Un día en la vida de Iván Denísovich (5 page)

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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

¿O le controlan a uno por las mañanas para ver si alguien lleva un traje de civil bajo las ropas de penado? ¡Qué estupidez! Todas las ropas civiles se las quedan ellos cuando uno cae en este pozo, y prometen devolverlas después de la expiación de la pena. Es decir, nunca, porque en este campo nadie ha vivido lo bastante para verlo.

Aún quedaba por controlar si alguien lleva cartas encima para enviarlas por medio de algún civil. Pero si se quisiera registrar a todos en busca de cartas nos daría aquí todavía la hora del mediodía.

Pero tan pronto como Volkovoi daba una orden, gritando, para el registro, los vigilantes se quitaban inmediatamente los guantes, mandaban abrirse las chaquetas (en las cuales se había almacenado un poco del calor del barracón), desabrocharse las camisas para comprobar si bajo ellas no había nada contra las ordenanzas. Al penado le están permitidas sólo una camisa y una camiseta: todo lo demás ¡fuera!

La orden de Volkovoi fue transmitida por los penados de fila en fila. ¡Vaya suerte para las brigadas que ya están a salvo! Algunas se encuentran ya al otro lado de la puerta del campo, mientras que a las de este lado se las grita:

—¡Desabrochaos!

Aun con este frío tremendo quien se haya puesto debajo alguna cosa, debe quitársela en el acto.

Así se empieza a hacer, pero a consecuencia de ello se produce un gran desbarajuste. Ante la puerta está ya todo despejado y el del puesto de guardia vocifera:

—¡Largo! ¡Adelante!

Volkovoi se muestra indulgente con la brigada 104:

—Apuntad al que lleve puesto algo superfluo. Debe entregarlo él mismo por la tarde en el depósito y dejar una aclaración escrita del cómo y del porqué lo ha ocultado.

Sujov llevaba sólo las ropas de ordenanza: ¡Ahí, palpa tranquilo, sólo pecho y alma! Pero a Zesar le anotaron una camisa de franela, a Buinovski lo que aparentemente parecía un chaleco o algo así como una faja abdominal. Buinovski se encolerizó. Estaba habituado a su torpedero, lo que no le ocurría con el campo en los tres meses que llevaba en él:

—¡No tenéis ningún derecho a desnudar a la gente con este frío! ¡Infringís el artículo 9 del Código Penal!

Conocen el artículo, pero tienen derecho. Vives en la luna, mi querido amigo.

—¡Vosotros no sois soviets! —repetía el capitán a continuación.

—¡Vosotros no sois comunistas! Volkovoi se había tragado lo del artículo del Código Penal, pero ahora reaccionó impetuosamente:

—¡Diez días de encierro!

Y, al sargento, un poco más bajo:

—Hoy por la tarde arregla esto.

Porque no les gustaba meter a uno en chirona por las mañanas, se perdería un día de trabajo. Que trabaje primero todo el día como un negro y luego, por la tarde, ¡a la trena con él!

La prisión del campo se halla inmediatamente al lado de la carretera; un edificio de piedra con dos alas. La segunda ala la construyeron nueva en este otoño; en la otra ya no cabían todos dentro. Una prisión con dieciocho celdas; subdivididas, además, en separaciones individuales. El campo completo, los barracones, eran de madera; sólo la cárcel era de piedra.

El frío se había metido por debajo de la camisa, y ya no había manera de quitárselo de encima. ¡Con el cuidado que habían puesto ellos en abrigarse, todo a la m...! Sujov notaba ya el frío en la espalda. Poderse tumbar en una cama del lazareto y dormir. Era todo lo que uno deseaba. Sólo la manta un poquito más gruesa.

Los penados se hallan delante de las puertas del campo, anudan sus chaquetas, las atan, mientras la escolta desde afuera grita:

—¡Vamos! ¡Adelante!

Y los jefes de marcha les golpean en la espalda:

—¡Vamos! ¡Adelante!

La primera puerta, la antezona, la segunda puerta.

Aparte del bloqueo a ambos lados del puesto de guardia.

—¡Alto! —chilla el centinela—. Como un rebaño de corderos, ¡de cinco en fondo!

Amanece. El fuego de campamento de la escolta, detrás del puesto de guardia, está casi consumido. Antes de la marcha encienden siempre un fuego para calentarse y tener más luz para el recuento.

Un centinela empieza a aullar, enérgico:

—¡Un, dos; un, dos!

Y las cinco filas marchan en formación de tal manera que, miradas por delante o por detrás, se ven cinco cabezas, cinco espaldas y diez piernas.

En la otra intercepción hay un segundo centinela, callado —el interventor—, que sólo controla si el recuento ha sido bien hecho.

Hay, además, un teniente que observa.

Todos ellos pertenecen al campo.

El hombre es más valioso que el oro. Si al otro lado de la alambrada falta una cabeza, debes tú poner la tuya.

Y otra vez la brigada estará completa.

Y ahora empieza a aullar el sargento de escolta.

Por segunda vez se ponen en marcha las columnas de a cinco.

Y desde el otro lado, controla el ayudante del comandante.

Y, además, un teniente.

Estos pertenecen a la escolta.

No puede haber ningún error. Si has firmado y hay un hombre menos, has de ofrecer tu cabeza por él.

La columna destinada a la central térmica la han formado en semicírculo, mantienen las ametralladoras agarradas por la culata justo delante de tus hocicos.

Luego los laceros con sus perros y guías. Un perro rechina los dientes como si se riera de los penados. Los de la escolta llevan todos cazadoras de piel. Sólo seis con pellizas. Se cambian las pellizas unos a otros. La mejor se la pone el que ha de estar de vigía.

Y de nuevo, mezclando las brigadas, todas, la escolta vuelve a contar la columna entera destinada a la central eléctrica, en filas de a cinco.

—¡A la salida del sol es cuando hace más frío! —dice el capitán—. Porque es entonces cuando se alcanza el punto más intenso de la congelación nocturna.

Generalmente, al capitán le gusta explicarlo todo. Qué luna tenemos, si es menguante o creciente. Te lo calcula para cualquier año, para cualquier día.

El capitán va envejeciendo, visiblemente, tiene las mejillas hundidas, pero mantiene su buen humor.

Aquí, detrás del campo, el viento arrecia y el frío muerde cruelmente el ya acostumbrado a todo rostro de Sujov. Como él ya había barruntado que el viento les soplaría en plena cara durante todo el camino hasta la central eléctrica, se cubre con el trapo. Precisamente lo llevaba encima —él como otros muchos— para el caso de que se levantara el viento. Los forzados sabían por experiencia que esos trapos ayudan. Sujov se envolvió el rostro hasta los ojos, pasó las tiras por debajo de las orejas y se lo anudó con fuerza en la nuca. Después se cubrió la nuca con las orejeras del gorro y se levantó el cuello de la chaqueta de guata. Además estiró el ala delantera del amplio gorro sobre la frente. Y de este modo sólo quedaban sus ojos al descubierto. Se apretó la chaqueta, firmemente, con un cordel. Ahora estaba todo en regla, aunque las manoplas no valían nada, porque las manos están ya heladas. Se las frotó una contra otra y se golpeó con ellas todo el cuerpo porque sabía que pronto tendría que ponérselas a la espalda y mantenerlas así durante toda la marcha.

El jefe de la escolta de acompañamiento canturreaba el «sermón» cotidiano del preso, del que todos estaban hasta la coronilla:

—¡Atención, reclusos! ¡Durante la marcha hay que respetar la formación en columna! ¡Caminad sin dejar demasiada distancia, no marchéis demasiado juntos, no cambiéis de una fila de cinco a otra, no habléis, no miréis a los lados, las manos siempre detrás de la espalda! ¡Un paso hacia la derecha o hacia la izquierda será considerado como intento de evasión; el cuerpo de guardia dispara sin previo aviso! ¡Jefe de columna, marchen!

Como estaba señalado, dos de la escolta abrían la marcha por la carretera. La columna de marcha avanzaba vacilante, balanceando las espaldas de un lado para otro, mientras la escolta marchaba a derecha e izquierda, a unos veinte pasos de la columna, guardando entre sí unos diez pasos de diferencia, con las ametralladoras siempre a punto.

Hacía una semana que no nevaba y el camino estaba muy batido. Doblaron el campo, y el viento les soplaba ahora, de lado, en el rostro. Las manos cruzadas detrás de la espalda, las cabezas hundidas, la columna marchaba como en un entierro. Lo único que se veía eran las piernas de dos o tres de los hombres de delante y un trozo del pataleado suelo donde uno ponía los pies. De vez en cuando gritaba un centinela:

—¡Ju-cuarenta y ocho, las manos en la espalda! ¡B-cincuenta y dos, enderezarse!

Luego los gritos se espaciaban, ya que el viento molestaba también a los centinelas y les impedía la visualidad. A ellos no les estaba permitido arrollarse trapos. No era, tampoco, un servicio agradable...

Cuando hacía menos frío, en la columna hablaban todos, tanto si les gustaba como si no. Pero hoy todos se habían replegado en sí mismos, todos se ocultaban tras la espalda del que iba delante y seguía sus propios pensamientos.

Pero tampoco los pensamientos de los detenidos se movían libremente: ¿No hallará alguien, por casualidad, su ración dentro del colchón? ¿Te inscribirán hoy como enfermo? ¿Le encerrará a uno o no el capitán por la tarde? ¿Cómo ha conseguido Zesar su caliente ropa interior? Seguro que ha sobornado a alguien de los del guardarropa privado. Si no, ¿cómo... ?

Como Sujov había desayunado sin la ración de pan y comido todo frío, no se sentía satisfecho y, para que el estómago no empezara a pellizcarle ni a pedirle comida, dejó de preocuparse del campo y empezó a pensar en la carta que pronto iba a escribir a casa.

La columna paso al lado de las edificaciones en madera que los forzados habian construido, del bloque de viviendas tambien de madera (las barracas las habian levantado tambien los penados, aunque eran civiles los que vivian dentro), del nuevo club (desde los cimientos hasta el revoco todo hecho por los penados, mientras los civiles veian películas), y salio a la estepa contra el viento y en dirección al naciente y rojizo sol. La pura y blanca nieve se extendia a izquierda y derecha hasta el horizonte, y en toda la estepa no habia ni un solo arbolillo.

El nuevo año 1951 había empezado, y Sujov tenía derecho a escribir dos cartas. La última la había enviado en julio, y en octubre había recibido la contestación. En Ust-Ishma había empezado otra clase de orden, allí uno podía, al menos, escribir cada mes. Pero ¿qué podía uno escribir? En aquel entonces, Sujov tampoco escribía más a menudo que ahora...

Sujov había salido de su casa el 23 de junio de 1941. Aquel domingo, la gente había vuelto de la feria de Polomuja gritando: «¡Hay guerra!» En Polomuja lo había sabido la oficina de correos. En Temgeniovo, antes de la guerra, nadie poseía una radio; hoy dicen que resuena un altavoz en cada cabaña.

Escribir, ahora, significa arrojar piedrecillas a un tranquilo y profundo lago.

Lo pasado está pasado y lo lejano está lejano, no hay más que hablar. Al fin y al cabo, no puedes escribir en qué brigada trabajas ni la clase de brigadier que es Andrei Prokofievich Tiurin. Con Kilgas, el letón, tiene uno más de que hablar que con los de casa. También ellos escriben un par de veces al año —¿pueden tener intimidad?—. ¡Jamás se los imagina uno con sentimientos! Un nuevo presidente del Koljós, todos los años lo mismo. Han juntado los Koljoses. Ya lo habían hecho antes y luego los habían repartido otra vez. O uno no había cumplido las normas de trabajo y entonces le eran arrebatadas hasta quince áreas de tierra, y a otros, incluso toda.

Por lo que Sujov no quería pasar era por las noticias que le escribían de que desde la guerra ni un alma había vuelto a pisar los Koljoses. Las muchachas y los muchachos se las arreglaban de una manera o de otra para huir en masa a la ciudad, a la fábrica, a la industria que los transformaría en turba. Le decían que la mitad de los hombres no habían vuelto de la guerra, y que aquellos que habían vuelto no querían saber nada del Koljós; que entre los hombres que habían permanecido en el Koljós estaban el brigadier Sajar Vasilitch y también el carpintero Tichon, que tiene ochenta y cuatro años y se ha casado hace poco; también hay niños. En el Koljós se marchitaban las mismas mujeres que en 1930.

Precisamente esto no le cabía a Sujov en la cabeza. Viven en el Koljós y trabajan en otras partes. Sujov había visto la vida del labrador individual y la vida en el Koljós, pero eso de que los labradores no trabajaran en su pueblo, esto no le cabía en la cabeza, no lo entendía. ¿Es que no se asemejaba eso al comercio ambulante, o... ? ¿Y cómo marcha la siega del heno?

«El comercio ambulante —le volvían a escribir un año después— hace tiempo que se ha acabado. Ya no se trabaja a destajo ni de carpintero —a causa de lo cual su región había sido muy conocida—, ni se hacen cestos de mimbre; ya no los utiliza nadie. En cambio, ha surgido un oficio nuevo y curioso; pintar tapices. Alguien ha traído, desde la guerra, modelos, y desde entonces marcha la cosa; y cada vez habrá más de esos maestros; se les llaman pintores. No están empleados en ningún sitio, ayudan en el trabajo del Koljós durante un mes, precisamente en la recolección. Después el Koljós les hace un certificado para once meses en que dice que el del Koljós tal y tal tiene permiso a causa de asuntos privados y que no existe ninguna reclamación sobre él. Después viajan por todo el país y utilizan hasta aviones, porque deben economizar su tiempo, pero ganan rublos a millares y pintan tapices por todas partes, a cincuenta rublos el tapiz; cubren de colores cualquier clase de lienzo viejo, del que uno podía prescindir y para que a uno ahora no le dé pena. Se puede pintar un tapiz así en una hora, como mucho.»

Su familia alimentaba la gran esperanza de que Iván volvería y se convertiría también en un pintor de ésos. Podrían, entonces, escaparse de la miseria en la que se debatían, enviarían a los chicos al Técnico y en vez de la ruinosa cabaña instalarían una nueva. Todos los pintores se instalaban en casas nuevas. En las inmediaciones del ferrocarril ya no costaban las casas cinco mil rublos como antes, sino veinticinco mil.

Sujov escribió entonces pidiendo se le describiera cómo él podría convertirse en pintor, si él no había sabido nunca pintar. Y qué clase de maravillosos tapices tenían que ser los pintados. Su familia le había respondido que sólo un tonto no sabría pintar; sólo hay que poner encima el modelo y pasar el pincel por los sitios. De estos tapices hay sólo tres clases: una, el «tapiz-troika», en el que un oficial de húsares lleva las riendas de una troika con hermosos arreos; después, un «tapiz de venados», y luego un tercero pintado a la manera persa. No hay más modelos, pero por éstos las gentes de todo el país te decían: «Muchas gracias», y te los quitaban de las manos. Porque un tapiz auténtico costaba no cincuenta rublos, sino muchos miles.

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