Un día en la vida de Iván Denísovich (4 page)

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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

A los ucranianos occidentales no hay quien los haga aprender. Le hablan a uno, incluso en el campo, de usted y le nombran con el nombre paterno.

Cogió la ración de la mesa y se la alargó. Sobre el pan había amontonado una montañita de azúcar.

Sujov tenía mucha prisa; no obstante, contestó convenientemente (el ayudante del brigadier es también un superior, del que dependen muchas cosas, incluso más que del comandante del campo). A pesar de la prisa y de las cosas que debía hacer —retirar con los labios el azúcar del pan, lamerlo luego con la lengua, poner un pie sobre la tarima y trepar para hacer la cama— encontró tiempo para examinar cuidadosamente la ración por todos lados. Sopesarla en la mano para ver si tenía los 550 gramos que le correspondían. En prisiones y campos de concentración, había recibido Sujov miles de raciones como ésta. A pesar de que jamás había tenido ocasión de pesar ninguna y de que, como tímido, nunca se había atrevido a armar jaleo y a insistir en su derecho, hacía tiempo que para Sujov y los demás penados estaba claro que no recibían, en la distribución del pan, el peso debido. Cada porción estaba falta de peso, pero ¿en qué cantidad? Por ello y para apaciguar el ánimo, la examinaban todos los días. Quizá no me han engañado hoy demasiado descaradamente. Quizá tenga casi todos los gramos que me corresponden...

«Faltan unos veinte gramos», rezongó Sujov, y dividio la ración en dos mitades. Una de ellas la introdujo en el espacio comprendido entre pecho y chaqueta; ahí se había cosido un bolsillito especial, blanco (puesto que en la fábrica cosen las chaquetas para los presos sin bolsillos). Pensó en comerse la otra mitad inmediatamente, pero comer con prisas no es comer; no aprovecha, no satisface. Se enderezó, con el propósito de esconder la media ración en los cajones que servían de mesilla, pero lo pensó mejor, al ocurrírsele que ya era la segunda vez que el de servicio del barracón se había llevado una tunda por robo. Un gran barracón es como un palomar.

Por esta razón, Iván Denisovitch, sin dejar el pan de las manos, se despojó tan diestramente de las botas de fieltro que dejó dentro de ellas los trapos que hacían las veces de calcetines y la cuchara, y descalzo se encaramó a la litera, ensanchó el agujero del colchón y dejó que la media ración desapareciera entre las virutas. Se quitó la gorra de la cabeza, y sacó aguja y torzal, los cuales mantenía cuidadosamente escondidos dentro de ella. También palpaban las gorras en los registros, por lo que una vez un guarda se había pinchado con la aguja, y lleno de cólera, casi le rompe la cabeza. Mientras el azúcar se había disuelto completamente en la boca, Sujov estaba con todos los nervios en tensión, ya que en seguida empezaría a gritar el jefe de parada en la puerta. Los dedos de Sujov se movían como rayos, en tanto que su cabeza planeaba de antemano qué es lo que había que continuar haciendo.

El anabaptista leia las citas del evangelio, pero no para si, sino que lo hacia en voz baja, y en cierto modo, hacia abajo (posiblemente a propósito para Sujov, puesto que a estos anabaptistas les gusta hacer propaganda):


«Que ninguno de vosotros sufra como el ladrón o como el asesino o como aquel que codicia los bienes ajenos. Obra como cristiano y no te avergüences, sino alaba a Dios por tu destino.»

Alioska es estupendo: hace desaparecer su librejo tan rápidamente en las resquebrajaduras de la pared que, hasta ahora, no se lo han encontrado en ningún registro. Con los mismos ágiles movimientos descolgó Sujov la chaqueta guateada del travesaño, y sacó los guantes de cuero del colchón, además de un par de calcetines malos y un trapejo dividido en dos tiras. Repartió bien proporcionalmente el serrín del colchón (que estaba duro y apelmazado), colocó el cobertor debajo del colchón, puso la almohada en su sitio y empezó a calzarse las botas, poniéndose primero los calcetines de punto en buen estado y, encima, los malos.

Y entonces empezó el brigadier a ladrar, se enderezó y anunció:

—¡Se acabó el racanear, 104! ¡Afuera!

Inmediatamente se irguió la brigada entera, soñolienta o no, bostezó y se encaminó hacia la salida. El brigadier llevaba diecinueve años enchiquerado; cuando ordenaba algo, había de hacerse ya. Había dicho: «¡Afuera!», y eso significaba que no se podía tardar ni un minuto en salir.

Y mientras los miembros de la brigada, uno tras otro y en silencio, salían —primero por el comedor, después por el zaguán y finalmente por las escaleras— y mientras el brigadier de la 20, en unión de Tiurin, gritaba igualmente: «¡Afuera!», Sujov había conseguido calzarse las botas junto con los trapos para los pies, ponerse el anorak sobre la chaqueta y ceñírselo con una cuerda.

Así había llegado Sujov al mismo tiempo que los demás y dio alcance a los últimos de su brigada en el zaguán; sus espaldas, junto con los números, pasaron por la puerta hacia las escaleras. Los miembros de la brigada, que se habían puesto todas las ropas que poseían, marchaban por las calles del campo, pesadamente, arrastrando los pies, en fila india y apretada, cuidando de no adelantarse el uno al otro; la nieve rechinaba.

Continuaba la oscuridad a pesar de que el cielo, a la salida del sol, se teñía de un color verdoso y comenzaba el amanecer. Del Este soplaba un sutil y maligno viento.

No existen momentos más amargos que los de por la mañana al marchar al trabajo. En la oscuridad, con frío, hambrientos para el resto del día. La lengua está como paralizada; no se tienen ganas de hablar. En el camino del campo, el jefe de cuerpo más joven iba de acá para allá.

—Eh, Tiurin, ¿cuánto tiempo tendremos que esperar todavía? ¿Te rezagas de nuevo?

Es posible que Sujov temiera a este joven jefe de cuerpo, pero no así Tiurin, al que no le gustaba abrir la boca, sobre todo con este frío, cuando no era necesario. Siguió caminando en silencio. La brigada detrás de él —tap, tap—, sobre la chirriante nieve.

Deben de haber soltado un kilo de grasa, ya que la brigada 104 volvia de nuevo a su antiguo puesto; se conocia esto por las brigadas de al lado. A la colonia social (Sozkolonie) ira algun otro mas pobre y mas tonto. ¡Oh, hoy hara alli un frio terrible! ¡ventisiete grados, viento, ningun refugio, y nada para calentarse!

Un brigadier necesita mucha grasa. Para llevarla a la Plana Mayor y llenarse la propia barriga. Un brigadier no se queda sin grasa, aun cuando él mismo no reciba ningún paquete. Aquel de la brigada que recibe alguno, le hace inmediatamente entrega de él.

De otra forma no se puede sobrevivir.

El jefe de cuerpo superior anotaba algo sobre una tablilla:

—En tu brigada, Tiurin, hay hoy un enfermo. ¿Marchan veintitrés?

—Sí, veintitrés —asintió el brigadier.

—¿Quién falta, pues? ¿Panteleiev? ¿Estará enfermo?

E inmediatamente un murmullo atraviesa la brigada entera: Panteleiev, ese hijo de perra, se ha vuelto a quedar en el campo. Ni idea de estar enfermo. El comisario del Ministerio del Interior lo ha retenido. Volverá a denunciar a alguien.

Estará con él, tranquilo, durante tres horas; nadie ha visto ni oído nada.

Pero la baja se la darán como enfermo...

La calle del campo estaba negra de anoraks; despacio y a lo largo del camino, las brigadas continuaban avanzando, para el registro. Sujov se acordó de que había querido renovar los números de la chaqueta y se abrió paso hasta el otro lado. Allí, y ante el pintor, había dos, tres filas de penados. También Sujov se puso a la cola. Sólo un número, querido amigo, puede ser tu desgracia. Gracias a él se percata de ti el vigilante ya desde muy lejos; también te anota el del puesto de guardia; si no renuevas el número a tiempo te ponen también a la sombra. ¿Por qué no te preocupas del número?

En el campo hay tres artistas pintores. Pintan cuadros gratis para los jefes del campo y pintarrajean, además, alternativamente, los números para la marcha.

Hoy es el viejo de la barba cana. Cuando te pinta los números con el pequeño pincel es como si el pope te ungiera con aceite la frente.

Pinta y pinta y se echa el aliento a las manos. Tiene guantes de punto, muy finos; la mano se le queda helada, no puede dibujar las cifras.

El pintor restauró a Sujov el «S-854» de la chaqueta y Sujov alcanzó a los de la brigada; sin anudarse la chaqueta guateada, ya que quedaba poco hasta el control. Sostenía la cuerda en la mano, e inmediatamente se percató de que su camarada de brigada, Zesar, fumaba, y que no lo hacía en pipa; era un cigarrillo. Se le podría pedir uno. Pero Sujov no comenzó a suplicarle así, sencillamente, sino que se plantó a su lado y le miró, al pasar junto a él, volviéndose un poco de perfil.

Miró, casi indiferente, al pasar, pero vio cómo después de cada chupada (Zesar fumaba despaciosamente y sumido en sus pensamientos) un anillo de candente ceniza avanzaba a lo largo del cigarrillo, lo consumía y se aproximaba a su fin.

En el mismo instante, ese chacal de Fetiukov tuvo la misma idea, se colocó justo delante de Zesar y comenzó a mirarle fijamente a la boca; sus ojos echaban chispas.

Sujov no poseía ya ni un gramo más de tabaco y no veía, antes de anochecer, ninguna posibilidad de hacerse con él. Esperaba, como un resorte en tensión, la colilla; la deseaba más aún incluso, en aquel momento, que la libertad. Pero él no se hubiera rebajado ante Zesar tanto como Fetiukov, no le miraría así a la boca.

En Zesar se mezclaban todas las nacionalidades; quizás era griego o judío, quizá gitano. Incomprensiblemente. Era joven todavía, y había hecho cine. Pero no había terminado de filmar la primera película cuando lo detuvieron. Llevaba un abundante y acicalado bigote negro. No se lo habían afeitado aquí porque también lo llevaba en la foto del expediente.

—Zesar Markovitch. —Fetiukov no pudo contenerse más y comenzó a tragar saliva.— ¡Déjeme dar una chupada! —Su rostro temblaba de avidez y codicia.

Zesar abrió los párpados, que mantenía medio cerrados sobre sus negros ojos, y contempló a Fetiukov. Precisamente por esto prefería fumar en pipa, para que nadie le interrumpiera mientras fumaba, o le suplicara el que les concediera una chupada. No le sentaba mal por el tabaco, sino porque interrumpían sus pensamientos. Fumaba para abstraerse, para encontrar alguna ilusión duradera. Pero apenas había encendido un cigarrillo cuando ya leía, inmediatamente, en todos los ojos: Deja algo para nosotros.

Zesar se dirigió a Sujov:

—¡Eh!, toma, Iván Denisovich.

Y con el pulgar expulsó de la boquilla de ámbar la encendida colilla.

Sujov volvió la cabeza (estaba acechando el momento en que el mismo Zesar le ofreciera el cigarrillo), agarró agradecido la colilla y mantuvo, protectora, la otra mano debajo por si tenía que dejarla caer. No tomó a mal el que a Zesar le repugnara dejarle fumar la colilla en la boquilla misma (hay algunos que tienen la boca limpia, otros no), y no se notó nada en el calloso dedo al mantenerla encendida. Lo importante es que había aventajado a ese chacal de Fetiukov. Inhaló el humo hasta casi quemarse los labios. ¡Hmmm! El humo penetró por su hambriento cuerpo, lo notó en la cabeza y en las piernas. Pero apenas había atravesado su cuerpo esa deliciosa sensación, cuando Iván Denisovich percibió un barullo de voces:

—¡Te quitan la camisa...!

Así es la vida de los presidiarios, a la cual Sujov se había acostumbrado: había que mantener siempre los ojos bien abiertos para que nadie te saltara al cuello.

¿Por qué las camisas? Las camisas las había distribuido el mismo comandante del campo. No, no podía ser…

Sólo faltaban dos brigadas para pasar el control, cuando toda la 104 vio cómo el teniente de régimen, Volkovoi, se aproximaba desde la barraca de oficiales y les gritaba algo a los vigilantes. Y aquellos que, en ausencia de Volkovoi, habían llevado a cabo el registro con cierta negligencia, se estremecieron. Se precipitaron como animales salvajes mientras el sargento gritaba:

—¡Desabrochaos las camisas!

No sólo los penados y los vigilantes temían a Volkovoi, sino —según se decía— hasta el propio comandante del campo. ¡Pero eso era mantener la cuerda en casa del ahorcado! Volkovoi parecía un lobo. Sombrío, muy alto, con un rostro siempre hosco y movimientos felinos. Como un rayo apareció de detrás de las barracas:

—¡Qué hace aquí esta manada de cerdos!

No se le podía eludir. Al principio llevaba siempre consigo un látigo de cuero trenzado, de una longitud de medio brazo, que —según contaban— hacía silbar en el barracón de prisioneros, y también cuando los penados se apelotonaban al entrar en las barracas al toque de retreta. Entonces se aproximaba furtivamente por detrás y hacía restallar el látigo sobre las nucas:

—¿Por qué no te mantienes en formación, tú, animal hediondo?

Como una ola la masa de penados retrocedía delante de él. El castigado se llevaba las manos a la garganta, se limpiaba la sangre y callaba. ¡Si encima no te encierra!

Ahora, por alguna razón, ya no llevaba más consigo ese látigo.

Cuando hacía mucho frío regía, para las revistas diarias —no las de la noche sino las de la mañana—, un reglamento más suave. El penado desabotonaba su anorak y mantenía los faldones abiertos y lejos de su cuerpo. De esta manera marchaban de cinco en cinco hacia los vigilantes colocados enfrente. Estos tanteaban al penado a ambos lados de su deforme chaqueta, palpaban el único bolsillo permitido en el muslo derecho y mantenían allí, durante un rato, sus guantes de cuero. Cuando notaban algo sospechoso, no lo extraían inmediatamente, sino que preguntaban con negligencia:

—¿Qué es lo que tienes aquí?

¿Qué es lo que podía uno encontrar por las mañanas sobre un penado?

¿Cuchillos? Estos no los saca uno del campo de concentración, si acaso los tiene. Tal vez se ejercita el control por las mañanas por si acaso alguien transporta consigo tres kilos de provisiones para largarse con ellas. Hubo un tiempo en el que se temían tanto estos doscientos gramos de la ración del mediodía, que se dio la orden:
«Cada brigada ha de construirse una maleta de madera en la que se traerá todo el pan de la brigada y en la que se guardará el pan de los miembros de la brigada una vez distribuido.»
Lo que, naturalmente, permaneció en el misterio era el objeto que se perseguía con esto. Pero el propósito, seguro, era vejar a la gente, proporcionarles una preocupación más: ¿debía uno, mejor, mordisquear su porción, para reconocerla después en la maleta, ya que los trozos de pan son todos iguales? Uno piensa en ello todo el día y se atormenta con la idea de si el trozo propio no será cambiado, y, a veces, se llega a pelear. Pero un día se dieron el bote, del lugar de trabajo, tres tipos con un auto y se llevaron consigo todas las maletas llenas de pan. Despabiló entonces la Jefatura del campo y en seguida todas las maletas del cuerpo de guardia fueron hechas astillas. ¡Ahora, transportad vuestras raciones vosotros mismos!

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