Un día en la vida de Iván Denísovich (14 page)

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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

—¡Más de prisa! —gritó el jefe de la escolta—. ¡Vivo, el cabo!

Pásanos la... si quieres ¡vivo! Los presos marchaban calmosamente, tristones, como en un entierro. No tenemos nada que perder, de todos modos llegamos los últimos al campo. Si no quería tratarnos humanamente, que gritara ahora hasta reventar.

Cuando hubo gritado varias veces «¡Más vivo!», el jefe de la escolta se dio cuenta de que los presos no irían más de prisa. No podía disparar, porque marchaban en columna de a cinco, como estaba ordenado. No estaba en su mano hacer que los presos marchasen de prisa. Por la mañana, la única salvación de los presos era marchar despacio al trabajo. El que marcha de prisa no ve el final de su condena... Se moja de sudor y luego cae redondo.

De modo que marcharon con buena regularidad y serenidad. La nieve crujía bajo sus pasos. Unos conversaban en voz baja, otros callaban. Sujov reflexionaba... ¿Qué era lo que no había podido hacer aquella mañana en el campo? Luego se le ocurrió: ¡el lazareto! Vaya, con el trabajo se había olvidado completamente de la enfermería.

Justamente ahora era la hora de consulta en la enfermería. Podría presentarse si sacrificaba la cena. Pero en realidad no se encontraba tan mal. Seguramente, no tenía fiebre... ¡Tiempo perdido! Ya se recuperaría sin necesidad de médicos. Los médicos con sus tratamientos no le proporcionaban a uno más que el traje de madera.

No deseaba ir al lazareto, pero... ¿cómo podría enriquecer la cena? Su única esperanza era que Zesar recibiese su largamente esperado paquete.

De repente, hubo una especie de cambio en la columna de presos. Hubo un movimiento, perdieron el paso, hubo confusión, murmullos, gruñidos; las hileras de la cola, y con ellas Sujov, perdieron el contacto con los de delante, comenzaron a correr. Durante unos pasos fue bien; luego, vuelta a correr otra vez.

Cuando el final de la columna alcanzó la colina, Sujov pudo verlo también: a su derecha, aún lejana en la estepa, destacaba negreante otra columna que se dirigía diagonalmente hacia la nuestra, y ahora debía vernos, pues se echaron a correr también.

Esta sólo podía ser la columna de la fábrica de maquinaria, de unos trescientos hombres. También ellos, al parecer, habían tenido mala suerte y habían sido retenidos como nosotros. ¿Por qué razón? A veces los tenían trabajando más tiempo, cuando no terminaban con el arreglo de una máquina. Claro que ellos no se exponían a nada, se pasaban todo el día al calor.

Era el momento de la decisión. ¡Cómo corrían, los tíos! También los de la escolta se pusieron a trotar, salvo el jefe, que gritaba una y otra vez:

—¡No se dispersen! ¡Cierren filas, por atrás!

Tendrían que partirte la boca, ¿qué nos ladras ahora? ¿Acaso no cerramos filas?

Ni visto, ni oído..., sólo un pensamiento en toda la columna: ¡Adelantarse! ¡Chasquearlos!

Y allí se mezcló todo, carne y pescado, de forma que la escolta ya no era enemiga de los presos, sino amiga. Pero el enemigo era la otra columna.

Todos estaban otra vez de buen humor, la rabia se había disipado.

—¡Vamos, vamos! —gritaban los de atrás a los de delante.

Al fin, nuestra columna alcanzó la carretera; los de la fábrica de maquinaria habían desaparecido detrás del bloque de viviendas. Seguimos corriendo, ciegamente.

Ahora íbamos mejor, sobre la carretera abierta. Los guardianes a derecha e izquierda no tenían que temer los tropezones. ¡Aquí superaríamos a los otros!

Además los eliminaríamos, porque en la guardia del campo los registraban más detenidamente. Desde que fueron encontrados algunos con el cuello cortado, la comandancia del campo era de la opinión que los cuchillos se confeccionaban en la fábrica de maquinaria y luego se pasaban al campo. Por eso, a la entrada del campo, los cacheaban a fondo. Avanzado el otoño, el suelo estaba ya helado, les gritaban:

—¡Los de maquinaria, zapatos fuera! ¡Tenedlos en las manos!

Así los registraban, descalzos.

Y ahora, a pesar del frío glacial, aún la tomaban con alguno:

—¡Vamos, quítate la bota de fieltro derecha! ¡Y tú, la izquierda!

El preso se quitaba la bota y era obligado a sacudirla sacando el trapo para el pie, mientras iba a la pata coja. En orden, ningún cuchillo.

Sujov había oído decir —no sabía si era cierto— que un verano los de la fábrica de maquinaria trajeron dos postes de balón volea al campo, y escondidos en ellos muchos cuchillos. Diez largos cuchillos en cada uno. En el campo descubrían uno aquí, otro allá, de vez en cuando.

Dejaron atrás, a paso gimnástico, el nuevo club, el bloque de vivendas, el aserradero... y doblaron la esquina directamente frente a la guardia del campo.

—¡Hurraaaaa! —bramó la columna, como un solo hombre.

¡Aquel cruce era la clave! Los de la fábrica de maquinaria llegaban de la derecha, con ciento cincuenta metros de desventaja.

Bueno, ahora podían tomárselo con calma. Toda la columna se alegraba. Se alegraban como los conejos: al menos, las ranas tienen miedo de nosotros.

¡Ahí! El campo. La misma imagen de la mañana: la oscuridad, las lámparas de la zona del campo, sobre la cerca de tablas, y especialmente intensos los faros frente al cuarto de guardia; toda la zona reservada al cacheo estaba iluminada como a la luz del día.

Pero, antes de que llegaran a la guardia...

—¡Alto! —gritó el jefe lugarteniente de la guardia.

Entregó su metralleta a un soldado y se dirigió a la columna (le estaba prohibido acercarse con la metralleta):

—Todos los que están a la derecha y lleven madera... ¡lanzar la madera hacia la derecha!

Los que estaban fuera llevaban la madera a la vista y podía darse cuenta de quiénes eran. Un hatillo cayó hacia la derecha, luego otro, y un tercero. Algunos querían pasar su madera hacia la izquierda de la columna, pero sus vecinos dieron un bufido:

—¡Para que se la quiten a los otros por tu culpa! ¡No, no, tírala ahí!

¿Quién es el mayor enemigo del preso? El otro preso. Si los presos no se combatieran entre sí... ¡ah, entonces !...

—¡En marcha! —gritó el jefe de la escolta.

Y desfilaron hacia la guardia.

En el cuerpo de guardia convergían cinco caminos, una hora antes se acumulaban allí todos los grupos de trabajo. Si todos esos caminos se convirtieran en calles y se hicieran casas a los lados, el lugar donde estaba el cuerpo de guardia y se practicaban los cacheos habría podido ser la plaza mayor de la futura ciudad. Y así como ahora convergían aquí todas las columnas de trabajo, se reunirían en ese caso las columnas de manifestantes.

Los vigilantes ya estaban calentándose en el cuerpo de guardia. Ahora salían y cerraron el paso.

—¡Abrir chaquetas! ¡Desabrocharos los chalecos!

Extendieron los brazos. Como si quisieran abrazarle a uno al hacer el registro. Cachear los costados. Bueno; lo mismo que por las mañanas.

Ahora no era tan malo desabrocharse; volvíamos a casa.

Así decían todos: a casa.

Durante el día no tienen tiempo de acordarse de otra casa.

La cabeza de la columna ya está siendo cacheada, cuando Sujov se acerca a Zesar y dice:

—¡Zesar Marcovitch! Corro en seguida a la entrega de paquetes para hacer cola.

Zesar volvió hacia Sujov su negro bigote, con la blanca escarcha por debajo esta vez.

—¿Para qué quiere usted hacer cola, Iván Denisovich? Tal vez no haya llegado el paquete.

—Bien..., si no está, ¿qué puedo perder? Esperaré diez minutos; si no llega usted, me largo al barracón.

Al decirlo, Sujov pensó: «Si no viene Zesar, quizá venga otro y pueda venderle mi sitio en la cola.»

Por lo visto, Zesar no podía reprimir la impaciencia por recibir su paquete.

—Está bien, Iván Denisovich, corre y ponte a la cola. Espera diez minutos, y no más.

El cacheo prosiguió, pronto le tocaba a Sujov. Hoy nada tenía que ocultar, y avanzó despreocupadamente. Desabotonó la chaqueta enguatada, sin prisas, y aflojó también el chaleco bajo el cinto de lona.

No tenía conciencia de llevar algo prohibido, pero la preocupación de ocho años de chirona se había convertido para él en una costumbre. Metió la mano en el bolsillo exterior del pantalón para asegurarse una vez más de que estaba vacío, aunque ya lo sabía.

¡Pero ahí estaba la hoja de sierra! Hoy la encontró en la zona de la obra y se la guardó por razones económicas, sin ninguna intención de pasarla al campo. No había querido pasarla, pero puesto que la llevaba encima... ¡sería lástima tirarla ahora! Podría afilarla en forma de cuchillito, para arreglar zapatos o al menos para coser.

Si hubiera tenido intención de pasarla, habría escogido un buen escondite. Pero ahora sólo faltaban dos hileras de cinco para llegar hasta él, y la primera ya pasaba al control.

Ahora debía actuar más rápido que el viento: o bien, oculto por la última fila, arrojaba la cosa en la nieve (con lo cual la encontrarían más tarde, pero sin saber de quién era), o la pasaba.

Por esa hoja de sierra podían darle diez días de arresto, si la interpretaban como cuchillo.

¡Pero un cuchillito para componer zapatos significaba ganancia, significaba pan!

Sería una pena tener que tirarla.

Y Sujov la metió en uno de sus guantes.

Ahora pasaba la siguiente hilera de cinco al cacheo. Y a plena luz de los focos quedaban los tres últimos: Senka, Sujov y el muchacho de la brigada 32 que acompañó a buscar al moldavo.

Como eran sólo tres, y cinco los vigilantes dedicados al registro, Sujov pudo escoger cómodamente cuál de los dos de la derecha le cachearía a él. No escogió al joven de mejillas coloradas, sino al viejo de la barba gris. El viejo, naturalmente, tendría más experiencia y le sería fácil encontrar algo si buscaba bien; pero, como era viejo, sin duda estaría más que harto del servicio.

Entre tanto Sujov se sacó los guantes, el que contenía el pedazo de sierra y el vacío, cogiéndolos con una mano, en la que llevaba además el cinturón, y de modo que el guante vacío quedara delante. Desabotonó del todo el chaleco, alzó el faldón de la chaqueta y el del chaleco amablemente —nunca había sido tan amable para el cacheo, pero ahora quería demostrar que nada llevaba escondido: ¡anda, regístrame!—, y obedeció la orden del barbudo, acercándose.

El vigilante de la barba gris, golpeó los costados y la espalda de Sujov, palpó por fuera el bolsillo del pantalón —vacío—, apretó los faldones de la chaqueta y del chaleco; y luego, ya por último, apretó para asegurarse el vacío guante delantero —el vacío.

El vigilante apretó, y fue como si apretara las entrañas de Sujov con tenazas. Otro apretón semejante en el otro guante, y ya se veía arrestado, con trescientos gramos de pan al día y comida caliente sólo desde el tercero. En un segundo se representó cómo iría haciéndose débil y pasaría hambre, y cuánto le costaría volver a conseguir el estado de resistencia actual, medio harto y medio hambriento.

Y en silencio rezó una fervorosa plegaria: «¡Dios del Cielo! ¡Sálvame! ¡Líbrame del arresto!»

Todos esos pensamientos cruzaron por su mente en el breve instante en que el vigilante oprimió el guante delantero y alargó la mano hacia el otro, el de atrás (los habría apretado ambos al mismo tiempo, con las dos manos, si Sujov no los hubiera llevado en una sola). Entonces el jefe del control, que quería acabar pronto, gritó a la escolta:

—¡Vamos, ahora los de la fábrica de maquinaria!

Y en vez de coger el segundo guante de Sujov, el guardián le hizo un gesto con la mano: Pasa, adelante.

Sujov corrió para alcanzar a los demás. Ya estaban en fila de a cinco, entre los dos terrenos de vallas semejantes a las barreras del mercado de caballos, y que venían a formar el cercado de la columna, por decirlo así. La carrera no le cansaba, no sentía el suelo bajo los pies, y no envió una segunda oración, una acción de gracias, al Cielo, porque no tenía tiempo y realmente ya no hacía falta.

La escolta que los había traído aquí formó a un lado, para dejar paso a la de los maquinistas, y esperaba únicamente a su jefe. La madera que su columna había arrojado antes del registro fue recogida por los escoltas, y la que les habían quitado los guardianes al cachearlos estaba apilada en el cuarto de guardia.

La luna estaba cada vez más alta, y en la noche clara, bla

nca, el frío se hacía más intenso.

El jefe de la escolta, mientras se dirigía a la guardia, habló brevemente con Priaja, lugarteniente de Volkovoi, para pedirle la lista de los cuatrocientos sesenta y tres hombres; y Priaja gritó de pronto:

—¡ K-cuatrocientos sesenta!

El moldavo, que estaba escondido en medio de la columna, suspiró profundamente y salió a la barrera derecha. Aún iba encogido.

—¡Aquí! —ordenó Priaja, señalando un lugar fuera de las barreras para caballos.

El moldavo las rodeó. Le ordenaron esperar, con las manos a la espalda. De modo que se la cargaría por intento de fuga. Le meterían en el barracón-celda.

Poco antes de llegar a la puerta, se apostaron dos vigilantes a izquierda y derecha de la barrera; la puerta, de una altura como tres veces la de un hombre, se abrió lentamente, y resonó la orden:

—¡De cinco en fondo! —«Fuera de la puerta» no hacía falta aquí, pues todas las puertas de los campos de concentración se abren hacia dentro, para que no puedan abrirlas a la fuerza ni todos los presos a la vez, lanzados en tromba.— ¡Primera! ¡Segunda! ¡Tercera!...

A la segunda cuenta de la noche, cuando el preso vuelve a entrar por la puerta del campo, se siente más sacudido por el viento, helado y hambriento, que en todo el resto del día, y el cucharón de sopa de coles ardientes y acuosa no es para él sino una gota de agua sobre una piedra al rojo: absorbida en un segundo. Pero esa sopa es más valiosa para él que la libertad, más que toda la vida anterior y toda la vida por venir juntas.

Los presos entran por la puerta del campo como los guerreros después de la batalla —con estrépito, endurecidos y marchosos—: ¡dejen paso!

El factótum del barracón del mando tiembla cuando ve entrar así a los presos.

Desde esta segunda cuenta, y por primera vez desde la señal de partida a las seis y media, el preso es un hombre libre. Han pasado por la gran puerta de la entrada al campo, por la pequeña del recinto de los presos, luego por el callejón del campo entre las barreras a izquierda y derecha, y luego... puedes ir adonde quieras.

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