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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (39 page)

—Ya van dos —dije.

Ahora podría dedicarme por completo a Abu Adil y a Umar, el juguete traidor del viejo.

—¡Hijo de perra! —gritó el muchacho. Forcejeó un momento y luego Kmuzu le permitió acercarse a ella. Se inclinó y acunó el cadáver de su madre—. Oh, madre, madre —murmuró llorando.

Kmuzu y yo dejamos que la llorase un instante.

—Saad, levántate —dije al fin.

Me miró. Creo que nunca he visto tanta malevolencia en el rostro de nadie.

—Os mataré —dijo—. Te lo prometo. A todos.

Kmuzu puso la mano sobre el hombro de Saad, pero el chico se libró de ella.

—Escucha a mi amo —dijo Kmuzu.

—No.

Entonces se lanzó rápidamente sobre la pistola de agujas de su madre. La Roca golpeó el brazo del chico. Saad cayó junto a su madre, sosteniéndose el brazo y sollozando.

Kmuzu se arrodilló y cogió la pistola de agujas. Volvió a levantarse y me dio el arma.

—¿Qué vas a hacer, yaa Sidil —¿Con el muchacho?

Miré a Saad pensativo. Sabía que me deseaba lo peor, pero sólo sentí lástima por él. No había sido más que un instrumento en el pacto de su madre con Abu Adil, un peón en su malvado plan para usurpar el poder de Friedlander Bey. Pero no esperaba que Saad lo comprendiera. Para él, Umm Saad sería siempre la mártir de una cruel injusticia.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Kmuzu, interrumpiendo mis pensamientos.

—Oh, déjalo marchar. Ya ha sufrido bastante. —Kmuzu retrocedió un paso y Saad se puso en pie, aguantándose el brazo amoratado cerca del pecho—. Me ocuparé de los preparativos del funeral de tu madre.

De nuevo su semblante se llenó de odio.

—¡No la toques! —gritó—. Yo enterraré a mi madre. —Me dio la espalda y se precipitó hacia la puerta. Al salir se volvió para mirarme—. Si existen las maldiciones en este mundo —dijo con voz febril—, las invoco contra ti y contra tu casa. Te haré pagar cien veces por lo que has hecho. Lo juro tres veces, ¡por la vida del profeta Mahoma!

Luego, salió del comedor.

—Te has creado un encarnizado enemigo, yaa Sidi —dijo Kmuzu.

—Lo sé, pero no puedo preocuparme por ello.

Sacudí la cabeza con tristeza.

Sonó el teléfono del aparador y la Roca respondió.

—¿Sí? —dijo.

Escuchó un momento y luego me lo ofreció.

—Diga —respondí.

Sólo oí una palabra del otro lado.

—Ven.

Era la otra Roca.

Sentí un escalofrío.

—Debemos ir al hospital —dije, mirando el cuerpo de Umm Saad sin decidirme.

Kmuzu comprendió mi problema.

—Youssef puede disponerlo todo, yaa Sidi, si ése es tu deseo.

—Sí, os necesitaré a los dos.

Kmuzu asintió y salimos del comedor con Labib o Habib guardándome las espaldas. Aguardamos fuera y Kmuzu trajo el sedán hasta la puerta de casa. Me senté detrás. Pensé que la Roca cabría mejor en el asiento de delante.

Kmuzu corría por las calles casi tan deprisa como Bill el taxista. Llegamos a la suite uno justo cuando un enfermero salía de la habitación de Papa.

—¿Cómo está Friedlander Bey? —pregunté con temor.

—Aún vive —dijo el enfermero—. Está consciente, pero no pueden quedarse mucho rato. Pronto entrará en el quirófano. El doctor está con él ahora.

—Gracias —le respondí. Me dirigí a Kmuzu y a la Roca—. Esperad aquí.

—Sí, yaa Sidi —dijo Kmuzu.

La Roca ni siquiera chistó. Sólo le dirigió una mirada hostil a Kmuzu.

Entré en la suite. Vi a otro enfermero afeitando el cráneo de Papa, era evidente que lo preparaba para la operación. Tariq, su valet, lo miraba preocupado. El doctor Yeniknani y otro médico estaban sentados a una mesa, hablando en voz baja.

—Gracias a Dios que está aquí —dijo el valet—. Nuestro amo ha preguntado por usted.

—¿Qué sucede, Tariq?

Frunció el ceño. Estaba a punto de llorar.

—No lo comprendo. Los doctores se lo explicarán. Pero ahora debe decir a nuestro amo que está aquí.

Me acerqué a Papa y le miré. Parecía dormido, respiraba débilmente. Su piel tenía un enfermizo color grisáceo, y los labios y los párpados extrañamente oscuros. El enfermero terminó de raparle la cabeza y eso acentuó el aspecto raro y mortecino de Papa.

Abrió los ojos.

—Nos hemos sentido solos, hijo mío, sin tu presencia —dijo.

Su voz era imperceptible, como las palabras transportadas por el viento.

—Que Dios haga que nunca te sientas solo, oh caíd —dije.

Me incliné y le besé en la mejilla.

—Debes decirme... —empezó, pero su respiración se volvió jadeante y no pudo concluir la frase.

—Todo ha salido bien, gracias a Alá. Umm Saad ya no existe. Ya he advertido a Abu Adil de la inutilidad de conspirar contra ti.

Las comisuras de su boca se movieron.

—Serás recompensado. ¿Cómo derrotaste a la mujer?

Me habría gustado que dejase de pensar en términos de deudas y recompensas.

—Tengo un módulo de personalidad del caíd Reda. Cuando me lo conecté aprendí muchas cosas útiles.

Cogió aliento, parecía triste.

—Entonces sabes...

—Sé lo del archivo Fénix, oh caíd. Sé que defendiste esa horrible trama en cooperación con Abu Adil.

—Sí. Y también sabrás que soy el abuelo de tu madre, que tú eres mi biznieto. Pero ¿comprendes por qué hemos mantenido el secreto?

La verdad era que no, no lo sabía hasta ese momento, aunque, si con el moddy de Abu Adil me hubiera detenido a pensar sobre mí y sobre mi madre, la información habría aflorado a mi conciencia.

De modo que en todo ese asunto de si Papa era mi padre, mi madre se había comportado con astucia y precaución. Supongo que ella sabía la verdad. Por eso Papa se molestó tanto cuando la eché de casa al llegar a la ciudad. Por eso Umm Saad le producía tanto dolor, porque intentaba reemplazar a los herederos legítimos con la ayuda de Abu Adil. Y Umm Saad utilizaba el archivo Fénix para chantajear a Papa. Ahora comprendía por qué la dejó quedarse en su casa tanto tiempo y por qué prefería que yo me ocupara de ella.

Desde que el dedo divino de Friedlander Bey descendió de las nubes para señalarme hace ya algún tiempo, yo estaba destinado a fines elevados. ¿Había dejado de ser simplemente el ayudante indispensable y reticente de Papa? ¿O me había adiestrado para heredar el poder y la riqueza, junto con las terribles decisiones de vida o muerte que Papa tomaba cada día?

¡Qué ingenuo había sido, pensando que podía encontrar el medio de escapar! Estaba más que bajo el pulgar de Friedlander Bey, él me poseía y su indeleble marca estaba escrita en mi material genético. Me temblaron los hombros al percatarme de que nunca sería libre y cualquier esperanza de libertad había sido una mera ilusión.

—¿Por qué ni tú ni mi madre me confiasteis el secreto?

—No estás solo, hijo... mío. De joven, tuve muchos descendientes. Mi hijo mayor murió cuando era mayor que tú ahora y lleva muerto más de un siglo. Tuve docenas de nietos, uno de los cuales es tu madre. No sé cuántos descendientes de tu generación debo de tener. No sería correcto que te sintieras único y emplearas tu relación conmigo para fines egoístas. Necesitaba asegurarme de que eras digno, antes de reconocerte como mi favorito.

El discurso no me arrebataba tanto como él pensaba. Parecía un lunático con pretensiones divinas, dando su bendición como un regalo de cumpleaños. ¡Papa no quería que emplease mi relación con él para fines egoístas! ¡Jo, si eso no era el colmo de la ironía!

—¡Sí, oh caíd! —dije.

No me costaba nada parecer dócil. Mierda, le iban a rajar el cerebro en pocos minutos. Sin embargo, no le hice ninguna promesa.

—Recuerda —dijo bajito—, hay muchos otros que desean tu posición privilegiada. Tienes montones de primos a quienes algún día quizás hagas daño.

Fantástico. Más preocupaciones.

—Entonces, los ficheros del ordenador que investigué...

—Se han cambiado una y otra vez a lo largo de los años. —Sonrió débilmente—. Debes aprender a no fiarte de la verdad que sólo tiene una existencia electrónica. Después de todo, ¿acaso no nos dedicamos a ofrecer versiones de la verdad a las naciones del mundo? ¿No has aprendido lo dúctil que puede ser la verdad?

A cada segundo se me ocurrían más preguntas.

—Entonces, ¿mi verdadero padre fue Bernard Audran?

—El marinero provenzal, sí.

Me alivió saber que al menos una cosa era cierta.

—Perdóname, querido —murmuró Papa—. No deseaba revelarte lo del archivo Fénix y que eso pusiera más difíciles las cosas entre tú, Umm Saad y Abu Adil.

Le cogí la mano, estaba temblando.

—No te preocupes, oh caíd. Ya casi ha concluido todo.

—Señor Audran. —Noté la gran mano del doctor Yeniknani sobre mi hombro—. Vamos a bajar a su patrón al quirófano.

—¿Qué es lo que va mal? ¿Qué van a hacer?

Era obvio que no había tiempo para largas explicaciones.

—Tenía razón sobre los dátiles envenenados. Alguien ha estado envenenándole desde hace algún tiempo. Su médula, la parte del cerebro que controla la respiración, los latidos del corazón y la consciencia, ha sufrido serios daños. Si no actuamos de inmediato, se sumirá en un coma irreversible.

Sentí la boca seca y el corazón a cien.

—¿Qué le van a hacer?

El doctor Yeniknani se miró las manos.

—El doctor Lisan cree que la única esperanza es un trasplante parcial de médula. Estamos esperando el historial médico de un donante compatible.

—¿Y lo han encontrado hoy?

Me pregunté a quién de ese maldito archivo Fénix sacrificarían para ello.

—No le prometo éxito, señor Audran. Esta operación sólo se ha intentado tres o cuatro veces antes y nunca en esta parte del mundo. Pero usted sabe que si algún cirujano puede ofrecerle alguna esperanza, ése es el doctor Lisan. Y por supuesto, yo le ayudaré. Su patrón tendrá a su favor toda la experiencia y todas las plegarias de sus fieles amigos.

Asentí impávido. Vi como dos enfermeros levantaban a Friedlander Bey de su cama de hospital y lo depositaban en una camilla con ruedas. Le cogí la mano una vez más.

—Dos cosas —dijo con un ronco suspiro—. Traslada a la viuda del policía a nuestra casa. Cuando pasen cuatro meses del luto, debes casarte con ella.

—¡Casarme con ella!

Estaba tan sorprendido que olvidé el respeto debido.

—Y cuando me recupere de esta enfermedad... —Bostezó, casi sin poder mantener los ojos abiertos debido a la medicación que los enfermeros le habían administrado. Agaché la cabeza para oír sus palabras—. Cuando me reponga, iremos a la Meca.

Eso no era lo que yo esperaba. Supongo que gruñí:

—La Meca.

—El peregrinaje. —Abrió los ojos. Parecía asustado, no de la operación sino del incumplimiento de su obligación con Alá—. Ya va siendo hora —dijo, y se lo llevaron.

20

Decidí que, antes de enfrentarme con Abu Adil, lo más prudente sería esperar a que me quitaran el vendaje del brazo. Después de todo, el gran Saladino no reconquistó Jerusalén y expulsó a los cruzados entablando la batalla sólo con la mitad de su ejército. No es que pensase emprenderla a puñetazos con el caíd Reda ni con Umar, pero los recientes mamporros y moretones me habían enseñado un poco de prudencia.

Las cosas se habían calmado bastante. Durante un tiempo, nos preocupamos y rezamos a Alá por la recuperación de Friedlander Bey. Sobrevivió a la operación y el doctor Lisan la declaró un éxito. Pero Papa dormía la mayor parte del tiempo, un día tras otro. A veces se despertaba y nos hablaba, aunque estaba terriblemente confuso sobre quiénes éramos y en que siglo vivíamos.

Sin Umm Saad ni su hijo, la atmósfera de la casa era más grata. Yo me ocupé de los negocios de Papa, actuando en su nombre para dirimir disputas entre los proveedores de los impíos de la ciudad. Hice saber a Mahmoud que como delegado de Friedlander Bey sería severo pero honrado, y él pareció aceptarlo. Al menos, olvidó su resentimiento. Aunque bien podía hacer comedia. Con Mahmoud nunca se sabe.

También intenté manejar una importante crisis extranjera, cuando el nuevo tirano de Eritrea acudió a mí insistiendo en saber qué pasaba en su propio país. Me ocupé de esa mierda, gracias al impecable archivo de Papa y a que Tariq y Youssef sabían dónde estaba todo.

Mi madre continuó alternando entre la madurez recatada y la locura impúdica. A veces, cuando hablábamos nos arrepentíamos del modo en que nos habíamos herido mutuamente en el pasado. Otras veces nos habría gustado degollarnos. Kmuzu me dijo que era una relación corriente entre padres e hijos, sobre todo ya que ambos habíamos llegado a una cierta edad. Lo acepté y dejé de preocuparme por ello.

El local de Chiriga seguía produciendo dinero a espuertas, y tanto Chiri como yo estábamos satisfechos, aunque creo que ella habría estado más satisfecha si le hubiera devuelto el club, pero a mí me gustaba muchísimo. Decidí posponerlo un poco más, lo mismo que con Kmuzu.

Cuando el muecín llamaba a la oración yo respondía la mayoría de las veces y acudía a la mezquita cada viernes o cada dos. Empezaba a ser conocido como un hombre generoso, no sólo en el Budayén sino en toda la ciudad. Allí donde iba, la gente me llamaba caíd Marîd al Amín. No abandoné las drogas por completo, porque aún estaba herido y no veía por qué debía sufrir un tormento innecesario.

El mes después de abandonar la policía transcurría plácida y sosegadamente, hasta que un martes, justo antes de comer, cuando respondí al teléfono, se acabó la tranquilidad.

—Marhaba —dije.

—Alabado sea Dios. Soy Umar Abdul—Qawy.

Me quedé mudo unos segundos.

—¿Qué cono quieres?

—Mi amo se interesa por la salud de Friedlander Bey. Llamo para preguntar por su salud.

Empezaba a estar un poco quemado. Verdaderamente no sabía qué decirle a Umar.

—Se encuentra bien. Está descansando.

—¿Entonces es capaz de hacerse cargo de sus obligaciones?

En su voz percibía una superioridad que odiaba.

—He dicho que se encuentra bien. Ahora, si me disculpas, tengo un montón de trabajo.

—Sólo un segundo, señor Audran. —Su voz se tornó absolutamente ceremoniosa—. Creemos que tienes algo que pertenece al caíd Reda.

Sabía de qué estaba hablando y eso me hizo sonreír. Prefería ser el extorsionador que el extorsionado.

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