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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (96 page)

Naturalmente, se producían pintorescos choques, sobre todo al doblar de las esquinas… Personas que se abrazaban y que al reconocerse soltaban una barbaridad. Así chocaron Cosme Vila y Laura; Julio García y Blasco, y así chocaron Carmen Elgazu y Matías Alvear. Carmen Elgazu había salido de casa con el propósito de esperar a Matías delante de Telégrafos; pero, habiéndose retrasado unos minutos, reconoció la silueta de un hombre ya en la calle de Santa Clara. Entonces Carmen Elgazu se apostó en la esquina y esperó. Y al tenerlo a dos pasos se plantó en mitad de la acera y Matías chocó con su mujer. «¡Caramba!», exclamó Matías. Un «caramba» inconfundible. Carmen Elgazu soltó una carcajada, que Matías reconoció. «¡Carmen!» Su emoción fue grande. Matías atrajo hacia sí a su mujer y los dos se abrazaron y se rieron y permanecieron largo rato unidos en la oscuridad, con un leve estremecimiento de acto prohibido.

La noche prolongada alteraba muchas cosas. Había quien se servía de ella para robar y para escupir impunemente o hurgarse en la nariz o pecar, pero había quien, escondido desde el inicio de la guerra, la aprovechaba para salir a dar un paseo sin necesidad de usar gafas ahumadas ni bigote postizo. Y además, por encima de todo, gracias a la noche de la tierra, Gerona recibía periódicamente, con emoción inédita, el regalo de la luna. En toda la historia de la ciudad, historia antiquísima y ciclópea, nadie había podido contemplar amaneceres de luna tan poéticos y majestuosos como los que tenían lugar sobre Gerona en aquellos meses invernales. Luna redonda que brotaba allá lejos, que bautizaba con otro nombre las cosas más familiares, que iba subiendo poco a poco, como en el termómetro la fiebre de los ancianos y que, alcanzado el cenit, preguntaba mediante rayos amarillos por el paradero de sus amigos los gatos, por la risa de sus amigos los niños, por la paz.

Una mancha en el paisaje: la visibilidad en esas noches de luna favorecía a la aviación. Gerona fue castigada dos veces con vuelos nocturnos. Casi todas las bombas cayeron en el cementerio o en el río, matando al agua. En Gerona convalecían una serie de aviadores de diversas nacionalidades, varios de los cuales se habían juntado al cortejo que asediaba a Pilar. Tal vez, de no estar heridos, tales aviadores hubieran podido cerrar el paso a los monstruos de acero enemigos.

El día 28 de febrero, los centinelas de las Pedreras, que estaban al cuidado de las baterías antiaéreas de Gerona, vieron acercarse hacia la ciudad una extraordinaria formación de aparatos. Avanzaban con seguridad pasmosa. Las sirenas precipitaron a toda la población hacia los refugios, incluidos los arquitectos Ribas y Massana que los habían construido. Por lo común, primero se oían los disparos de los antiaéreos y a continuación el estruendo de las bombas; en esa ocasión sonaron los disparos, pero luego se hizo el silencio. ¿Qué había ocurrido?

El problema era soluble. Prosiguiendo el ensayo hecho en repetidas ocasiones sobre Madrid, las escuadrillas «nacionales» —las de aquella noche procedían de Mallorca y entre los pilotos figuraba Jorge de Batlle, trasladado, ¡por fin!, a la base balear— dejaron caer sobre Gerona pan blanco en vez de metralla. Bolsitas de papel con pan blanco, bolsitas que rebotaban en los salientes de los edificios y que al alcanzar el suelo hacían un ruido opaco. ¡Sí, Julio García aplaudió admirativamente! Cuando las sirenas indicaron el cese de la alarma y los gerundenses salieron de sus escondrijos, apoderóse de éstos el mayor estupor. ¡Pan blanco! Nadie se atrevía a acercarse a las bolsas, hasta que Fanny, que acababa de llegar de Francia, en compañía de Raymond Bolen, se abrió paso en la Rambla, y tomando una en sus manos, destripó el papel, sacó el pan y le hincó el diente.

¡Pan blanco! En un santiamén fueron recogidas del suelo todas las bolsas. Gerona entera miraba el cielo ¡con la esperanza de que los aviones regresaran! Se impuso la ley de la velocidad. Ningún anciano consiguió un solo pan. Los niños fueron los más hábiles. Varios panecillos se habían quedado inmóviles en los balcones: servicio a domicilio.

Julio les dijo a Fanny y a Bolen:


N'est-ce-pas rigolo?

Con todo, el hombre más sorprendido de la jornada, y acaso el más feliz, fue Jorge de Batlle. ¡Inolvidable lección! Meses y meses soñando con descargar sobre Gerona toneladas de explosivos y he aquí que en el momento de despegue, su capitán, mirándole a los ojos, le ordenó: «Pan». Jorge, al dar vista a los campanarios de la catedral y de San Félix, no sabía si sollozar o reírse a carcajadas. ¡Cumplió con su deber! Sembró las calles de la carga bendita que llevaba. Únicamente, en la última pasada, se las ingenió para soltar una de las bolsas sobre el cementerio, donde yacía toda su familia.

Entre los más afortunados en Gerona se contaba el pequeño Eloy. El pequeño Eloy recogió dos panes: uno lo subió en seguida al piso, a Carmen Elgazu; el otro lo llevó a Telégrafos. Matías, alineado entre los más perplejos de la ciudad, dividió la golosina en tres partes y la repartió con Jaime y Eloy. Luego, mientras comía, se confesaba a sí mismo que tenía aún mucho que aprender. De súbito, Eloy le preguntó:

—¿Todos los telegramas son azules?

Matías contestó:

—Sí, todos. ¿Por qué?

Matías miró un momento al niño vasco.

—No sé, hijo… No sé por qué los telegramas son azules.

Capítulo XLIV

«¡Qué maravilloso!», exclamó Ignacio. Llevaba lo menos una hora soltando adjetivos desde el interior de la cabina del camión. A su izquierda, el conductor; a su derecha Moncho, cambiando de expresión a cada recodo de la carretera. Habían salido de Jaca a mediodía, pero el conductor tuvo que pararse repetidas veces para recoger víveres destinados a la Compañía de Esquiadores. La carretera avanzaba paralela al río, al Gállego. Río parlanchín, río pulidor de guijarros perfectos. A cada kilómetro el desfiladero se hacía más angosto, hasta que, de improviso, rebasados Biescas y el fuerte de Santa Elena, entraron en el valle de Tena y el paisaje se abrió a sus ojos como una doble página de revista. El valle parecía al otro lado de la guerra, debía de regirse por otro calendario. La nieve lo cubría sin exceso, sin el drama de Teruel. Allí no asomaban, entre el blanco polar, carroñas de mulos, sino pueblecitos diseminados, caseríos con tejados de pizarra y árboles que se habían sacudido así mismos la nieve que los cubría. «¡Qué maravilla!» Ignacio lo miraba todo con los ojos que perdió Siendo niño, lamentando que el roncar del vehículo le impidiese oír la canción del río entre los guijarros perfectos. ¡Montañas! En las cumbres, el espesor de la nieve debía de ser sobrecogedor.

—¿Cuántos pueblos hay en el valle?

—Dieciséis. —El conductor agregó—: Dieciséis pueblos y el Balneario.

—¡Ah, sí! El Balneario de Panticosa…

Panticosa era la capital del valle. Pronto dieron vista al pueblo, dormido aquella tarde en la pendiente que bajaba hacia el río. El Balneario se hallaba unos doce kilómetros más arriba y disponía de piscina, que debía de estar helada. El hotel de Panticosa, el edificio más confortable de la comarca, se había convertido en cuartel, en el que estaba instalada la Plana Mayor. Enfrente del hotel, el almacén de Intendencia, a cargo de un furriel avispado, propietario del más importante negocio de cereales de Jaca.

El conductor había puesto una cara un tanto idiota cuando Ignacio le confesó que no sabía esquiar. «Vivir para ver», comentó. Ignacio, sin saber por qué, replicó con una tontería: «Mejor esto que nada». Eso dijo, e inesperadamente el conductor rompió a reír con estrépito. «¡Bravo, catalán! ¡Bravo!», exclamó, tocando por tres veces la bocina en señal de aprobación. «¡Bravo, sí, señor!» Moncho e Ignacio se miraron perplejos y el conductor, cien metros más adelante, soltó otra carcajada y repitió: «¡Bravo por el catalán!» Y tocando de nuevo la bocina agregó: «Eres un tipo majo».

Un tipo majo… Ignacio no creía serlo. ¡Si pudiera emular a Moncho! Lo sentía a su lado, gozando de cada momento, feliz entre montañas, relacionando con imaginación y lógica los detalles del paisaje. Ignacio estaba eufórico, pero no era feliz. La carta de su tío Jaime desde el Batallón de Trabajadores lo había afectado mucho, así como el no poder hacerle una visita a la abuela Mati. La familia tiraba siempre de él. ¡Le dolía mucho no haber conocido a su tía monja, sor Teresa, de Pamplona! Y también le dolía, aunque de otra manera, no haberse confesado antes de salir de Valladolid. Barcelona, la patrona de la pensión… Era ridículo irse al frente sin haberse reconciliado con Dios. Siempre le ocurría lo mismo. En los momentos de peligro su alma se tendía, horizontal. ¿Y su prima de Burgos? Recibió carta suya. «¿Qué? —le preguntaba Paz—. ¿Ya te has ido al frente, a disparar?» Ahora… Ahora se iba, en compañía de Moncho y de un pintoresco chófer que había simpatizado con él.

El camión penetró en Panticosa. La carretera era la calle principal del pueblo y plantado en medio, delante del almacén de Intendencia, vieron al furriel, el negociante de Jaca, que parecía estar esperándolos. El camión frenó justo a su lado. «¡Viva la Madre Superiora!», saludó el chófer. El furriel silbó. A Moncho le bastó con un segundo para advertir que el uniforme de los esquiadores era hermoso. «Tendremos que sacarnos una fotografía», pensó. Espléndida cazadora color de pergamino, pantalones bombachos, medias de lana, que el conductor llamó «calcillas» y botas claveteadas, parecidas a las de los voluntarios internacionales. La gorra, con orejeras levantadas a lo Durruti, era vulgar, y el emblema, bordado en el pecho, representaba un par de esquís y un par de bastones entrecruzados.

Los dos muchachos se apearon y el cabo furriel, apellidado Pardo, los saludó inclinando casi imperceptiblemente la cabeza.

—El comandante está allí —les dijo, señalando con el mentón una de las ventanas de la fachada del cuartel.

El comandante… Ignacio y Moncho se volvieron para mirar la ventana. En la puerta había un centinela, poco marcial a decir verdad. Moncho e Ignacio sintieron al unísono que apenas hubieran traspasado aquel umbral dejarían de ser quienes eran y se convertirían en soldados de un Ejército que, según les dijo Marta poco antes de despedirse, «luchaba por salvar la civilización occidental».

* * *

El Batallón de Montaña número 13 se componía básicamente de la llamada Compañía de Esquiadores y de unos pelotones de carabineros que montaban la guardia en el fuerte de Santa Elena y en otras posiciones del valle. Su comandante jefe era de Zaragoza y se llamaba Cuevas. El chófer lo describió así: «Más bien alto, cara rojiza, estuvo en África y sufre periódicos ataques de mal humor».

Ignacio y Moncho comprobaron que dicha descripción era exacta. El comandante los recibió en seguida, de pie, escoltado por el capitán Palacios y por el teniente Astier. La habitación, repleta de mapas, de fotografías de montañas —¡montañas más bajas que las que Moncho tenía retratadas en Barcelona!— con esquís y
piolets
en los rincones, tenía una atmósfera entre deportiva y despiadada. Algo duro emanaba de ella y de los rostros bronceados del jefe y de los dos oficiales. Era obvio que un hombre débil sería barrido de aquel edificio. Era obvio que un cerebro titubeante —y ello quedó demostrado en Teruel— no podría soportar la guerra en la nieve.

El comandante Cuevas los informó de que las plazas de sanitarios estaban cubiertas y de que la extensión del frente confiado a la Compañía de Esquiadores era inmensa. El hecho de que uno de los dos —«¿cuál de ellos?»— no supiera esquiar, planteaba un pequeño problema, a la vez que denotaba el extraordinario sentido del humor de que estaba dotado el general Solchaga.

Mirando a sus oficiales, el comandante decidió:

—De momento, no separarlos y que mañana se presenten al teniente Colomer.

El chófer del camión les había dicho que el comandante Cuevas detestaba a los catalanes, primero porque achacaba a Cataluña «graves responsabilidades históricas» y luego porque un hermano suyo, teniente coronel, murió precisamente en Barcelona, el 18 de julio de 1936. Sin embargo, Ignacio y Moncho no registraron la menor alusión. En cambio, en un momento determinado, el comandante Cuevas miró las manos de Ignacio, que parecían de leche, y comentó, con indescifrable sonrisa:

—Apuesto a que eras de Acción Católica…

Todo en orden, en cuestión de unos minutos. «Al almacén, que os den lo necesario.» Los muchachos se cuadraron con marcialidad exagerada y salieron. El furriel había preparado ya los equipos. Dos pilas de prendas, junto a sendas mochilas. Ignacio, a la vista del montón de ropa que le correspondía, se sintió desbordado. «¿Esto qué es? ¿Y esto?» Moncho le explicaba. Le gustó la mochila, milagrosamente adaptada a sus omóplatos, y le gustó el pasamontañas, con el que se cubrió la cabeza. «¡Uh, uh…!», hizo, recordando por un momento a sus compañeros del Banco Arús cuando se mofaban de las ceremonias de la Masonería. Los esquís se apoyaban en la pared. Eran de madera de castaño, sin barnizar. Moncho los juzgó horribles, aptos para romperse la crisma. Ignacio, en cambio, los acarició suavemente, sobre todo las punteras, curvas como lengüetazos.

—Tomad —les dijo el furriel—. La chapa.

—¿Cómo? —preguntó Ignacio.

—La chapa, por si te mueres.

La chapa ovalada, con el número para la identificación. Ignacio, repentinamente serio, se la ató a la muñeca derecha. Le había correspondido el número 7.023.

—¿Y el fusil?

—Mañana, cuando os marchéis de excursión.

A los diez minutos salieron a la carretera, estrenando el uniforme. Ignacio respiró hondo y miró a su alrededor. Moncho lo observaba. «La montaña es algo, ¿no te parece?» Ignacio tardó unos segundos en contestar:

—Pues, sí… Soy un tipo raro. De pronto me he sentido feliz.

Dejaron en el cuartel el macuto y la ropa sobrante. El encargado de la centralita telefónica leía
La Ametralladora
. El teniente Astier los vio y les dijo: «La camioneta para el Balneario sale mañana a las ocho». Moncho exhibía el flamante gorro, que le sentaba muy bien. Ignacio se hacía el remolón, como siempre, pues sabía que cubrirse la cabeza lo despersonalizaba; pero Moncho le dijo:

—No seas animalote y ponte el gorro.

Salieron de nuevo y vieron, a unos doscientos metros, en el primer recodo de la carretera, el cementerio. Era minúsculo, y a través de la verja de entrada se dominaba el rectángulo completo. Muchos apellidos repetidos: Pueyo, Aznar. Una tumba con una cruz y sobre ésta el gorro de un esquiador.

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