Read Un millón de muertos Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (24 page)

Durruti, que seguía en su observatorio, estaba furioso. Transmisiones no funcionaba como Landrú le prometió. Los enlaces a pie le llegaban con injustificable retraso. La reposición de municiones era motivo de sorpresas desagradables, pues muchas cajas no contenían el material que sus letras indicaban. De hecho, el único servicio que cumplía a satisfacción era el de Sanidad, dirigido por el doctor Rosselló, quien repartió con tino los puestos avanzados e instaló su Hospital de Sangre en una «Hostería para Chóferes» al borde de la carretera, en cuyo comedor, que habilitó como quirófano, figuraban varios bodegones de caza.

El doctor Rosselló había advertido a los sanitarios: «Las heridas más urgentes son las de vientre, luego las de pecho y cabeza, luego las de extremidades». Los, sanitarios y los camilleros se aprendieron la lección y a los efectos al entregar el herido decían: «Un vientre», «un pecho», «una cabeza», cuando no las tres cosas a la vez.

La reacción de los hombres al sentirse heridos era dispar, sobre todo comparando los dos bandos en liza. En el bando «rojo» abundaban los que barbotaban una blasfemia, en el bando «nacional» los que exclamaban: «¡Dios mío!» Un muchacho de Tremp, a las órdenes del capitán Culebra, apretó los puños y dijo: «Se acabó el carbón». Un dentista de Zaragoza, que combatía con el escapulario colgado, se rasgó la camisa y musitó: «
Adiós, Pamplona
». Si la herida era mortal, la diferencia se acentuaba en forma dramática, pues mientras los agonizantes en el campo «rojo» solían tener al lado un rostro de mujer —la compañera que les pertenecía o cualquiera de las milicianas flotantes, sin amo exclusivo—, los moribundos en el bando «nacional» solían tener al lado el rostro del capellán castrense. Era obvio que, cada cual a su manera, se sentía acompañado.

¿Y los prisioneros? Acaso no existiese fin más cruel. ¡De pronto, rodeábanle a uno hombres que no eran sólo hombres, sino fusiles deseosos de matar!

La confusión de las líneas hizo que los prisioneros abundaran por una y otra parte. En el ala Sur, tres «Chacales del Progreso» cayeron en manos de una escuadra de Falange. El cabo falangista era de Zuera y se llamaba Ayuso. Hombre de carnes caídas, fláccido. Los tres «chacales» eran de Barcelona, muy aficionados al billar, muy jóvenes. El cabo Ayuso, que llevaba en la camisa unas flechas monumentales, les preguntó si tenían algo que alegar. Los «chacales», manos arriba y de espaldas, no contestaron. Al oír que el cabo Ayuso preparaba su fusil ametrallador, uno de ellos se tiró al suelo mientras otro rompía a gritar: «¡Cobardes, cobardes! ¡Asesinos! ¡Ase…!» No dijo más. El cabo Ayuso disparó calmosamente y los tres muchachos de Barcelona se convirtieron en historia inmóvil.

Simultáneamente, en una cota que cambió de mano seis veces a lo largo de la jornada, el comisario político del batallón «Lenin» hizo prisioneros a dos requetés. Era un comunista de Tarrasa, hilador de oficio, al que llamaban el comisario Siberia porque siempre hablaba de esta región rusoasiática. El comisario Siberia desarmó a los dos requetés y los miró de arriba abajo, sorprendiéndole el tamaño de la boina y que anduvieran sin uniformes, en mangas de camisa y alpargatas, como si acabasen de llegar del pueblo. De pronto vio que sobre la camisa del más joven de los dos, a la altura del corazón, alguien había bordado una imagen del Sagrado Corazón con unas letras que decían: «Detente, bala». El comisario Siberia quiso probar. Sacó su pistola y con toda parsimonia apuntó a la imagen y disparó; y la bala no se detuvo. La bala atravesó la imagen y luego el corazón del requeté. Entonces el hombre hizo un mohín que significaba: ¡qué tarot!, sopló el cañón de la pistola y viendo que el otro requeté se movía inquieto, se aprestó a disparar de nuevo. Pero entonces el muchacho, que tenía el color del pergamino, se mordió los labios dañándose e inmediatamente dijo:

—Te prevengo que hemos infestado las aguas del Ebro.

Lo dijo así, sin saber por qué, ante el asombro del comisario Siberia y del propio río, que circulaba allá abajo y cuyo rumor se oía. Lo dijo para desahogarse o por el gusto de imaginar un cataclismo. El comisario Siberia soltó una palabrota horrible, acribilló al requeté, que cayó junto a su compañero, y se dirigió con decisión hacia el telégrafo más próximo para comunicarle la noticia a Durruti.

El ayudante de éste, al saber de qué se trataba, contrajo las facciones con incredulidad. Sin embargo, miró el Ebro, que bajaba fangoso y al que faltaban trescientos kilómetros lo menos para llegar al mar. Durruti preguntó: «¿Qué pasa?», y al enterarse ordenó: «¡Traedme un vaso de esa agua y lo beberé!» Pero ya no había tiempo a detener el miedo. La infección del agua corrió de boca en boca y de pueblo en pueblo a una velocidad de vértigo. Corrió a través de los hilos telegráficos y a caballo de las motocicletas. «¡No beber! ¡Taponad las acequias! ¡No acercarse a las orillas!»

El forcejeo era lento y doloroso y las acrobacias individuales no podían convertir aquello en combate organizado. El día avanzaba y los milicianos temían ver aparecer los primeros toques de rosa en el cielo. «¡Sus y a por ellos!» Zaragoza no se acercaba… Iba adquiriendo a lo lejos un aire hostil. «¡Adelante!» ¿Cómo?

José Alvear era la alegría de la zona en que peleaba. Tenía suerte e imaginación y al paso de los aviones saludaba con el sombrero hongo, que no abandonaba un segundo. A lo largo de toda la mañana su misión consistió en aconsejar a los neófitos. «¡Quita el seguro, so bruto!» «¡Ponte el plato de aluminio en la cabeza!» Por la tarde coronó él solito una colina y desde allí, con un fusil ametrallador, protegió el avance de doce de sus hombres que buscaban en vano una zanja donde guarecerse. José Alvear, flamante capitán, dispuso de tiempo incluso para observar. «Es curioso —se dijo—. Muchos cuerpos al caer fulminados adoptan en el suelo formas de letras. Aquél parece una X. Aquél, con las piernas abiertas, una V. Aquél, con los brazos extendidos y las manos dobladas, una T.»

Otro ser con imaginación: el capitán Culebra. José Alvear lo estimuló. «¿Quién es el gachó?», preguntó, señalando el sombrero hongo del sobrino de Matías Alvear. «De la FAI de Madrid.» El capitán Culebra, aunque bajo y regordete, como Gorki, no quiso desmerecer de su compañero. Rescató heridos en tierra de nadie, dio órdenes y repartió sorbos de coñac, clavó la bandera en la espalda de un guardia civil muerto. Instalado detrás de una valla-anuncio de Jerez, desconcertó al enemigo por medio de cohetes que había requisado en Alcañiz, en un taller de pirotécnica. «¡Ahí va!» El azul —pronto, el rosa— se poblaba de chorros de fuego que se dirigían raudos campo adelante. Milagros miraba hacia arriba: «¿Para qué sirve eso?» «¡Las mujeres a callarse!»

El día dio fatalmente la vuelta sin que la batalla llevase trazas de decidirse. A los «nacionales» les bastaba con esperar a que las sombras se adueñaran de Aragón. Las letras —los cuerpos muertos— eran ya tantas sobre el terreno, que leídas de corrido componían una triste canción, canción que atraía irresistiblemente a las hambrientas hormigas que Dimas contemplara con amor.

Entre los muertos figuraba Porvenir, a pesar de que el muchacho llevaba como mascota una imagen del Niño Jesús con gorro de miliciano y dos pistolones en la cintura. Sí, el muchacho hijo del puerto de Barcelona, no podría mandarle al Responsable, como le había prometido, la cabeza del general Cabanellas. Y tampoco podría hacer feliz a Merche, como se lo había prometido el día de su boda. Murió víctima de una bala aislada,
amateur
, disparada porque sí. Le dio en el vientre e inmediatamente el Cojo, que combatía a su lado, con la boca siempre abierta, como esperando a que un pájaro le picoteara las encías, le preguntó: «¿Qué te ocurre?»

Porvenir murió al ponerse el sol, en el hospital habilitado, en manos del doctor Rosselló. «¡Doctor, no quiero morir!» Pero la hemorragia interna iba desfigurándolo. «¡No quiero morir, Merche, Merche!» Merche le secaba el sudor, mientras el Cojo, sollozando, sostenía en sus manos la mascota del Niño Jesús, sin saber si rezarle o pisotearla.

Hasta que el capitán Porvenir dejó de respirar en la plenitud de sus veintiséis años anarquistas. A Merche se le escapó un grito delirante, grito que agrandó los azules y redondos ojos del Niño Jesús, mientras el doctor Rosselló, todo el día en el quirófano, en la Gran Aduana, con los guantes puestos, decía simplemente: «¡Otro!»

Al término de la jornada, Durruti y el comandante Pérez Farrás desistieron de tomar Zaragoza —en el Norte, Ascaso había desistido de tomar Huesca; en el Sur, Ortiz había desistido de tomar Teruel— y se dedicaron a cumplir la promesa hecha a la columna, a repartir premios y castigos. Durruti castigó a Landrú, de transmisiones; a los enlaces que se retrasaron y a Dimas, que fue sorprendido detrás de una roca contemplando un yo-yo que Arco Iris le había regalado. Pérez Farrás premió a Porvenir poniendo a su disposición una ambulancia que lo trasladaría, dentro de un ataúd que el Cojo consiguió, a Gerona, acompañado por Marche.

José Alvear y el capitán Culebra recibieron cada uno un vale que decía: «Vale por una dormida con una mujer fascista». Al espitan Alvear le correspondió la cárcel de El Burgo, entre cuyas mujeres detenidas podría elegir, y al capitán Culebra la cárcel de Alfajarín. Podrían montar en cualquier vehículo que evacuase heridos. Ahora bien, al día siguiente, al amanecer, deberían estar de vuelta.

La noche cayó sobre Aragón. En el momento en que la ambulancia que llevaba a Porvenir arrancó hacia la retaguardia, José Near y el capitán Culebra montaron en la parte trasera de un camión de Intendencia, que los conduciría, junto con otros héroes, a cobrar su recompensa.

Los dos capitanes estaban exhaustos, ¡dura jornada!, y se habían tumbado cara a las estrellas del firmamento. José se tapó la cara con el sombrero hongo, el capitán Culebra se tapó los ojos con un pañuelo. A José le molestaba, como si fuera una ventosa, el cinturón de acero inoxidable que llevaba. Al capitán Culebra le molestaba tener que regresar al amanecer.

A medida que se alejaban del frente, éste les parecía irreal. Sonaban lejos, a intervalos, disparos de mortero. «Dame un pitillo.» «¿Ahora? Ahí va.»

José Alvear trataba de imaginarse las mujeres de la cárcel de El Burgo; el capitán Culebra las de la cárcel de Alfajarín. Estaban agotados. De vez en cuando, musitaban: «Zaragoza». Una hora después de la salida de los dos capitanes, estrujando en la mano el correspondiente vale, se quedaron profundamente dormidos.

Capítulo X

La España «nacional» tenía comunicación con Francia a través de un pueblo del Pirineo navarro llamado Dancharinea. En Dancharinea había carabineros «fascistas» y ondeaba la bandera bicolor. Cruzar aquella frontera proviniendo de la España «roja» era penetrar en otro mundo. Todos los símbolos que entre los «rojos» eran de vida, en Dancharinea lo eran de muerte, y viceversa. Extraña escisión en el interior de un mismo país.

Los fugitivos de la España «roja» eran legión, por tierra o por mar. Algunos, al encontrarse en el extranjero, se desentendían de la guerra civil y buscaban trabajo o la ayuda económica de firmas comerciales de Francia o Inglaterra con quienes hubieran tenido relación. Otros se instalaban en Italia o en la Costa Azul, donde se pasaban el día en el hotel, pendientes de las noticias de la radio o jugando a las cartas. Pero la inmensa mayoría, apenas repuestos de las emociones de la fuga, se dirigían a Dancharinea, a la España «nacional», con obligada estación en el Santuario de Lourdes, en cuya gruta le pedían amparo a aquella cuyas imágenes habían tenido que destrozar o quemar.

Todo ello confirmaba las predicciones de Ezequiel, quien siempre le decía a Marta que las guerras se parecían a una de esas cañas con las que los niños soplan pompas de jabón. Los hombres eran pompas de jabón. No se sabía lo que ocurriría con ellos, adónde irían a parar, si se esconderían en una jaula o traspondrían cordilleras. No se sabía si cobrarían importancia o reventarían sin pena ni gloria.

Los oficiales y carabineros «nacionales» que montaban la guardia en la frontera de Dancharinea, estaban ya acostumbrados a escenas de histérico patriotismo mezclado con lágrimas con los obsequiaban los fugitivos de la zona «roja». En cuanto éstos, todavía en terreno francés, veían la bandera bicolor, levantaban los brazos y gritaban: «¡Viva España! ¡Arriba España! ¡Viva la bandera nacional!» Aquel pedazo de tela significaba su resurrección. Corrían a su encuentro y la besaban y la estrujaban. «¡Viva España! ¡Viva España!» Había quien, al cruzar la línea, se arrodillaba y besaba el suelo. Luego abrazaban y besaban a los oficiales y a los carabineros, y les parecía raro que la madera y los árboles y la tierra no participasen de su exaltación jubilosa. ¡Ah, qué lejos —y qué cerca— quedaban Cosme Vila y el Responsable, Durruti y Stalin! El uniforme militar les parecía uniforme de dioses y el café con que eran obsequiados, bebida de dioses también.

¿Correspondían a una realidad tales maravillas? El doctor Relken hubiera dicho: «Cada cual es cada cual», «mi cerebro me lo pago yo». ¡Había tantas vidas, tantos campos, tantos himnos tantos colores desde este pueblo fronterizo con Francia hasta Sevilla y África! Era preciso cruzar toda Navarra y luego Castilla y luego Extremadura y penetrar en Andalucía y atravesar el es de Gibraltar para llegar a Marruecos. Subir a la meseta luego bajar. Más de un tercio de España. Más de diez millones de seres humanos. Ello significaba pilas bautismales y cementerios. Inteligencias y corazones. Risas y sufrimientos sin cuento. Ello significaba unidad y diversidad. Ni todos los carabineros tenían estampa principesca ni todo el mundo bebía allí café de dioses. José Luis Martínez de Soria, el hermano de Marta, voluntario en la centuria falangista «Onésimo Redondo», de guarnición en el Alto del León, miraba a su alrededor y pensaba: «Castilla es hermosa». En cambio, Paz Alvear, prima hermana de Pilar, domiciliada en Burgos, calle de la Piedra, 12, con la cabeza rapada, aceite de ricino en el estómago y cuyo padre, hermano de Matías había sido fusilado el 20 de julio por la «Patrulla Azul», no tenía fuerzas para pronunciar una sílaba y se pasaba las horas acurrucada en la cocina de su casa, haciendo compañía a su madre.

Este era el problema que allá, en el fondo del piso de las hermanas Campistol, preocupaba a mosén Francisco. Mosén Francisco había creído siempre que, al cabo de tantos milenios de vida humana y, sobre todo, en virtud de las recientes palabras Jesucristo, el hombre había ya establecido su escala de valores sobre la tierra, conocía lo que le estaba permitido y lo que no, cuál era la hierba que era preciso cortar. Pues bien, he aquí que, en España, al sonido de unas trompetas, de las pavorosas cuevas de la pasión y de la ignorancia empezaron a surgir manos con fusiles que apuntaban aquí y allá. Al cabo de milenios, se produjo este hecho: Cosme Vila y el Cojo y millares de hombres estimaron que él, vicario de San Félix, era hierba que urgía cortar, así como el obispo y el delegado de Hacienda y el subdirector del Banco Arús. Paralelamente, un dentista llamado «La Voz de Alerta», así como un muchacho llamado Ignacio ¡y unas modistas llamadas Campistol! estimaban que la hierba que urgía cortar era la del huerto de enfrente: Cosme Vila, David y Olga, los diputados do izquierda, los obreros del Sindicato tal o de las Casas del Puebla, ¿Qué significaba el macabro juego? Unos se llamaban a sí mismo sacerdotes del bien común y escoltados por hoces y martillos disparaban contra X; otros se creían contables del Espíritu Santo, y escoltados por cruces y cirios disparaban contra Z.

Other books

Bear and His Daughter by Robert Stone
The Witch's Betrayal by Cassandra Rose Clarke
Muck by Craig Sherborne
Europe in Autumn by Dave Hutchinson
Juniper Berry by M. P. Kozlowsky
The Delaney Woman by Jeanette Baker
Christmas in Bluebell Cove by Abigail Gordon
Juvie by Steve Watkins
Grave of Hummingbirds by Jennifer Skutelsky