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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (100 page)

—¿Y la españolización de los motivos de lucha? —le preguntó Julio.

—Un fracaso. ¿A quién van a engañar? Axelrod sabe pronunciar Gerona, pero no sabe pronunciar Madrid. Lo único que han logrado es que la mayoría de internacionales se sientan defraudados, que sean meras caricaturas de los que atacaron en Brunete.

—¿Y la petición de ayuda a los millonarios catalanes de América?

—Pse… Creo que han entregado cada uno veinte dólares.

—Así que, en tu opinión…

—¡Bueno! ¿Para qué mentir? Hay pocas esperanzas.

El día 8 de marzo se supo que la ofensiva empezaría a la mañana siguiente. La emoción de la tropa era grande. Los requetés catalanes del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, entre los que figuraba Alfonso Estrada, habían sido enviados, contra sus deseos, a la retaguardia. ¡Con lo que ansiaban entrar en Cataluña, pisar la tierra amada! En cambio, participarían en la operación Salvatore, encuadrado en una de las tres Divisiones italianas; Mateo, alférez en una Bandera de Falange, que consiguió bautizar con el nombre de
Gerona
; Miguel Rosselló, con su gigantesco camión; Núñez Maza, con sus flamantes equipos de propaganda; Marta y María Victoria, con los camiones de Auxilio Social y de Frentes y Hospitales; Jorge de Batlle, volando desde la base de Mallorca; Sebastián Estrada, superviviente del
Baleares
e incorporado al
Canarias
, vigilando desde el mar la costa mediterránea, etcétera.

El día 9 se dio la orden de ataque y el frente de Aragón saltó hecho pedazos. El optimismo de don Anselmo Ichaso pareció justificado. Excepto en Belchite y en alguna posición aislada, el enemigo se decidió por la retirada masiva. Dos compañías fueron apresadas íntegras gracias a una columna de humo, la primera que se ensayaba, que desconcertó a los milicianos. Aparecieron intactos depósitos de material de guerra, de Intendencia, ambulancias, con diversas notas que decían: «¡Falangistas! ¡Lo dejamos para vosotros! ¡Arriba España!» Uno de los primeros pueblos conquistados fue el pueblo tan querido de Ezequiel: Fuendetodos, donde nació Goya. El pantano de Bagarosa fue volado y sus aguas irrumpieron en la llanura con inenarrable violencia. Salvatore calculaba en cerca de doscientas las baterías artilleras que vomitaban fuego. Si bien, como siempre, el arma decisiva —así lo estimaba el comandante Plabb— iba a ser la aviación. «Si conseguimos el dominio del aire, el Alto Mando rojo conocerá el mayor descalabro de la guerra.»

Belchite, único baluarte que se oponía al avance homogéneo, quedó convertido en un montón de ruinas. Entre sus piedras, los voluntarios internacionales y Líster sufrieron una derrota horrible, que culminó en el suicidio de Marcucci, mando subalterno, ex presidente de la Juventud Comunista Italiana. Al ser ocupado el pueblo, se vio que los parapetos habían sido construidos apilando sacos terreros, sistema que los «nacionales» juzgaban erróneo, pues los proyectiles de artillería derrumbaban dichos sacos sobre los defensores de las trincheras. En las zanjas de Belchite, al lado de los cadáveres, se amontonaban folletos y manuales ilustrativos: «¿Cómo avanzar valiéndose de los codos?» «¿Cómo cortar las alambradas enemigas?» En una tienda de la plaza se lela un letrero que decía: «Liquidación total», y en los muros de la iglesia, negras letras repetían: NO PASARÁN.

Rebasado Belchite, las columnas «nacionales» se motorizaron y se prepararon para lanzarse, entre nubarrones de polvo, por la cubeta meridional del Ebro, encomendando a la Caballería la misión de limpiar las bolsas que fueran quedando atrás. Los soldados se sentían generosos y llenaban el macuto e incluso el casco de huevos, de latas de calamares y de sardinas, con ánimo de ayudar a la población civil.

Pronto quedó claro que las flechas apuntaban convergentes hacia el corazón de Cataluña, hacia Barcelona. De ahí que todos los catalanes
pasados
a la España «nacional» se sintieran dominados por una inquietud casi epiléptica. Querían abandonarlo todo, las amistades contraídas, los negocios o industrias que habían montado, e irse con los soldados. Mosén Alberto, ejemplo exacto, abandonó San Sebastián, la cárcel de Ondarreta. «¡A Cataluña! ¡Me voy para Cataluña!», gritó. Su propósito era proseguir, tal vez en Lérida, su misión. De hecho, España entera vivía sobre ascuas y en los mapas caseros los jalones que los cinco ríos constituían eran señalados con banderitas. Por azar fue capturado el mismísimo coche del general Vicente Rojo y don Anselmo Ichaso hizo observar que el léxico decisivamente grosero de los periódicos enemigos, así como el tono crispado de sus titulares y editoriales, revelaban que las altas esferas presentían la derrota.

La columnas motorizadas recibieron la orden de avanzar, y al instante se vio que el comandante Plabb podía respirar tranquilo: el dominio del aire estaba asegurado. Lo estaba hasta tal extremo, que la perplejidad de los jefes «rojos» de tierra era absoluta. El coronel Muñoz no acertaba a explicarse la pasividad de la «Gloriosa» en momentos en que era preciso jugárselo todo; por su parte, Julio García llamó a la aviación gubernamental «El Comité de No Intervención», mientras Antonio Casal, al lado del policía exclamaba: «¡Los pobres pilotos estarán recibiendo órdenes simultáneas de los tres gobiernos y no sabrán a cuál de ellos obedecer!»

Los «rojos» se decidieron por la destrucción. La mayor parte de las aldeas aparecían arrasadas, con inscripciones que recordaban el dominio que Ascaso, Ortiz y Durruti ejercieron sobre aquella región. Los puentes, ¡puentes de cuatro arcos, de seis! —¿dónde estaba Dimas, su amador?— eran volados, y eran volados los mataderos municipales y las centrales eléctricas. En la estación de Bujaraloz, un peón caminero indicó a Marta y a María Victoria los vagones de carga, aún en vía muerta, en los que Durruti fusiló a los homosexuales y a las mujeres enfermas. En Caspe, una anciana llamó a los requetés «señores soldados». Ya sólo faltaban cuatro ríos, ya sólo faltaban tres. Gerardi se reveló como un experto en la colocación de cargas explosivas. Diez minutos después de su marcha se oía un estruendo y se desmoronaba un edificio y morían algunos árboles y a veces un niño. Cerillita se había pegado a él. «Me gustaría aprender esto. ¡A ver, a ver!» El venezolano Redondo se empeñaba en destruir las fuentes, pero no conseguía sino que brotaran siete chorros donde antes brotaba uno solo.

La retirada «roja» adquiría por momentos caracteres tan angustiosos, que había quien auguraba un desenlace inminente de la guerra. Entre éstos se contaba Morrotopo, el asistente de Mateo. Morrotopo le decía a Mateo: «Mi alférez, escríbale a la japonesita dándole las señas de Gerona». Mateo era algo más comedido, pero estaba radiante. Las seis letras —GERONA— bordadas en la bandera lo enardecían. Desde luego, el avance le estaba saliendo de maravilla, resarciéndolo con creces del obligado quietismo del Alto del León y de la pavorosa aventura de Teruel. Incluso los pequeños detalles se le resolvían favorablemente. Cayó en manos de la Compañía un perro San Bernardo que desde el primer momento inspiró a los heridos una rara confianza. Por otra parte, entre sus hombres el buen humor era compatible con el riesgo. Muchos falangistas habían incrustado en su gorro lamas irónicos, Como «Pasaremos», «Te espero en Moscú», «Arriba el clero», y uno de ellos, que cuando salía sin pagar de los cafés comentaba luego: «me fui al puesto que tengo allí», compuso un himno a los piojos destinado a hacerse popular:

Tu crueldad nada respeta

y hostilizas con furor

desde el último trompeta

hasta el jefe del Sector.

Un detalle sorprendió a Mateo: los cadáveres con las gafas puestas le inspiraban un miedo inexplicable. En cambio, lo atraían los rollos fotográficos sin revelar. ¿Qué imágenes, qué sonrisas se esconderían en su negro seno, en su tobogán? Iba guardándolos, formando con ellos un archivo enigmático. Por su parte, Morrotopo tenía la mala costumbre de cachear a los muertos, muchas veces por mera curiosidad. A uno de ellos le robó sencillamente el gorro, porque llevaba grabado sus mismas iniciales; y he ahí que, en cuanto se cubrió con él la cabeza y echó a andar, experimentó una sensación opresora, despersonalizante, como «si el cerebro de otro hombre hirviera en él». Hasta que, asustado, lo tiró.

Antonio Casal quería comentar con Julio la situación, pero de pronto el policía se despidió de él. No le gustaba el sesgo que tomaban los acontecimientos y le dijo al jefe socialista gerundense: «Mi querido amigo Casal, observa las ramas de esos chopos. Pronto florecerá la primavera. ¡Te juro que París, en primavera, es un espectáculo incomparable!» Antonio Casal, en su fuero interno, acusó a Julio de desertor, pero el coronel Muñoz salió en su defensa: «Julio es un hombre lógico, nada más».

La serenidad del coronel Muñoz era proverbial. En medio de aquel diluvio de metralla se comportaba como si, a semejanza del requeté de Estella, contara con una secreta y especial protección. Y no había tal. Simplemente, no olvidaba que los atacantes eran hombres y sólo hombres, sujetos a las mismas limitaciones que Arco Iris o el Perrete. Imaginaba a «La Voz de Alerta» tapándose los oídos al estallar una bomba; al hijo del doctor Rosselló agachado detrás de una roca; a la hija del comandante Martínez de Soria desmayándose al ver a un herido; ¡a Mateo confesándose antes de cada combate! De ahí que, aferrándose a su íntimo anhelo de supervivencia, admitiese la posibilidad de que en un determinado momento el implacable mecanismo enemigo hiciera crisis.

Núñez Maza no lo creía así. El Estado Mayor «nacional» se le antojaba inspirado como nunca. Personalmente, se vengaba del Campesino gritando por los micrófonos: «Eh, no corráis tanto, que tenemos reuma y no podemos seguiros!» Núñez Maza soñaba con hacer prisionera a la Pasionaria. La Pasionaria era para él símbolo de la escoria, símbolo que el alférez Salazar le había negado repetidamente, alegando que una mujer que en España había conseguido hipnotizar a una masa tan considerable de hombres, a no dudar contaba con cualidades de excepción.

Los ríos iban siendo cruzados y las notas más características de los pueblos ocupados eran el hambre y la abundancia de caballos maquillados. Hambre ocre y escarlata, mucho más rabiosa que la de las poblaciones del Norte. La gente se hubiera arrodillado con tal de conseguir lo que los soldados llevaban en el macuto, y Marta y María Victoria repartían víveres a voleo desde lo alto de sus camiones. «¡Arriba España! ¡Gracias a Dios!» Gracias a Dios que nos envía el pan, que nos envía huevos y latas de calamares. En cuanto a los caballos maquillados, su abundancia intrigaba a Mateo. ¿Qué significaba tamaño carnaval? Morrotopo, entendido en la materia, se lo explicó: los anarquistas les robaban los caballos a las Brigadas Internacionales y luego, probablemente con la ayuda de los gitanos, los maquillaban para que fueran irreconocibles.

Arduo problema lo constituían los prisioneros, que iban sumando millares. Los milicianos y simples soldados eran tratados con respeto; no así los oficiales y menos todavía los voluntarios internacionales. El Cuerpo de Ejército del que Salazar formaba parte cercó y rindió íntegros a cuatro Batallones extranjeros, compuestos de estadounidenses, canadienses, polacos e ingleses. Salazar, inyectados los ojos, iba preguntando a aquellos hombres: «¿Por qué vinisteis desde Nueva Orleáns, desde Varsovia, desde Oxford, para arrasar esta patria que es la mía?» Los internacionales temblaban. Ya no cantaban sus himnos políticos y bélicos, como en el tren 70 procedente de París. Con fatalismo visible en sus hombros caídos, esperaban la decisión de los «fascistas», cediéndose unos a otros las últimas gotas de coñac de sus cantimploras.

Inmediatamente después de las fuerzas ocupantes, entraba en los pueblos Auditoría de Guerra, de la que José Luis Martínez de Soria formaba parte. Auditoría de Guerra trabajaba a destajo, pues en cada lugar era preciso administrar justicia, buscar los responsables. Para eso estaba allí José Luis Martínez de Soria, sentado a la mesa con oficiales más veteranos. Para eso estaba allí, con su pluma estilográfica y sus dos estrellas en el gorro. Por cierto, que le ocurría algo singular: a medida que se acercaban a Cataluña, a la Gerona que fusiló a su padre, el muchacho se sentía más y más distanciado de los hombres y mujeres a quienes debía interrogar. José Luis se dio cuenta de que los trataba como a números o como a pajarracos, y ello lo asustó. Sabía que María Victoria le hubiera advertido: «¡Cuidado!»; sin embargo, María Victoria se había ido tierra adelante con los camiones de Auxilio Social. En consecuencia, José Luis Martínez de Soria emitía su voto y firmaba… Nadie impedía que firmara sin piedad. Únicamente, de vez en cuando, recordaba, como entre sueños, sus lecturas, entre las que destacaban una frase de Nietzsche: «No utilizar los hombres como cosas», y otras dos aprendidas en sus investigaciones sobre la figura de Satanás: «El Angel de la Luz quedó convertido en Ángel de Tinieblas». «El demonio Samuel hiere y mata a los niños al nacer.» Pero, a la postre, una y otra vez conseguía domeñar sus vacilaciones o escrúpulos, pensando que todo cuanto pudiese él hacer era mera chispa invisible en el gran incendio de España provocado por los «rojos».

El fallo que el coronel Muñoz admitía como posible no llegaba… Las tropas «rojas» retrocedían. El avance «nacional» era tan rápido que nadie se tomaba la molestia de hacer recuento del botín en hombres y material. La maniobra se desarrollaba impecablemente y los oficiales hablaban de Franco en términos admirativos. «Cuando fue necesario guerrillear, supo hacerlo. Cuando el terreno fue montañoso, acopló los medios. Ahora se trata de una guerra elástica y domina la situación más que nunca.» Incluso los alemanes reconocieron, por boca de Schubert, tal elasticidad, si bien sospechaban que ni siquiera esta vez el Caudillo español aprovecharía la ocasión para acabar definitivamente con el enemigo.

* * *

En el preciso momento en que las tropas franqueaban la frontera catalana, la Compañía de Esquiadores recibió la orden de avanzar por el Pirineo, de ocupar la franja pirenaica hasta ponerse en línea con las tropas del Sur. Dura misión, y espectacular el momento en que empezaron a bajar de las cumbres todos los esquiadores diseminados en los alejados puestos de vigilancia. ¡Qué aislados habían vivido! Bajaron esquiadores del Formigal de Salient, de Faceras, de Sabocos, de Brazato, de las múltiples Bachimañas. Todos quedaron alineados delante del Cuartel de Panticosa, y las muchachas del taller de la Sección Femenina pu dieron comprobar hasta qué punto la nieve y el sol habían embellecido a aquellos hombres. Ignacio y Moncho, que por fin conocieron a todos sus compañeros, incluidos los catalanes, estaban emocionados. El teniente Colomer, al que César sirvió, le dijo a Ignacio: «¡Cómo has cambiado, chico! ¡Tienes un aspecto imponente!»

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