Read Un día en la vida de Iván Denísovich Online
Authors: Alexandr Solzchenitsyn
Los maltratan duramente; tienen unas fuerzas enormes esos carnívoros, y echan atrás a los otros. Lanzan a los primeros desde arriba sobre los que empujan, los hacen rodar sobre los de atrás como haces de paja.
—¡Kromoj, hijo de p..., tendríamos que partirte la cabeza! —gritan desde la multitud, pero manteniéndose escondidos los que lo hacen. Los demás caen en silencio y se levantan en silencio, tan pronto como pueden, para no ser pisoteados.
Los escalones han sido barridos. El encargado del comedor ha desaparecido de la escalera; pero el propio Kromoj se queda en el escalón superior y explica:
—¡En fila de a cinco, becerros! ¿Cuántas veces habrá que decíroslo! ¡Entraréis cuando os toque el turno!
Entonces Sujov descubre algo así como la cabeza de Senka Klevschin junto a la escalera. Su alegría es enorme. Adelante, pues, a codazos. Las espaldas se aprietan más..., no lo conseguirá, imposible pasar.
—¡La veintisiete! —aulla Kromoj—. ¡Adentro!
La veintisiete asalta la escalera, entrando en tromba. Otra vez hay un alud hacia adelante, los de detrás empujan. Y Sujov empuja también, con todas sus fuerzas. La escalera se estremece, la lámpara sobre la escalera rechina.
—¿Otra vez, podridos? —Kromoj hierve. Sacude, sacude con el bastón en la espalda de uno, en el hombro del otro, y vuelve a echar a los primeros sobre los de atrás.
Por segunda vez consigue vaciar la escalera.
Sujov ve desde abajo que Pavlo se ha colocado al lado de Kromoj. El es quien trae aquí la brigada; Tiurin se considera demasiado fino para la promiscuidad de aquí.
—¡En fila de a cinco, los de la ciento cuatro! —grita Pavlo desde arriba—. ¡A ver si pasáis, muchachos! «¡ A ver si pasáis!»... ¡ Vaya idiota!
—¡Eh! ¡Esa espalda! ¡A ver si me dejas pasar, que soy de aquella brigada!
Ya le dejaría pasar si pudiera, pero están tan apretujados por todos los lados...
El montón oscila a un lado y a otro; los hombres casi se aplastan para llegar hasta su sopa; la sopa que les corresponde en justicia.
Entonces Sujov cambia de táctica. Cogiendo la baranda por la izquierda, se agarra luego al poste del ángulo de la escalera y... se queda colgado en el aire. Con los pies golpea las rodillas de alguien, recibe él mismo un violento porrazo en un costado, unos cuantos le dedican jugosas maldiciones, pero lo consigue: ha puesto un pie sobre el borde del escalón superior y espera. Sus compañeros le verían y le ayudarían a subir.
El encargado del comedor ha echado un vistazo a la puerta volviéndose antes de irse:
—¡Vamos, Kromoj, dos brigadas más!
—¡La ciento cuatro! —gritó Kromoj—. ¿Adonde vas, carroña?
Le atiza al desconocido un garrotazo en el cuello.
—¡La ciento cuatrooo! —grita Pavlo, haciendo pasar a su gente ante sí.
—¡Uff!
Sujov ya está dentro. No ha esperado a que Pavlo abriera la boca: tableros, ha de encontrar tableros libres ahora. El comedor está como siempre..., el vapor penetra en nubes por la puerta; unos están montados encima de otros, como las semillas en el girasol. Entre las mesas, empujones y apreturas, aquí y allá uno que quiere pasar con un tablero lleno. Pero Sujov está acostumbrado hace muchos años, está ojo avizor, y he aquí que Sch-208 lleva sólo cinco escudillas en su tablero; por lo tanto, éste es el último de la brigada, pues de lo contrario estaría completamente cargado.
Le alcanza, y le murmura rápidamente al oído:
—¡Hermano! Necesito un tablero..., ¡ahí detrás los tienes!
—Pero hay uno que espera en la ventanilla, y le he prometido...
—Deja que espere. Al que bosteza, alpargata en la boca.
Se ponen de acuerdo.
El otro lleva el tablero a su puesto, lo descarga. Sujov coge el tablero, pero en este momento se presenta el otro, que lo tenía apalabrado, y agarra el otro extremo, aunque es más enclenque aún que Sujov. Con el tablero, Sujov le empuja en la misma dirección que tiraba, y el otro se va a parar contra la pared, escapándosele el tablero de los dedos. Sujov se lo mete bajo el brazo y corre al reparto del rancho.
Pavlo está en la cola frente a la ventanilla, fastidiado porque aún no hay tableros. Ahora se alegra:
—¡Ivan Denisovich!
Da un empujón al ayudante del brigadier de la veintisiete.
—¡Déjame pasar! ¿Qué haces ahí parado? ¡Yo tengo tableros!
Mira, caramba. También Gopsik, el pillo, ha pescado un tablero.
—Estaban papando moscas —ríe—, y lo cogí.
Gopsik será perro viejo del campo. Tardará unos tres años en aprender a abrirse camino, y al menos el puesto de repartidor de pan lo tiene seguro.
Por indicación de Pavlo, se encarga del segundo tablero Yermolaiev, el forzudo siberiano (también diez años por ser prisionero de guerra). Envía a Gopsik a buscar una mesa en donde estén terminando. Sujov apoya una esquina del tablero en la ventanilla y espera.
—¡La ciento cuatro! —anuncia Pavlo por la ventanilla.
Hay cinco ventanillas en total: tres para la entrega normal, una para los que reciben rancho especial (los enfermos llegados, que son unos diez, y de matute todos los de la contabilidad), y la última para la devolución de los cacharros (hay peleas en esta ventanilla por el derecho de relamer las escudillas). Las ventanillas no son altas; llegan justamente a la cintura. Es imposible ver a los cocineros; sólo se ven sus manos y los cucharones.
El cocinero tiene las manos blancas y lisas, pero peludas, unas verdaderas zarpas. Como si fuera boxeador y no cocinero. Con el lápiz apunta en la lista de la pared:
—La ciento cuatro... ¡veinticuatro!
Panteleiev se infiltra en el comedor. No está enfermo, el muy perro.
El cocinero coge un cazo bestial, seguro que tiene tres litros de cabida, y remueve con él en la marmita; no para de remover (la marmita está recién llena, casi hasta el borde, y echa mucho vapor). Luego coge el otro cazo, el de tres cuartos de litro, y empieza a sacar con él, así, por arriba.
—Uno, dos, tres, cuatro...
Sujov se fija en cuáles son los platos que llenan antes de que se pose lo espeso de la sopa, y en cuáles queda lo magro, que es agua pura. Coloca diez escudillas en su tablero y se vuelve. Gopsik le hace señas desde la segunda hilera de soportes:
—¡Aquí, Iván Denisovich, aquí!
Llevar así las escudillas es cosa que requiere aprendizaje. Sujov avanza con cuidado para balancear el tablero, aunque su lengua trabaja tanto más:
—¡Eh, tú, Ch-novecientos veinte...! ¡Cuidado, abuelo...! ¡ Quita de ahí, chico!
En esas apreturas ya es cosa dudosa llevar una escudilla sin derramar nada, ¡cuánto más con diez! A pesar de ello, no hay ninguna mancha reciente en el tablero cuando Sujov lo coloca con cuidado sobre el extremo de la mesa que vigila Gopsik. Además, consigue dar un giro al tablero al colocarlo, de manera que las dos escudillas con lo espeso quedan orientadas hacia donde él se sentará ahora. Yermolaiev se acerca con su decena. Gopsik sale en volandas para traer en las manos, con Pavlo, las últimas cuatro. Por último llega Kilgas con un tablero lleno de pan. Hoy se jala según el rendimiento en el trabajo: a uno, doscientos; a otro, trescientos, y a Sujov cuatrocientos gramos. El coge sus cuatrocientos de la punta, y doscientos de parte media para Zesar.
Ahora llegan los demás de la brigada saliendo de todos los rincones del comedor... Ahí tienes tu comida, y zámpatela donde puedas. Sujov reparte las escudillas, se fija en quiénes las reciben y vigila su esquina del tablero. Mete la cuchara en una de las que contienen lo espeso, en señal de propiedad. Fetiukov es uno de los primeros que pasan a recoger la suya, marchándose en seguida. Como ya no puede hacer el gorrón con los de la brigada, recorre todo el comedor, el chacal, por si alguno no termina su ración (cuando uno no se la termina y aparta de sí la escudilla, a veces se lanzan dos o tres a por ella, como buitres). Sujov y Pavlo cuentan las porciones para que todo concuerde. Para Andrei Prokofievitch aparta una escudilla con sopa espesa, y Pavlo la vierte en la estrecha gamella alemana con tapa, que puede hacer pasar escondida bajo la chaqueta. Entregan los tableros. Pavlo se sienta con doble ración, y Sujov con sus dos escudillas. Ahora ya no hablan entre sí, llega el momento sagrado.
Sujov se quita la gorra de piel y la coloca sobre sus rodillas. Inspecciona con la cuchara primero una escudilla, luego la otra. Bien, hasta hay algo de pescado. Por la noche, el guisote siempre es más flojo que por la mañana. Al preso hay que alimentarlo de mañana, para que pueda trabajar; pero por la noche se duerme de todos modos.
Comienza a comer. Primero engulle el caldo, ansiosamente. Cuando tiene el líquido caliente en el estómago, notando cómo se extiende el calor por todo su cuerpo, todo su ser se vierte hacia el resto de la sopa. ¡Aaaah! ¡Este es el breve momento para el que vive el preso!
Nada preocupa ya a Sujov, ni el largo período de encierro, ni lo interminable de la jornada, ni el hecho de que no haya domingo. Ahora piensa: «¡Lo soportaremos! ¡Todo lo soportaremos, con la ayuda de Dios, y alguna vez terminará!»
Después de haber bebido el caldo caliente de ambas escudillas, vacía la segunda en la primera y rebaña aquélla con la cuchara. Así es mejor. No tiene que cuidarse de la segunda escudilla, ni tenerla sujeta con la mano.
Como sus ojos ya no tienen trabajo, mira de soslayo las escudillas de los demás. El de su izquierda tiene el agua pura en la suya. ¡Qué canallas, son compañeros de penalidades y hacen cosas así!
Sujov se come la col que sobrenada en el resto de la sopa. Sólo en la escudilla de Zesar hay una patata. De tamaño mediano, helada, naturalmente, con una parte dura y sabor dulzón. Casi no encuentra pedacitos de pescado, sólo un fragmento de espinazo de vez en cuando, todo mondo. Mas hay que masticar bien todo pedazo de espina y toda aleta, y chupar el jugo, el buen jugo. Todo esto lleva su tiempo, pero Sujov no tiene ningún proyecto urgente, ahora es festivo para él: doble ración agenciada a mediodía, y otra vez para la cena. Puede uno dejarse tranquilamente de lo demás.
Quizás iría aún a ver a los letones, a por tabaco. Mañana por la mañana posiblemente ya no tendría.
Sujov no toca su pan para nada. Doble ración y encima pan es demasiado; el pan se queda para mañana. La tripa nunca está satisfecha: si hoy das demasiado, mañana pide más.
Sujov come despacio y no se preocupa por lo que hay a su alrededor, ¿para qué? No necesita nada nuevo, mientras come su rancho legítimamente adquirido. A pesar de ello ve que una mesa más lejos queda libre un sitio y se sienta Ju-81, el gran viejo. Está en la brigada 64, como Sujov sabe, y mientras esperaba la entrega de paquetes supo además que la sesenta y cuatro ha sido enviada hoy a la construcción exterior de la «Sozkolonie», en vez de la ciento cuatro, tendiendo alambradas durante todo el día, sin pausa de calefacción. Ellos mismos se cercaron su zona de trabajo.
Ese viejo siempre está encerrado en campos de concentración y prisiones, le relataron a Sujov; no le alcanza ninguna amnistía, y cuando cumplió los diez primeros años de encierro, le condenaron en seguida a diez más.
Ahora Sujov puede verle de cerca. Entre todas las espaldas encorvadas de los presos, la suya llama la atención por lo erguido, y cómo está sentado a la mesa... como en un puesto más elevado. En su cráneo no hay que rapar ya: todos los cabellos se le cayeron con la buena vida del campo. Los ojos del anciano no miran huidizos a los lados, sino que están fijos, sin ver, por sobre la cabeza de Sujov. Come mesuradamente su acuosa sopa con una cuchara estropeada de madera, sin inclinarse sobre su escudilla, sino alzando cada vez la cuchara hasta la boca. Ni arriba ni abajo tiene dientes; en su lugar, las osificadas mandíbulas mastican el pan. Su rostro muestra las huellas de las penalidades, pero no es el rostro demacrado de un vencido, sino que parece labrado en piedra oscura. También por sus manos grandes, negruzcas y agrietadas, se adivina lo que ha pasado en todos los años que le han acorralado en campos y prisiones como una res. Pero no le han podido, no capitula: no pone sus trescientos gramos de pan sobre la sucia y pringosa mesa, sino sobre un trapo limpio. Mas Sujov no tiene tiempo de seguir mirándolo. Terminando de comer, lame la cuchara y la mete en la bota de fieltro, se encasqueta la gorra, se levanta, coge las dos raciones de pan, la suya y la de Zesar, y se va. La salida es por la escalera de atrás. Allí hay dos más del servicio de comedor, que no tienen más trabajo que descorrer el cerrojo, dejar salir a los hombres y volver a cerrar.
Sujov sale con la tripa bien llena, orondo y satisfecho, y se decide, aunque no debe faltar mucho para el toque de queda, a hacer una rápida visita al letón. Sin detenerse a llevar el pan al barracón 9, se dirige a grandes pasos al barracón 7.
La luna está muy alta; parece recortada del cielo, pura y blanca. El cielo está muy despejado y las estrellas clarísimas. Pero Sujov no tiene ahora tiempo de mirar al cielo. Sólo de una cosa se da cuenta: el frío no cede. Algunos han oído decir a los civiles que el parte de la radío predice treinta grados para la noche y cuarenta para la mañana.
Se podía oír de muy lejos aquella noche; en alguna parte de la población roncaba un tractor, y más lejos, en la carretera, rechinaba una excavadora. En el campo se oía crujir todos los pasos de las botas de fieltro.
Ni un soplo de viento.
Sujov quería comprar cosecha casera, como otras veces, a rublo un vaso; aunque fuera, en la libertad, un vaso costaba tres rublos o más aún, según la especie. En el campo de trabajos forzados todo tenía precios especiales, que no podían compararse con los de fuera, ya que aquí nadie podía disponer de dinero, éste era muy raro y apenas tenía nadie. En este campo no pagaban por el trabajo ni un kopek. En Ust-Ishma, al menos Sujov recibía treinta rublos al mes. Si a uno le enviaban dinero sus parientes, no se lo entregaban, sino que era ingresado en una cuenta personal. Con ésta, una vez al mes, se podía comprar algo en el tenderete: jabón, galletas mohosas, cigarrillos marca «Prima». Te gustara o no la mercancía entregada, tenías que aceptar el pedido hecho al jefe. Si no lo querías, como el dinero ya estaba restado de la cuenta, lo perdías de todos modos.
Sujov sólo por medio de trabajos auxiliares conseguía dinero. Coser zapatillas con los trapos entregados, dos rublos; remendar chaleco, pago a acordar.