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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (36 page)

—No te están incriminando —le dije—. Me están involucrando a mí.

Se alegró:

—¿Y cómo es eso?

—¿Traigo a mi sobrino a la obra y asesina al hombre más importante? ¡Seguro que eso reduce mi categoría de mediador del emperador!

—¡Ni categoría ni hostias! —Desde la última vez que lo vi, cuando tenía catorce años, Lario se había vuelto más ordinario—. No tengo ninguna relación con tu trabajo. Fue Blando quien me trajo aquí. He venido a hacer miniaturas y no quiero verme metido en ninguno de tus viscosos guisos políticos.

—Pues ya estás metido hasta el cuello en salsa de escabeche. ¿Le has contado a la gente que eres mi sobrino?

—¿Por qué no?

—¡Primero tendrías que habérmelo dicho!

—Nunca te encontraba para poder explicártelo.

—Está bien. Lario, ¿cómo pudo alguien apoderarse de este pincel?

—Lo cogerían de la cabaña mientras estaba ausente, supongo. Lo dejo todo allí.

—¿Hay alguna posibilidad de que el mismo Pomponio lo hubiera tornado prestado?

—¿Para qué, para hacerse cosquillas en las pelotas mientras se bañaba? —se burló Lario—. O para limpiarse la cera de los oídos. He oído que es una nueva moda entre la fraternidad bohemia, es mejor que una vulgar cuchara plebeya.

—Responde a la pregunta.

—Por lo que respecta al robo del pincel, no creo ni que ese tonto estirado supiera siquiera dónde estaban nuestras cabañas.

—¿Qué ocurría cuando querías mostrarle uno de los dibujos propuestos?

—Llevábamos los bocetos a la sala de audiencias del gran hombre y esperábamos haciendo cola durante dos horas.

—¿No te caía bien Pomponio?

—¿Los arquitectos? Nunca me caen bien —se mofó Lario con brusquedad—. Detestar a las personas engreídas es una costumbre grosera que adquirí de ti.

—¿Y por qué es tan conveniente que te incriminen, feliz sobrino? ¿A quién has hecho enfadar?

—¿Quién, yo?

—¿Camilo Justino es el único hombre al que has pegado últimamente?

—Oh, sí.

—¿Has dormido con alguien más, aparte de Virginia?

—¡Por supuesto que no! —Era un verdadero bribón. Un completo hipócrita.

—¿Virginia tiene otro amante?

—Yo diría que es famosa por ello.

—Entonces, ¿tiene relaciones con alguien que tenga alguna rencilla?

—Es una chica que se enrolla con quien quiere. Con nadie fijo, si es que eso te sirve de algo.

—¿Y qué me dices de ti, Lario? ¿Te conoce todo el mundo? ¿Actualmente ya saben todos cómo eres?

—¿Qué quieres decir con eso de «cómo eres»?

—Para empezar, un haragán —sugerí con crueldad—. Luego dime qué tal un bebedor de vino, un fornicador y un pendenciero sinónimo de problemas.

—¡Tú estás pensando en mi tío! —dijo Lario, sorprendiéndome, como siempre, con una repentina réplica mordaz.

—Cierto.

—Soy un hombre de mundo —confesó el muchacho. Yo lo recordaba como un tímido soñador amante de la poesía, aquel romántico incorregible que una vez rechazó mi sucia profesión en favor del arte y de ideales elevados. Ahora había aprendido a mantener los suyos propios en compañías peligrosas… y a despreciarme.

—Será mejor que vengas conmigo a mis habitaciones —le dije con suavidad—. Pensándolo bien, te voy a detener hasta que todo esto se solucione. Que quede clara una cosa: en mi grupo hay niñas pequeñas y educadas mujeres que cuidan de ellas, por no mencionar al noble Eliano, que se está desvaneciendo a causa de su mordisco perruno. Por lo tanto, no habrá ni borracheras ni desmadres.

—Veo que te has vuelto formal —dijo Lario con desdén.

—Otra cosa —le ordené—. ¡Mantén tus malditas manos apartadas de la niñera de mis hijas!

—¿Quién es ésa? —preguntó, con la ignorancia de un pimpollo. Ya sabía a quién me refería. A mí no me engañaba. Había nacido en el Aventino, en el seno de los irresponsables Didio.

Para ser sincero, su actitud me provocó una punzada de nostalgia.

XLI

Yo estaba más que serio. Sufría igual que cualquier cabeza de familia cuya vida se hubiera llenado de niños que lloraban, sobrinos locos por el sexo, libertas desobedientes, asuntos de trabajo sin terminar y rivales envidiosos que lo querían ver destituido o muerto. Era como el padre tonto y acosado de una obra teatral griega. No había el entorno adecuado para un informante. Cuando me quisiera dar cuenta, me encontraría comprando lámparas de aceite pornográficas para mirar con lascivia en la oficina e ir soltando flatulencias mientras me preocupaba por el impuesto sobre sucesiones.

Helena me miró con extrañeza cuando dejé a Lario a su cuidado. Él pareció asustado al verla. Antes la adoraba. Eso resultaba violento para el nuevo hombre capaz de jugar con las mujeres por una apuesta y de irse luego tan ancho, sin mostrar sensibilidad o emoción alguna.

Helena lo recibió con un cariñoso beso en la mejilla, un gesto refinado que alteró todavía más su equilibrio.

—¡Vaya, esto es magnífico! Ven a conocer a tus primitas, Lario…

Horrorizado, Lario me lanzó una mirada torva. Le devolví una mueca de fastidio y a continuación me fui a investigar quién había matado a Pomponio realmente.

Magno todavía estaba supervisando a sus ayudantes cerca del viejo palacio. Habían prolongado las líneas de los cimientos allí donde las dos enormes alas se unirían a los edificios ya existentes. Cuando las zanjas cavadas se detenían, unas cuerdas atadas a unas estacas mostraban las conexiones planeadas. El propio Magno garabateaba los cálculos de los niveles, con su cartera de instrumentos abierta en el suelo.

—¿Esto es tuyo? —le pregunté con indiferencia al tiempo que le tendía algo como si lo hubiera encontrado tirado por la obra. Como estaba absorto en su trabajo, mi tono indiferente lo engañó.

—¡Lo he estado buscando! —levantó la vista de la larga cuerda que le ofrecía y vi que se quedaba helado.

Hice la pregunta a propósito para que los estudiantes que lo ayudaban pudieran oírla. El hecho de tener testigos provocaba más presión.

—Es una cinco-cuatro-tres —me informó uno de ellos amablemente. Magno no dijo nada—. Se utiliza para formar la hipotenusa del triángulo cuando hacemos un ángulo recto.

—¿En serio? ¡La geometría es una ciencia asombrosa! Y yo que pensaba que sólo era un trozo de cordel. ¿Podría hablar contigo en privado, Magno? Y trae tus instrumentos, por favor.

Magno vino a mi oficina sin rechistar. Cayó en la cuenta de que su cuerda de trazar ángulos era lo que había estrangulado a Pomponio. Entonces yo tenía que decidir: ¿lo sabía antes de que yo la sacara o simplemente entendió por qué el nudoso cordel estaba en mi poder ese día?

Anduvimos la corta distancia que había hasta mi oficina. Cayo, el contable, se preparó para irse, pero le hice una seña para que se quedara como testigo. Volvió a arrellanarse en su asiento, sin estar seguro de si se iba a tratar de un interrogatorio de rutina o de algo más serio.

—Ya has declarado cuáles fueron tus movimientos durante la pasada noche, Magno. —Durante un segundo, el agrimensor miró a Cayo. No había ninguna duda. Esa mirada, involuntaria e interrumpida, fue suficiente para que yo me preguntara si mi administrativo era su noviete. ¿Todo el mundo en esa obra tenía gustos impropios de hombres?—. Una persona de mi equipo está trabajando con las declaraciones de los testigos, por lo que todavía no las he visto. Recuérdame la tuya, por favor.

—¿De qué equipo hablas, Falco?

—¡Qué importa el maldito equipo! —gruñí—. Contesta a la pregunta, Magno.

—Estuve en mis habitaciones.

—¿Hay alguien que pueda dar fe de ello?

—Me temo que no.

—Siempre la respuesta de testigo inteligente —le dije—. Evita lo que sonaría como connivencia fácil tras el suceso. Los hombres inocentes de verdad, bastante a menudo carecen de coartada; eso es porque no tenían ni idea de que necesitaran prepararse una. —Eso no exculpaba a Magno pero, de hecho, tampoco lo condenaba.

Le cogí la cartera y la abrí sobre una mesa. Ambos estudiamos en silencio el equipo pulcramente alineado, todo ello asegurado bajo unas presillas de cuero cosidas. Estaquillas de repuesto y un mazo pequeño. Un reloj de sol de bolsillo. Unas reglas, entre las que se incluía una plegable, fina y gastada, marcada con medidas tanto romanas como griegas. Punzones y tablillas enceradas. Y un par de compases de metal con bisagras para trazar mapas.

—¿Éstos los has usado hoy?

—No.

Solté con cuidado los compases de las tiras de cuero que los sujetaban utilizando sólo las yemas de los dedos. Los abrí. Había una leve mancha marrón apenas visible a lo largo de uno de los extremos puntiagudos. Pero debajo de la tira de cuero bajo la que se había colocado el instrumento se veían más manchas.

—Sangre —decidí. Desde luego, no era tinta de cartografía.

Magno me observaba. Era inteligente y franco, y se le respetaba mucho en esa obra. También detestaba a Pomponio y probablemente había chocado con él las mismas veces que todo el mundo, exceptuando a Cipriano, que parecía ser un íntimo aliado de Pomponio. Yo pensaba que se habían asociado dos personas para asesinar al director del proyecto. Quizá fueran esos dos.

Hablé con calma. Ambos estábamos alicaídos.

—Ya lo ves, Magno. Tu cinco-cuatro-tres se desenrolló del cuello del arquitecto muerto. Esa cuerda y tu juego de compases son las armas del crimen. Ni siquiera si a Pomponio le hubieran atravesado el cuerpo con tu grama en los baños tendrías más problemas.

Magno no dijo nada.

—¿Lo mataste, Magno?

—¡No!

—Corto y afilado.

—Yo no lo maté.

—¿Eres demasiado astuto?

—Había otras maneras de sacarlo del proyecto. Tú estabas aquí para hacerlo, Falco.

—Pero yo trabajo con el sistema, Magno. ¿Cuánto tiempo me habría llevado? La incompetencia es una mala hierba persistente.

Magno se quedó sentado en silencio. Había elegido un taburete en forma de equis, uno que debía de haberse plegado alguna vez, aunque sabía que entonces estaba encallado. Con su pelo cano, contenido, tenía un interior tranquilo que no sería fácilmente penetrable. Su expresión adusta y su tono de voz daban a entender que era él quien me estaba poniendo a prueba y no al revés.

Coloqué las palmas de las manos en el borde de la mesa y empujé hacia atrás, como si quisiera distanciarme de toda esa situación.

—Para ser el principal sospechoso, no hablas mucho.

—¡Ya hablas tú bastante!

—Y también debo actuar, Magno, si tengo que hacerlo. Eso siempre lo has sabido.

—Te consideraba capaz —asintió Magno—. Te habías formado un juicio sobre la situación. Te habrías enfrentado a Pomponio, y no necesariamente echándolo. Tú gozas de la confianza de la alta autoridad, Falco; a veces incluso reúnes una especie de tacto. Podrías haber impuesto un poco de control cuando hubieras estado preparado.

Lo miré. Ese discurso suyo era un cumplido, aunque sonó como una condena.

—Bueno, eso es lo que pensaba hasta esta mañana, cuando se te ocurrió la maldita idea de traer a Marcelino de vuelta a la obra —añadió Magno. Entonces habló con furia contenida.

—Es el niño mimado del rey —repliqué de manera cortante. Magno acababa de decirme por qué los conspiradores del proyecto estaban contra mí. Aborrecían a Pomponio, eso seguro, pero no querían que fuera reemplazado por otro desastre. Alguien peor, tal vez—. Esta mañana teníamos a Verovolco allí escuchando, Magno. El rey, su señor, es el cliente. Pero no creas que al cliente se le permitirá imponer a un caso perdido en este proyecto. Si tengo que frustrar sus planes, créeme que lo haré, pero con delicadeza, a ser posible. Si no conoces mi opinión sobre Marcelino, Magno, es porque nunca me la has preguntado.

Nos fulminamos el uno al otro con la mirada, en silencio.

—Bueno, si pensaba que podías manejar a Pomponio —masculló al fin Magno—, ¿por qué iba yo a correr el riesgo de matarlo?

Dejé correr el tema de Marcelino, aunque estaba claro que necesitaba solución, y rápida.

El agrimensor tenía razón. Casi podía creerme un escenario en el que él se encontrara con Pomponio en el momento equivocado y entonces reaccionara de pronto…, pero un asesinato premeditado, cuando había otras soluciones, se contradecía con la circunspección natural de ese hombre. De todos modos, el dominio de uno mismo no impresionaría a un tribunal como prueba, mientras que las armas asesinas, que eran de su posesión, sí que podían hacerlo.

—El riesgo no es tu estilo —admití—. Eres demasiado exigente. Pero tampoco toleras el desatino. Te haces oír y eres activo. Eres sospechoso de este asesinato precisamente porque no te mantienes a distancia.

—¿Eso qué significa?

—Tienes unos principios estrictos, Magno. Eso podría hacer que perdieras los estribos. Ayer todos soportamos un día duro e irritante. Supón que fuiste a bañarte, muy tarde, para relajarte y olvidar el chasco de Mandúmero. Justo cuando te estabas tranquilizando, entraste en el último caldario. El idiota de Pomponio estaba allí. Tú montaste en cólera. Pomponio terminó muerto en el suelo.

—No me llevo mi cinco-cuatro-tres a los baños, Falco.

—Alguien lo hizo —le contesté.

—Y utilizo una almohaza, no un maldito juego de compases.

—¿Qué herramienta utilizas para extraer globos oculares?

Magno respiró pesadamente y no respondió.

—¿Viste a Cipriano ayer por la noche? —le pregunté.

—No. —Magno me miró con severidad—. ¿Dice él que lo vi?

No le contesté.

—Hay algunos trabajadores medio chiflados en los baños. ¿Tienes algo que ver con eso?

—No. Yo le di un presupuesto a Togidubno, hace tiempo. A partir de ahí, sea lo que sea es asunto suyo.

—¿Se requiere mucho trabajo?

—«Requerirse», nada en absoluto —opinó Magno mordazmente—. «Ser posible», tanto como el dinero que un cliente rico, animado por un contratista sinvergüenza, quiera malgastar en ello.

—Así que dices no tener ninguna relación con los gandules que hay hoy en la obra.

—No.

—Pasemos al tema fundamental. ¿Fuiste a los baños anoche, Magno?

Magno se guardó la respuesta. Esperé tercamente. Siguió guardando silencio, intentado forzarme para que interviniera, para que retomara la iniciativa. Estaba que se moría por saber si disponía de información en firme.

Al cabo de un siglo, decidió qué decir:

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