la escalera del edificio donde custodiaban las armas del fuerte. Parecía hastiado y se balanceaba sobre los talones. Aquella mañana le hizo seña de que entrara sin más. Judas le dio la cesta y se quedó esperándola al sol, como de costumbre. Ana oía hablar a Lima con los soldados. «De mí, seguramente», se dijo. «Y seguramente con desprecio».

Isabel estaba sentada en aquel catre tan endeble. No decía nada, ni siquiera la miró cuando entró en la semipenumbra. Pese a lo mal que olía, Ana se sentó al lado de Isabel y le rozó la mano, delgada y fría.

No dijeron nada. Tras un largo silencio, Ana cogió el cesto vacío del día anterior y salió de la celda. Mientras Isabel comiera, había esperanza, pese a todo.

Dos días después, Ana viajó a Johannesburgo. Era la primera vez y pensó que le habría gustado ir acompañada. Pero entre los blancos que conocía no había nadie en quien confiase de verdad, al menos, no en el asunto que se había propuesto resolver.

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