Un árbol crece en Brooklyn (8 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Por cortesía, Johnny la sacó a bailar cuando la orquesta tocó «Dulce Rosie O'Grady». Cuando estuvo entre sus brazos, al notar cómo se acomodaba instintivamente a su ritmo, comprendió que ése era el hombre que deseaba. Lo único que pedía era que la dejasen contemplarle y escucharle durante el resto de su vida. En el acto resolvió que esos privilegios merecían la esclavitud de toda su existencia.

Probablemente ése fue su mayor error. Hubiese tenido que esperar a que llegase un hombre que sintiera eso mismo por ella. Así, sus hijos no habrían pasado hambre, ni habría tenido que fregar pisos para ganarse el pan, y habría conservado en ella el recuerdo de ese hombre como algo romántico, luminoso. Pero se empeñó en que había de ser Johnny Nolan y nadie más y se lanzó a su conquista.

La campaña empezó el lunes siguiente. Cuando oyó el silbido se apresuró a salir de la fábrica para llegar a la esquina antes que Hildy. Apareció Nolan y le saludó con la mano, diciendo:

—¡Hola, Johnny Nolan!

—¡Hola, Katie!

Desde ese momento se las ingenió para cruzar unas palabras con él cada día y Johnny Nolan tuvo que aceptar que esperaba en la esquina sólo para hablar con Katie.

Un día Katie recurrió a una excusa muy femenina —dijo a la encargada que estaba indispuesta y que no se sentía bien— y así consiguió salir de la fábrica unos quince minutos antes de la hora. Johnny esperaba en la esquina con sus amigos. Para pasar el rato silbaban «Annie Rooney». Johnny, con el sombrero inclinado hacia delante y las manos en los bolsillos, daba unos pasos de vals en la acera. Algunos transeúntes se detenían para contemplarle. El vigilante, que hacía su ronda, le gritó:

—Estás perdiendo el tiempo, muchacho: deberías estar en un escenario.

Cuando Johnny vio llegar a Katie, se interrumpió y la recibió con una sonrisa. Ella era irresistible, con un traje gris bien ajustado al cuerpo, adornado con una trencilla negra, producto de la misma fábrica. Había cosido la trencilla para perfilar su discreto busto, lo que ya hacían en parte dos volantes sujetos al corpiño. Llevaba un sombrero color cereza, graciosamente inclinado sobre un ojo, y botas de cabritilla con botones y tacones altos. Sus ojos negros centelleaban atrevidos y sus mejillas enrojecían al pensar en lo ingenua que debía de parecer, vista así, a la caza de un hombre como ése.

Johnny la saludó. Los otros jóvenes se apartaron. Ni Katie ni Johnny recordaban lo que se dijeron aquel día tan especial. Lo cierto fue que en esa conversación, con sus elocuentes silencios y sus corrientes de emoción, comprendieron que se amaban apasionadamente.

Sonó el silbido de la fábrica y las chicas empezaron a salir. Hildy se aproximaba vestida con un traje castaño plomizo y una gorra negra sujeta con un largo alfiler de aspecto maligno. Su pelo se erguía en un peinado al estilo Pompadour. Saludó a Johnny con una sonrisa posesiva que se trocó en una mueca de dolor, miedo y odio cuando vio a Katie junto a él. Se les abalanzó al tiempo que se armaba con el enorme alfiler de su gorro.

—Es mi novio, Katie Rommely —gritó—, y no me lo puedes quitar.

—¡Hildy! ¡Pero, Hildy! —dijo Johnny, con su voz pausada y suave.

—Creo que vivimos en un país libre —contestó Katie, levantando la cabeza.

—Libre sí, pero no para los ladrones —aulló Hildy amenazándola con el alfiler.

Johnny se interpuso entre las dos muchachas y recibió un rasguño en la mejilla. A su alrededor se había formado un corro de obreras que les contemplaban divertidas. Johnny asió a cada una de las muchachas de un brazo y doblando la esquina las metió en un zaguán. Allí, sujetándolas, les habló.

—Hildy, soy un pobre diablo. No debí cortejarte; ahora comprendo que no puedo casarme contigo.

—Es todo por culpa de ésa —sollozó Hildy.

—La culpa es mía —rectificó Johnny con altivez—. Yo nunca había comprendido lo que significa el amor hasta encontrarme con Katie.

—¡Pero es mi mejor amiga! —dijo Hildy con pena, como si Johnny estuviera cometiendo una especie de incesto.

—Ahora es mi novia y la cosa ya no tiene remedio.

Hildy sollozaba; se resistía. Finalmente Johnny consiguió apaciguarla y explicarle el sentimiento que le unía a Katie. Terminó diciéndole que ella tenía que seguir su camino, y él el suyo. Le gustó la frase y la repitió, saboreando el drama del momento:

—Así que tú ve por tu camino que yo iré por el mío.

—Dirás que yo me iré por el mío y tú por el de ella —repuso Hildy con amargura.

Luego se fue. Se alejaba caminando con los hombros caídos.

Johnny corrió hacia ella y, allí mismo, en plena calle, le dio un abrazo y un beso de despedida.

—Habría deseado que las cosas ocurriesen de otra manera entre nosotros —dijo con tristeza.

—No es cierto —replicó Hildy—. Si así fuera… —añadió entre sollozos—, la dejarías y volverías conmigo.

Katie también lloraba. Al fin y al cabo había sido su mejor amiga. Ella también besó a Hildy, pero cuando vio que sus ojos se contraían de odio apartó la mirada.

Hildy siguió su camino y Johnny siguió el de Katie.

Al poco tiempo se comprometieron y se casaron en la parroquia de Katie el día de Año Nuevo de 1901, cuando no hacía ni cuatro meses que se conocían.

Thomas Rommely nunca perdonó a su hija. En realidad nunca perdonó a ninguna de sus hijas por haberse casado. Su filosofía sobre los hijos era tan sencilla como mezquina: un hombre disfrutaba procreándolos, invertía lo indispensable en su educación y en sus estudios, y luego los ponía a trabajar para su provecho, conforme llegaban a los trece años.

Cuando Katie se casó hacía sólo cuatro años que trabajaba. Según la teoría de su padre, ella estaba en deuda con él.

Rommely odiaba a todo el mundo. Nadie llegó a saber nunca por qué. Era un hombre corpulento y bien parecido, y su cabello rizado de color gris acero perfilaba una cabeza leonina. Había escapado de Austria con su mujer para no tener que enrolarse en el ejército. Aunque aborrecía a su país, se resistía tenazmente a que le gustara el de adopción. Entendía el inglés, y si quería hasta podía hablarlo, pero se negaba a contestar cuando se dirigían a él en ese idioma, y además prohibía que lo hablaran en su casa. Sus hijas entendían un poco de alemán. (La madre insistió en que debían hablar sólo inglés en casa. Creía que cuanto menos conocieran el alemán, menos llegarían a saber de la crueldad del padre). Por consiguiente, las cuatro hijas crecieron teniendo escaso contacto con su progenitor. Éste nunca les dirigía la palabra a no ser para insultarlas. Su Gott verdammte llegó a ser considerado saludo y despedida. Cuando estaba muy enojado apodaba al causante du Russe. Para él era el adjetivo más oprobioso. Odiaba Austria; odiaba América; y sobre todo odiaba Rusia. Nunca había estado en ese país, ni nunca había visto a un ruso. Nadie comprendía el porqué de semejante aborrecimiento hacia un país conocido de oídas y contra gente de la que poco sabía. Éste era el hombre que Francie tenía por abuelo materno. Le odiaba de la misma forma que le odiaban sus hijas.

Mary Rommely, su esposa y abuela de Francie, era una santa. No tenía educación alguna; no sabía leer ni escribir siquiera su propio nombre, pero guardaba en su memoria miles de cuentos y leyendas. Algunos los había inventado para entretener a sus hijos; otros eran cuentos folclóricos que le habían transmitido su madre y su abuela. Conocía la mayor parte de las canciones tradicionales de su tierra y poseía una rara habilidad para interpretar proverbios.

Profundamente religiosa, estaba al corriente de la vida de todos los santos de la religión católica. Creía en fantasmas, en hadas, en la vida sobrenatural. Sabía todo lo relativo a las hierbas y podía preparar tanto una medicina como un hechizo —siempre que éste no fuese para uso maléfico—. En su tierra se la apreciaba por su sabiduría, y sus consejos eran muy solicitados. Era una mujer sin culpa ni pecado; no obstante, era indulgente respecto a las faltas ajenas. De moral inflexible y rígida consigo misma, se apenaba por la flaqueza de sus semejantes. Reverenciaba a Dios y adoraba a Jesús, y comprendía por qué los humanos se apartaban de ellos con tanta frecuencia.

Cuando se casó era virgen y se sometió humildemente al amor brutal de su marido, quien pronto frustró todos sus deseos latentes. Comprendía las debilidades de la carne que, como decía la gente, arruinaban a las chicas. Según ella, un chico que había sido alejado del barrio por haber violado a una joven, todavía podía ser una buena persona. Veía como un fenómeno, si no justificable, por lo menos comprensible, que la gente se viera impelida a mentir, robar y dañarse entre sí. Conocía todas las debilidades humanas y muchas de las fuerzas que dominan al hombre.

Sin embargo, no sabía leer ni escribir.

Tenía los ojos castaños, límpidos e inocentes. Una raya partía en dos sus cabellos, que, recogidos atrás, le cubrían las orejas. Su piel era pálida y transparente y en su boca asomaba una expresión de ternura. Hablaba en tono bajo y suave, con una voz melancólica y vibrante que seducía a quien la escuchaba. Todas sus hijas y sus nietas habían heredado su timbre de voz.

Estaba convencida de que le había tocado casarse con el diablo en persona por culpa de algún pecado cometido sin querer. Creía sinceramente que su marido era el diablo porque así se lo había asegurado.

—Soy el diablo en persona —solía decirle.

A menudo le observaba, y al ver la forma en que el pelo se encrespaba a ambos lados de su cabeza, la forma en que los rabillos de sus ojos fríos y acerados se inclinaban hacia arriba, se repetía:

—Sí, es el diablo.

A veces él clavaba fijamente la mirada en el rostro de la santa mujer, y empezaba a acusar a Jesús de delitos innombrables. Esto la aterrorizaba hasta tal punto que ella cogía el chal, se lo echaba sobre la cabeza y comenzaba a correr calle adelante y caminaba y caminaba, hasta que el amor por sus hijas la llevaba de vuelta a su casa.

Un día se presentó en la escuela del Estado donde iban sus tres hijas menores y, en su inglés vacilante, rogó a la maestra que las obligara a hablar únicamente en inglés y que no les permitiera pronunciar una sola palabra en alemán. Así las protegió de su padre. Se afligió mucho cuando sus hijas terminaron la escuela primaria y salieron del colegio para ir a trabajar. Se apenó cuando se casaron con hombres que no valían nada. Lloraba cuando daban a luz niñas, porque entendía que nacer mujer significaba una vida de sacrificios y privaciones.

Cada vez que Francie recitaba el avemaría el rostro de su abuela se materializaba ante sus ojos.

Sissy era la hija mayor de Thomas y Mary Rommely. Había nacido tres meses después de que sus padres llegaran a América. Nunca había ido a la escuela. Cuando tuvo edad para hacerlo, su madre aún no se había enterado de que la gente humilde podía beneficiarse de la instrucción gratuita. La escuela primaria era obligatoria, así rezaba la ley, pero nadie hacia nada para que la gente pobre la respetara. Cuando las otras hijas alcanzaron la edad escolar, Mary supo lo de la instrucción gratuita; pero Sissy era ya demasiado mayor para comenzar; así que se quedaba en casa y ayudaba a su madre en los quehaceres domésticos.

A los diez años Sissy estaba tan desarrollada como una mujer de treinta. Todos los muchachos iban detrás de ella y ella detrás de los muchachos. A los doce empezó a salir con un chico de veinte. El padre cortó el romance dando una paliza al chico. A los catorce andaba con un bombero de veinticinco quien, al contrario del otro, logró caerle bien al padre. Esta vez el romance acabó en boda.

Fueron al Registro Civil. Allí Sissy juró tener dieciocho años, y uno de los funcionarios los casó. Los vecinos se escandalizaron. Pero Mary vio en aquel casamiento la mejor solución para esa hija demasiado precoz.

Jim, el bombero, era un buen hombre. Se le consideraba educado por haber ido a la escuela primaria. Ganaba bastante dinero y no estaba casi nunca en casa. Un marido ideal. Eran muy felices. Sissy no le pedía mucho, sólo le exigía hacer mucho el amor, y esto a él le encantaba. A veces se avergonzaba de su mujer porque no sabía leer ni escribir; pero con su genio, inteligencia y buen corazón se las arreglaba para hacer que la vida fuera muy alegre. Poco a poco fue despreocupándose de la ignorancia de Sissy. Ella era muy buena con su madre y sus hermanas menores. Jim le daba mensualmente una cantidad razonable para los gastos de la casa; ella economizaba y por lo general hasta le quedaba algo con que ayudar a su madre.

Al mes de haberse casado se quedó embarazada. Era todavía una chiquilla inquieta de catorce años, a pesar de su aspecto de mujer. Los vecinos se miraban horrorizados cuando la veían en la calle saltando a la cuerda con los otros chicos, despreocupándose del niño que empezaba a deformar su abdomen.

En las horas libres tras hacer la comida, la limpieza, saltar a la comba o jugar al béisbol con los chicos, Sissy proyectaba el futuro del pequeño. Si era mujer, se llamaría Mary, como su abuela; si era un niño, se llamaría John. Por alguna razón que ignoraba tenía predilección por este nombre. Empezó a cambiar el nombre de Jim por John. Decía que le gustaba llamarlo como a su futuro hijo. John comenzó siendo un sobrenombre cariñoso, pero pronto todos le llamaban así y mucha gente creía que ése era su verdadero nombre.

La criatura nació. Era una niña y el parto fue muy fácil. Recurrieron a la partera que vivía en la esquina. Todo salió bien. Sissy sufrió sólo veinticinco minutos; fue un parto magnífico. Lo único malo del asunto fue que la niña nació muerta. Dio la coincidencia de que nació y murió el día en que Sissy cumplía quince años.

Se entristeció un tiempo y la pena modificó su carácter. Trabajó más en su casa, limpiando y puliendo con afán. Se preocupó aún más de su madre; dejó de ser un marimacho. Se convenció de que saltar a la comba había provocado la pérdida de su hija, y a medida que se iba tranquilizando parecía más joven, más niña.

A los veinte años había tenido cuatro hijos, y todos habían nacido muertos. Finalmente llegó a la conclusión de que el culpable era su marido, no ella. ¿Acaso no había dejado de saltar después del primer parto? Le dijo a Jim que no quería saber nada más de él, puesto que de esa vida matrimonial sólo resultaban hijos muertos, y le pidió que la dejara. Él discutió algún tiempo y acabó por irse. En los primeros tiempos él le enviaba dinero de vez en cuando. A veces, cuando se sentía sola sin un hombre, Sissy iba a pasear ante el puesto de los bomberos, donde encontraba a Jim sentado en una silla apoyada contra la pared del edificio. Caminaba despacio, sonriendo y moviendo las caderas provocativamente. Entonces Jim, sin pedir autorización, abandonaba el trabajo y corría al piso de Sissy, donde pasaban un rato agradable.

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