Un ángel impuro (19 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

De repente, Hanna tomó conciencia de lo que significaba aquel silencio. Nadie deseaba la confianza que ella ofrecía. Era un silencio preñado de una animosidad invisible, ahora lo comprendía. Aunque, al mismo tiempo, no lo entendía en absoluto. ¿Acaso no se daban cuenta de que ella, como mujer, se hallaba más cerca? ¿Que todo lo que había dicho era verdad, en medio de aquel mundo de hipocresía y mentiras?

Se había llevado el diario y empezó a escribir vacilante, como si no confiase en su capacidad de interpretar sus propias ideas. «Aquel que le arrebata la libertad a otro no puede esperar su confianza».

Leyó lo escrito. Dejó el diario en el cesto de mimbre donde llevaba el pañuelo y la cantimplora, que nunca olvidaba. La llevaba llena de agua hervida durante horas y embotellada una vez fría.

Las mujeres volvieron a sus habitaciones. Ninguna se acomodó en los sofás donde pronto empezarían a requerirlas los clientes. Hanna comprendió que se habían retirado para no correr el riesgo de que les dirigiese la palabra y empezara a mostrarles la confianza de la que acababa de hablarles.

«Confianza», se dijo. «Para ellos no es más que una amenaza a la que no quieren verse expuestos».

Y allí se quedó, de pie, con el cesto en la mano, sin saber si aquella forma de reaccionar le causaba ira o decepción. ¿O se sentiría agradecida de no tener que llevar a cabo aquello que tan equivocadamente se había propuesto?

De repente, advirtió a su lado la presencia del letrado Andrade. Pese a lo temprano de la hora, el hombre tenía la cara empapada de sudor. La gota que le colgaba de la nariz llenó a Hanna de impaciencia y de repulsión. Tuvo que controlarse para no atizarle en la cara con el pañuelo que llevaba en el interior de la blusa.

—¿Quiere algo más de mí hoy?

—Nada, salvo que me digas lo que te ha parecido.

Andrade se sorprendió. Nuevas gotas de sudor fueron a sumarse a la que ya tenía en la nariz. Hanna había notado que no le gustaba que lo llamara por el apellido. Pensó que, seguramente, lo tomaría como una falta de respeto, pero Hanna sabía que aquel hombre cobraba bien sus servicios y que, seguramente, no querría que lo sustituyera por cualquiera de los jóvenes abogados hambrientos de Lisboa que buscaban suerte en las posesiones portuguesas en África.

—¿Qué me ha parecido el qué?

—El discurso. La reunión. El silencio.

La repulsión iba en aumento. Las gotas de sudor que le afloraban a la cara le daban náuseas.

—Ha sido una buena exposición del estado de la cuestión —dijo Andrade reflexivo.

—No estás ante un tribunal. Di lo que te ha parecido. La reacción.

—¿La reacción de las putas? ¿Qué se les puede pedir, salvo silencio? Ellas no tienen que abrir la boca, sino otra cosa.

Hanna pensó que la desfachatez de Andrade casi la hacía sonrojarse de vergüenza. Se convirtió de nuevo en aquella niña junto al río, que era incapaz de mirar a los ojos a un desconocido. Al mismo tiempo comprendió que, naturalmente, el letrado tenía razón. ¿Por qué creía que podía pedir algo más aparte de silencio? Ella misma había visto al
senhor
Vaz convocar a las mujeres, aunque ninguna de ellas formuló jamás una sola pregunta ni pidió aclaración alguna. Y mucho menos expresar desacuerdo.

Andrade se marchó bajo el sol abrasador y se sentó en el automóvil, que conducía un chófer negro. Hanna había acordado con él que el chófer volvería a buscarla al cabo de una hora.

Hanna subió la escalera y abrió la puerta de la habitación en la que pasó las primeras noches, tras fugarse del barco de Svartman. Se tumbó en la cama y cerró los ojos. Nada había a lo que pudiera regresar, ni siquiera al recuerdo de las primeras noches solitarias, la hemorragia y Laurinda, que acudía a atenderla siempre con paso silencioso.

Salió de allí sin comprender por qué había subido a la primera planta. Luego se sentó en uno de los sofás de terciopelo rojo a esperar la llegada del chófer.
Carlos
se había despertado y había trepado al jacarandá. Allí estaba, observándola, como si esperase que también ella trepara y se colgara de alguna rama.

Hanna contempló las puertas cerradas. Pensó que nada sabía de lo que en realidad les pasaba por la mente a aquellas mujeres. Las conversaciones que en alguna ocasión había mantenido con Felicia ahora le parecían imposibles. Al convertirse en la dueña del burdel se había abierto un abismo entre ella y aquellas mujeres, a las que se sentía tan próxima como permitían los límites de la raza.

De repente, se adueñó de ella el desasosiego y sintió que le faltaba el aliento. Se agarró al brazo del sofá para no desmayarse. «No puedo quedarme aquí», constató para sus adentros. «No tengo nada que hacer en este lugar. En un continente extraño cuyos habitantes o bien me odian o bien me temen».

Aún estaba confusa, pero tenía una idea más o menos clara de lo que debía hacer. Al día siguiente llamaría a Andrade y le pediría que buscara un comprador para el burdel. No faltaría gente interesada en el negocio y dispuesta a pagar por el buen nombre y la fama del establecimiento. Luego se marcharía de allí tan pronto como pudiera. Con el dinero que ya poseía y con el que obtuviera de la venta tenía el futuro asegurado. Dejaría África como una mujer adinerada. La suya habría sido una estancia breve. Dos matrimonios fugaces, dos defunciones inesperadas y luego, nada.

«En realidad, sólo tengo un problema», se dijo. «¿Qué va a ser de
Carlos
? No puedo llevarlo conmigo a un país tan frío, se moriría congelado. Pero ¿quién podrá hacerse cargo de él si no quiere volver a los bosques de los que partió en su día? Si ni siquiera desea seguir siendo mono …»

Hanna no lo sabía. Cuando llegó el coche y llamó a
Carlos
, el mono bajó del árbol de un salto y se arrojó en sus brazos.

Pero en el momento mismo en que saltó se estremeció, como si se hubiera quemado al apoyar el pie en la tierra dura.
Carlos
olfateó el suelo y se alejó corriendo de allí, como asustado de la tierra.

Hanna lo observó intrigada. ¿Por qué se había asustado de la tierra que había bajo el árbol? Pero
Carlos
no le reveló nada. Simplemente, se sentó a su lado en el coche e hizo una mueca al sentir en la cara la brisa marina.

46

Poco antes de morir y de forma inesperada, como presintiendo su final, el
senhor
Vaz le dijo a Hanna que, si alguna vez necesitaba un consejo y él no estaba, acudiese al
senhor
Pedro Pimenta.

—¿Por qué a él, precisamente? —le preguntó Hanna—. Si apenas sé quién es.

—No conozco a nadie más sincero —respondió él—. Sólo es eso. Es la única persona de este país a la que no he sorprendido mintiendo. Habla con Pedro Pimenta cuando necesites consejo. Y confía en el señor Eber, administra bien el dinero y jamás se lleva ni un escudo de nuestra fortuna. Está convencido de que Dios lo vigila con particular interés. Imposible encontrar mejor tesorero. Dios ha forjado una reja ante las tentaciones que posiblemente laten en su interior.

Pedro Pimenta era un inmigrante de Coimbra que había hecho carrera en la colonia africana con una rapidez apabullante. Partió como aprendiz de un sastre que llegó a las colonias resuelto a hacer fortuna. En realidad, Pedro Pimenta tenía la intención de dirigirse a Luanda, en Angola, donde, según decían, la colonia de población blanca demandaba sastres. Sin embargo, quiso el destino que el maestro de la aguja que pagó su billete se decantara por el país conocido entonces como África Oriental Portuguesa. Pedro Pimenta, que por entonces no contaba más de diecisiete años, pasó los tres primeros meses aterrorizado por la abundancia de extrañas novedades que ofrecía aquel continente. Lo aterraban las sombras de la noche, las voces susurrantes de los negros, las serpientes que nunca veía y las arañas que se ocultaban en la oscuridad. Aunque hacía muchos años que las fieras no entraban en la ciudad por las noches, tras la puesta de sol él siempre abrigaba el temor de que un león consiguiera colarse por alguna ventana entreabierta y arrancarle el cuello a zarpazos. De modo que Pedro Pimenta vivió aquellos tres primeros meses como detrás de una barricada. Al no dormir por las noches, tampoco tenía fuerzas para trabajar durante el día. El sastre lo despidió y lo echó de la casita del puerto donde había abierto la sastrería.

Sin embargo, haber perdido el trabajo no lo hundió, sino que lo obligó a dominar aquel miedo irracional y a responsabilizarse de sí mismo. Gracias a una serie de títulos falsos, consiguió trabajo con uno de los mercaderes hindúes, aprendió los fundamentos del comercio y, poco después, abrió su propio negocio, donde ofrecía unos precios muy por debajo de los que tenía la competencia. En el transcurso de apenas diez años se convirtió en un hombre acaudalado. Se construyó una casa en la colina, fue uno de los primeros en agenciarse un automóvil con chófer y se contaba entre los inmigrantes más prominentes de la colonia.

Nadie sabía que Pedro Pimenta era analfabeto. Se las arreglaba para almacenar en la cabeza todas las cifras que, necesariamente, debía manejar para llevar el negocio. Al ver que triunfaba, llamó a un hermano suyo más joven que vivía en Portugal y que sí sabía leer y escribir. El hermano se encargaba de la correspondencia precisa y nadie sospechaba que las letras seguían pasando inescrutables ante los ojos de Pedro.

Pedro Pimenta obtuvo su mayor éxito con los perros. La idea se le ocurrió una noche en que visitó el burdel de su buen amigo el
senhor
Vaz. Llegó cuando Felicia acababa de empezar en el burdel. Pedro no tardó en convertirse en su cliente habitual, con una visita a la semana, siempre la noche del martes.

En una de aquellas visitas vio a un hombre de su misma edad que aguardaba a la mujer cuyos servicios había solicitado. El hombre parecía confiar en que la joven terminase pronto con el cliente al que estaba atendiendo en ese momento. Él y Pedro empezaron a conversar. El hombre, que era sudafricano, le contó que hacía buenos negocios con perros guardianes.

—El miedo es una fuente de trabajo extraordinaria —aseguró—. Sobre todo en Sudáfrica, donde los blancos se encierran detrás de altas vallas, tienen una necesidad inusitada de perros guardianes. Si pudieran elegir, preferirían tener lobos hambrientos, sedientos de sangre, pero yo les ofrezco pastores alemanes bien entrenados en Bélgica y en criaderos caninos del sur de Alemania. Cuando están listos y entrenados para atacar a los negros, los traen en barco a Durban y a Puerto Elizabeth. Tengo una larga cola de clientes, dispuestos a pagar pequeñas fortunas por los ejemplares más fuertes y agresivos.

El hombre guardó silencio, sacudió la ceniza del puro y soltó una risotada.

—El único fallo es que no son blancos —añadió—. Eso duplicaría su valor.

—¿Pastores alemanes blancos?

—Sería perfecto poder criarlos, como albinos. Perros blancos, tan blancos como sus dueños. Eso amedrentaría más aún a los negros. Y, por tanto, infundiría aún más seguridad a los dueños.

Pedro asintió y dijo que, naturalmente, era una idea fascinante. Lo que no le dijo fue que él conocía a un hombre, un veterinario portugués, que tenía en el jardín de su casa un par de pastores alemanes blancos.

Al día siguiente, Pedro fue a visitar al veterinario, un hombre que rondaba los sesenta y que ya estaba planteándose regresar a Portugal antes de hacerse demasiado mayor. Llevaba más de cuarenta años en el país, había sufrido en varias ocasiones graves ataques de malaria, que habían estado a punto de matarlo, y estaba convencido de que, con toda probabilidad, tenía los órganos internos infestados de bacterias, gusanos y amebas. Ningún médico era capaz de averiguar la dolencia que padecía ni consideraba que valiera la pena tratar de curarlo. Pedro le propuso hacerse cargo de la pareja de pastores alemanes y de la camada de cachorros recién nacidos, todos tan blancos como sus progenitores, por una suma de dinero que, de un modo un tanto dramático, ayudase al viejo veterinario a tomar una decisión sobre el regreso a su país. Alcanzaron un acuerdo y, meses más tarde, Pedro se despedía de él desde el muelle cuando el barco de pasajeros que cubría la travesía hacia Durban, Puerto Elizabeth, Ciudad del Cabo y Lisboa soltó amarras en el puerto de Lourenço Marques.

Para entonces y en el mayor de los secretos, Pedro ya había comprado una parcela en las afueras de la ciudad, donde había mandado construir un criadero de perros. Su hermano Louis, el que sabía leer y escribir, se encargaría de ello. En el transcurso de dos años crió una treintena de pastores alemanes blancos. Pero su hermano se cansó del calor africano y regresó a Portugal. A partir de aquel instante, Pedro se ocupó de todo en solitario. Con la ayuda de un mayor de caballería portugués expulsado del ejército consiguió entrenar a los perros para que atacaran en cuanto se acercara alguien de raza negra. Pedro pagó al gobernador militar del fuerte para que los perros pudieran recibir entrenamiento usando a varios de los negros que tenía allí prisioneros por haber cometido algún delito. A fin de no parecer brutal en exceso, hizo que vistieran a los presos con gruesas pieles que los colmillos de los pastores alemanes no lograban perforar.

Pedro viajó a Johannesburgo y anunció en el principal periódico de la ciudad la venta de aquellos sensacionales pastores alemanes blancos, de los que no había muchos ejemplares.

Se alojó en una suite de uno de los mejores hoteles de la ciudad, cuyo propietario tuvo que contratar personal adicional al comprobar, desconcertado, la larga cola de compradores.

Pedro se había llevado dos ejemplares jóvenes, una hembra y un macho que se contaban entre los más inteligentes del criadero. Con la idea de demostrar su grado de agresividad, mandó llamar a un botones negro. Los perros empezaron a tirar desesperados de las correas.

Los vendió tan caros como si de piedras preciosas se tratara. Cuando regresó a la ciudad portuaria, llevaba encargos y pagos parciales por otros cincuenta perros, y su fortuna aumentó como la de un buscador de oro con suerte, sin haber tocado jamás ni una pala ni una criba.

Se había convertido en un empresario del sector del miedo. Sabía cómo explotar sus conocimientos. Para él, el miedo entre la gente jamás fue otra cosa que una brillante idea de negocio.

47

Al día siguiente de la reunión en el burdel, Hanna le alquiló a Andrade el automóvil y los servicios del chófer, al que pidió que la llevase a la finca que Pedro Pimenta tenía en las afueras.

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