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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (3 page)

«Ese viejo —se dijo— pasa de los setenta. Debió de nacer en la época en que Lincoln se preparaba para la presidencia; en aquel entonces Williamsburg sería una aldea y tal vez aún había indios en Flatbush…».

Siguió mirando los pies del viejo, imaginando que en su tiempo ese anciano también había sido un niño, un bebé limpio, suave, a quien su madre besaba los piececitos rosados. Tal vez cuando tronaba de noche su mamá se inclinaba sobre la cuna, tierna y solícita, le arrullaba para que no tuviese miedo, le decía que allí estaba ella, luego lo alzaba y colocando la mejilla contra su cabeza le decía que era su niño, su niño querido.

Y continuó pensando que podía haber sido un chico como su hermano, uno de esos que entran y salen de casa dando portazos, y que mientras las madres les reprochan su conducta sueñan con poder llegar a ser un día presidentes. Después habría sido un muchacho fuerte y feliz, y cuando pasara por la calle las mozas se volverían para mirarle y sonreírle, y él guiñaría el ojo a la más bonita. Seguramente se había casado, había tenido hijos que le considerarían el papá más prodigioso del mundo por ser buen trabajador y por los juguetes que les regalaba para Navidad. Ahora sus niños también se estarían haciendo viejos, tendrían hijos y nadie querría cargar con el anciano. Quién sabe si no estarían esperando que muriese de una vez. Pero él no deseaba morir; quería seguir viviendo, a pesar de la carga de sus años y la falta de motivos para ser feliz.

En la tienda reinaba la tranquilidad. El sol estival que se filtraba por las ventanas dibujaba en el aire su geometría polvorienta. Un moscardón, revoloteando, cruzaba los rayos oblicuos. Con excepción de ella y los ancianos que dormitaban, el local había quedado desierto. Los chicos que aún no habían conseguido su pan se habían ido a jugar fuera. El alboroto de sus voces parecía llegar desde lejos. De pronto Francie se estremeció; pensó en un acordeón que se abría en toda su extensión para dar una nota sonora y llena y que luego se contraía más y más y más. La fue invadiendo un pánico indefinido mientras se daba cuenta de que muchas de las criaturitas que venían al mundo llenas de dulzura nacían para convertirse algún día en algo semejante al viejo que tenía allí delante. Era necesario huir. En caso contrario a ella le sucedería lo mismo. De pronto se convertiría en una anciana con encías desdentadas y pies repugnantes.

En aquel momento se abrió la puerta detrás del mostrador y avanzó un carro repleto de pan. Enseguida el conductor empezó a tirar los panes al vendedor, que los recogía en el aire y los apilaba sobre el mostrador. Los chiquillos de la calle habían oído el ruido de las puertas y se amontonaron apretujados alrededor de Francie, que ya había llegado al mostrador.

—Quiero pan —dijo Francie en voz alta.

Una muchachota, dándole un empujón, la increpó:

—¿Qué te crees tú?

—¡Qué te importa! —le respondió, y gritó al vendedor—: Quiero seis panes y un pastel que no esté demasiado machucado.

El vendedor, impresionado por semejante vigor, le entregó en el acto los seis panes y el menos machucado de los pasteles del día anterior y cogió el dinero.

Francie se abrió paso entre el gentío; la apretujaban de tal modo que le costó pescar uno de los panes que se le había caído. Una vez fuera se sentó en el suelo y colocó el pan y el pastel dentro de la bolsa. Una mujer que llevaba un niño en un cochecito pasó junto a ella; la criatura agitaba un pie en el aire. Francie no vio el pie, sino una cosa enorme, repugnante, en un botín roto. El pánico resurgió en ella y salió corriendo hasta llegar a su casa.

En casa no había nadie. Su madre se había arreglado y se había ido con la tía Sissy a una sesión de cine de diez centavos la entrada. Francie guardó el pastel y el pan, luego dobló cuidadosamente la bolsa y entró en el mal ventilado y reducido cuarto que compartía con Neeley; allí, sentada en su cama, esperó a que se alejara aquella oleada de pánico que la había invadido.

Al poco rato llegó Neeley y se agachó para coger de debajo de su cama un guante de béisbol estropeado.

—¿Adónde vas? —le preguntó Francie.

—A jugar a la pelota en el descampado.

—¿Puedo ir contigo?

—No.

Ella le siguió hasta la calle. Tres chicos de su pandilla le esperaban.

Uno llevaba un bate; otro, una pelota, y el tercero nada, pero se había puesto pantalones de béisbol. Se dirigieron hacia un solar en las proximidades de Greenpoint. Neeley vio que Francie los seguía, pero no dijo nada. Uno de los muchachos le dio un codazo.

—¡Eh! Tu hermana nos viene siguiendo.

—Sí —asintió Neeley. Volvió la cabeza y gritó a Francie—: Lárgate de aquí.

—Vivimos en un país libre —replicó Francie.

—Sí, es un país libre —repitió Neeley.

Después dejaron de fijarse en ella. Francie continuó detrás de los chicos. Hasta las dos no tenía nada que hacer; a esa hora abrían la biblioteca del barrio.

Los muchachos andaban despacio, haciéndose bromas; de vez en cuando se detenían para recoger papel plateado y colillas de cigarrillos. Éstas las guardaban para fumar en el sótano el próximo día de lluvia. Luego se pararon para mortificar a un chiquillo judío que iba a la sinagoga. Le atajaron cuando aún no habían discurrido qué podían hacerle. El judío se quedó a la expectativa, sonriendo humildemente. Los cristianos le dieron instrucciones muy precisas sobre cómo comportarse durante toda la semana.

—No te asomes por Devoe Street.

—No lo haré.

Los de la pandilla se quedaron desconcertados. Esperaban otra reacción.

Uno de los chiquillos sacó del bolsillo un pedazo de tiza, hizo una raya en la acera y le ordenó:

—No se te ocurra pasar de esa raya.

El chiquillo comprendió que los había ofendido cediendo tan deprisa y decidió seguirles el juego:

—¿Tampoco puedo pisar la alcantarilla, camaradas?

—No, no puedes ni escupir en la alcantarilla.

—Bueno, está bien —suspiró, simulando resignarse.

Uno de los mayores tuvo una inspiración:

—Y, además, que no te veamos acercarte a las chicas cristianas, ¿me has oído?

Satisfechos, siguieron su marcha, y él, atónito, se quedó mirándolos.

—¡Caramba! —susurró, dibujando círculos con sus ojos castaños de judío.

Aquello de que le consideraran lo bastante hombre para ocuparse de alguna chica, cristiana o judía, le pasmaba, y se fue repitiendo:

—¡Caramba! ¡Caramba!

Los chicos caminaban lentamente mirando de reojo al muchachote que había hecho la observación referente a las chicas, preguntándose si los llevaría a una charla atrevida. Pero antes de que ésta se iniciara, Francie oyó que Neeley decía:

—Conozco a ese chico: es un judío blanco.

Neeley había oído a su padre afirmar eso de cierto cantinero a quien apreciaba.

—No hay judíos blancos —dijo el mayor.

—Bueno, si existieran los judíos blancos —replicó Neeley, con ese simpático don que tenía para llevarse bien con todos sin renunciar a sus ideas—, él sería uno de ellos.

—No pueden existir ni en la imaginación —insistió el otro.

—Nuestro Señor fue judío.

Neeley estaba plagiando a mamá.

—Y fueron otros judíos quienes le mataron —replicó el muchachote.

Antes de que pudieran seguir profundizando en teología, divisaron a otro chiquillo que doblaba la esquina. Entraba en Ainslee Street y venía de la Humboldt Avenue; llevaba una canasta colgada del brazo, cubierta con un trapo limpio; en un extremo asomaba un palo con seis roscas ensartadas. El mayor de la pandilla dio la señal de ataque y todos formaron un círculo alrededor del vendedor de roscas. Éste se detuvo y dio un chillido:

—¡Mamá!

Se entreabrió una ventana y apareció una mujer que se sujetaba sobre el pecho un quimono de crespón y les gritó:

—No os metáis con él y salid de esta calle. ¡Bastardos! ¡Piojosos!

Francie se tapó los oídos para no tener que confesar al cura que había escuchado malas palabras.

—No le hacemos nada, señora —dijo Neeley con la misma sonrisa conciliadora con que sabía conquistar a su madre.

—Ya sé que no, mientras yo esté por aquí. —Y sin cambiar de tono llamó a su hijo—: Sube enseguida, te voy a enseñar a molestarme mientras duermo la siesta.

El vendedor de roscas subió y la pandilla continuó su camino.

—Es brava, ésa —dijo el muchachote mirando la ventana.

—Sí —afirmaron los otros.

—Mi padre es bravo —comentó el menor de ellos.

—¡Qué diablos nos importa! —exclamó otro.

—Lo decía por decir.

—Mi padre no es así —dijo Neeley, y todos lanzaron una carcajada.

Siguieron andando, deteniéndose de vez en cuando para aspirar profundamente el olor del arroyo Newtown, cuyo angosto y tortuoso curso fluía unas manzanas por Grand Street.

—¡Caramba! ¡Cómo huele! —dijo el muchachote.

—Sí que huele —respondió Neeley con satisfacción.

—Apuesto a que es el olor más feo del mundo —se jactó un tercero.

—Sí —afirmó otro de ellos.

Y Francie asintió a su vez.

Se enorgullecía de ese olor. Para ella era el indicio de que cerca había un riachuelo que, aunque sucio, iba a un río que a su vez desembocaba en el mar. Ese olor nauseabundo le traía a la mente vapores que zarpaban hacia remotos mares y extrañas aventuras. Por eso le agradaba ese olor.

En cuanto llegaron al solar donde había las marcas de un campo de béisbol desdibujadas por el constante pisoteo, vieron una mariposa que revoloteaba entre las hierbas. Siguiendo ese instinto humano que lleva a capturar todo bicho que vuela, nada, corre o se arrastra, la persiguieron tirándole sus gorras zarrapastrosas. Fue Neeley quien la cazó. Los muchachos se aproximaron y, ya sin interés, le echaron apenas un vistazo antes de iniciar su partido de béisbol.

Corrían rabiosamente, vociferando imprecaciones, transpirando y dándose golpes. Cada vez que se detenía algún vagabundo hacían payasadas y demostraciones. Se decía que el club Brooklyn Dodgers tenía un centenar de buscadores rondando las calles los sábados por la tarde para observar los partidos que se improvisaban en los descampados y descubrir campeones en ciernes entre los muchachos del barrio. No había en todo Brooklyn un solo chiquillo que entre pertenecer al equipo Bum o ser presidente de Estados Unidos hubiera titubeado en escoger lo primero.

Al cabo de un rato Francie se cansó de contemplarlos; sabía que continuarían jugando y peleando hasta la hora de la cena. Eran ya las dos. La bibliotecaria habría vuelto del almuerzo. Saboreando de antemano el placer que le produciría la lectura, se dirigió a la biblioteca.

II

La biblioteca pública, aunque pequeña y pobre, era magnífica para Francie. Empujó la puerta y entró; dentro tenía la impresión de hallarse en una iglesia. Le gustaba la mezcla de olores que había allí. Prefería el aroma del cuero gastado, el pegamento y los libros recién impresos a ese olor a incienso típico de las misas solemnes.

Francie creía que en esa biblioteca estaban todos los libros del mundo y se había propuesto leerlos todos. Devoraba un libro al día siguiendo celosamente el orden alfabético, sin saltarse ninguno, ni siquiera los más áridos. Recordaba que el autor del primero era Abbott. Desde hacía mucho tiempo leía un libro al día, y, con todo, aún estaba en la B, ya había leído sobre bichos, búfalos, vacaciones en las Bermudas y arquitectura bizantina. A pesar de su gran entusiasmo, algunos de esos libros le resultaron realmente difíciles; pero Francie era una lectora de verdad y se había propuesto leer todo lo que estuviera a su alcance: clásicos, novelas, calendarios y hasta el catálogo del almacén. Algunas obras eran maravillosas, por ejemplo las de Louisa May Alcott. Tenía pensado leerlas todas de nuevo, una vez recorrida la lista hasta la letra Z.

Ahora bien, los sábados era diferente. Se daba el lujo de leer un libro sin seguir el orden alfabético, y pedía a la bibliotecaria que le recomendase uno.

Después de entrar y cerrar la puerta silenciosamente —como debe hacerse en una biblioteca pública—, Francie se apresuró a mirar el florero de cerámica que reposaba en una esquina del escritorio de la bibliotecaria. Por las flores que contenía podía determinar la época del año. En otoño tenía unas ramitas de dulcamara; en Navidad lucía ramas de acebo. Sabía que se aproximaba la primavera, aunque el suelo estuviese cubierto de nieve, por los brotes de sauce del jarrón; y hoy, en ese sábado del verano de 1912, ¿qué habría en él? Alzó la vista poco a poco y sobre los delgados tallos y hojitas verdes vio… ¡capuchinos! De color rojo, amarillo, dorado y marfil. La intensa emoción que le produjo esa belleza fue casi dolorosa. Lo recordaría toda la vida.

Pasó la mano por el borde del escritorio, le gustaba la sensación de la madera lustrada. Miraba la fila ordenada de lápices recién afilados, el cuadrado inmaculado de secante verde, el tarro del pegamento, la metódica pila de tarjetas y el montón de libros devueltos que esperaban ser colocados de nuevo en los anaqueles. Aquel lapicero tan extraño que tenía un dispositivo para mostrar la fecha del día reposaba contra el borde del secante.

«Sí, cuando sea mayor y tenga mi propia casa, no pondré sillas de felpa, ni cortinas de encaje, ni flores artificiales. Pero sí un escritorio como este en la sala de paredes blancas; un secante verde limpio cada sábado por la noche; una hilera de lápices amarillos, relucientes, siempre con la punta bien afilada, y un jarrón dorado con hojas de haya o alguna flor, y libros… libros… y más libros».

Eligió un libro para el domingo, de un autor llamado Brown. Francie recordó que llevaba muchos meses leyendo libros escritos por algún Brown; cuando estaba a punto de terminar con ellos se enteró de que el estante siguiente comenzaba con Browne. Luego venía Browning. Suspiró con ansias de empezar la letra C, donde había un libro emocionante, que ya había hojeado, de Marie Corelli. ¿Llegaría a leerlo algún día? Tal vez debiera pedir dos libros por día…

Se quedó ante el mostrador un buen rato, antes de que la bibliotecaria se dignara atenderla.

—¿Qué deseas? —le preguntó con aspereza.

—Quiero este libro —dijo mostrándole el libro con las tapas abiertas y la tarjeta de registro fuera del sobre.

Las bibliotecarias habían enseñado a los niños cómo debían presentar su pedido para evitarse el trabajo de abrir centenares de libros y sacar otras tantas tarjetas todos los días.

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