Un ángel impuro (9 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Hanna sabía que no podía permanecer a bordo. No podía proseguir la travesía, puesto que su difunto marido aún seguía allí. Si no dejaba la embarcación, la aniquilaría el dolor.

Se acurrucó sentada en el catre, con la espalda apoyada en el cabecero, con las piernas encogidas, conteniendo la respiración. Había tomado una decisión y debía abandonar el barco aquella misma noche, cuando el marinero se hubiese dormido junto a la borda.

Intentó convencerse por última vez de que debía continuar hasta Australia, pero la idea se le antojaba imposible. Ella jamás vería desde el barco las montañas de hielo —el castillo de mármol— flotando sobre las aguas del mar.

Guardó sus escasas pertenencias en la bolsa que le dio Forsman. Dudó un buen rato si llevarse el saco marinero de Lundmark. Al final, sólo se guardó la gorra, el manual de navegación, el reloj y el retrato de bodas que se hicieron en Argel. Y, por último, el diccionario de portugués.

Poco después de las cuatro de la mañana, Hanna abandonó el camarote. El marinero que vigilaba la pasarela dormía junto a la borda con la cabeza hundida en el pecho.

Cuando Hanna pasó sigilosa por encima de la cuerda y bajó por la pasarela antes de que la engullese la oscuridad, cantaban las cigarras. Se pasaron el día buscándola por todo el barco, pero no hallaron ni rastro de Hanna. El capitán Svartman envió a Halvorsen junto con dos grumetes a buscarla por tierra. Aguardó todo lo que pudo pero, poco antes de que se extendiese sobre ellos el breve ocaso africano, dio orden de soltar amarras.

Hanna, la cocinera, había desertado. El capitán Svartman sospechaba muy apenado que, seguramente, habría perdido el juicio.

Anotó su desaparición en el diario de a bordo: «La cocinera, Hanna Lundmark, ha abandonado mi barco. Puesto que había enviudado recientemente, cabe sospechar que el dolor le ha perturbado la razón. La búsqueda emprendida para dar con ella no ha dado resultado».

Sin embargo, Hanna estaba allí, en las sombras del puerto, sin que nadie de a bordo pudiera verla. Al abrigo de la oscuridad, siguió la partida de la embarcación, la vio zarpar alejándose del puerto rumbo al este.

El capitán Svartman le había pagado hacía unos días cincuenta libras esterlinas. Era el seguro que la naviera pagaba a las viudas a la muerte de un tripulante.

Se alojó en un hotel del puerto bastante económico. Durmió un sueño inquieto, con repentinos agujazos de un dolor sordo en el estómago.

Cuando despertó, era el 4 de julio de 1904. Más o menos al mismo tiempo, el
Lovisa
se cruzó con su primer iceberg.

S
EGUNDA PARTE

L
A LAGUNA DE LA BUENA MUERTE

23

La despertó un grito, como de alguien en una situación de necesidad extrema. Hasta mucho después no comprendió que se trataba de un pavo real solitario que se paseaba por los alrededores del hotel. En realidad, pertenecía a la bandada de los jardines que rodeaban el palacete del gobernador portugués. Pero el pavo real apareció un día a las puertas del hotel y nunca más volvió a su lugar de origen. El ave chillaba todas las mañanas y asustaba a la gente con aquel grito angustiado.

Además, en torno al animal corría un rumor cuyo origen nadie conocía. Surgió entre la población negra, para extenderse luego entre los habitantes blancos de la ciudad. Nadie dudaba ya de que fuese cierto: cada vez que el pavo real desplegaba su imponente cola, alguien sanaba fulminantemente de un dolor insoportable.

El ave no tenía nombre, se movía despacio, con cautela, como si en la soledad que la rodeaba estuviese sopesando su destino.

Así se despertó Hanna después de su primera noche en África. ¿Qué recordaría después?

¿Sería la noche algo onírico, un tejido de visiones fugaces? Pero, al mismo tiempo, era algo muy real: un dolor sordo y pertinaz en el estómago. Hacía un calor asfixiante, las paredes de ladrillo de la habitación en la que había dormido destilaban humedad. En el techo veía boca abajo lagartijas de piel reluciente, casi transparente. El suelo oscuro crujía cuajado de insectos que se escondían en las sombras. Una mulata de ojos vigilantes le había dado una lámpara de aceite, como el último aliento de un moribundo.

Y ahora: el alba. El grito del pavo real aún le resonaba en la cabeza. Se acercó a la ventana con paso vacilante y vio cómo el sol se alzaba sobre el horizonte. Recreó mentalmente cómo se alejaba el barco, cómo se desvanecía despacio en la travesía hacia Australia, con una carga que olía a bosque.

Se lavó en un aguamanil, guardó las libras en la bolsa que Forsman le había regalado, entre la ropa interior.

De una de las paredes de ladrillo colgaba un espejo mugriento. Recordó el espejo que usaba su padre para afeitarse y se colocó delante para mirarse.

De repente, se sobresaltó y volvió la cara. Acababa de abrirse la puerta de la habitación, que tenía el número cuatro torpemente plasmado en un papel fijado con un clavo. Y allí, mirándola, estaba la mulata que le había dado la lámpara de aceite la noche anterior. La mujer entró y dejó en la única mesa de la habitación una bandeja con algo de pan y una taza de té.

Iba descalza y se movía sin hacer el menor ruido. Llevaba un pañuelo anudado a la cintura y el pecho brillante y desnudo.

Hanna quiso saber enseguida cómo se llamaba esa mujer de color. En aquellos momentos se encontraba en un mundo donde el único nombre que conocía era el suyo. Pero no se atrevió a decir nada. La silenciosa mujer desapareció y la puerta volvió a cerrarse.

Hanna se tomó el té, que estaba muy dulce. Cuando dejó la taza en el plato, se sintió agotada. Se puso la mano en la frente y notó que le ardía. ¿Sería por el calor de la habitación? No estaba segura.

Volvió a sentir el mismo dolor de estómago que había sufrido durante la noche. Se tumbó en la cama y cerró los ojos. Aquel malestar sordo iba y venía como en oleadas. Se adormiló para despertarse enseguida con un sobresalto. Se llevó la mano al bajo vientre, la retiró empapada y, cuando se fijó bien, vio que estaba llena de sangre. Lanzó un grito y se sentó en la cama de un salto.

«La muerte», se dijo temblando. «No sólo se llevó a Lundmark, sino que también viene por mí». Gimió de miedo, pero se obligó a levantarse y se encaminó a la puerta tambaleándose. Al otro lado había un pasillo que conducía a un patio interior descubierto. Tuvo que sujetarse en la barandilla para no caerse. Delante del piano negro que se encontraba en el suelo de piedra del patio había alguien limpiando las teclas con un paño.

Hanna debió de emitir algún sonido del que ni siquiera ella misma fue consciente, porque el hombre del piano dejó de limpiar las teclas, se dio la vuelta y la observó. Ella alzó las manos ensangrentadas describiendo un gesto de súplica, como dispuesta a abandonarse a cualquiera que quisiera ayudarle.

«Me muero», acertó a pensar Hanna. «Aunque no comprenda lo que le digo, seguro que entiende un grito de socorro».

—Estoy sangrando —gimió—. Necesito ayuda.

Estaba a punto de desmayarse pero consiguió regresar a la habitación, aunque apenas se tenía en pie. Sintió que se le escapaba la vida, que ya se deslizaba hacia el mismo fondo que Lundmark.

Alguien le tocó el hombro. Era la misma mujer que le había servido el té hacía unos minutos. Le levantó la falda despacio, le miró el bajo vientre y dejó caer la prenda de nuevo, sin que la expresión de su cara desvelase lo que pensaba.

En aquel momento, Hanna deseó que la mujer de color que tenía delante se hubiese transformado en Elin. Pero Elin vivía en otro mundo. Hanna creyó verla como entre una bruma, delante de la casa gris, oteando desde la explanada la montaña que se alzaba al otro lado del río.

La mujer de color se dio media vuelta y salió de la habitación. Hanna se percató de que iba con prisa.

«Algún día sabré su nombre, porque me niego a morir», pensó. «No quiero hundirme. Todavía no».

24

La puerta se abrió, la corriente agitó la cortina y despertó a Hanna. No era la mulata, sino una desconocida. Tenía la piel de un negro casi reluciente y se había recogido el pelo en apretadas trenzas que le nacían del cuero cabelludo. Llevaba los labios rojos, muy pintados. La mujer no iba vestida, sólo tenía puesto un conjunto de ropa interior de seda y una fina bata estampada de demonios y dragones que echaban fuego por la boca.

Tenía la voz oscura, quizá ronca o quebrada por el tabaco y el alcohol. Para asombro de Hanna, como si lo que sucedía ante sus ojos no fuese sino una continuación de sus disparatadas ensoñaciones, la mujer medio desnuda empezó a hablarle en una lengua que Hanna reconoció, pese a no haberla oído en su vida. Cuando llegó al hotel, la mujer que le entregó la llave de la habitación le habló en inglés. Hanna no comprendió una palabra, pero con ayuda de gestos y de palabras sueltas logró hacerle entender que quería una habitación.

Ahora, en cambio, la mujer negra que tenía delante daba vida al diccionario que ella recogió en su día de la papelera de mimbre de Forsman. De modo que así sonaba aquella lengua de la que ella había intentado aprender palabras sueltas.

La mayor parte de lo que aquella mujer decía le resultó en un principio totalmente incomprensible. Sin embargo, al cabo de un rato, empezó a captar alguna que otra palabra y a adivinar, más que a entender, lo que le estaban diciendo.

La mujer señaló el manual de navegación sueco que Hanna tenía en la mesita de noche. Por lo que dijo luego, acertó a comprender que la desconocida había vivido un tiempo con un marinero sueco llamado Harry Midgard, un hombre terrible cuando bebía. Hanna adivinó asimismo que el sueco trabajaba en un ballenero noruego.

La mujer se secó el sudor que le corría por el cuello con el reverso de la mano.

—Felicia —dijo—. Soy Felicia.

¿Felicia? Aquel nombre no le decía nada, pero aun así los recuerdos empezaron a cobrar forma lentamente. Y continuó la torpe conversación de las dos mujeres.

—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo? —preguntó Hanna.

—Llevas aquí cuatro días.

Felicia encendió un cigarrillo que llevaba detrás de la oreja y escrutó a Hanna con la mirada.

De pronto, cayó en la cuenta de que ya había visto antes aquella mirada: cuando Elin le pidió a Forsman que la llevara consigo a la costa. Él la observó con la misma curiosidad, como buscando una verdad que no era del todo obvia.

—¿Tienes fuerzas para levantarte? —preguntó Felicia. Hanna lo intentó. Aún estaba débil y le temblaban las piernas cuando se puso de pie, con el camisón blanco que alguien debió de ponerle mientras dormía. Felicia le ayudó a taparse con una bata que olía intensamente a perfume y le puso un par de zapatillas.

Bajaron la escalera que conducía al patio interior, ahora desierto. Hanna llevaba consigo el diccionario de portugués que la había acompañado durante todo el viaje. Felicia la agarraba del brazo y la condujo hasta un patio trasero rodeado de muros.

Había llovido. La tierra estaba mojada. Hanna pensó que olía igual que al lado del río después de la siega. La tierra empapada hervía como si fermentase.

Felicia ayudó a Hanna a sentarse junto a un jacarandá en flor, aunque ella permaneció de pie.

—¿Es lo que creo? —preguntó Hanna.

—Imposible saber lo que crees —dijo Felicia.

Luego le refirió en pocas palabras lo sucedido. Hanna se había imaginado lo que significaban aquellos dolores, ahora vio confirmadas sus sospechas. Había sufrido un aborto. Su cuerpo había rechazado al hijo de Lundmark. Un hijo sin padre que no quería nacer.

—Es tan poco lo que sé —se lamentó.

—No era un niño lo que has perdido, sólo una masa oleosa y sanguinolenta que aún carecía de alma.

Felicia hizo sonar la campanilla que había sobre la mesa. Al cabo de un instante entró un joven criado con chaqueta blanca y se acercó a la silla de Felicia.

—¿Té? —preguntó mirando a Hanna, que aceptó con un gesto.

No dijeron nada mientras esperaban a que las sirvieran. En torno a las flores azules del árbol revoloteaban unas mariposas de color niebla. En la distancia se oyó de pronto una plegaria desde algún minarete cercano. Hanna recordó la oración que oyeron cuando se casó con Lundmark en Argel.

Inclinó la cabeza hacia atrás de modo que la cara quedó a la sombra del jacarandá. Felicia se miraba las manos. Se le había roto una uña y eso parecía irritarla.

Sin embargo, todavía no se había sentado, pese a que había mucho sitio en el banco. Hanna pensó que no conocía en absoluto a aquella mujer negra que, probablemente, le había salvado la vida. En realidad, le tenía miedo, del mismo modo que la atemorizaban los hombres negros que vio en el muelle alrededor de las hogueras. Aquel miedo le recordaba, en cierto sentido, las sensaciones que provocaba en ella la oscuridad cuando era niña.

«Yo te veo, Felicia», se dijo. «Pero ¿qué ves tú? ¿Quién soy yo para ti? ¿Y por qué no te sientas, cuando el banco es lo bastante grande para las dos?».

El joven sirviente vino a interrumpir sus cavilaciones al presentarse con el té. Hanna le miró las manos mientras servía.

Sólo a ella le puso una taza. A Felicia, nada.

—¿Cómo se llama? —le preguntó a la mujer.

—Estefano.

—¿Cuántos años tiene?

—Catorce, a lo sumo. Pero todavía no se ha acostado con ninguna mujer, es decir, que aún es un niño. Todavía tiene las manos muy suaves.

Hanna bebió el té en silencio. Después, cuando dejó la taza en la bandeja, le pidió a Felicia que le contase cuanto había sucedido durante aquellos cuatro días de los que ella no recordaba nada más que sombras, soledad y un dolor que iba y venía en largas oleadas.

Felicia no debía omitir ningún detalle, debía contarle exactamente lo que pasó. Y, además, despacio, para que ella pudiera entender lo que le decía.

25

Y Felicia le dijo:

—Laurinda, la mujer que te llevó la vela cuando llegaste, me contó que había una mujer blanca alojada en la habitación número cuatro. Yo no lo sabía, puesto que acababa de llegar de visitar a mi marido y a mis hijos en Katembe. Los veo una vez al mes, nunca según un plan establecido, siempre de forma inesperada, cuando
senhor
Vaz lo considera oportuno. Acababa de regresar, como te decía, y estaba atendiendo al primer cliente cuando Laurinda se presentó corriendo. Pensé que había visto un fantasma, un espejismo blanco, y que venía a pedirme que destruyera al espectro. Pero cuando entré en la habitación, te convertiste en un ser vivo en el acto. No se me ocurre nada más vivo que una mujer que se desangra. La sangre que mana del cuerpo de las mujeres indica que estamos vivas, pero también que nos estamos muriendo. Comprendí lo que sucedía aun sin saber quién eras ni de dónde venías. En realidad, tendría que verte bailar. Así es como conocemos a la gente en mi pueblo y en mi familia, viéndolos bailar comprendemos cómo son.

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