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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (21 page)

—Ésos traen malas pulgas —susurra Cosme de Mora—. Que a nadie se le escape un tiro ni haga ruido, o estamos apañados.

El tambor francés ha enmudecido, y por las rendijas se ve a dos oficiales acercarse a la puerta del cuartel, llamar a ella a voces y con los puños, y mirar a los lados de la calle. Después uno de los oficiales da una orden, y una veintena de gastadores y soldados se acerca a la puerta y empieza a dar hachazos y golpes. En el almacén de esparto, arrodillado sobre un montón de sacos nuevos de arpillera, un ojo pegado a la rendija del postigo, el lencero Benito Amégide y Méndez se pasa la lengua por los labios y cuchichea con el sangrador Jerónimo Moraza, que está a su lado.

—No creo que los de adentro vayan a…

Un estampido ensordecedor le corta las palabras y el aliento, mientras la onda expansiva de tres explosiones encadenadas, rebotando en los muros de la calle, revienta los vidrios de las ventanas y arroja una nube de astillas, esquirlas y fragmentos de yeso y ladrillo que crujen y saltan por todas partes. Aturdidos, sin reponerse de su asombro, Cosme de Mora y sus hombres se asoman a la calle, fusil en mano, y lo que ven los deja estupefactos: las puertas del parque han desaparecido, y bajo el arco de hierro forjado penden sólo maderas rotas colgadas de sus bisagras. Frente a ellas, en una extensión semicircular de quince o veinte varas de diámetro, el suelo está cubierto de escombros, sangre y cuerpos mutilados de franceses, mientras los supervivientes de la tropa corren en completo desorden, atropellándose unos a otros.

—¡Les han tirado desde dentro!… ¡Han disparado los cañones a través de la puerta!

—¡Viva España!… ¡Que no escape ninguno!… ¡A ellos, a ellos!

La calle se llena de paisanos que disparan contra los franceses fugitivos, perseguidos casi hasta la fuente Nueva de los Pozos, en el cruce con la calle Fuencarral. El entusiasmo es delirante. De las casas salen hombres, mujeres y niños que se apoderan de las armas abandonadas por el enemigo en fuga, disparan contra los franceses que aún se hallan a la vista, rematan a los heridos a navajazos y cuchilladas y despojan los cuerpos de cuanto útil, arma, munición, dinero, anillos o ropa intacta llevan encima.

—¡Victoria! ¡Van de huida!… ¡Victoria!… ¡Mueran los gabachos!

Con toda ingenuidad, la multitud —más grupos de vecinos quieren unirse ahora a los paisanos armados— pretende lanzarse tras los franceses, dándoles alcance hasta sus cuarteles. El teniente Arango, a quien Luis Daoiz ha hecho salir con varios artilleros para impedirlo, debe emplearse a fondo para convencer a la gente de que entre en razón.

—¡No están vencidos! —grita hasta volverse ronco—. ¡Cuando se reorganicen, volverán! ¡Volverán!

—¡¡Viva España y viva el rey!!… ¡¡Muera Napoleón!!… ¡¡Abajo Murat!!

Al fin, casi a golpes y empujones, Arango y los artilleros logran restablecer el orden. Los ayuda la llegada oportuna de la partida de civiles que acaudilla el cerrajero Blas Molina Soriano, que tras prolongados rodeos para evitar a los franceses —y una prudente espera en la calle de la Palma hasta ver en qué terminaba el último episodio—, se incorpora, al fin, al número de defensores de Monteleón. Recibido el refuerzo con alborozo y conducido al interior del parque, es Molina quien informa al capitán Daoiz de la presencia de más fuerzas imperiales en las proximidades. Acuden con mucha prisa, señala, desde la puerta de Santa Bárbara. Por su parte, observando los uniformes y divisas de la docena de enemigos muertos en la calle, el capitán Velarde, que por su experiencia de estado mayor conoce la composición de las fuerzas napoleónicas, identifica a la tropa que llevó a cabo el último intento. Se trata de una compañía adelantada del batallón de Westfalia, que suma al completo más de medio millar de hombres. Los mismos que, según el cerrajero Molina, acuden a paso ligero hacia Monteleón.

Junto a la fuente de la Mariblanca, en la puerta del Sol, Dionisio Santiago Jiménez, mozo de labor conocido por
Coscorro
en el real sitio de San Fernando, de donde es natural, ve morir a su amigo José Fernández Salcedo, de cuarenta y seis años, cuando una bala francesa le arranca media cara.

—¡No os quedéis al descubierto, carajo! ¡Cubríos!

Coscorro
y otros que andan cerca forman parte de los grupos de gente forastera, robusta y decidida, que entró ayer en Madrid para pronunciarse a favor de Fernando VII; y que hoy, lejos de sus casas y sin refugio posible, pelean en las calles con la determinación de quien no tiene adónde ir. Tal es el caso de muchos de los que integran la partida numerosa, casi un centenar de hombres, que lleva hora y media tenazmente pegada a los aledaños de la plaza, retirándose dispersa ante cada acometida francesa y volviendo a juntarse y pelear en cuanto puede. Están allí el sexagenario José Pérez Hernán de la Fuente y sus hijos Francisco y Juan, que vinieron ayer de Miraflores de la Sierra endomingados con marsellés, gorro de pelo y capote de grana, y también el jardinero del marqués de Santiago en Griñón Miguel Facundo Revuelta Muñoz, de diecinueve años, a quien acompaña su padre Manuel Revuelta, jardinero del real sitio de Aranjuez. Andan cerca, lanzando golpes de mano contra los franceses desde las puertas del hospital del Buen Suceso que dan a San Jerónimo y a Alcalá, los hermanos Rejón, con su bota de vino vacía y sus navajas ensangrentadas, en compañía de Mateo González, el actor Isidoro Máiquez, el oficial de imprenta Antonio Tomás de Ocaña, que va armado con un trabuco, los vecinos de Perales del Río Francisco del Pozo y Francisco Maroto, y los muchachos Tomás González de la Vega, de quince años, y Juanito Vie Ángel, de catorce. Este último se encuentra en compañía de su padre, el antiguo soldado inválido de Guardias Walonas Juan Vie del Carmen.

—¡Ahí vienen más!

Cuatro jinetes polacos y unos dragones sables en mano se acercan al galope, dispuestos a dispersar el pequeño grupo que de nuevo se ha formado junto a la Mariblanca. En ese momento, saliendo del Buen Suceso, el oficial de imprenta Ocaña descerraja un trabucazo en el pecho de uno de los caballos, que cae arrastrando al jinete. Aún no ha tocado éste el suelo cuando los hermanos Rejón y Mateo González lo cosen a puñaladas, y Máiquez, que acaba de cargar una pistola, dispara contra los otros. Acuden los demás paisanos, sablean polacos y dragones, suenan mosquetazos de infantes franceses que cargan a la bayoneta desde la calle de Alcalá, y en medio de una confusión enorme, entre gritos y maldiciones, se baten todos con rápida ferocidad. Un sablazo deja fuera de combate a Mateo González, que se arrastra como puede, desangrándose, hasta un portal cercano. Suenan tiros, llegan más enemigos, cae Antonio Ocaña atravesado de un balazo, Francisco del Pozo retrocede dando alaridos con un profundo tajo de sable que casi le cercena un hombro, y el resto busca resguardo en el claustro del Buen Suceso, donde varias mujeres aterrorizadas gritan e intentan esconderse mientras suenan las descargas y los franceses fuerzan la entrada.

—Estoy sin balas —dice Isidoro Máiquez— y ya tengo bastante.

Escapando por la puerta frontera al convento de la Victoria, el actor sale disparado hacia su casa, que está cerca de Santa Ana. Lo acompañan corriendo los hermanos Rejón, a los que ofrece refugio. Al intentar seguirlos, una bala alcanza por la espalda a Francisco Maroto, que se desploma en medio de la calle, frente a la botillería de La Canosa. El ex soldado Juan Vie del Carmen, que sale detrás con su hijo, coge a éste de la mano y se lanza en dirección opuesta, hacia la esquina de Carretas, mientras las balas zumban alrededor y suenan con chasquidos en el suelo y contra las fachadas de las casas.

—¡Corre, Juanito!… ¡Corre!… ¡Piensa en tu madre!… ¡Corre!

Subiendo por Carretas, a punto de torcer a la derecha por detrás de Correos, el muchacho se suelta de la mano, trastabilla y cae.

—¡Papá!… ¡Papá!

Con la muerte en el alma, Juan Vie se detiene y da la vuelta. Una bala le ha pasado un muslo a Juanito. Aterrado, el padre lo coge en brazos e intenta ponerlo a resguardo mientras lo cubre con su cuerpo, pero en un instante se ven rodeados de soldados enemigos. Éstos son muy jóvenes y llevan los uniformes sucios y los rostros ennegrecidos por el humo de la pólvora. Con sistemática brutalidad, usando las culatas de sus fusiles, los franceses revientan a golpes a padre e hijo.

—¡Llegan más gabachos!

En la calle de San José, ante el parque de Monteleón, el capitán Daoiz contiene a los paisanos que, envalentonados, quieren ir al encuentro de los franceses que se acercan. Esta vez los imperiales vienen sin redoble de tambores; aunque, según las avanzadillas que regresan a la carrera para informar, son numerosos.

—No nos precipitemos, muchachos. Dejadlos que se aproximen y los escarmentaremos mejor.

El tuteo complace a los paisanos, satisfechos por verse tratados de igual a igual por el capitán de artillería. El cerrajero Molina, que se ha ofrecido a tender una emboscada cerca de la fuente Nueva, convence a los suyos de que el señor oficial tiene razón y lo mejor es seguir sus instrucciones. Así que Luis Daoiz, tras recomendar prudencia, ahorro de munición y mantenerse a cubierto, envía a Molina y su gente a las casas de la esquina con San Andrés. Contando la cuadrilla traída por el cerrajero, Daoiz tiene ahora bajo su mando a poco más de cuatrocientas personas entre artilleros, Voluntarios del Estado y gente civil, con el refuerzo de una docena de mujeres resueltas. Éstas incluso ayudan a sacar a la calle los cuatro cañones que, tras hacer buen papel en la emboscada de la puerta, el capitán ordena colocar afuera. Cubrirán la transversal de San José en ambas direcciones, hacia San Bernardo y la fuente de Matalobos por la derecha y hacia Fuencarral y la fuente Nueva por la izquierda, enfilando también hacia abajo la calle de San Pedro, que desde la misma puerta del parque discurre perpendicular junto al convento de las Maravillas. El problema consiste en que los cañones, con munición para treinta tiros —y sólo unos pocos saquetes improvisados de metralla—, serán servidos por gente al descubierto, expuesta al fuego francés sin otra protección que los tiradores apostados en las ventanas del parque, encima de la tapia y en los edificios cercanos; cuya munición, pese a que artilleros y soldados trabajan en el polvorín encartuchando a toda prisa bajo la vigilancia del sargento Lastra, no supera los veinte o treinta disparos por fusil.

—A tus órdenes, Luis. Están listos los cañones.

Daoiz, que observa preocupado las esquinas de la calle de San José, preguntándose por cuál asomará el enemigo, se vuelve al oír la voz de Pedro Velarde. Siguiendo sus instrucciones, éste ha supervisado la instalación de las cuatro piezas: tres enfilando cada posible eje de la progresión enemiga y otra dispuesta a ser orientada en una u otra dirección, según las necesidades. Con cada cañón hay una dotación de artilleros reforzada por voluntarios civiles para municionar y mover las cureñas. El plan consiste en que Velarde dirija la defensa desde el interior del cuartel mientras Daoiz manda personalmente el fuego de cañón, asistido por los tenientes Arango y Ruiz —este último se ha ofrecido voluntario, pues sirvió como artillero en el campo de Gibraltar—. Humean los botafuegos en las manos de cada cabo de pieza, y todos, militares y paisanos, miran expectantes a los dos capitanes. La fe ciega que Daoiz advierte en sus rostros, las sonrisas bravuconas y confiadas, las mujeres que van de un cañón a otro repartiendo vino a los artilleros o llevando cartuchos al huerto y las casas cercanas, inquietan a éste, No saben, piensa, lo que nos espera.

—¿Mandaste al muchacho? —pregunta Velarde.

Asiente Daoiz. A esas horas, el cadete de Voluntarios del Estado Juan Vázquez Afán de Ribera, a quien se le ha confiado la misión a causa de su juventud y agilidad, debe de correr como un gamo por la calle de San Bernardo, llevando un escrito para el capitán general de Madrid. En pocas líneas, y más a instancias de Velarde que por auténtica esperanza de que sirva para algo, Daoiz, como comandante del parque de Monteleón, explica las razones por las que se baten con los franceses, expresa su resolución de resistir hasta el final y pide ayuda a sus camaradas
«para que el sacrificio de los hombres y paisanos bajo mi mando no sea inútil»
.

—Vete adentro, Pedro —le dice a Velarle—. Y que Dios nos la depare buena.

Sonríe el otro. Parece a punto de decir algo; tal vez una frase que tiene preparada para la ocasión. Conociéndolo como lo conoce, a Daoiz no le sorprendería en absoluto. Al cabo, Velarde se limita a encoger los hombros.

—Buena suerte, mi capitán.

—Buena suerte, amigo mío.

—¡Viva España!

—Que sí, hombre. Vete adentro de una vez.

—A tus órdenes.

Daoiz se queda inmóvil, viendo a Velarde desaparecer dentro del parque. Genio y figura, piensa. Luego se vuelve a los que aguardan junto a los cañones. Alguien grita desde un balcón que los franceses están a punto de doblar la esquina. Daoiz traga saliva, suspira y saca el sable.

—¡Todos a sus puestos! —ordena—. ¡Fuego a mi voz!

En la esquina de la calle de la Palma con San Bernardo, Juan Vázquez Afán de Ribera, cadete de la 2.
a
compañía, 3.
er
batallón de Voluntarios del Estado, se detiene a tomar aliento. Con la agilidad de sus doce años, ha bajado a la carrera desde el parque de Monteleón, llevando el mensaje del capitán Daoiz en la vuelta izquierda de la manga de su casaca, y ahora se dispone a atravesar una zona descubierta. El hecho de que el cruce de calles esté desierto, sin un alma a la vista ni vecinos en los balcones, le da mala espina. Pero el comandante del parque, al despedirlo hace un rato, encareció lo importante de la misión.

—De usted depende —le dijo— que nos socorran o no.

El jovencísimo aspirante a oficial se pasa una mano por el pelo revuelto y sudoroso. Ha dejado el sombrero en el cuartel para ir más desembarazado, y sólo lleva al cinto su daga de cadete. Con ojos suspicaces observa los alrededores. Nadie a la vista, comprueba de nuevo. Las puertas están cerradas, los postigos echados, las tiendas tienen puestos los tablones por fuera. Y reina un silencio inquietante, roto a intervalos por algunos disparos lejanos.

Hay que decidirse, piensa el muchacho. El mensaje de socorro de sus compañeros parece quemarle en la manga. Prudente, recordando las enseñanzas recibidas en la escuela militar, reflexiona sobre el recorrido que va a hacer en la siguiente carrera. Cruzará la calle hasta el guardacantón de enfrente, y de allí seguirá hasta el carro abandonado en la puerta de lo que parece una posada. Ojalá, se dice, no haya tiradores enemigos cerca. Luego respira hondo tres veces, agacha la cabeza, y echa a correr de nuevo.

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