Un ángel impuro (24 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Hanna sabía, además, que no debía mirar al león a los ojos. De modo que bajó la vista mientras atravesaba el gentío. Caminaba temiendo sentir en cualquier momento un navajazo o un estacazo en la cabeza, pero fueron abriéndole camino. Contuvo el impulso de salir corriendo, continuó caminando despacio, con el corazón desbocado bajo la blusa. Aún restallaban las balas a su alrededor y ella se estremecía a cada disparo. Tropezó con un hombre muerto que yacía en el suelo con el pecho destrozado y se detuvo, pero se obligó a continuar.

De repente apareció un pelotón de caballería con los caballos nerviosos y sudorosos. En un abrir y cerrar de ojos se disolvió la multitud que la rodeaba. La calle parecía un campo de batalla, plagada de harapos quemados y de estacas partidas en dos y, de vez en cuando, el destello de los casquillos que dejaban los cartuchos de los soldados. Una cantidad ingente de cadáveres negros en posturas imposibles, algunos casi desnudos, cubría la calle y las aceras. Un hombre aullaba de dolor o de rabia, resultaba difícil decirlo. Los soldados blancos de uniforme azul oscuro se alineaban escopeta en ristre, como si temieran que los muertos fueran a levantarse de nuevo para atacarles. A lo lejos empezaron a formarse también grupos de blancos. Surgía de ellos un rumor, como si el odio que sentían no se contentase con ver a los muertos, como si quisiera continuar castigándolos.

El hombre que gritaba enmudeció de pronto. Hanna echó a andar despacio por el campo de batalla hasta el coche de Andrade. El chófer había regresado. Estaba sentado con las manos aferradas al volante y la vista al frente, sin ver a Hanna.

Andrade estaba acurrucado y encogido en el asiento trasero. La mancha de orina de los pantalones había empezado a secarse. Sostenía entre las manos el revólver como si de un crucifijo se tratara.

Hanna lo miró pensando que lo detestaba por su cobardía. Al mismo tiempo, no pudo por menos de alegrarse al ver que estaba vivo e ileso. «Todo es contradictorio», se dijo. «Nada es tan sencillo como yo quisiera».

Para su sorpresa, los cadáveres negros que la rodeaban no despertaban en ella sentimiento alguno.

Los enjambres de moscas ya empezaban a sobrevolar a los muertos. Los soldados dejaron a la sombra los carros y los caballos que habían mandado traer y, cubriéndose la cara con un pañuelo blanco, empezaron a retirar los cadáveres.

«Como si fueran ganado», pensó Hanna. «Recién sacrificados y aún sin desollar».

Se alejó de allí a toda prisa. Andrade le gritó algo, pero ella no lo entendió.

No se detuvo hasta llegar al burdel.

Halló a las mujeres negras sentadas en los sofás. Se quedaron mirándola. Hanna pensó que debería decir algo.

Pero no sabía qué.

53

El silencio de las mujeres, pero también el hecho de que la mirasen a los ojos, provocaron su huida. Todo lo que había experimentado aquella mañana le resultaba tan aterrador y tan sobrecogedor que ahora era ella quien apartaba la vista. Volvió a la calle, donde un oficial distribuía munición entre los soldados que montaban guardia en la esquina. Hanna lo conocía porque visitaba el burdel con regularidad. Le prometió que la llevaría a casa en el coche del ejército en cuanto hubiese repartido la munición. Hanna se sentó a esperar en el coche, que no tenía capota, de modo que abrió el antucá para protegerse del ardiente sol.

Enjambres de moscas le zumbaban alrededor de la cabeza, como si estuviese muerta. Las espantaba con la mano mientras se decía que cuanto estaba sucediendo era una pesadilla pertinaz de la que no lograba despertar.

El joven oficial llegó por fin y se sentó al volante. Llevaba a su lado a un soldado con el arma presta para disparar. Cuando se detuvieron delante de la casa de piedra, el oficial le preguntó si quería que le dejaran a un vigilante armado ante la puerta, pero Hanna se sentía segura en su casa. Además, intuía que el oficial pretendía llegar con ella a un acuerdo que le permitiera visitar el burdel y aprovecharse de las mujeres sin pagar. La sola idea la indignó.

Hanna rechazó la oferta y entró por la puerta que le abría Julietta. La joven tomó el sombrero, los guantes y el antucá.

Hanna le pidió que la acompañara al porche. Allí aún se percibía el hedor a quemado procedente de la ciudad. Anaka le llevó una jarra de agua. Julietta aguardaba a unos metros del sofá en el que se había sentado Hanna. Ésta le señaló una silla y Julietta se sentó en el borde, insegura.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó—. Nada de enredos. Sólo lo que sepas a ciencia cierta.

Julietta le habló despacio, pues sabía que a Hanna le costaba entender y que a menudo le pedía que le repitiera lo que acababa de decir. Pero aquella mañana, en el porche, Julietta habló más claro que nunca. ¿Quizá porque lo que iba a contar era importante para ella?

Una joven llamada Nausica había ido a buscar agua a un pozo de las afueras de Xhipamanhine, uno de los suburbios de negros más extensos de la ciudad. Como todas las mujeres, llevaba el cántaro en la cabeza. Era un cántaro grande, de veinte litros, y Nausica caminaba guardando el equilibrio por el sendero, como en tantas otras ocasiones. Esto sucedió, según Julietta, a las afueras del suburbio. En el camino de regreso, Nausica se cruzó con tres hombres blancos, jóvenes los tres, que iban armados con escopetas para cazar gaviotas en los vertederos que se alzaban junto a la playa. Era un terreno pantanoso en el que no vivía nadie, salvo el mosquito de la malaria, que tenía allí uno de sus principales criaderos. Nausica intentó sortear a los hombres sin perder el control del pesado cántaro, pero, al pasar a su lado, uno de ellos le asestó un golpe al cántaro con la culata de la escopeta, de modo que el recipiente se quebró y el agua empapó a Nausica. La joven se agachó rodeándose las rodillas con los brazos. A su espalda, oyó las risas de los tres hombres.

Unas mujeres que trabajaban la tierra en sus tristes
machamhas
vieron lo ocurrido. Y sólo cuando los tres hombres se hubieron alejado, se atrevieron a acercarse para comprobar si Nausica se encontraba bien.

Sin embargo, hubo otra persona que presenció lo sucedido: Akatapande, el padre de Nausica, que apareció corriendo por el sendero. Akatapande era maquinista de los trenes que cubrían el trayecto entre la ciudad y la frontera sudafricana de Ressano Garcia. Y, casualmente, aquel día era uno de los dos que libraba al mes. Tras comprobar que Nausica se encontraba bien, quiso ir en busca de los tres hombres que la habían maltratado. Nausica y las demás mujeres intentaron disuadirlo. Se arriesgaba a que lo apalearan o a que le disparasen, pues aquellos hombres no darían mayor importancia a un padre que protestaba por la humillación infligida a su hija. Pero no lograron retener a Akatapande, quien echó a correr por el sendero hasta que alcanzó a los tres hombres, que aún se mofaban de la muchacha empapada.

Akatapande empezó a lanzarles maldiciones. En un primer momento, no parecieron prestarle atención y continuaron bajando rumbo a la playa. Pero Akatapande se interpuso en su camino y comenzó a golpearles en el pecho indignado. Uno de ellos lo abatió entonces con la culata de la escopeta. Cuando Akatapande se incorporó, volvieron a golpearlo. Luego el primer hombre le apuntó a la cabeza y le pegó un tiro. Acto seguido se marcharon de allí tranquilamente, como si nada hubiese ocurrido.

El rumor de la muerte de Akatapande se propagó con la rapidez que sólo cobraban los acontecimientos de una brutalidad exagerada. Más tarde, al saberse que el oficial del fuerte al que llamaron decidía no iniciar investigación alguna, dado que uno de los tres blancos era hijo de uno de los más íntimos colaboradores del gobernador, el rumor, al principio sordo, que se originó en Xhipamanhine empezó a crecer hasta convertirse en una ira que se concretó en los disturbios de la mañana.

Hanna no dudó ni un instante de la veracidad del relato que acababa de oírle a Julietta.

Había comprendido perfectamente una cosa: lo que más alteró el ánimo de los negros fue que los jóvenes no hubiesen reaccionado al ver lo que habían hecho.

Un negro muerto: eso no era nada.

Julietta se levantó de la silla, pero sin marcharse del porche. Hanna le preguntó si quería contarle algo más.

—Quiero empezar a trabajar en el hotel —respondió la muchacha.

—¿No estás a gusto aquí?

No respondió.

—No necesitamos empleados en el hotel. Ya nadie se aloja allí. —No me refiero a eso.

Hanna comprendió entonces atónita que Julietta deseaba trabajar como prostituta. Quería sentarse en el sofá con las demás mujeres negras y esperar a los clientes. Hanna se enojó. Julietta aún era una niña. Era más joven que ella misma cuando la envolvieron en las pieles grasientas de Forsman y la sentaron en el trineo que la llevó a la costa a través del paisaje helado.

—Pero ¿has estado ya con algún hombre? —preguntó Hanna airada.

—Sí.

—¿Con quién? ¿Cuándo?

De nuevo silencio. Hanna sabía que eso sería cuanto obtuviera de la muchacha, pero tampoco dudaba de que Julietta le decía la verdad.

«No sé nada de esta gente», pensó. «Su vida es para mí un misterio cuya explicación no puedo ni sospechar. Me resulta tan desconocido como la parte del mundo en la que me encuentro».

—Ni hablar del asunto —sentenció—. Eres demasiado joven.

—Felicia tenía dieciséis cuando empezó.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque me lo contó ella.

—No sabía que hablaras con las mujeres de la ciudad…

—Yo hablo con todo el mundo. Y todo el mundo habla conmigo.

Hanna cayó en la cuenta de que la conversación empezaba a discurrir en círculos.

—Ya, pero esto lo decido yo. Te lo diré por última vez: eres demasiado joven.

—Esmeralda está gorda y es vieja. Ningún hombre la quiere ya. Me gustaría reemplazarla.

—¿Y cómo sabes tú que los hombres ya no se interesan por ella?

—Ella misma me lo dijo.

—¿Que Esmeralda te lo ha dicho?

—Sí.

Hanna ya no sabía si Julietta decía la verdad. Sin embargo, la muchacha tenía razón sobre Esmeralda, por desgracia. La vieja prostituta se había ajado considerablemente en los últimos tiempos. Bebía a escondidas, andaba siempre comiendo pollo envuelto en gruesas capas de grasa y había perdido por completo el control de su peso. En una de las reuniones matinales, el señor Eber le había explicado entristecido que Esmeralda ya no ganaba casi nada. Que se pasaba los días sentada en el sofá. Tan sólo algún marinero borracho que llegaba a altas horas de la noche caía de vez en cuando en sus brazos, donde se dormía hasta que los vigilantes lo echaban a la calle. Naturalmente, después de haber pagado por los servicios que creía haber recibido, por más que no lo recordase.

La situación de Esmeralda no era un tema que Hanna pensara discutir con Julietta. Aún estaba enojada por la pretensión de la muchacha de trabajar en el burdel. La despachó sin añadir una palabra más.

Aquella misma tarde, Hanna mandó llamar a Felicia. Le envió un breve mensaje metido en un sobre cerrado. No quería que la carta cayera en manos equivocadas. «Tengo que hablar contigo sobre Esmeralda».

Felicia se presentó en la casa de piedra aquella noche. Aún olía a humo al otro lado del porche y de las ventanas y Felicia le contó a Hanna que ya habían retirado los cadáveres de la calle. Habían sofocado la revuelta. Los soldados aún vigilaban las calles de mayor tránsito con las armas cargadas, pero nadie contaba con que ocurriera nada más. Pese a todo, el burdel estaba casi vacío.

Felicia se sentó en el despacho de Hanna, que le entregó un sobre, también cerrado.

—Quiero que le lleves este sobre a la joven Nausica —dijo.

—Nausica tiene dieciséis años y no sabe leer.

—El sobre no contiene ninguna carta, sino dinero para el entierro de su padre y para un cántaro nuevo.

Felicia dudó un instante antes de coger el sobre y guardárselo por dentro de la blusa. Hanna pensó que tal vez sospechara que estaba poniendo a prueba su honradez.

En cualquier caso, nada dijo al respecto y empezó a hablarle de Esmeralda. Había llegado al burdel a la edad de veinte años, y Felicia ignoraba dónde la había encontrado el
senhor
Vaz. En aquel entonces, Esmeralda era una de las favoritas de los clientes y, durante varios años, la prostituta más solicitada.

Hanna preguntó cuál era la vida de Esmeralda fuera del burdel.

—Está casada y tiene cinco hijos. Más dos que murieron. De los que siguen con vida, cuatro son niñas y el otro, un niño. Es el más joven y se llama Último. Su marido se llama Pecado y se gana la vida vendiendo pájaros que captura con una red.

—¿Dónde viven?

—En una casa, en Jardim.

—¿Dónde comenzó la revuelta?

—Donde comienzan todas las revueltas. Cuando no en Xhipamanhine.

—¿Cómo es la casa?

—Como todas las demás.

—¿Y eso qué significa?

—Resquebrajada, parcheada, construida con lo que el señor Pecado ha conseguido recoger de aquí y de allá.

—¿Tú has estado allí?

—Nunca, pero lo sé de todos modos.

Hanna reflexionó sobre lo que Felicia acababa de decirle. Todo le seguía resultando de lo más escurridizo.

—¿Qué me aconsejas que haga? —preguntó al fin.

Al parecer, Felicia iba preparada para aquella pregunta. De uno de los bolsillos de la falda sacó unos frascos de cristal transparente. Estaban llenos de agua en la que nadaban unos gusanos de color blanco.

—Creo que Esmeralda merece una oportunidad para deshacerse de los kilos y que vuelvan a requerir sus servicios. Lo conseguirá. Ella es consciente de que ya no se gana el lugar que ocupa en el sofá.

Felicia se acercó a Hanna y le entregó los frascos. En ese preciso momento,
Carlos
entró en la habitación sin hacer ruido. Se encaramó al alto armario en el que el
senhor
Vaz guardaba los trajes, las camisas y las corbatas. Y desde allí observó sin moverse a las dos mujeres y los frascos.

—Son tenias —explicó Felicia—. Las he conseguido de una
jeticheira
que sabe más que nadie en la ciudad sobre cómo perder peso. Lo único que Esmeralda tiene que hacer es poner uno de los gusanos en un vaso de leche y tomárselo. El gusano empezará a crecerle dentro, puede que alcance los cinco metros de longitud, y devorará la mayor parte de lo que coma Esmeralda, que adelgazará en poco tiempo. La mayoría de los gusanos necesitan mucho tiempo para crecer, pero no los de esta clase.

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