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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (21 page)

En el Seminario se supo que pronto se formaría una brigada de trabajo, que saldría a diario por la ciudad a efectuar derribos y adecentar las calles. «¡A lo mejor trabajaré delante mi casa!» «Mis hijos irán a verme!» Otros pensaban: «¿Qué puedo derribar yo?» No se sentían capaces de levantar el pico ni de accionar la pala.

También se habló de los batallones de trabajadores. Al parecer, se habían formado cinco en territorio «rojo»; tres en Cataluña, uno en Tarancón y otro en Torrejón. «Si me pica la mosca, firmo la solicitud y andando.» «No digas tonterías.» «Habrá más facilidades para escapar.» «¿Escapar? Tú ibas mucho al cine…»

Varias personas, en la ciudad, entendieron que era necesario hacer algo en favor de los reclusos, intentar ayudarlos, pues los había absolutamente desamparados. Entre dichas personas se hallaba Laura. Laura, que seguía organizando caravanas de fugitivos, en contacto con muchachas de Olot y Figueras, muchachas de filiación monárquica, decidió organizar también este servicio. «¿No existe el Socorro Rojo? ¡Pues nosotras fundaremos el Socorro Blanco!»

Los diputados Costa, que seguían con el miedo a cuestas, procuraron que su hermana desistiera, pero Laura era terca.

—Si mi marido estuviera aquí, aplaudiría mi decisión.

—Como quieras —contestaron los Costa—. Pero antes de una semana irás a parar a la checa de Cosme Vila y entonces ya nos dirás qué hacemos para sacarte de allí.

¡Checa! Decididamente, el nombre se estaba haciendo popular. Y sin embargo, lo mismo Cosme Vila que el Responsable eludían sistemáticamente tratar del tema. Julio interrogó a Cosme Vila, a boca de jarro, y el jefe comunista contestó:

—¿De qué me estás hablando? ¿En la calle de Pedret? Que yo lo único que tenemos allí es un horno de cal. ¿Es que no has visto el letrero?

* * *

¿Y en la zona «nacional»? Los soldados que se pasaban en los frentes de Extremadura y de Aragón continuaban relatando hechos espeluznantes, cuya comprobación desde la zona «roja» era imposible. Julio les daba crédito, sin dudarlo un segundo. «Conozco la raza.» Una vez, al regresar de Telégrafos, adonde fue para charlar un poco con Matías Alvear, le dijo a doña Amparo:

—No daría un real por la vida del hermano de Matías, en Burgos.

—¿Por qué lo dices?

—¡Fíjate! Uno de los jefes de la UGT…

Capítulo IX

Las tres flechas en que se subdividió la columna Durruti por tierras de Aragón tuvieron suerte varia. La primera bifurcó hacia el Norte, objetivo Huesca, al mando del anarquista Ascaso. La segunda bifurcó hacia el Sur, objetivo Teruel, al mando del anarquista Ortiz. La tercera, al mando de Durruti y el comandante Pérez Farrás, avanzó por la carretera general, objetivo Zaragoza.

Ascaso y sus hombres avanzaron hacia el Norte, hacia Huesca, montados en los vehículos más dispares, que iban desde el pequeño coche descapotado hasta los carros blindados y los camiones de gran tonelaje, muchos de ellos protegidos de las balas por medio de colchones, con ramaje verde ocultando el radiador. La formación básica de la columna era anarquista y pasaba de los mil hombres. Los comunistas estaban en franca minoría: dos centurias llamadas «Lenin» y «Carlos Marx». Jefes y oficiales lo eran «de dedo» e incluso «de vale». En efecto, antes de separarse de Durruti, Ascaso le presentó a éste, por escrito, una lista de hombres con capacidad de mando. «Vale por un comandante, tres capitanes y cinco tenientes.» Durruti se pasó la mano por la peluda cara. «De acuerdo.» Gorki, que era ya comisario político, fue nombrado de este modo capitán, al igual que dos de los atletas extranjeros llegados a Barcelona con motivo de la frustrada Olimpiada Popular. En el gorro de Gorki, las estrellas lanzaban destellos que provocaban grandes risotadas en Teo y la Valenciana. Sí, era difícil imaginar una silueta menos marcial que la de Gorki: cuello chato, barrigudo, paticorto. Y sin embargo, había en el ex perfumista aragonés algo concentrado, potente, que le confería autoridad.

La marcha de esta columna Ascaso era lenta. No sólo porque los milicianos se paraban a capricho aquí y allá, sobre todo en los pueblos, sino porque a medida que avanzaban se les rendían o huían pequeños focos enemigos que quedaban en la zona, focos compuestos casi siempre por guardias civiles. Al propio tiempo, la columna recibía incesantemente refuerzos. Campesinos aragoneses, de toda las edades, afiliados a cualquier partido o sindicato, montaban en los camiones en marcha llevando una escopeta de caza, una hoz o simplemente una manta. Las mujeres y los chiquillos los despedían puño en alto. Y ellos les correspondían agitando su boina al sol, hasta que los vehículos se alejaban envueltos en polvo.

La comitiva hizo un alto en el pueblo de Pina, donde Ascaso no consiguió un solo combatiente voluntario. Los vecinos de este pueblo habían implantado por su cuenta el comunismo libertario, considerando que si «todo el mundo se metía en corral ajeno, sería el cuento de nunca acabar». Comprendían, y así se lo declararon a Ascaso, que los «fascistas» se merecían un escarmiento; pero no en Pina. «Aquí no han hecho nada malo y los hemos dejado escapar.» Lo que Pina deseaba era vivir en paz. Y en consecuencia, en vez de gastar los recursos en pólvora, lo que los vecinos hacían era intercambiarse los productos; convertir las tiendas en Economato y habilitar el edificio del Ayuntamiento como punto de reunión y diversión. ¡Oh, sí, el aspecto del pueblo era casi idílico, con los hombres y mujeres trajinando, con los chicos bañándose en las acequias y los animales paciendo! Los frutos colgaban de los árboles y en poco más de un mes los habitantes adquirieron una máquina de hacer cine, líquidos para la fumigación, fosfatos y aperos de labranza. Ascaso, ante el espectáculo, tuvo un momento de indecisión… De pronto ordenó «¡Adelante!», pensando enviar más tarde un destacamento que despertara a aquellos insensatos. Y fue al oír ese «¡adelante!» cuando un mozalbete que estaba sentado en un banco de la plaza echó inopinadamente correr y montó en un camión, en el camión de Teo. Era un muchacho pelirrojo, al que en el pueblo llamaban
el Perrete
porque sabía imitar a todos los perros. Teo le ayudó a subir diciéndole: «Ven aquí, valiente».

La columna recibió en Barbastro la importante adhesión del coronel Villalba, quien se convirtió en el asesor militar. El coronel Villalba informó a Ascaso de que el enemigo se había parapetado en el pueblo de Siétamo, a pocos kilómetros de Huesca, con la intención de hacerse fuerte en él, y que era conveniente estudiar el plan de ataque. Ascaso así lo entendió, pero en la práctica ello iba a ser difícil. La columna iba parcelándose cada vez más… «¡Eh, muchachos, por aquí…!» «¡Leche!, ¿por qué tanta prisa?» Muchos vehículos se averiaron y quedaban rezagados. De golpe y porrazo, los milicianos se detenían a hacer puntería, en lo posible utilizando presos de las cárceles o tricornios de la guardia civil. Sin embargo, Ascaso reconocía que, como espectáculo, la parcelación de sus hombres era hermosa, pues poblaba los atajos y los eriales de sombras y de banderas desplegadas.

Ascaso era un hombre singular. No hablaba apenas. Llevaba unos prismáticos enormes y negros, que habían pertenecido al Abad de Montserrat. Con ellos miraba sin cesar el horizonte, y luego se apartaba de todos y liaba un pitillo. Era un hombre duro, aunque para serlo necesitaba esforzarse. A veces tomaba una piedra y la sopesaba con la mano. Si veía un lagarto, le pisaba rápido la cola, lo mantenía inmóvil y al cabo de un rato lo dejaba escapar.

El coronel Villalba le produjo desde el primer momento una mezcla de respeto y de recelo. ¡Militar profesional! ¿Qué escondería en la sesera? Alguien le dijo que el coronel había sido amigo personal de Franco. A punto estuvo de mandarlo a la retaguardia, envuelto en celofán; pero su «Estado Mayor» le aconsejaba lo contrario. Especialmente, los dos atletas extranjeros estimaban que lo que hacía falta era precisamente coordinar los elementos. Tales atletas temían que, en cuanto se tomase contacto con el enemigo, en Siétamo o donde fuera, se produjera la desbandada. Tenían experiencia. Habían luchado en Abisinia contra los italianos. Uno de ellos se llamaba Sidlo, era polaco y lanzador de jabalina. Debido a su poca estatura, se erguía siempre sobre los pies. Su ilusión era matar a un fascista con un tiro de jabalina. El otro era búlgaro y andaba como loco buscando
yoghourt
, que era su alimento básico. Los anarquistas lo llamaban
Polvorín
por la cantidad de instrumentos ofensivos que llevaba al cinto. Era lanzador de peso y tenía una fuerza descomunal en el brazo derecho. A veces parecía bizco; a veces, no.

Sidlo y Polvorín eran comunistas, pero tenían el buen sentido de hablar de la FAI con respeto. Cuando se sentaban para escribir una carta, los milicianos se les acercaban por detrás y, tocando materialmente sus nucas, inspeccionaban el aspecto que ofrecían los idiomas búlgaro y polaco. «Tienen carajo esas palabras». Los dos comisarios se reían. «También tiene carajo beber en bota o en porrón.»

Gorki, con su barriguita y su faja de pana oscura, maldecía el trabajo burocrático que durante años le había anquilosado los músculos. No podía con su cuerpo. No obstante, el ex perfumista se movía como si todo el proletariado universal estuviera contemplándole. Y seguía enviando crónicas a Gerona, e informes secretos a Cosme Vila. «Cuando pueda, montaré una biblioteca y organizaré clases para los analfabetos.» «Deberías procurar que Gerona nos mandara ropa, tabaco, libros de Baroja, de Pedro Mata y de Pitigrilli.» «También nos hacen falta preservativos, y no lo digo por mí, ya sabes.» «¿No conseguirlas que Axelrod nos hiciera una visita?»

Ninguna mujer acompañaba a Gorki, y el flamante comisario no sabía si aquello era un bien o un mal. Los atletas extranjeros, Sidlo y Polvorín, consideraban que admitir milicianas era suicida. No obstante, al convencerse de que nadie les haría caso, se encogieron de hombros y se suicidaron, a su vez, gustosamente. Sidlo, el campeón de jabalina, unió su suerte con una muchacha de Tarragona, algo trágica, que siempre decía que quería morir o j ven. Polvorín hacía buenas migas con una prostituta de Gerona que cada día rezaba a San Pancracio para que no le faltara trabajo. Ascaso legalizó algunas bodas, pues el código anarquista obligaba a los contrayentes a recíproca fidelidad, cláusula que, en opinión de la Valenciana, estaba en el origen del poco predicamento mundial del anarquismo. «Tú, hombre —decía Ascaso en la ceremonia—, prohibido tener otra mujer. En todo caso, antes has de repudiar a ésta, a la tuya, dejarla en libertad.»

Varias imágenes habían impresionado particularmente a los hombres de Ascaso. En primer lugar, las cruces de término, erguidas siempre en un lugar preeminente de los pueblos, dibujando una T mayúscula contra el cielo azul. En segundo lugar, la plástica aparición de los piojos en los intersticios de la ropa y en las axilas. En tercer lugar, el silencio que reinaba en el pueblo de Tamarite cuando penetraron en él. Todo el vecindario, asustado, había huido al monte. En el pueblo no quedó más que un habitante: un hombre de unos cincuenta años, sin afeitar y con figura de mendigo, que esperó a los milicianos en la plaza tocando el saxofón.

La columna alcanzó su objetivo: Siétamo. Estaba a tiro de cañón, cortando el paso hacia Huesca. Ascaso dio orden de acampar y luego se apartó y no regresó hasta haber pisado un lagarto mayor que los anteriores. ¿Qué ocurriría el día siguiente? Nadie lo sabía, y cada cual se dispuso a llenar como fuese las horas de espera.

Gorki se refugió, como siempre, en sus crónicas para
El Proletario
. A la luz de un candil de aceite —el candil era una lata de sardinas— se sintió especialmente inspirado y escribió una hermosa crónica sobre la sangre y sobre la sed. De la sangre humana dijo que era dulce y que si ningún hombre hubiese vaciado sus rojas venas, nunca habrían brotado amapolas entre las espigas ni existirían las banderas. Luego afirmó que la peor tortura del frente era la sed… En aquel pedazo de Aragón, siempre en manos del capitalismo, la sed era tan honda como lo era a veces la verdad. Lo era tanto, que los milicianos no podían cantar. No les quedaba más remedio que expansionarse repiqueteando en los platos de aluminio y en las cacerolas.

A veces se le acercaba el Perrete y le preguntaba: «¿Cuándo me enseñarás a leer?» Bueno, el Perrete era la mascota, no sólo de Gorki y de la Valenciana, sino de toda la columna. Y es que el muchacho no había salido nunca de su pueblo, Pina. Era aquélla su gran aventura de adolescente. No sabía contra quién había salido a combatir, pero no le importaba. Si tantos hombres «odiaban» a alguien, es que tenían razones para hacerlo, y los pacifistas de su pueblo vivían en la Luna.

El propio Ascaso quería al chico de un modo especial y con frecuencia le ponía la mano en la cabeza. No quiso darle armas; pero en su defecto le dio un cornetín. El Perrete sería el corneta de la columna. Con ella tocaría diana y quién sabe si zafarrancho de combate. Y luego, en los descansos —y en los camiones— alegraría el ambiente imitando a los perros como sólo él sabía hacerlo en toda la tierra de Aragón.

* * *

La fuerza dirigida hacia el Sur, hacia Teruel, avanzó en idénticas condiciones al mando del anarquista Ortiz, carpintero de oficio. También se le incorporaron muchos campesinos voluntarios, que no cesaban de reiterar su agradecimiento a Cataluña porque había mandado en su ayuda aquella columna. Parecían más tímidos y dubitativos que los de la provincia de Huesca, y muchos de ellos aún más miserables. En cada pueblo, en la carretera, esperaba una comisión de vecinos con provisiones muy humildes, que eran entregadas a la comitiva a su paso. «¡Salud! ¡Salud!» De vez en cuando, en alguna cuneta o recodo, aparecía un cadáver. Ortiz se detenía y si el cadáver estaba boca abajo le daba la vuelta para verle la cara.

La formación inicial de esta tropa a su salida de Barcelona le componía casi exclusivamente de anarquistas, de algunos atletas alemanes e italianos y de la representación gerundense, integrada ésta por Murillo y Canela, por el comandante Campos —el Cual no había revelado aún su graduación— y por la colonia de murcianos. Sin embargo, Ortiz recibió muy pronto considerables refuerzos, que lo llenaron de satisfacción: los presos comunes liberados de la cárcel de Valencia y que se presentaron a él encuadrados en las centurias «Hierro» y «Fantasma». Estos presos, exaltados por la reciente encerrona y por el alcohol, se mostraban también reacios a toda disciplina y parecían esperar con ansia el momento de la pelea, a la que llamaban «hule». Muchos de ellos exhibían los brazos tatuados con motivos marineros o con figuras inconcretas, que al doblarse adquirían erótico significado. Llegaron cargados con un arsenal de víveres, sobre todo fruta, y Mucha bebida. Murillo y Canela congeniaron con ellos y la muchacha gozó de lo lindo mordiendo naranjas e inundándose con su jugo la cara y el pecho.

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