Un grito de amor desde el centro del mundo (3 page)

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Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

De pronto, me acordé de las hortensias de la montaña del castillo. Habían florecido ya dos veces desde aquel día, pero todavía no habíamos ido a verlas juntos. Eran tantas las cosas que requerían todos los días mi atención que me había olvidado por completo de las hortensias. Y lo mismo debía de haberle sucedido a Aki, sin duda. Y me dio la sensación de que, pese a la colisión del asteroide y el agujero en la capa de ozono, a principios del verano del año 2000 las hortensias seguirían floreciendo en la montaña del castillo. Y que no valía la pena apresurarse en ir a verlas porque siempre estarían allí para que las contempláramos cuando quisiésemos.

Y, de este modo, fueron transcurriendo las vacaciones de verano. Yo seguí preocupándome por los futuros problemas medioambientales del planeta mientras estudiaba las invasiones bárbaras, y a Cromwell y la guerra civil inglesa, y resolvía sistemas de ecuaciones y raíces cuadradas. De vez en cuando iba a pescar con mi padre. Me compré cedés nuevos. Charlaba con Aki mientras comíamos helados.

—Saku-chan.

La primera vez que Aki me llamó así, me tragué de golpe el helado que tenía medio derretido en la boca.

—¿A qué viene que me llames así, por las buenas?

—Tu madre siempre lo hace, ¿no, Matsumoto? —me dijo Aki sonriendo.

—Pero tú no eres mi madre.

—Pues yo ya lo he decidido. A partir de ahora voy a llamarte Saku-chan.

—¿Podrías hacerme el favor de no hacer y no decidir estas cosas por tu cuenta?

—Pues, mira. Yo ya he tomado una decisión.

Y así fue como Aki empezó a decidirlo completamente todo, hasta que dejé de saber quién era yo.

Poco después de empezar el segundo trimestre, ella se plantó de improviso un día ante mí, a la hora de comer, con un cuaderno en la mano.

—Toma —dijo depositando el cuaderno sobre mi pupitre.

—¿Y esto qué es?

—Un diario conjunto.

—¡Ah!

—Sabes de qué va, ¿verdad, Saku-chan?

Lancé un vistazo a mi alrededor.

—¿No puedes olvidarte de eso mientras estamos en la escuela? —le dije.

—No sé si tus padres también llevarían uno, Saku-chan.

¿Es que no me escuchaba, o qué?

—Un chico y una chica escriben lo que les ha ocurrido durante el día, lo que han pensado, lo que han sentido, y luego se lo intercambian para que el otro lo lea.

—¡Pues vaya rollo! A mí estas cosas no me van. ¿No podrías escoger a otro chico de la clase?

—Eso no se hace con cualquiera.

Aki parecía ofendida.

—Tiene que escribirse con bolígrafo o pluma, ¿no?

—O también con lápices de colores.

—¿Y no puede ser por teléfono?

Por lo visto, no. Ella cruzó los brazos por detrás de la espalda y se quedó mirando, alternativamente, a mí y al cuaderno. Cuando hice amago de abrirlo, sin ninguna intención especial, ella se lanzó sobre mí.

—¡No! Léelo en casa. Así es como funciona.

En la primera página, Aki se presentaba a sí misma. Fecha de nacimiento, horóscopo, grupo sanguíneo, aficiones, comida que le gustaba, color favorito, análisis del propio carácter. En la página de al lado había dibujada una chica, ella misma, al parecer, con lápices de colores, y tres franjas en las que ponía: «secreto», «secreto», «secreto».

—¡Increíble! —musité ante el cuaderno abierto.

En Navidades de tercero, murió la profesora de Aki. Había venido con nosotros en el viaje de curso del primer trimestre y todavía estaba bien, pero a principios del segundo trimestre había empezado a faltar a clase. Yo me había enterado de que estaba enferma por Aki. Cáncer, por lo visto. Tenía sólo unos cincuenta años. El funeral se celebró al día siguiente de acabar las clases y asistieron todos los alumnos de la clase de Aki, y también asistimos los delegados de curso. Como no cabíamos todos en la sala principal del templo, participamos en el funeral presenciando la ceremonia desde fuera. Hacía un frío que penetraba hasta el tuétano de los huesos. La letanía de sutras parecía que iba a perpetuarse hasta la eternidad. Nosotros nos íbamos dando empujoncitos los unos a los otros intentando no perecer por congelación.

Cuando, finalmente, el funeral dio paso a la ceremonia fúnebre, algunas personas, empezando por la directora del colegio, pronunciaron palabras de condolencia. Aki fue una de ellas. Nosotros dejamos de darnos empellones y escuchamos con atención. Ella fue leyendo el discurso con voz reposada. El llanto no anegó su voz en ningún momento. Por supuesto, la que nosotros escuchamos no era su voz natural, sino la que nos llegaba distorsionada a través de los altavoces. Pese a ello, se la reconocía con toda claridad. Sólo que, empañada por la tristeza, parecía más madura de lo habitual. Yo me entristecí un poco pensando que ella había seguido sola hacia delante dejándonos a todos nosotros atrás, en una infancia perpetua.

Con un sentimiento que rayaba en el desasosiego, busqué a Aki entre las cabezas que atestaban el recinto del templo. Miré en todas direcciones hasta que divisé su figura, un poco inclinada hacia delante, leyendo el discurso sobre la tarima del micrófono, instalada a la entrada de la sala principal. Y tuve una especie de revelación. La chica enfundada en el uniforme marinero que yo conocía se había convertido en otra persona. No. Aquélla era Aki. Eso era seguro. Pero algo había sufrido un cambio definitivo. Apenas oía el discurso fúnebre. Sólo tenía ojos para la figura de Aki dibujándose en la distancia.

—No podría ser otra que Hirose —dijo uno a mi lado.

—Por su cara no lo dirías, pero la chica tiene agallas —convino otro.

En aquel momento, un rayo de sol se abrió paso entre los gruesos nubarrones e inundó el patio de luz. Iluminó a Aki, que proseguía su discurso, recortando nítidamente su figura contra las oscuras sombras de la sala principal. ¡Ah! Aquélla era la Aki que yo conocía. La Aki que intercambiaba conmigo aquel caprichoso diario, la Aki que me llamaba «Saku-chan» como si hubiéramos crecido juntos. Su presencia, tan cercana que había acabado por ser transparente, ahora se manifestaba como la de una niña que se estaba haciendo mujer. Igual que un cristal de roca que has olvidado sobre la mesa y que ahora, al mirarlo desde un ángulo distinto, empieza a lanzar unos hermosos destellos irisados.

De pronto, me asaltó el impulso de echar a correr. Junto con la alegría que colmaba mi corazón, tuve conciencia por primera vez de ser uno de los chicos que estaban enamorados de Aki. Pude comprender los celos que los demás habían mostrado. No sólo eso. Incluso yo estaba ahora celoso de mí mismo. En lo más hondo de mi corazón, brotó la pasión ácida de unos celos hacia mí, que tenía la fortuna de estar, sin merecerlo, junto a Aki, hacia mí, que había compartido, sin más, tantas horas de intimidad con ella.

5

Tras graduarnos en secundaria, ya en el instituto, volvimos a ir a la misma clase. En aquella época, mi amor por Aki era ya imposible de ocultar. Era tan obvio que estaba enamorado de ella como que yo era yo. Si alguien me hubiese preguntado: «A ti te gusta Hirose, ¿verdad?», seguro que le habría respondido: «¡No me digas! ¡Pues claro!». Así lo sentía yo. Excepto en la clase de discusión de actividades, podíamos elegir el asiento que nos gustara, así que nosotros pegábamos nuestras mesas y nos sentábamos juntos. En el instituto, como era de esperar, ya no había nadie que nos tomara el pelo por nuestra estrecha relación de pareja ni que me tuviera celos. Nuestra existencia había pasado a formar parte del decorado cotidiano, como la pizarra o el jarrón del aula. Era más bien algún profesor el que se entrometía diciendo: «Qué bien os lleváis, ¿no?», o alguna estupidez semejante. Nosotros respondíamos sonrientes: «Sí, gracias», aunque en nuestro fuero interno, molestos, pensáramos: «¿Y tú por qué no te metes en tus asuntos?».

En abril habíamos empezado a leer
Taketori monogatari
[7]
y acabábamos de entrar en la parte más interesante de la historia. «Para proteger a la princesa de los emisarios de la luna, el emperador decide rodear su palacio de soldados. Sin embargo, los emisarios logran llevarse consigo a la princesa. Lo único que ella deja atrás es una carta para el emperador y el elixir de la inmortalidad. Sin embargo, el emperador no quiere vivir eternamente en un mundo donde no esté la princesa. Y ordena que quemen el elixir en la cima del monte más cercano a la luna.» Este es el pasaje que explica los orígenes del nombre del monte Fuji y, con este pasaje, la historia llega apaciblemente a su fin.

Mientras escuchaba cómo el profesor explicaba el trasfondo de la historia, Aki, con los ojos clavados en el texto, parecía reflexionar sobre lo que acababa de leer. Su flequillo le caía hacia delante cubriéndole el bonito puente de la nariz. Miré la oreja que le asomaba entre el cabello. Miré los labios ligeramente fruncidos. Todas y cada una de estas partes estaban dibujadas con unas líneas tan delicadas que jamás hubiesen podido ser trazadas por la mano del hombre y, contemplándola, me maravillé de cómo todas ellas habían confluido en aquella jovencita llamada Aki. Y aquella chica tan hermosa estaba enamorada de mí.

De pronto, tuve una horrible certeza. Por más tiempo que viviera, jamás podría esperar una felicidad mayor que la que sentía en aquel momento. Lo único que podía hacer era intentar conservarla para siempre. Me horrorizó la felicidad que sentía. Si la porción de dicha que corresponde a cada uno estaba fijada de antemano, en aquellos instantes quizá estuviera agotando la parte que a mí me correspondía para mi vida entera, Y, algún día, los mensajeros de la luna me arrebatarían a mi princesa. Entonces sólo me quedaría un tiempo tan largo como la vida eterna.

De pronto, me di cuenta de que Aki me estaba mirando. ¿Tan seria era mi expresión? Porque la sonrisa que ella esbozaba se borró súbitamente de su rostro.

—¿Qué te pasa?

Negué con un forzado movimiento de cabeza.

—Nada.

Después de clase, todos los días regresábamos juntos a casa. Recorríamos el camino de vuelta tan despacio como nos era posible. A veces, para disponer de más tiempo, dábamos un rodeo. Con todo, en un santiamén llegábamos a la bifurcación donde teníamos que separarnos. Era extraño. Aquel camino, cuando lo recorría solo, me parecía largo y aburrido, pero cuando iba con Aki, charlando, hubiera querido seguir andando eternamente. Ni siquiera notaba el peso de la cartera atiborrada de libros de texto y diccionarios.

«Posiblemente, en la vida nos ocurra lo mismo», pensé unos años más tarde. «Una vida solitaria se hace larga y tediosa. Sin embargo, cuando la compartes con la persona amada, en un santiamén llegas a la bifurcación donde tienes que decirte adiós.»

6

Después de que mi abuela muriera, mi abuelo se quedó un tiempo a vivir con nosotros, pero, tal como ya he escrito antes, dijo que aquélla no era casa para un viejo y se mudó él solo a un apartamento. Mi abuelo había nacido en el campo y, hasta la época de su padre, la familia había poseído grandes extensiones de tierra. Sin embargo, a raíz de la revolución agraria, aquella antigua familia se arruinó y el heredero, mi abuelo, decidió ir a Tokio a probar suerte en el mundo de los negocios. Sacó partido del río revuelto de la posguerra y se enriqueció, volvió al campo y, a sus treinta años, fundó una empresa de elaboración de productos alimenticios. Se casó con mi abuela y nació mi padre. Según me contó mamá, la empresa de mi abuelo, a caballo del desarrollo económico acelerado, creció a buen ritmo y la familia llegó a nadar en la abundancia. Sin embargo, cuando mi padre acabó el bachillerato, mi abuelo dejó en manos de sus subordinados, sin más, la empresa que tanto esfuerzo le había costado levantar, se presentó a las elecciones y fue elegido diputado. Tras formar parte del parlamento durante más de una década, su fortuna se había desvanecido casi por completo en la financiación de campañas electorales. Por la época en que murió mi abuela, ya no les quedaba otra propiedad de valor que la casa. Poco después se retiró de la política y ahora llevaba, en soledad, una vida reposada y confortable.

Desde secundaria, empecé a ir a visitarlo, de vez en cuando, a su apartamento pensando que hacía una obra de caridad, y le contaba cómo me iba en la escuela, o tomábamos una cerveza juntos mientras veíamos algún combate de sumo por la televisión. A veces, era mi abuelo el que me contaba cosas de cuando era joven. También me hablaba de una chica de la que se enamoró cuando tenía diecisiete o dieciocho años y de cómo las circunstancias habían impedido que se casaran.

—Ella estaba enferma del pecho —me dijo, como solía hacer, mientras bebía a pequeños sorbos una copa de burdeos—. Hoy en día, la tuberculosis se cura en nada gracias a los medicamentos, pero, entonces, el único remedio posible era una buena alimentación, aire puro y descanso. En aquella época, si una mujer no era fuerte, no podía resistir la vida de casada. No había electrodomésticos, ya sabes. Y hacer la comida y la colada era un trabajo muy duro. Además, yo, como todos los jóvenes de mi generación, estaba dispuesto a morir por mi país. Los dos nos queríamos, pero no podíamos casarnos. Eso lo sabíamos tanto ella como yo. Eran tiempos muy difíciles aquéllos.

—¿Y qué pasó? —le pregunté bebiendo una lata de café.

—A mí me llamaron a filas y pasé muchos años en el ejército —prosiguió mi abuelo—. No imaginaba que volviéramos a vernos jamás. Creía que ella moriría mientras yo estaba en el frente, y tampoco yo esperaba sobrevivir, la verdad. Así que, cuando nos separamos, nos juramos unirnos en el otro mundo —dijo espaciando las palabras y con la mirada perdida en la distancia—. Sin embargo, la fortuna es irónica y, al acabar la guerra, los dos seguíamos con vida. Cuando piensas que el futuro no es posible, es sorprendente lo puro que te vuelves, pero, al encontrarte vivo, renacen los deseos. Y yo quería casarme con ella, fuera como fuese, así que me propuse ganar dinero. Porque si lo tenía, por más enferma de tuberculosis que estuviera, yo podría hacerme cargo de ella y cuidarla.

—¿Por eso fuiste a Tokio?

Mi abuelo asintió.

—Tokio era todavía un erial de tierra calcinada —prosiguió—. Faltaba la comida, la inflación era espantosa. La situación rayaba en la anarquía y la gente, al borde de la desnutrición, vagaba por las calles con ojos desquiciados. También yo estaba dispuesto a todo por ganar dinero. Hice un montón de cosas vergonzosas. No llegué a matar a nadie, pero, excepto eso, hice de todo. Sin embargo, mientras yo me mataba trabajando, se descubrió un medicamento eficaz contra la tuberculosis. La estreptomicina.

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