Un grito de amor desde el centro del mundo (4 page)

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Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

—Sí, ya la he oído nombrar.

—Y ella se curó.

—¿Se curó?

—Sí. Fue una suerte que se curara. Pero, una vez restablecida, ya se podía casar. Y sus padres, como es natural, quisieron que lo hiciera antes de que se le pasara la edad.

—¿Y tú, abuelo?

—Yo no merecí su confianza.

—Pero ¿por qué?

—Había estado metido en negocios sucios. Incluso había estado en la cárcel. Y los padres de ella, por lo visto, lo sabían.

—Pero tú lo habías hecho por ella, ¿verdad?

—Sí, ésas eran mis razones, pero ellos no lo vieron así. Para su hija preferían un hombre honesto, como es natural. Creo que le encontraron un maestro de escuela o algo parecido.

—¡Vaya chorrada!

—Así eran las cosas en aquella época —dijo mi abuelo con una risita—. Hoy nos puede parecer una tontería, pero, en aquellos tiempos, los hijos no podían desobedecer a los padres. Además, una chica de buena familia como ella, enfermiza, que siempre había dependido de sus cuidados, no podía, por ningún concepto, rehusar al pretendiente que le habían buscado sus padres y decir que quería casarse con otro hombre.

—¿Y qué pasó entonces?

—Pues que se casó. Y yo me casé con tu abuela y nació tu padre. Que, por cierto, es un cabeza cuadrada que…

—Volviendo a lo nuestro, ¿entonces tú te resignaste? ¿Olvidaste a la chica?

—Ésa era mi intención. Y creo que ella, por su parte, pensaba lo mismo que yo. El destino no había querido que nos uniésemos en este mundo.

—Pero no pudiste sacártela de la cabeza, ¿verdad?

—Mi abuelo achicó los ojos y me clavó la mirada en el rostro, como si estuviera tasándomelo. Al fin, abrió la boca y dijo:

—Ya te hablaré de ello en otra ocasión. Cuando seas un poco mayor, Saku.

Mi abuelo reanudó su relato cuando yo ya había ingresado en bachillerato. Un día, después de las vacaciones de verano, justo al empezar el segundo trimestre, me pasé por el apartamento de mi abuelo a la vuelta de clase y nos tomamos una cerveza mientras, como de costumbre, mirábamos la retransmisión de sumo por televisión.

—¿Quieres comer algo? —me dijo al acabar el sumo.

—No, gracias, abuelo. Seguro que mamá me está esperando con la comida hecha.

Tenía sobradas razones para rechazar su invitación. Sus cenas se componían casi por completo de comida enlatada. Carne de vaca en conserva, estofado de ternera en conserva, sardinas asadas con salsa de soja en lata. Incluso la verdura eran espárragos en conserva. Y todo ello se complementaba con un
misoshiru
[8]
instantáneo. Eso es lo que mi abuelo comía todos los días. Alguna que otra vez, mi madre iba a hacerle la comida o venía él a comer a casa, pero la alimentación de mi abuelo constaba básicamente de conservas. Si se lo hacías notar, decía que los ancianos no tienen por qué preocuparse demasiado por la nutrición y que lo fundamental era comer lo mismo todos los días y a la misma hora.

—Es que he pensado que podíamos pedir anguila —dijo mi abuelo cuando me disponía a irme.

—¿Y por qué?

—¿Cómo que por qué? No hay ninguna ley que nos prohíba comer anguila, supongo.

Mi abuelo encargó por teléfono dos raciones de
unajû
y, mientras esperábamos a que nos lo trajeran, nos tomamos otra cerveza frente al televisor. Mi abuelo descorchó, como siempre, una botella de vino. Y lo dejó reposar entre treinta minutos y una hora para empezar a bebérselo después de cenar. No había alterado sus costumbres desde que había dejado nuestra casa y seguía bebiéndose una botella de burdeos cada dos días.

—Hoy tengo que pedirte un favor, Saku —me dijo mi abuelo con toda formalidad mientras se tomaba la cerveza.

—¿Un favor? —pregunté. Sentado allí, pescado por la anguila, me asaltó un extraño presentimiento.

—Es un poco largo de contar.

Mi abuelo se acercó a la cocina y trajo sardinas en aceite. De lata, por supuesto. Mientras picábamos filetes de sardina y bebíamos cerveza, llegó la anguila. Cuando terminamos de comernos el
unajû
y de tomarnos el consomé, mi abuelo aún no había finalizado su relato. Empezamos a bebernos el vino. A aquel ritmo, para cuando cumpliera los veinte años ya me habría convertido en un alcohólico notable. Pero yo debía de tener una alta tolerancia al alcohol porque, si bebía con moderación, no me emborrachaba. No era, en absoluto, uno de esos niños que se indisponen con un bocado de
narazuke
[9]
.

Cuando mi abuelo concluyó su relato, ya casi habíamos dado fin a la botella de vino.

—Aguantas bien la bebida, ¿eh, Saku?

—Soy tu nieto, abuelo.

—Tu padre es mi hijo y no bebe ni gota.

—Pues debe de ser un atavismo.

—¡Ah, ya! —dijo mi abuelo asintiendo con un teatral movimiento de cabeza—. Y lo que te he pedido, ¿qué? ¿Vas a hacerlo?

7

Al día siguiente, por la resaca, me dolía la cabeza y no estaba ni para la trigonometría ni para el estilo indirecto. Me pasé la mañana oculto detrás del libro de texto, conteniendo las ganas de vomitar, y no fue hasta la clase de gimnasia, a la cuarta hora, cuando empecé a encontrarme mejor. Almorcé en el patio, junto a Aki. Al mirar el chorrito de agua de la fuente volví a sentirme indispuesto, así que cambié de posición el banco y nos sentamos de espaldas al surtidor. Le expliqué a Aki la historia que mi abuelo me había contado la noche anterior.

—O sea que tu abuelo siguió pensando en ella durante toda su vida —repuso Aki. Me pareció que tenía los ojos humedecidos.

—Eso parece —asentí yo con sentimientos encontrados—. Por lo visto, no pudo sacársela nunca de la cabeza.

—Y ella tampoco pudo olvidar a tu abuelo.

—Un poco raro, ¿no?

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? Pues porque transcurrió medio siglo. Y lo normal es que, con el tiempo, se produzcan algunos cambios, ¿no?

—¿Y tú no encuentras maravilloso que dos personas sigan enamoradas durante cincuenta años? —dijo Aki con aire soñador.

—Recuerda que el tiempo pasa para todos los seres vivos. Y que ninguna célula, a excepción de las células madre, puede escapar del envejecimiento. A ti también te irán saliendo arrugas en la cara, ¿sabes?

—¿Y adónde quieres ir a parar?

—Pues que, por más que tuvieran veinte años cuando se conocieron, después de cincuenta, habían cumplido ya los setenta.

—¿Y?

—Pues que morir de amor por una abuela de setenta años me parece un poco macabro, la verdad.

—¿Ah, sí? Pues yo lo encuentro maravilloso —me espetó Aki. Parecía algo enfadada.

—¿Y luego qué? ¿Que se vean en un hotel de vez en cuando, o algo por el estilo?

—Déjalo, ¿vale? —Aki me miró con ojos furibundos.

—Pues, mira. Mi abuelo es muy capaz de hacerlo.

—Eso tú. Eres tú quien sería capaz de hacerlo.

—¿Yo? ¡Qué va!

—¡Y tanto que sí!

Dejamos la discusión en tablas y la reanudamos, por la tarde, en la clase de ciencias. El profesor de biología nos explicaba que el ADN del ser humano coincide en un 98,4% con el del chimpancé. La diferencia genética entre ambos es menor que entre el chimpancé y el gorila. Por lo tanto, se puede afirmar que la especie más cercana al chimpancé no es el gorila, sino el hombre. Al oírlo, toda la clase se echó a reír. ¿Dónde estaba la gracia? ¡Hatajo de idiotas!

Aki y yo, sentados en los asientos de la última fila, seguíamos hablando de mi abuelo.

—Pero eso es adulterio, ¿no? —dije planteando la cuestión crucial.

—Para nada. Eso es amor puro —me contradijo Aki de inmediato.

—Pero tanto mi abuelo como aquella mujer estaban casados.

Ella reflexionó unos instantes.

—Desde el punto de vista de sus respectivas parejas tal vez fuera adulterio, pero, desde su propio punto de vista, aquello, sin duda, era amor puro.

—O sea, que según la perspectiva desde la que lo mires, puede ser adulterio o amor puro, ¿no?

—Creo que el criterio es distinto.

—¿A qué te refieres?

—A que el concepto de adulterio no deja de ser una convención social. Y puede cambiar según la época. En una sociedad polígama, tendría un sentido completamente distinto. Pero seguir enamorado de alguien durante más de cincuenta años es algo que va más allá de la cultura y de la historia.

—¿También va más allá de la especie?

—¿Cómo?

—Que quizá un chimpancé también pueda seguir enamorado de una chimpancé durante cincuenta años.

—Eso no lo sé.

—Vamos, que el amor puro es superior al adulterio.

—No creo que «superior» sea la palabra adecuada.

Justo en el instante en que la discusión alcanzaba su punto culminante, el profesor exclamó:

—¡Vosotros dos, que desde hace rato no paráis de hablar!

Y, como castigo, nos hizo ponernos de pie al fondo de la clase. «¡Eso es el poder!», pensé yo. Estaba permitido hablar sobre la posibilidad de un cruce entre un ser humano y un chimpancé, pero no sobre el amor entre un hombre y una mujer que trascendiera el tiempo. De pie, seguimos discutiendo entre susurros sobre la historia de mi abuelo.

—¿Crees en el otro mundo?

—¿Y por qué lo dices?

—Porque mi abuelo y aquella chica se juraron reunirse en el otro mundo.

Aki reflexionó unos instantes.

—No, yo no creo —dijo.

—Pero tú, cada noche, antes de acostarte, rezas, ¿no?

—Es que yo creo en Dios —dijo Aki con resolución.

—¿Y qué diferencia hay entre Dios y el otro mundo?

—No sé. A mí me da la sensación de que el otro mundo es algo que nos hemos inventado porque nos conviene. ¿A ti no?

Me lo pensé un poco.

—Entonces mi abuelo no podrá estar junto a ella tampoco en el otro mundo, ¿no?

—Bueno, sólo se trata de lo que yo creo o dejo de creer —dijo Aki en tono de disculpa—. Y tu abuelo y ella pensaban de otro modo.

—También es posible que Dios sea algo que nos hemos inventado porque nos conviene, ¿no? Ya se ve en lo de «rogarle a Dios» o cosas por el estilo.

—Mi Dios no tiene nada que ver con eso.

—¿O sea que hay muchos dioses? ¿O diferentes tipos de ellos?

—Aunque no crea en el paraíso, puedo respetar a Dios. Y es porque temo a Dios por lo que le rezo todas las noches.

—¿Para que no te castigue?

Al final, nos sacaron al pasillo. Nosotros no escarmentamos y seguimos enzarzados en una discusión sobre Dios y el paraíso hasta que acabó la clase y nos llamaron a la sala de profesores, donde tuvimos que soportar la reprimenda del profesor de biología y la del tutor de la clase. «Está muy bien que seáis tan amigos», nos dijeron. «Pero atended más en clase.»

Cuando cruzamos el portal de la escuela, ya casi anochecía. Nos dirigimos en silencio hacia el parque Daimyô. A medio camino, hay un campo de deporte y un museo de historia. También hay una cafetería llamada Barrio del Castillo. Habíamos ido una vez, pero el café era tan malo que no habíamos vuelto. Dejamos atrás las antiguas bodegas y llegamos a orillas del riachuelo que atraviesa la ciudad. Hasta que no hubimos cruzado el puente, Aki no despegó los labios.

—Pero, al final, ellos no pudieron estar juntos —dijo con tono de querer volver a la historia—. A pesar de haber esperado veinte años.

—Por lo visto, tenían la intención de casarse una vez muriera el marido de ella —dije. Yo también había estado pensando, como es lógico, en la historia de mi abuelo—. Porque, después de la muerte de mi abuela, él estaba solo.

—¿Cuánto tiempo hacía de eso?

—Más de diez años. Pero ella se murió antes que el marido. Total, que no pudieron.

—¡Qué historia tan triste!

—Pues a mí me parece ridícula, la verdad.

La conversación se interrumpió. Andábamos más cabizbajos que de costumbre. Tras dejar atrás la verdulería y el taller del tejedor de tatami y girar la esquina de la barbería, pronto llegaríamos a casa de Aki.

—Saku-chan, ayúdalo, por favor —dijo ella como si, de pronto, tomara conciencia del poco camino que nos quedaba por recorrer.

—Eso es muy fácil de decir. Pero se trata de profanar una tumba, ni más ni menos.

—¿Tienes miedo?

—Pues no es para tomárselo a broma.

—A ti no te van esas cosas, ¿eh, Saku-chan?

Se estaba riendo.

—¿A qué viene tanta guasa?

—¡Oh! A nada en especial.

Finalmente, avistamos su casa. Yo debía girar a la derecha, cruzar la carretera nacional y dirigirme a la mía. Faltaban unos cincuenta metros. Sin que ninguno lo propusiera, los dos fuimos aminorando el paso hasta que nos detuvimos con la intención de seguir hablando.

—Pero eso es un delito —dije yo.

—¿Ah, sí? —dijo ella levantando la cabeza, perpleja.

—Lógico, ¿no te parece?

—¿Y qué tipo de delito es?

—Un delito sexual, evidentemente.

—¡Mentira!

Al reírse, el pelo que descansaba sobre sus hombros se balanceó un poco haciendo resaltar la blancura de su blusa. Nuestras dos sombras alargadas se doblaban en la parte superior, proyectándose sobre el muro de cemento que estaba enfrente.

—De todas formas, si me descubren, me expulsarán de la escuela durante un tiempo.

—Bueno, en ese caso, yo iré a visitarte a casa.

¿Lo decía para darme ánimos?

—¡Y te quedas tan tranquila! ¿Eh? Tú siempre serás la misma —musité en un suspiro.

8

Había dicho a mis padres que me quedaba a dormir en casa del abuelo. Era la noche de un sábado. Para cenar, pedimos que nos trajeran
sushi
. Mi abuelo se permitió el lujo de pedir el especial. Aunque, la verdad, yo era incapaz de apreciar la diferencia entre el atún y el erizo de mar. Y la oreja marina me supo igual que si mascara un duro trozo de goma. Aquella noche no hubo ni cerveza ni burdeos y, mientras mirábamos la retransmisión del béisbol profesional por televisión, tomamos té y, luego, café. Interrumpieron la emisión a medio partido.

—¿Qué? ¿Vamos? —dijo mi abuelo.

El cementerio estaba en las afueras, al este de la ciudad, en un templo dedicado a la esposa de un antiguo señor feudal. Nos apeamos del taxi cerca del templo. Estaba en los barrios altos, en la zona donde cortan primero el agua en verano cuando hay sequía. El aire era frío a pesar de ser sólo septiembre.

Tras atravesar el pequeño portal contiguo a la escalera de piedra que conducía a la sala principal del templo, nos topamos con un sendero de tierra rojiza que se extendía en línea recta hasta el cementerio. A mano izquierda, había una pared pintada de blanco y, más allá, lo que parecían ser las dependencias de los monjes. No se veía un alma. Sólo un punto de luz tenue en una ventana que debía de ser la del lavabo. A mano derecha, había unas antiguas tumbas que se remontaban a la época del shogunato. Las inclinadas tablillas donde figuraba el epitafio y las lápidas de cantos redondeados flotaban en la oscuridad bañadas por la luz de la luna. Los viejos cedros y cipreses que crecían en la ladera de la montaña cubrían el camino de modo que apenas se vislumbraba el cielo. Al final del sendero, nos topamos con la tumba de la esposa del señor feudal. En las tinieblas, se alineaban lápidas de extrañas formas: cúbicas, esféricas y cónicas. Las rodeamos por el lado izquierdo, adentrándonos aún más en el cementerio. Llevábamos una pequeña linterna, pero, a fin de no alertar a los moradores del templo, avanzábamos confiando únicamente en la luz de la luna.

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