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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Un ángel impuro (20 page)

Pedro Pimenta había mandado construir junto al criadero una casa magnífica y un jardín inmenso donde cavó una serie de estanques en los que criaba cocodrilos, cuya piel vendía a las curtidurías de París, que fabricaban con ella zapatos y bolsos. Recogían los huevos de cocodrilo a orillas del río Komati, aunque también había contratado a remeros que capturaban crías recién nacidas en las aguas junto a los bancos de arena, desde donde vigilaban las hembras. Éstas no dudaban en atacar si alguien intentaba robarles los huevos o las crías que con tanto cuidado habían transportado hasta el río entre sus fauces. En una ocasión, un cocodrilo enorme logró volcar una de las frágiles embarcaciones. Los dos ocupantes cayeron al agua y, con el valor que infunde la desesperación, trataron de ponerse a salvo nadando hasta la ribera. Uno de ellos lo consiguió, pero tuvo que ver cómo un cocodrilo le mordía la pierna y arrastraba al fondo a su compañero, precisamente cuando éste acababa de llegar a la orilla y ya se aferraba con las manos a la arena fangosa para tomar impulso y subir. Tan sólo una vez asomó la cabeza por encima del agua antes de que el cocodrilo tirase de él hasta el fondo y lo dejase atrapado en las ensortijadas raíces de los árboles acuáticos. Allí se pudriría el cuerpo antes de que llegaran a devorarlo.

Hanna había oído horrorizada aquella historia de boca de Felicia y jamás dudó de su veracidad. No podía consolarse con la idea de que fuese una historia como tantas otras de las que circulaban entre los hombres que se dedicaban a hablar con sus prostitutas en el burdel.

Pedro Pimenta era creyente. Felicia le había enseñado la lápida que había mandado poner en el cementerio sobre la tumba del hombre al que devoraron los cocodrilos. No quedó cadáver, pero para el entierro pusieron la ropa del hombre muerto en un cofre de madera bellamente tallada. En la lápida sólo podía leerse el nombre: Walibamgu, ya que Pedro nunca llegó a conocer su apellido. Se presentó un día en los estanques de los cocodrilos para pedir trabajo, y Pedro lo contrató en el acto. Para él no tenía la menor importancia que careciese de apellido y de pasado. Era uno más de los que venían vagando del interior del país y que sólo existían por un breve periodo de tiempo, un Walibamgu, sin fecha de nacimiento, pero sí con la fecha de la muerte, una fecha que podía grabarse en una lápida, la del día en que el cocodrilo lo arrastró al fondo del río.

Pedro Pimenta creía, pues, en Dios y acudía a la catedral con regularidad. Donaba dinero para candelabros nuevos y también había costeado la reparación de los bancos de la inmensa nave devorados por las termitas.

Ahora estaba sentado a la sombra del espacioso porche que daba al río y, en lontananza, se veía cómo los montes se perdían en una calina siempre estática. Hanna sabía que Pedro Pimenta rara vez abandonaba su hogar. Las únicas salidas que se le conocían eran las que emprendía cuando iba al burdel o a la catedral. Declinaba todas las invitaciones que le hacían. Ni siquiera el gobernador portugués lograba atraerlo a las veladas en las que el resto de la elite colonial blanca se sacaba los ojos por participar. Pedro Pimenta prefería quedarse sentado en el porche vigilando a los cocodrilos que crecían en los estanques y a los pastores alemanes cuya agresividad potenciaban los entrenadores en el criadero de perros. En uno de los estanques que había junto al porche tenía varias crías de cocodrilo que él mismo alimentaba con ranas y peces pequeños.

Pedro Pimenta llevaba un traje de hilo blanco y un salacot con un pañuelo anudado en la nuca. Su constitución física era peculiar, todo lo tenía delgado menos la barriga, que sobresalía por encima del cinturón como un tumor inflamado. Tenía la piel llena de cicatrices de las picaduras de insecto y la viruela, y le colgaba un párpado como si la mitad de su yo estuviese luchando contra un cansancio incontenible. Pese a que aún no era viejo, se lo veía prematuramente avejentado, como solía ocurrir con los blancos que se mudaban a los trópicos y trabajaban demasiado duro.

Pedro Pimenta vivía desde hacía varios años con una mujer negra llamada Isabel con la que tenía dos hijos, un niño y una niña. A los dos los habían bautizado en la catedral, con los nombres de Joanna y Rogerio.

A ninguno de los blancos de la ciudad le importaba que tuviese una amante negra, pero que viviera con ella como si estuvieran casados, que criara a sus hijos como si fueran suyos —cosa que, por cierto, era el caso—, con la ayuda de un tutor particular era algo que a todos disgustaba. De ahí que en ciertos círculos lo mirasen con desprecio, mientras en otros suscitaba cierta preocupación indefinible.

Cuando vio a Hanna salir del automóvil, le estrechó la mano y la invitó a subir al porche, donde al menos hacía un amago de fresco cuando la brisa del río soplaba envolviendo la casa. Isabel salió a saludarla. Iba vestida como una mujer blanca y llevaba el pelo negro recogido en un moño en la nuca. Hanna pensó que era la primera mujer negra que la miraba directamente a los ojos al saludarla. En los ojos de Isabel intuyó cómo habían sido aquellas gentes antes de que los blancos llegasen con sus barcos y bajasen a tierra en busca de esclavos, diamantes y marfil.

Isabel fue a buscar a los pequeños para que saludaran a la visita. A Hanna le parecieron dos niños de una belleza muy llamativa.

—Mis hijos —los presentó Pedro—. Mi mayor alegría. De hecho, la única, bastante a menudo.

Hanna se preguntó por qué se lo veía de pronto tan abatido. Una corriente fría que no procedía del río, sino de su interior, atravesó el aire. No comprendía cómo podía hablar de alegría con unas palabras que, en realidad, rezumaban desaliento.

Algo la hizo sentirse mal, aunque no habría sido capaz de decir qué.

Pedro se la llevó a dar un paseo hasta el criadero de perros.

—La demanda sigue aumentando —aseguró Pedro—. Creí que tendría el monopolio de estos pastores alemanes cuatro años como máximo y que entretanto surgirían otros criaderos con perros blancos para satisfacer la demanda del mercado, pero me estoy dando cuenta de que no había contado con la necesidad que tiene la gente de poseer originales. Y el original está aquí y sólo aquí.

—¿Cuánto cuesta uno de esos perros? —quiso saber Hanna.

—Quienes preguntan por el precio no suelen poder permitírselo.

—No preguntaba porque me interese.

—Lo sé. Y tú sí podrías permitírtelo.

Hanna comprendió que no quería revelar el precio que pedía. O quizá no tenía tarifas establecidas, sino que dejaba que cada cliente pagara según sus posibilidades.

Continuaron hasta los estanques de la granja de cocodrilos. Pedro le explicó que debían retirar a los que crecían más lentamente para que no se convirtieran en alimento de los que habían crecido más.

En un estanque de aguas verdinegras, separado de los demás, se veía a un cocodrilo imponente, inmóvil sobre una roca. Medía cerca de cinco metros de longitud. Nadie sabía cuántos años tenía. Pedro no permitía que nadie más le diese de comer. Él mismo le arrojaba al agua la comida una vez por semana.

Precisamente aquel día iba a dar de comer al cocodrilo, que se llamaba
Noa
.Le preguntó a Hanna si le gustaría ver cómo lo hacía. Ella quería responder que no, pero asintió. Él llamó a uno de los trabajadores negros que cuidaban de los reptiles. Sacaron del corral una oveja lanuda, una hembra de gran tamaño. El trabajador negro le dio a Pedro la cuerda con la que sujetaba a la oveja y se marchó a toda prisa. La oveja parecía presagiar lo que se avecinaba, como si respirase la sangre de los animales sacrificados que la habían precedido.

Pedro se quitó la chaqueta y la colgó en un perchero que había junto al estanque, colocado allí, sin duda, para cumplir únicamente aquella función. Se desabotonó el chaleco que le aprisionaba la protuberancia de la barriga, se arremangó la camisa y soltó la cuerda al tiempo que agarraba a la oveja por el cuello. El animal balaba con tono lastimero. El cocodrilo yacía inmóvil. Con un movimiento rápido, Pedro agarró a la oveja por las cuatro patas y la puso boca arriba antes de arrojarla a aquella tumba acuática donde aguardaba el cocodrilo. Con un movimiento tan sigiloso y veloz que Hanna apenas lo advirtió, el reptil abandonó su puesto en la roca y desapareció bajo las aguas, desde donde apresó de un mordisco el cuerpo de la oveja. Empezó a agitarlo de un lado a otro moviendo el cuello y sin soltar la presa desaparecía bajo el agua, volvía a emerger con el cuerpo sin cabeza entre las mandíbulas.

Hanna no quería ver más. Se dio media vuelta y apremió el paso hacia el porche.

—Iré en cuanto haya terminado el festín —oyó decir a Pedro a su espalda.

«Es como si él mismo participara en la comida», se dijo indignada. «¿Cómo podrá darme este hombre un solo consejo sobre qué hacer con mi vida?».

En un primer momento pensó en subirse al coche que la aguardaba y volver a la ciudad. Sin embargo, se quedó en el porche, y cuando Pedro regresó tras el almuerzo del cocodrilo, la halló en un rincón en el que se había refugiado buscando la sombra. En el rostro de aquel hombre no había el menor indicio del espectáculo que acababa de presenciar junto al estanque de los cocodrilos. Antes al contrario, le sonrió a Hanna, hizo sonar una campanilla plateada, pidió té al criado que se presentó y le preguntó a Hanna por qué había ido a verlo de forma tan inesperada, cuando era sabido que ella nunca visitaba a nadie.

—Hay un asunto que me quita el sueño —le confesó Hanna—. No sé por qué razón debería permanecer en África. Sin embargo, tampoco sé por qué debería marcharme de aquí. Ni adónde.

A Pedro no parecieron sorprenderle sus palabras y siguió abanicándose despacio con el salacot.

—A todos nos sobrevienen esos pensamientos —respondió Pedro Pimenta—. Es una cuestión que no podemos evitar. Quedarse o no quedarse. Aunque hayamos nacido aquí, nos encontramos en tierra extraña. O quizá debería decir incluso que nos hallamos en territorio enemigo.

—¿Es ésa la sensación que tengo? ¿La del mucho odio que dirigen contra nosotros, los blancos?

—Bueno, de eso no hay por qué preocuparse demasiado. ¿Qué podrían hacernos los negros? Nada.

—Ellos tienen algo de lo que nosotros carecemos.

Pedro Pimenta la miró intrigado por primera vez.

—¿Y qué es?

—Que son muchos.

El veterinario pareció decepcionado al oír su respuesta, como si hubiera confiado en que lo sorprendiera diciendo algo que a él no se le hubiese ocurrido pensar.

—Que constituyeran una amenaza por su número … , eso no son más que creencias infundadas de gente timorata —dijo impaciente—. Pesadillas que jamás podrían hacerse realidad. Su número no hace más que aumentar su desconcierto.

—Pues yo no me tengo por timorata, pero no puedo cerrar los ojos a lo que veo. Ni hacer oídos sordos a lo que oigo.

—¿Y qué es lo que oyes?

—Un silencio que no es natural.

Antes de que Pedro alcanzase a responder, apareció su mujer en el porche y se sentó en uno de los sillones de mimbre. Isabel sonrió.

Hanna intuyó que había estado escuchando su conversación, pero ¿por qué se había presentado en el porche precisamente en aquel instante? ¿Acaso deseaba que pusieran fin a la conversación? ¿O existiría otro motivo?

De repente, Hanna se imaginó a Pedro sujetando la pierna de Isabel y arrojándola a la tumba de los cocodrilos. Se estremeció y se le escapó la taza de té que tenía en la mano. Y es que, una vez que pensó en aquel hombre arrojando a los cocodrilos a su mujer, no tardó en visualizarlo empujándola a ella también, aunque fuese blanca.

Pedro hizo sonar de nuevo la campanilla. Enseguida se presentó un criado a retirar la taza rota y a limpiar el suelo.

Hanna se acordó entonces de Berta. Jonathan Forsman le dio sin querer a una taza de café que se cayó de la mesa. Lo recordaba perfectamente: Berta fregando, luego secando. Y Forsman, que ni siquiera miraba hacia donde ella estaba.

«¿Hacia dónde miro yo?», se preguntó. «¿y por qué tengo esta opinión de Pedro Pimenta?».

La fresca brisa que corría se esfumó. El calor dominaba inmóvil el porche. Procedente de algún punto indeterminado se oyó una risa solitaria.

Guardaron silencio. Hanna los observaba. Isabel, muy guapa, y Pedro Pimenta con los labios apretados.

«No tengo ningún espejo», se dijo. «Pero sé que empiezo a parecerme a él. Y nada más lejos de mis deseos».

48

Isabel los dejó solos al cabo de unos minutos. Pedro Pimenta ya no tenía fuerzas ni para abanicarse con el salacot. Se trasladó a un sofá con un sistema de muelles y cadenas de hierro, se quitó el zapato derecho e introdujo el dedo gordo en el ojo de una cuerda que había amarrada a un abanico finísimo de un metro de largo que había colgado encima de su cabeza. Cada vez que se columpiaba en el sofá, el abanico se elevaba y descendía. La corriente también alcanzaba a Hanna, que a instancias de Pedro se había sentado en una silla más próxima al sofá. Si alguien los hubiese visto de lejos, habría pensado que mantenían una conversación de lo más íntima. Sin embargo, era el frescor insignificante del abanico lo que los había movido a sentarse tan cerca el uno del otro, de forma que se rozaban las piernas.

—No sabemos nada unos de otros —declaró Pedro Pimenta—. Nos conocemos aquí y llevamos una existencia común sin que nadie revele nada de su pasado. A veces me imagino que, a bordo de las embarcaciones que zarpan de Lisboa, aprovechando la oscuridad de la noche y sin que nadie nos vea, arrojamos nuestro pasado por la borda, bien embalado con grandes piedras. Por ejemplo, yo no sé nada de ti. De repente, un buen día, me entero de que estás alojada en una habitación del burdel al que yo suelo acudir. Un huésped misterioso. Y de forma igualmente repentina, te casas con el
senhor
Vaz. Él se muere y tú te conviertes en propietaria de una de las casas de citas más lucrativas que existen en esta parte de África. Pese a todo, sigo sin saber nada de ti. Y vienes a pedirme un consejo que no puedo darte.

—Fue mi marido quien me sugirió que hablara contigo si necesitaba consejo. Y si él no estaba.

Pedro Pimenta la observó atentamente con los ojos entornados.

—Qué curioso.

—¿Que me dijera que hablara contigo?

—No, que pensara que alguien pudiera darle un consejo a otra persona. Él no era de ésos.

—Pues me dijo exactamente lo que te acabo de contar.

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