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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (72 page)

El verano estalló y con él se llegó al 18 de julio de 1937, primer aniversario. Hacía un año justo que sonó en Marruecos el primer clarinazo de aquella guerra que unos llamaban civil, otros cruzada, otros una de las más grandes aberraciones de la Historia. Un estremecimiento impreciso recorrió el país. ¿Y los niños que nacieron justo el día que estalló la guerra, la cruzada, la gran aberración? Sus padres los miraban con intensidad. Eran populares en los barrios respectivos, en la aldea en que vieron la luz. Eran niños-símbolo de algo que no era exactamente carne. Todo el mundo leía en el fondo de sus pupilas signos cabalísticos, y Raymond Bolen, el astrólogo aficionado, amigo de Fanny, hubiera tenido con ellos pretexto para trazar círculos zodiacales en un papel. Eran niños hechos de metralla, eran juguetes que llevaban dentro una bomba de reloj.

La gente, cansada de sufrir, se planteaba problemas ingenuos. En Mataró, un anciano paralítico se había entretenido en ir su mando a diario los aviones que, según el parte «rojo», el Ejército Popular había derribado en aquellos doce meses: pasaban de los dos millares. Por su parte, un pastelero de Sevilla había contado las veces que, en el mismo espacio de tiempo, Queipo de Llano había dado a los «rojos» por inmediatamente vencidos: pasaban de un centenar.

18 de julio de 1937. En Gerona se produjeron imprevisibles reacciones. Cosme Vila, en su piso desnudo, abrazó a su hijo ¡y lo besó! En cambio, Antonio Casal se fue a Correos y repasó matriz de los últimos giros postales familiares mandados a los milicianos del frente. ¡Irrisorias cantidades…! Veinticinco pesetas, diez, cinco…

Sin embargo, a lo largo de la jornada hubo un momento en que toda la ciudad deseó estar tranquila. Pasaron por encima de la catedral tres rutilantes aviones y todo el mundo aseguró que eran pájaros…

En Barcelona, Ezequiel se empeñó en caricaturizar el sufrimiento y lo consiguió. Dibujó un gusano con cabeza de hombre. «¿Qué significa esta barbaridad?», inquirió Rosita. «El sufrimiento —contestó Ezequiel—. Yo no tengo la culpa de que sea así.» A su lado, Manolín se pasó todo el día leyendo
El Conde de Montecristo
, mientras arriba, en su cuarto, mosén Francisco miraba, hondamente preocupado, el patio, porque la víspera, apenas terminó de celebrar misa, vomitó.

El día era espléndido. Y en su transcurso, también Barcelona deseó por unos instantes la paz. Dos barcos mercantes entraron, oleosos y cansados, en el puerto y todo el mundo aseguró que traían libros de dibujos infantiles y rojos tulipanes de Holanda…

En la zona «nacional» no existía la amenaza del hambre. De ahí que «La Voz de Alerta» festejara el aniversario en compañía de una espectacular dama carlista, a la que invitó a comer angulas en un restaurante y a brindar para que a lo largo del II Año Triunfal se solidificase su amistad. Mientras, en Pamplona, don Anselmo presidía en la catedral un tedéum en acción de gracias por las victorias conseguidas. Por cierto, que al regresar a casa se encontró con mosén Alberto esperándolo. «Vengo a despedirme», le dijo el sacerdote. En efecto, en aquella singular jornada mosén Alberto acababa de obtener el
Plácet
episcopal a su ruego de ser trasladado a San Sebastián en calidad de capellán de la cárcel de Ondarreta, con la misión de prestar auxilio a los condenados a muerte. «Usted perdone, don Anselmo, pero creo que me sentiré mejor en el país vasco que aquí. Los catalanes, sabe usted…»

Un año de guerra. 18 de julio. En los pueblos del frente, los milicianos cantaban:

Las Compañías de Acero

cantando a la muerte van.

En los pueblos de retaguardia, las novias cantaban:

Ya se van los soldados,

ya se van marchando.

¡Más de cuatro zagalas

quedan llorando!

* * *

Pilar tuvo la suerte de pasar el aniversario en el mejor sitio que pudo imaginar: el que fue despacho de Mateo. Gracias a la intervención de la Torre de Babel, Antonio Casal aprobó la sugerencia de instalar en el que fue local del POUM un anexo de la Delegación de Abastos. Pilar consiguió ser trasladada allí y ocupar una mesa en el propio despacho de Mateo, cuyo mueble-librería estaba todavía en el mismo lugar, aunque vacío. Pilar se pasó toda la mañana husmeando. Las sillas eran las mismas, pero en el rincón en que se alzó el pájaro disecado había ahora un gráfico de la producción arrocera de la provincia. Pilar, sola, sentada ante unos clasificadores de correspondencia, se sintió feliz. Mateo estaba en el despacho, se auscultaba su presencia. No era visible por culpa de la gran miopía humana, pero era obvio que la cabeza del muchacho se paseaba aún por la estancia. Pilar dio varias vueltas por el piso diciéndoles a las paredes y a las losetas de mosaico: «Os quiero».

En cuanto a Matías y Carmen Elgazu, vivieron, ¡por todos los Santos!, una jornada de plenitud. Salieron muy temprano, dispuestos a tomar el ferrocarril de Olot y recorrer varios pueblos de la línea en busca de comida. La escasez iba en aumento y Matías, gracias a su compañero Jaime tenía amistades entre gente del campo. Los padres de Ignacio se instalaron en un coche de tercera que arrancó traqueteando, recordándoles el que tomaron tres veranos antes al ir a San Feliu. A los pocos minutos les ocurrió algo extraño: olvidaron el motivo de su viaje. Fue para ellos algo tan nuevo salir de la ciudad, que uno y otro acordaron arrojar años por la ventanilla. Carmen Elgazu se extasiaba ante el paisaje. «Por aquí, en otoño, deben de crecer muchas setas», decía. «¡Fíjate, Matías, un caserío como éste tendrías que comprarme!» Cuando, en medio de un ramillete de casas, veía un campanario sin campanas y con la bandera roja en lo alto, se santiguaba a hurtadillas.

A Carmen Elgazu le hubiera gustado llegar a Olot, la capital de la comarca, en la que, ¡incomprensible ciencia la economía!, algunos talleres de imágenes religiosas volvían a trabajar con destino a la exportación, pero la despensa era lo primero. Al caminar por las calles de los pueblos parecían dos grandes señores. Carmen Elgazu se impuso a los campesinos por su innata mezcla de simpatía y autoridad. Consiguieron llenar casi los dos grandes cestos y él saco que llevaban en previsión. Patatas, aceite, un melón enorme, muchos tomates y salchichón y pan.

A Carmen Elgazu no le gustaban las fondas. «Dios sabe lo que pondrán en el puchero.» De modo que, en Anglés, buscaron una sombra en un pinar y después de extender una servilleta en el suelo, se sentaron procurando no pincharse y comieron como si fueran excursionistas. Faltos de vasos, Matías compuso con papel de periódico dos cucuruchos y, acercándose a un arroyo cercano, los llenó de agua pura, llevándolos luego a Carmen Elgazu en un alarde de equilibrio. «Eres un encanto de marido», le dijo Carmen Elgazu. Matías, que se había quitado el chaleco y la corbata, contestó: «Y tú serás otro encanto si luego me permites echarme una siesta».

Pronto los dos se quedaron dormidos, las cabezas reclinadas en el mismo tronco de árbol. Las cigarras los arrullaban. ¡Si Ignacio y Pilar los vieran…! Carmen Elgazu se cubrió las piernas con la servilleta, no fuera el viento a levantarle la falda, y Matías se desabrochó el cinturón. De vez en cuando, un picotazo. ¡Malditas hormigas! No, benditas fuesen. Benditas las hormigas y el tronco de árbol y la sombra. Bendita la cabeza amada, tan próxima, y la tarde luminosa y todo cuanto llevaban en las cestas y en el saco.

Cerca de las seis se fueron para la estación. La espera fue larga. Otros hombres y otras mujeres iban llegando, más o menos cargados según la suerte. Carmen Elgazu, al ver la gorrita del jefe y la banderita, bromeó con Matías:

—Fíjate, así me gustaría verte.

—¿Qué dices?

—Que me gustaría verte con esa gorra y esa banderita.

Se gastaban bromas ingenuas, como los guijarros y el agua. En el trayecto de vuelta, Matías comentó: «Parece otro viaje de bodas, ¿verdad?» Carmen Elgazu sonrió. Algo le cosquilleaba el cuerpo, alguna brizna o espina que se le había pegado. Por dos veces Matías se levantó bruscamente, con cara de susto. «¡Nos han robado una cesta!» Carmen Elgazu abrió los ojos de par en par. «¡No es posible! No nos hemos movido de aquí.» Hasta que una y otra vez vio las dos cestas allí, muy juntas, compuestas como cabezas durmiendo la siesta. «Eres un ganso», dijo cada vez. Y le pegó a Matías una palmada de reproche.

La puesta de sol los sorprendió en el tren. Un tren asmático, debido al carbón, cada día de peor calidad. Menos mal que los relojes de las estaciones estaban parados. Por otra parte, no les importaba el tiempo. Matías gozaba con sólo mirar los campos y evocar escenas infantiles. Carmen Elgazu tenía la impresión de que de un momento a otro, en un paso a nivel, se les aparecería San Jorge anunciándoles que la guerra había terminado.

En la estación de Gerona, quien se les apareció fue Pilar. La muchacha supuso que sus padres llegarían a aquella hora, y cargados, y al salir de Abastos fue a esperarlos. «Buen detalle, niña», le dijo Matías. Los tres tomaron a pie —¡quién sabe lo que les cobraría un taxi!— el camino de la Rambla, oyendo a lo lejos el silbido del poderoso tren que venía de la frontera. A Matías no le importó cargarse el saco al hombro. «Con tal que no me vea Jaime…» Carmen Elgazu estaba cansada, y la cesta que le correspondió rozaba el suelo. «¡Ay, hija mía, menos mal que llevo zapatos planos!»

Depositaron sus trofeos en la mesa del comedor. «Fíjate, Pilar. Carísimo, pero a Dios gracias.» Pilar mordió de tal suerte la corteza del pan, que se lastimó las encías. «Cuidado con la lata. El aceite está en la parte de abajo.» De pronto, por entre las patatas, asomaron dos extrañas siluetas de papel. Carmen Elgazu, al verlas, las cogió y luego las izó como si fueran banderas: eran los dos cucuruchos que Matías había confeccionado.

Capítulo XXXI

Con el primer aniversario de la guerra, Ignacio y Moncho se sintieron espoleados y, tras un breve cambio de impresiones, decidieron no demorar por más tiempo su proyecto de solicitar el traslado a Madrid, para, desde esta ciudad, aprovechando la cercanía del frente, pasarse a la España «nacional».

Por parte de Moncho, el único obstáculo radicaba en la confianza que había depositado en él su tío don Carlos Ayestarán. Pero el jefe de Sanidad quería a su sobrino lo suficiente para no crucificarlo. «Si crees que es tu deber, vete y que tengas mucha suerte.» Por lo demás, la cosa estaba prevista.

Ignacio y Moncho se ayudarían mutuamente. Para beneficiar a este último, don Carlos Ayestarán conseguiría que fueran admitidos en el Hospital Pasteur, el hospital para internacionales que Moncho visitó cuando su viaje a Madrid. Lo dirigía el médico canadiense doctor Simsley, con el que don Carlos Ayestarán estaba en relación. Por su parte, Ignacio confiaba en que José Alvear, su exaltado primo, los pasara a la España «nacional». José Alvear acababa de escribir a Gerona comunicando a la familia que en las trincheras de la Casa de Campo había muerto su padre, Santiago. «Ya todos hemos pagado el tributo. Estamos en paz.» Matías se afectó mucho: «Un hijo y un hermano… Y lo que pueda haber ocurrido en Burgos.»

Ignacio había demostrado buen sentido eligiendo Sanidad. Así se lo dijo Moncho desde el primer día. Y en previsión del traslado, Ignacio trabajó activamente para aprender los rudimentos de la tarea de enfermero o sanitario. Moncho lo adiestró, sobre todo en el trabajo de camillero, en el del vendaje, aplicaciones de férulas y colocación de tubos hemostáticos. Ignacio recibió las lecciones en el Hospital Clínico, donde Moncho disponía de un ingenioso maniquí, regalo de la Cruz Roja, sobre el que repetir basta el infinito los movimientos necesarios.

En cuestión de horas todo quedó dispuesto, pues el instinto les advirtió que obrarían cuerdamente saliendo de Barcelona cuanto antes. Gascón les daba miedo, sobre todo desde la derrota de la FAI en los sucesos de mayo. Además, por dos veces la patrona de la pensión les había dicho: «Ha venido un hombre a preguntar por ustedes». Y la chica de la centralilla de la oficina, la de las miradas de complicidad, de pronto dejó de presentarse a la oficina sin que ni siquiera don Carlos Ayestarán pudiera dar con su paradero.

Don Carlos Ayestarán llamó a Madrid al doctor Simsley y obtuvo sin dificultad la admisión de los dos amigos en el Hospital Pasteur. «Está encantado, pues por lo visto se prepara una ofensiva de importancia y necesita personal.» Moncho se despidió de su tío y de Bisturí, su novia, la cual le prometió continuar con su labor de pinchar y corroer los neumáticos. Ignacio se despidió por teléfono de su familia de Gerona y decidió hacer lo propio con sus amigos de la calle de Verdi y con Ana María. Pero Ana María se empeñó en verlo por última vez y le rogó que la esperara en la pensión. Ello complicó las cosas. En efecto, Ignacio recibió a la muchacha en su cuarto y la intensidad del momento, la falta de testigos, exaltó a la pareja de forma inesperada y angustiosa. Apenas se hablaron. Temblaban abrazados y se besaban como nunca lo habían hecho. Llegó un momento en que la embriaguez era tal, que Ana María, en un heroico acto de voluntad, se desasió del muchacho y huyó corriendo. Ignacio la siguió por el pasillo con los ojos enrojecidos e incapaz, por el momento, de experimentar gratitud… El semblante del muchacho provocó el oscuro remate que tuvo la situación: la patrona, reclinada en un rincón del pasillo, con un lento abanico de colores, le dijo a su huésped: «¿Qué te pasa, guapo? ¿Te han dicho nones?» Ignacio la miró des1 concertado. La patrona seguía abanicándose. A los pocos minutos se repetía en aquel piso de la calle de Tallers lo ocurrido una vez en Gerona, con doña Amparo Campo… Y se confirmó el temor de Ignacio, expuesto a mosén Francisco en la azotea de la calle de Verdi: «Cualquier día de éstos abrazaré a una mujer».

El muchacho decidió despedirse también personalmente de Ezequiel y los suyos, y subió a la calle de Verdi. Ezequiel le dijo: «Toma, te regalo esta caricatura», y le regaló el dibujo del gusano con la cabeza de hombre. El último abrazo fue para mosén Francisco, en el cuarto de éste.

—¿No necesitas confesarte?

—No…

—Bien. Que Dios te acompañe. ¿Quieres hacer algo por mí?

—Claro.

—Cada mañana, al levantarte, di: «¡Hola, Cristo! Aquí está Ignacio».

También don Carlos Ayestarán le formuló a Moncho un último ruego:

—Ya sabes que colecciono papel moneda emitido por los comités de los pueblos. ¿Te acordarás de recoger los que puedas de la otra zona?

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