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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (70 page)

Luego se habló de las obsesionantes expresiones «Quinta Columna», «Sabotaje» y «Emboscados». Lo mismo el Ejército Popular que los servicios auxiliares del mismo se convertían en caladores. El coronel Muñoz informó que eran tantos los que en el frente de Madrid se pasaban al enemigo, sobre todo al amparo de la noche, que se habían colocado latas vacías de conservas y planchas metálicas fuera de las trincheras al objeto de que los fugitivos, al pisarlas, hicieran ruido y se delataran. El doctor Rosselló citó el caso de un batallón entero de reclutas procedentes de un pueblo turolense llamado Libros, que al llegar a Madrid tuvo que ser internado en bloque por presentar lamentables síntomas de intoxicación. «Un médico desaprensivo, o un practicante, les infectó adrede las vacunas.» Antonio Casal habló de sabotaje en la Comisaría de Abastecimientos, en la que docenas de cartillas habían sido extendidas inadecuadamente, combinando a placer los nombres y las señas. Los arquitectos Ribas y Massana, cuya manía era el sabotaje de la palabra, el bulo, tenían la certeza de que la llegada de refugiados vascos agravaría al máximo el problema. «Los vascos son católicos y al comprobar lo que aquí ha ocurrido, se cerrarán en banda.» Uno por uno fueron interviniendo, sin exceptuar al director del Banco Arús, quien aludió al despilfarro financiero y «a las comisiones cobradas indebidamente, lo mismo en España que en el extranjero.» Por último, habló Julio García. Su intervención fue un resumen. Un hecho era revelador de la importancia del sabotaje: en menos de un año de guerra y contando inicialmente con todos los recursos, «el Gobierno de la República ha perdido diez mil kilómetros cuadrados de territorio y siete de las provincias que el 18 de julio quedaron en su poder.» Julio informó sobre la situación fuera de España. En cada
hall
de hotel y mesa de café había un observador franquista. Se dedicaban al espionaje no sólo fascistas inveterados como el notario Noguer o el falangista Octavio, ¡sino personas como los hermanos Costa! Buena parte del producto de las recaudaciones «pro-pueblo español» era escamoteado antes de llegar a su destino y el armamento adquirido era pagado a tan fabulosos precios que con el excedente se alimentaba el Partido Comunista Francés y se financiaba su periódico
Ce Soir
. «Me adhiero al propósito del H… Indalecio Prieto de procurar la extensión del conflicto. No veo otra salida. No creo que fuera imposible estudiar la posibilidad de bombardear con aviones “maquillados” el Marruecos francés, el puerto de Marsella y la costa británica. Pedir permiso a Moscú es un crimen infantil. Si la Logia Ovidio no se opone a ello, yo mismo puedo encargarme de los trabajos de enlace entre las personas que puedan ayudarnos en esta acción decisiva.»

La declaración de Julio García causó estupor y en el fondo una sensación de alivio. ¿Qué otra salida podía haber? El policía prosiguió, dando un viraje inesperado. «Sin embargo, me gustaría que al propio tiempo protestáramos de un modo enérgico contra la extensión de las checas. He recibido una nota del doctor Relken, víctima de una de ellas en Barcelona. Y si mis ojos no mienten, en Gerona gozamos ya de tan elegante sistema de embrutecerse el espíritu, que en el fondo es el peor medio de sabotear.»

El Trabajo de la Logia Ovidio terminó con una ronda de fraternales abrazos. Cada H… estaba dispuesto a cumplir con la labor que le fue asignada y Julio García recibiría sin tardanza la decisión masónica a su propuesta, que desbordaba las atribuciones de la Logia Ovidio. A la salida, por sugerencia del H… Cervera, todos estamparon su firma en una protesta «contra el atentado alemán de Guernica», protesta que iba a ser mandada a la Sociedad de Naciones y al Control de No-Intervención. El coronel Muñoz se hundió en la noche y Antonio Casal se dirigió a la barandilla del río y se sentó. Julio y el doctor Rosselló echaron a andar juntos, cogidos del brazo. Al llegar al puente de Piedra el doctor Rosselló le dijo al policía:

—Estoy de mal humor, Julio. Mis hijas me desprecian.

—¿Cómo es eso?

—No han querido ni verme siquiera. En cuanto llegué, se fueron al piso de Laura. —El doctor se detuvo y encendió un pitillo—. Por eso quiero regresar a Madrid.

Julio se atusó el bigote.

—¿Y de su hijo… sabe algo?

—Estuve en Perpignan —contestó el doctor—. Allá supe que 'trabajó una temporada con el notario Noguer y que luego se fue a San Sebastián, con «La Voz de Alerta». No me diga usted que ignoraba esto, por favor…

Julio sonrió.

—En estas ocasiones uno no sabe si…

El doctor le interrumpió. Hacía una noche bochornosa, con insectos muriendo en los faroles.

—Yo era ahora un hombre feliz —dijo.—. Pero esta soledad… No me importaría matarme.

—No diga usted tonterías —atajó Julio—. Todo pasa y las cosas vuelven a su cauce.

—¡Bah! Usted tiene imaginación —agregó el doctor—. Además, viaja y cuando regresa encuentra en su casa el lecho caliente… Yo…

Julio se tocó el sombrero.

—Mi querido amigo —replicó—, mi único haber son las comisiones que cobro por ahí…, y un poco de fantasía verbal.

* * *

El doctor Rosselló lamentaba no conocer personalmente al flamante presidente del Gobierno, doctor Negrín, que fue discípulo de don Santiago Ramón y Cajal. De haberlo conocido, hubiera intentado conseguir su apoyo en favor del proyecto Indalecio Prieto-Julio García referente a «la extensión del conflicto». Tuvo que limitarse a decirle a Julio: «Le deseo suerte. Claro que… la responsabilidad es enorme».

El mal humor y el incremento del sabotaje en la zona «roja», de que tan palpablemente dio idea el Trabajo de la Logia Ovidio, iba a colapsar cualquier intento destinado a amortiguar la dureza de las represalias. El doctor Relken seguiría sudando y el catedrático Morales y el Responsable seguirían documentándose para perfeccionar sus embrionarias checas. Y, sin embargo, en medio de todo, Gerona pudo considerarse privilegiada. Sólo fueron detenidas las hermanas Campistol y el sepulturero y su mujer. Aquellas, por haber escondido a mosén Francisco; éstos, por haber instalado en el cementerio ¡una estación emisora clandestina! La idea fue de Laura. Los cementerios actuaban, actuaban en todas partes.

Todos los demás miembros del Socorro Blanco fueron dejados momentáneamente en paz, incluidas las hermanas Rosselló y la propia Laura. Resultaba casi milagroso que Laura no hubiese sido detenida todavía, pues su labor era ingente. Por sus manos pasaba toda la documentación que, procedente de Madrid, Valencia o Barcelona, llegaba a Francia, al notario Noguer, y por último a San Sebastián, a su marido, «La Voz de Alerta». Laura alta y cada día más delgada, parecía intocable y como si la defendieran calladamente todos los carteros del mundo, a los que un día quiso aumentar el sueldo. Su seguridad era tanta que no tuvo inconveniente en cobijar en su casa a un ser extraño que andaba a la deriva: una anciana de ochenta años, que había sido superiora del Convento de Clausura de San Daniel. Esta mujer, al salir a la calle el 18 de julio, se quedó anonadada, pues nunca había montado en tren ni había visto cine. Llevaba cincuenta años sin salir del convento. Laura le descubrió paisajes inéditos. No consiguió que subiera al tren, pero sí se las ingenió para dedicarle una sesión de cine
amateur
mediante un viejo proyector que le prestó la viuda de don Pedro Oriol. La Madre Superiora se sentó en una silla a pocos centímetros de la pantalla. Su expresión era de beatitud, pero no comprendía nada de lo que ocurría. Hasta que apareció Charlot… ¡Santo Dios! Charlot cayéndose de cabeza dentro de un cubo, andando con los pies divergentes, jugando con su bastón y con su bigote. La anciana monja de clausura se rió como no se había reído desde la época del noviciado. Aplaudía tímidamente, desde su silla, y al final le dijo a Laura: «Hija mía, he de reconocer que en el mundo hay cosas muy interesantes».

Capítulo XXX

El falangista gerundense Miguel Rosselló se encontraba ya en el frente de Madrid, en calidad de agente oficial del SIFNE, previa obtención, por escrito, del debido consentimiento de su jerarquía en la Falange, Mateo Santos. El muchacho, obedeciendo las instrucciones de «La Voz de Alerta», después de un par de días de descanso se había presentado en primera línea al coronel Maroto, el cual era, por partida doble, jefe de la octava Bandera del Tercio y jefe del Grupo
Josué
, de información. El coronel Maroto no se fiaba de nadie, ni siquiera de «La Voz de Alerta». Los agentes que éste le enviaba los sometía a prueba sobre el terreno, en el momento de llegar. Miguel Rosselló no fue excepción. Apenas el coronel hubo examinado los papeles del muchacho, le hizo a éste una zancadilla y el muchacho no perdió el equilibrio, no se cayó. A los pocos segundos, el coronel le pegó una bofetada y Miguel Rosselló cerró los ojos, pero aguantó firme. «Vale, muchacho.» Sin más preámbulos, el jefe del Grupo le comunicó que en cuanto se hubiera familiarizado con el sector e impuesto de la misión que le correspondía, cruzaría las líneas y se internaría en el Madrid «rojo», donde entablaría contacto con el agente apodado Difícil.

Entretanto, para no llamar la atención de los legionarios de la Bandera, Miguel Rosselló debería ser un legionario más.

—Vestirás su uniforme y procurarás adaptarte a sus maneras.

—De acuerdo.

El día que tuviera que adentrarse en Madrid, se disfrazaría de miliciano comunista.

—Tenemos todo el equipaje y la documentación de un chaval de tu misma edad, llamado Castillo, de la División Líster, muerto en el Jarama. Pegaremos tu fotografía en su carnet. Te llamarás Miguel Castillo y serás de Lérida, donde tendrás una madre que sólo pensará en ti. En las jornadas de espera, habrás de aprenderte los himnos y las canciones más corrientes en las trincheras enemigas.

—De acuerdo —repitió el muchacho.

Miguel Rosselló, que se sentía muy distinto de aquel vacilante mocito gerundense enamorado de los coches y de cuanto significase velocidad, se emocionó. No por el riesgo que todo aquello implicaba, sino por el hecho de encontrarse, aunque fuera de mentira, con que tenía una madre que sólo pensaba en él. Rosselló había perdido la suya siendo muy niño, y a esta ausencia atribuía buena parte de su incesante desasosiego.

—Llevarás a Madrid dos misiones precisas. La primera, obtener, con la ayuda de Difícil, el nombre y las señas del agente rojo que, radicado en nuestra zona, ha facilitado al Mando enemigo los planos de nuestra inminente ofensiva a Santander y Asturias. La segunda, procurar establecer, siempre de acuerdo con Difícil, un sistema Morse original que les permita a él y a los demás agentes en Madrid transmitirnos con la mayor rapidez cualquier información.

Todo en regla, el muchacho se convirtió en un legionario más, asistente del coronel. Puso todo su empeño en enterarse lo más rápidamente posible de cuanto pudiera serle útil, y ello le proporcionó no pocas sorpresas. Por ejemplo, supo que cruzar las líneas era relativamente fácil. Varios agentes contaban ya en su haber con diez y hasta con doce viajes, y se aseguraba que algunos soldados se habían ido a. Madrid a ver a la novia. A uno de estos soldados lo llamaban «el Correo», pues hacía el trayecto todos los días simplemente para comprar periódicos, por encargo de su comandante. También le sorprendió que el coronel Maroto quisiera mucho más, con toda evidencia, a los soldados a sus órdenes que a su familia.

—¿Cuándo cree que podré tomarme una horchata en la Puerta del Sol?

—Espera, ya te avisaré.

Miguel Rosselló, hombre sin imaginación, no tuvo más remedio que pasarse las horas observando el mundo inmediato que lo rodeaba. ¡Qué mundo, Señor! De hecho, al cruzar el puente de Hendaya no sabía de la Legión sino que fue fundada en África en 1921 y que a los que ingresaban en ella nadie les preguntaba nada sobre su pasado.
Cada uno será lo que quiera, nada importa la vida anterior.
Como Durruti hubiera dicho: «El pasado no cuenta». Ahora sabía algo más. Su fundador fue Millán Astray, siendo éste teniente coronel y Franco comandante. Los legionarios eran fuerzas de choque de primer orden, especializados en el lanzamiento de granadas de mano y en el ataque cuerpo a cuerpo, y muchos de ellos se ponían nombres de fieras africanas: León, Pantera Negra, etcétera. El texto de su juramento podía resumirse en la palabra España y exteriormente daban la impresión de haber renunciado a la vida individual para integrarse todos en una disciplina fanática. Muchos de ellos firmaban con el dedo pulgar y, por regla general, sus caras, excepto las de los ingresados voluntarios después de la guerra, no desmerecían en nada de las que abundaban en el batallón «Somos la Rehostia» o en la 13 Brigada Internacional. Miguel Rosselló observó que, en la práctica, acaso Influidos por el aspecto de su fundador, el mutilado general Millán Astray, los legionarios se movían electrizados por algo indefinible y macabro.

En aquellos días se los veía impacientes. No les gustaba el frente estabilizado y deseaban pelea a la que llamaban «tomate» o «tango». Se pasaban el día tumbados o jugándose a las cartas la paga y «lo que heredarían de un tío de América». Aunque sus verdaderas manías eran armar camorra, protestar por el rancho y, sobre todo, apostar. Dos legionarios se bastaban para vivir en perpetuo duelo de honor, para incitarse uno al otro a ser «el mejor en cualquier cosa».

Las modas al respecto iban a rachas, cambiaban como peinado de mujer. En la octava Bandera estuvo de moda triturar de un puñetazo copitas robadas en los cafés y apostar sobre quién se comería, sin reventar, más trocitos de cristal. También era corriente apostar sobre la manera más eficaz de hacerse subir la fiebre. Miguel Rosselló coincidió con la racha de escupir alto ¡y de orinar lejos! Sobre todo, esto último constituía un singular espectáculo. Una hilera de participantes, bajo la implacable vigilancia de un árbitro, que solía ser un oficial; quien orinaba más lejos, se llevaba el tabaco, o los mecheros, o el honor de todos los demás.

El caso es que los legionarios adoraban «la hombría» y, en consecuencia, detestaban todo cuanto oliese a cobardía o afeminamiento. Si se incorporaba un alférez imberbe, el pobre sólo podría congraciarse muriendo lo antes posible de un modo heroico. De ahí que Miguel Rosselló fuese víctima de bromas innumerables por haber sido sorprendido limpiándose los dientes. «¡Dentífrico y todo! ¡John con el marqués!» El cepillo de dientes era para aquellos hombres el símbolo de la buena mesa y de lo sedentario. Era lo afeminado «y lo debieron de inventar los franchutes». Miguel Rosselló vio como se lo arrebataban de la mano y como luego simulaban limarse y cepillarse con él las uñas. «¡Eh, cuidado, que ahí viene el
Dentífrico

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