Un lugar llamado libertad (24 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

—Si no hay boda, tú te quedarás sin el carbón.

—¡High Glen está en bancarrota! —replicó sir George.

—Pero lady Hallim podría renovar las hipotecas con otro prestamista.

—Ella no lo sabe.

—Pero alguien se lo dirá.

Alicia hizo una pausa para que la velada amenaza surtiera el efecto deseado. Jay temía que su padre estallara. Pero su madre sabía calibrar mejor las consecuencias de sus acciones.

Al final, preguntó en tono resignado:

—¿Qué es lo que quieres, Alicia?

Jay lanzó un gran suspiro de alivio. A lo mejor, la boda se podría salvar.

—En primer lugar —contestó Alicia—, Jay tiene que hablar con Lizzie y convencerla de que él no sabía nada acerca de las perforaciones.

—¡Es verdad! —dijo Jay.

—¡Tú calla y escucha! —le gritó brutalmente su padre.

—Si lo consigue —añadió Alicia—, la boda se podrá celebrar según lo previsto.

—Y después, ¿qué?

—Ten paciencia. Con el tiempo, Jay y yo conseguiremos convencer a Lizzie. Ahora ella está en contra de las explotaciones mineras, pero cambiará de opinión o, por lo menos, no será tan intransigente… sobre todo, cuando tenga un hogar y un hijo y empiece a comprender la importancia del dinero.

Sir George sacudió la cabeza.

—No es suficiente, Alicia… no puedo esperar.

—¿Por qué no?

Sir George hizo una pausa y miró a Robert, el cual se encogió de hombros.

—Será mejor que lo sepas —dijo sir George—. Tengo cuantiosas deudas. Sabes que siempre hemos llevado el negocio con préstamos… casi todos de lord Arebury. Hasta ahora, habíamos obtenido beneficios tanto para nosotros como para él. Pero el comercio con América ha bajado mucho desde que empezaron los problemas en las colonias. Y es casi imposible que te paguen lo poco que les vendemos. Nuestro mayor deudor se ha arruinado y me ha dejado con una plantación de tabaco en Virginia que no puedo vender.

Jay se quedó de una pieza. Jamás se le hubiera ocurrido pensar que los negocios de la familia pasaban por un mal momento y que la riqueza que él siempre había conocido tal vez no durara eternamente. Comprendió de pronto por qué razón su padre se había enojado tanto por sus deudas de juego.

Sir George añadió:

—El carbón nos ha permitido seguir tirando, pero no basta. Lord Arebury quiere recuperar su dinero. Y, por consiguiente, yo necesito la finca Hallim. De lo contrario, podría perder todos mis negocios.

Se produjo una pausa, pues Jay y su madre estaban demasiado sorprendidos como para poder hablar.

—En tal caso, no hay más que una solución —dijo finalmente Alicia—. Se tendrán que explotar las minas de High Glen sin que Lizzie se entere.

Jay frunció el ceño con inquietud. La proposición lo preocupaba, pero decidió no decir nada de momento.

—¿Y eso cómo se podría hacer? —preguntó sir George.

—Envíala con Jay a otro país.

Jay miró a su madre, asombrado. ¡Qué idea tan inteligente!

—Pero lady Hallim se enterará —dijo—. Y se lo dirá a Lizzie.

—No, no lo hará —contestó Alicia, sacudiendo la cabeza—. Hará lo que sea con tal de que esta boda se celebre. Guardará silencio si nosotros se lo pedimos.

—Pero ¿adónde podríamos ir? —preguntó Jay—. ¿A qué país?

—A Barbados —contestó su madre.

—¡No! —gritó Robert—. Jay no puede quedarse con la plantación de azúcar.

—Creo que tu padre se la cederá si de ello depende la supervivencia de todos los negocios de la familia —dijo tranquilamente Alicia.

Robert la miró con expresión de triunfo.

—Mi padre no podría hacerlo, aunque quisiera. La plantación ya es mía.

Alicia miró inquisitivamente a sir George.

—¿Es eso cierto? ¿Se la has cedido a él?

—Sí —asintió sir George.

—¿Cuándo?

—Hace tres años.

Otra sorpresa. Jay no tenía ni idea. Estaba profundamente dolido.

—Por eso no me la quisiste regalar por mi cumpleaños —dijo tristemente—. Ya se la habías dado a Robert.

—Pero, Robert, yo creo que tú estarás dispuesto a devolverla para salvar todas las empresas de la familia, ¿no es cierto? —dijo Alicia.

—¡No! —contestó enérgicamente Robert—. Y eso es sólo el principio… ¡empezaríais robando una plantación y, al final, os quedaríais con todo! ¡Sé desde hace mucho tiempo que me quieres arrebatar los negocios para dárselos a este pequeño bastardo!

—Yo sólo quiero una parte justa para Jay —contestó Alicia.

—Robert —dijo sir George—, si no lo haces, podríamos ir a la bancarrota.

—Yo, no —replicó Robert—. A mí todavía me quedaría la plantación.

—Pero podrías tener mucho más —dijo sir George.

—De acuerdo, lo haré —dijo taimadamente Robert—, pero… con una condición: el resto de los negocios me los cedes a mí, todo lo que tienes. Y tú te retiras.

—¡No! —gritó sir George—. No pienso retirarme… ¡ni siquiera he cumplido los sesenta!

Padre e hijo se miraron con rabia. Jay sabía que ambos se parecían muchísimo y comprendió que ninguno de los dos daría su brazo a torcer.

La situación estaba estancada. Aquellos hombres tan tercos e inflexibles serían capaces de estropearlo todo: la boda, los negocios y el futuro de la familia.

Pero Alicia aún no se había dado por vencida.

—¿Cuál es esa propiedad de Virginia, George?

—Mockjack Hall… una plantación de tabaco de unas quinientas hectáreas y cincuenta esclavos… ¿qué estás pensando?

—Se la podrías ceder a Jay.

Jay sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. ¡Virginia! Sería el nuevo comienzo con el que tanto había soñado, lejos de su padre y su hermano, con una plantación que él podría dirigir y cultivar por su cuenta. Estaba seguro de que a Lizzie le encantaría.

—No podría darle dinero —dijo—. Tendría que pedir prestado lo que le hiciera falta para mantener en marcha la plantación.

—Eso no me preocupa —se apresuró a decir Jay.

—Pero habría que pagarle a lady Hallim los intereses de las hipotecas… de lo contrario, podría perder High Glen —terció Alicia.

—Lo haré con los ingresos derivados del carbón —dijo sir George, pensando inmediatamente en los detalles—. Tendrán que irse enseguida a Virginia, dentro de unas semanas.

—No puede ser —protestó Alicia—. Tienen que prepararlo todo. Dales tres meses por lo menos.

—Necesito el carbón mucho antes —dijo sir George, sacudiendo la cabeza.

—Muy bien. De esta manera, Lizzie no regresará a Escocia… estará demasiado ocupada preparándose para su nueva vida.

Jay no podía soportar la idea de engañar a Lizzie. Él sería quien sufriera las consecuencias de su enojo cuando averiguara la verdad.

—¿Y si alguien le escribe una carta? —dijo.

Alicia le miró con aire pensativo.

—Tenemos que saber qué criado de High Glen lo podría hacer…, eso podrías averiguarlo tú, Jay.

—¿Y cómo lo podremos impedir?

—Enviaremos a alguien allá arriba para que despida a los más sospechosos.

—Podría dar resultado —dijo sir George—. De acuerdo… lo haremos.

Alicia se volvió hacia Jay con una sonrisa exultante en los labios. Al final, había conseguido asegurarle un patrimonio. Lo rodeó con sus brazos y le dio un beso.

—Que Dios te bendiga, querido hijo. Ahora sal y dile a Lizzie que tú y tu familia lamentamos muchísimo el error y que tu padre te ha cedido Mockjack Hall como regalo de boda.

Jay la abrazó a su vez y le dijo en voz baja:

—Lo has hecho muy bien, madre… gracias.

Después abandonó el salón. Mientras cruzaba el jardín, se sintió invadido por una mezcla de júbilo e inquietud. Había conseguido lo que siempre había soñado, pero hubiera deseado poder hacerlo sin engañar a su novia… sin embargo, no había tenido más remedio que hacerlo. Si se hubiera negado, hubiera perdido la propiedad y probablemente la hubiera perdido también a ella.

Entró en la pequeña casa de invitados colindante con las caballerizas. Lady Hallim y su hija estaban sentadas delante de la chimenea del sencillo salón. Se veía bien a las claras que habían llorado.

Jay experimentó un súbito y peligroso impulso de decirle a Lizzie la verdad. Si le hubiera revelado el engaño que proyectaban sus padres y le hubiera pedido que se casara con él y aceptara vivir en la pobreza, puede que ella le hubiera dicho que sí.

Pero el riesgo le impidió hacerlo. Y no hubiera podido cumplir su sueño de irse a otro país. A veces, pensó, la mentira era más piadosa que la verdad.

Pero ¿le creería ella?

Se arrodilló delante de Lizzie. Su vestido de novia olía a lavanda.

—Mi padre lamenta mucho lo ocurrido —le dijo—. Yo ignoraba que hubiera mandado llevar a cabo las perforaciones… él creyó que nos gustaría saber que había carbón en tus tierras. No sabía que tú eras tan acérrimamente contraria a las explotaciones mineras.

—¿Por qué no se lo dijiste? —preguntó Lizzie en tono receloso.

Jay extendió las manos en gesto de impotencia.

—Él no me lo preguntó. —Lizzie le miró con incredulidad, pero él se guardaba otro as en la manga—. Y hay otra cosa. El regalo de boda.

—¿Qué es?

—Mockjack Hall… una plantación de tabaco en Virginia. Podremos irnos enseguida.

Lizzie le miró, sorprendida.

—Es lo que siempre hemos querido, ¿verdad? —dijo él—. Empezar de nuevo en otro país… ¡una aventura!

Poco a poco, el rostro de ella se iluminó con una sonrisa

—¿De veras? ¿En Virginia? ¿No me engañas?

Jay casi no podía creerlo.

—¿Entonces aceptas? —le preguntó con inquietud.

Lizzie sonrió y asintió con la cabeza, mirándole con lágrimas en los ojos sin apenas poder hablar a causa de la emoción.

Jay comprendió que había ganado. Tenía todo lo que quería. Era algo así como haber ganado una mano en las cartas. Había llegado la hora de embolsarse las ganancias.

Se levantó, le dio la mano para ayudarla a levantarse y le ofreció su brazo.

—Ven conmigo entonces —le dijo—. Vamos a casarnos.

17

A
l llegar el mediodía de la tercera jornada, ya habían descargado todo el carbón de la bodega del
Durham Primrose
.

Mack miró a su alrededor sin apenas poder creer lo que había ocurrido. Lo habían hecho todo ellos solos sin necesidad de un contratante. Estaban esperando en la orilla y habían elegido un barco que había llegado a media mañana cuando todas las demás cuadrillas ya llevaban un buen rato trabajando. Mientras sus compañeros aguardaban en la orilla, Mack y Charlie se habían acercado al buque en una embarcación de remos y habían ofrecido sus servicios al capitán, poniendo inmediatamente manos a la obra.

El capitán sabía que, para utilizar los servicios de una de las cuadrillas habituales, hubiera tenido que esperar hasta el día siguiente y decidió contratarlos porque el tiempo era oro para los capitanes de barco.

Los hombres trabajaron con más ánimos, sabiendo que cobrarían la paga íntegra. Se pasaron todo el día bebiendo cerveza, por supuesto, pero pagaron jarra a jarra y sólo tomaron lo que necesitaban.

Descargaron el barco en cuarenta y ocho horas.

Mack se echó la pala al hombro y subió a cubierta. Hacía frío y había mucha niebla, pero la atmósfera en la bodega era asfixiante.

Cuando cargaron el último saco de carbón en la barca, los descargadores lanzaron gritos de júbilo.

Mack habló con el contramaestre. La barca llevaba quinientos sacos y ellos habían llevado la cuenta de los viajes que había efectuado.

Ahora contaron los sacos que quedaban para el último viaje y calcularon el total. Después bajaron al camarote del capitán.

Mack confiaba en que no hubiera ningún contratiempo de última hora. Habían hecho el trabajo y se lo tenían que pagar.

El capitán era un sujeto delgado y narigudo de mediana edad, del cual se escapaban unos fuertes efluvios de ron.

—¿Listos? —preguntó—. Sois más rápidos que las cuadrillas habituales. ¿Cuál es el total?

—Seiscientas veintenas menos noventa y tres —contestó el contramaestre mientras Mack asentía con la cabeza.

Contaban en veintenas porque a cada hombre se le pagaba un penique por cada veinte sacos.

El capitán los hizo pasar y se sentó con un ábaco.

—Seiscientas veintenas menos noventa y tres por seis peniques la veintena…

La suma era complicada, pero Mack estaba acostumbrado a que le pagaran según el peso del carbón que sacaba y sabía calcular mentalmente cuando su salario dependía de ello.

El capitán llevaba una llave colgada del cinto. La utilizó para abrir un arca de un rincón. Mack le vio sacar una caja, colocarla sobre la mesa y abrirla.

—Si consideramos como media veintena los siete sacos que faltan, os debo exactamente treinta y nueve libras con catorce peniques —dijo, contando el dinero.

El capitán colocó el dinero en una bolsa de lino con cambio suficiente para que se pudiera repartir con exactitud entre los hombres.

Mack experimentó una inmensa sensación de triunfo mientras sostenía el dinero en sus manos. Cada hombre había ganado casi dos libras y diez chelines… más dinero en dos días del que ganaban en dos semanas con Lennox. Pero lo más importante era el hecho de haber demostrado que podían defender sus derechos y conseguir ser tratados con justicia.

Mack se sentó en la cubierta para pagar a los hombres.

Amos Tipe, el primero de la fila, le dijo:

—Gracias Mack, Dios te bendiga, muchacho.

—No me des las gracias, te lo has ganado —le contestó Mack.

A pesar de su protesta, el segundo hombre le dio las gracias de la misma manera, como si fuera un príncipe que dispensara favores a sus súbditos.

—No es sólo por el dinero —dijo Mack mientras Slash Harley, el tercer hombre, se adelantaba—. Es porque hemos recuperado la dignidad.

—Te puedes guardar la dignidad donde te quepa, Mack —dijo Slash—. A mí dame simplemente el dinero.

Los demás se echaron a reír.

Mack se enfadó un poco con ellos mientras contaba las monedas.

¿Cómo era posible que no comprendieran que aquello era algo más que el salario de aquel día? Si eran tan estúpidos que no comprendían cuáles eran sus intereses, se merecían ser explotados por los contratistas.

Sin embargo, nada hubiera podido empañar su victoria. Mientras los llevaban a la orilla en barcas de remo, los hombres se pusieron a cantar una canción muy obscena llamada
El alcalde de Bayswater
.

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