Read Un millón de muertos Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (49 page)

El Gobierno —los Ministerios y sus servicios— temía que abandonando Madrid para trasladarse a Valencia abriría una brecha en la moral de los defensores. Pero estimó que no cabía otro remedio y Largo Caballero, contra viento y marea, dio la orden de traslado. Como era de esperar, el clamor de los milicianos se manifestó ululante. «¡Traidores! ¡Mangantes! ¡Huyendo de la quema! ¡Tienen canguelo!» Intentóse impedir la marcha. Los coches que salían en procesión hacia la retaguardia tenían que abrirse paso entre puños crispados e insultos. En las afueras de Madrid, en la Venta del Espíritu Santo, un control anarquista, en el que figuraba el padre de José Alvear, detuvo a cinco ministros y al alcalde de la ciudad, Pedro Rico, con ánimo de «hacerles» justicia por desertores. El jefe, Del Val, logró impedirlo con una orden telefónica. Pero el pueblo no perdonaba y aquella cobarde noche de huida fue bautizada, por partida doble, «noche del Miedo» y «noche de la Gasolina».

El deseo de resistir, de pronto se vio aupado por una aparición casi fantasmal: las primeras unidades de las Brigadas Internacionales, procedentes de Albacete. Iban precedidas por majestuosos blindados rusos que se adueñaron de las calles madrileñas como carrozas de un carnaval desconocido. El cañón de sus torretas era un dedo, una acusación, un anatema que apuntaba a los moros de Mizzian y a los legionarios de Yagüe y Millán Astray. Desafiaban a Mola, a Queipo de Llano, a Mateo y a José Luis Martínez de Soria. Se produjo en la ciudad un momento de silencio. ¿Qué ocurría? «Guerra internacional.» Algunos espíritus casi se sintieron halagados y buen número de perros, entre los que figuraba el de Axelrod, estaban tan excitados que recordaban al muchacho de Pina, al Perrete. El silencio se prolongó hasta que, Inesperadamente, empezaron a oírse las sonoras pisadas de «Los Voluntarios de la Libertad», la mayoría de los cuales llevaban botas claveteadas. Eran hombres como torres, todos parecían como torres y entre ellos hubiera sido difícil localizar a Polo Norte y fácil localizar al Negus. Llevaban casquete alpino y abundaban en sus filas impresionantes caz adoras de piel blanca de cordero. Marciales, veteranos, fusil al hombro, ¡sabían respirar! No se les veía los ojos, pero sí la mirada. Se les veía la mirada, pero no los pensamientos. ¿Pensamientos? «¿Efectivamente todo nace en el cerebro?» Cosme Vila creía que sí, mosén Francisco creía que no, el doctor Relken y Fanny, pese a su vida ajetreada y cambiante, no habían resuelto todavía la cuestión.

«Son rusos…» «Son rusos…» La población cuchicheó que todos aquellos hombres eran rusos, incluyendo al sueco idealista y a un pelotón de brasileños que desfilaban como lo habrían hecho en la pasarela de un escenario de variedades. Los madrileños ignoraban de aquellos hombres lo elemental, de dónde eran y por qué habían venido. ¿Cómo serían sus mujeres si es que las tenían? ¿Y ellos, fueron niños alguna vez? ¿Cómo era posible que hubiesen abandonado países lejanos y se encontraran ahora en Madrid, embriagándose de aplausos y de balcones? ¿Sabían que en España se pagaban jornales de hambre? ¿Cómo demostrarles gratitud? ¿Besándolos con unción la cazadora de piel blanca? «¡Salud, salud!» «¿Cómo os llamáis?» André Marty, desde Albacete, había enviado al combate aquellos primeros batallones, denominados «Garibaldi», «Dimitroff» y «Commune de París». ¿Quién fue Garibaldi, qué ocurrió en la Commune de París? Al mando, el general soviético Kleber, judío-húngaro, que acaso participara en el asesinato de la familia del zar. Jefe político, el italiano Nicoletti, quien apenas llegó a las trincheras miró hacia Toledo, volvió la vista a Madrid y sentenció: «Para tomar esta ciudad, si no la arrasan con la aviación, harían falta sesenta mil hombres».

La aviación… Confirmándose la promesa de Largo Caballero, el primero de noviembre aparecieron en el cielo de Madrid flamantes aparatos del Gobierno, desconocidos hasta entonces. El bombardero «S-B 2», llamado «Katiuska»; los llamados «Chatos», los llamados «Moscas», los biplanos «Rasante» y «Natacha», etcétera. Sobre todos los «Ratas», velocísimos, con los planos de color carmesí, dibujaban en el azul telegramas de esperanza. «¡Son nuestros, son nuestros!» Los aviones eran también acusadores dedos que apuntaban a los tres mil quinientos —no más— hombres cansados que, por la ruta del Moro Muza y de los almorávides, habían llegado a Madrid.

El fervor defensivo, que se contagiaba como el azul en el mar, creaba la ilusión de que la plaza era inconquistable. «Si yo lo doy todo, y me abstengo hasta de comer, si llevo tres días sin dormir y sin apenas ver a mis hijos, si soy un pobre hombre nacido peón, o fontanero, o sereno, si somos así miles y miles y todo lo hemos ganado sudando, y ahora fortificamos a Madrid, ¿cómo es posible que el fascismo triunfe, que nos aniquile a todos?» «El fascismo no te hará nada, mentecato —contestaba alguien—. El fascismo es un nombre, no tiene gatillo ni dedo para disparar. Quienes nos aniquilarán, si pasamos el rato charlando, serán Franco y sus secuaces. Serán Hitler y Mussolini y la grandísima p… que los parió.»

Los jefes de la CNT, que en aquellas horas críticas, ¡cómo se hubiera enorgullecido el Responsable!, mantuvieron su temple, aquel temple que un día llevó a José Antonio a exclamar: «¡Ah, qué lástima que esos hombres no nos comprendan!», echaron una ojeada al cinturón defensivo y dijeron: «No basta. Todavía hay aquí brechas. Necesitamos más fuerzas aún». En cambio, el embajador ruso, Rosenberg, le había dicho al general Miaja: «Eso, por fin!, me gusta. Madrid se encuentra ahora en la situación de Petrogrado en 1918. Si hay disciplina, se resistirá». Pero los anarquistas sólo conocían a Rosenberg por el despliegue de fotografías suyas en la prensa. Así que, sus tres jefes, Mora, Cipriano Mera y Del Val, estaban decididos a no ceder la hegemonía que la CNT se había merecido una vez más, dando más que nadie Voluntarios para la muerte. «¡Miaja, Kleber, Líster, el Campesino! De acuerdo. Pero aquí nos falta nuestro jefe, el único que no nos traicionará. Aquí nos hace falta Durruti.»

«¡Que venga Durruti! ¡Que venga Durruti!» Se formó una voz única reclamando al jefe, voz que llegaba bronca a oídos de los rusos del Hotel Bristol, los cuales tenían presentes las palabras de Lenin: «En el mundo quedan muchas cosas que han de ser destruidas a hierro y fuego si queremos la liberación de las clases trabajadoras».

Federica Montseny, la diputada catalana, anarquista, nombrada ministro de Sanidad —«señora ministro» la llamaban los ujieres—, fue la encargada de salir volando hacia el frente de Aragón para convencer a Durruti. «Durruti…, Madrid te necesita.» El hombre que odiaba a los homosexuales y a las prostitutas enfermas y que quería invadir a Portugal, se cuadró y barbotó:

«¡El pasado no cuenta!» Y se tocó la gorra con visera de charol. Y dio orden de trasladarse a Madrid, de trasladarse en sentido inverso a como lo habían hecho los coches del Gobierno.

Fueron cuatro mil hombres que, montados en camiones rápidos como balas o renqueantes como el Cojo, se lanzaron en dirección a Madrid, por la carretera general, carretera que las tropas francesas llamaron el «Boulevard de Cataluña». «¡No pasarán!» Con Durruti iban Arco Iris; el capitán Culebra, con su cajita de madera cubierta con un paño de hilo; José Alvear, con su sombrero hongo; otros muchos anarquistas conocidos y, por supuesto, al doctor Rosselló y sus ayudantes, al que el «ministro» de Sanidad, Federica Montseny, prometió el Hotel Ritz para acondicionarlo como Hospital de Sangre, así como otro «vale» que le permitiera incautarse, en almacenes y establecimientos de Madrid, todo cuanto necesitase.

La entrada de Durruti en Madrid colmó el entusiasmo de los defensores. Por un momento, los internacionales parecieron achicarse ante aquel gorila humano, cuyo nombre, Buenaventura, presagiaba lo mejor. Durruti preguntó: «¿Dónde hay más peligro?» El general Miaja le contestó: «En la Ciudad Universitaria». Durruti comentó: «Eso me gusta». Curioso que a Durruti le gustara luchar en la Ciudad Universitaria. ¿Se reirían de él los libros de texto? ¿Moriría aplastado por el tomo de una enciclopedia? «¡A la Ciudad Universitaria!» El jefe anarquista hincó su garra en aquella zona, cerca de Líster, del Campesino, del general Lucasz y del general Kleber, quien desde la Facultad de Filosofía y Letras, donde tenía instalado su Cuartel General, le mandó un mensaje de saludo firmado con la sola inicial: K.

Ya todas las piezas ocupaban su lugar. Ya todo el mundo se había dado cita a ambos lados de la fosa. Los combatientes «rojos» escaseaban de tabaco y los combatientes «nacionales» escaseaban de papel de fumar. A un lado había curas y «deténte, bala»; al otro lado, Cerillita llevaba un copón para afeitarse. ¿Y el general Mola? El general Mola consideraba que el general Miaja era un mediocre general y confiaba en la «Quinta columna»; el general Miaja consideraba que Franco era un estratega de primer orden y confiaba en la cantidad de fuerzas. Cincuenta mil milicianos. Era obvio que los «nacionales» no disponían de los sesenta mil de que habló Nicoletti y que, pese al consejo de los alemanes, no estaban dispuestos tampoco a arrasar la ciudad.

No se sabía lo que iba a ocurrir. La guerra era cálculo, pero también magia. José Alvear irrumpió en el café Molinero y se empeñó en tomar café en la mesa reservada al general Mola. Su padre, disgustado por no haber matado a los cinco ministros, o por lo menos al alcalde, Pedro Rico, había abandonada la Venta del Espíritu Santo y se había ido a su casa, a dormir. Había un interrogante en el aire; y lo había en Tokio, en Moscú, en Londres, en Praga… Quienquiera que mirase con atención el mapa de Europa, sobre todo el reparto y situación de sus provincias espirituales, comprendía que cada batalla de aquella guerra tendría vasta repercusión en lo futuro.

Sí, la guerra era magia… Pronto se tuvo de ello pruebas concluyentes. En el momento en que una bala atravesaba los dos pulmones de Durruti, la República de El Salvador reconocía el gobierno de Franco —primera adhesión oficial— y Manolín, en la calle de Verdi, le preguntaba a mosén Francisco: «¿Qué, cuántos clientes ha tenido usted hoy?»

* * *

En las horas que precedieron al inicio de la batalla, multitud de ojos, entre los que destacaban los de Carmen Elgazu, redondos y negros, se elevaron al cielo en súplica de ayuda. «Proteged a los nuestros», rezó Carmen Elgazu, la cual no podía olvidar que Matías Alvear había nacido en aquella ciudad en la que tantos hombres iban a morir. Por su parte, Ezequiel, en Barcelona, dándose cuenta del progresivo temblor de las cabezas de los milicianos que se sentaban en los taburetes del Fotomatón, le soltó a Rosita uno de sus lapidarios vaticinios: «Llámame profeta barato, si quieres, pero vaticino que antes de una semana Franco bailará Un chotis en la Puerta del Sol».

El ejecutor de las órdenes del Estado Mayor de Franco iba a ser el general Varela, quien, como de costumbre, vestía cazadora de gamuza y llevaba guantes blancos. En la frente de Varela había una sombra de preocupación. Sin embargo, todo estaba dispuesto. Carros de combate, camiones blindados, morteros, soberbios escuadrones de caballería al mando del general Monasterio, aviones y elevada moral. ¡Claro que sí! Los edificios babélicos de Madrid —la Telefónica, Correos, Palacio Real— atraían a los combatientes, sobre todo a los que eran madrileños o tenían alguien o algo amado en Madrid. También eran muchos los que no conocían la capital de España y esperaban aguijoneados por la curiosidad. De ahí que montar guardia en una colina dominante fuera privilegio, aunque arriesgado, y más privilegio todavía disponer de unos prismáticos. La aviación «roja», después de hacer unas acrobacias, lanzó octavillas que recordaban que aquellas techas de noviembre eran el decimonono aniversario de la revolución rusa.

Los diálogos eran escuetos.

—¿Cuánto habrá de aquí a la Puerta del Sol?

—¿En linea recta?

—Sí.

—Pues… una media hora.

—¿Cómo?

La respiración quedaba cortada y en el interior de la mente brincaba la pregunta: «¿Cuándo atacaremos, mi general?»

Inmediatamente. El 6 de noviembre, al amanecer. En los días precedentes los «nacionales» habían combatido con furia a la caza de observatorios estratégicamente emplazados, realizando como siempre determinados movimientos envolventes, que por su parecido y su periódica repetición empezaban a ser llamados «bolsas», «bolsas del Mando nacional». En una de estas bolsas, cerca de Torrelodones, el jefe rojo, apellidado Domingo, en el último momento envolvió su cuerpo en la bandera tricolor y se pegó un tiro en la sien.

El capitán Culebra había advertido que, en las horas que precedían a un combate, su bicho domesticado se excitaba inexplicablemente. «Que me chinchen si lo entiendo.» Aquel día fue la excepción. Aquel día el bicho estaba aletargado. No quiso ni beber leche ni comer queso, y su amo y José Alvear, eternamente juntos, se miraban incapaces de descifrar lo que la anomalía significaba.

—¡Fuego!

El general Varela dio la orden y se abrieron las espitas de la metralla y del plomo. Bombas aéreas y millares de proyectiles cayeron sobre Madrid sembrando el exterminio. La matanza era loca. Se desplomaban los edificios —«¡cuidado, allí vive mi novia!»—, se decapitaban los monumentos, reventaban las tuberías, y los entrañables hilos que llevaban la luz a los hogares colgaban desflecados, combados, como restos de telaraña. Todas las sirenas de la tierra anunciaron la desventura, en medio de cuyo fragor no se oía una sola voz humana. Los hombres no hacían más que disparar y que combarse como los hilos eléctricos. ¿Y los parapetos, y las trincheras y los centenares de ametralladoras? ¿Y el general Kleber? «¡Cuidado, allí está el Museo del Prado!» «¡Cuidado, allí aprobé mi bachillerato!» Cuidado, artilleros, yo amaba aquellos árboles…

Un obús incendió el convento de Padres de la Trinidad. Dos mulas despanzurradas corrieron un trecho con las entrañas colgando. Los madrileños se refugiaron en las estaciones del Metro, especialmente las de Cuatro Caminos, Tribunal, Progreso, Antón Martín y Atocha. El pasillo subterráneo de éste se convirtió en sala de espera para lo que el destino ordenase. Los madrileños que no conseguían refugiarse a tiempo eran recogidos por los camiones de la basura y conducidos al Depósito de cadáveres. «¡Resistiremos!» Luis Companys, el Presidente de la Generalidad de Cataluña, pareció oír este grito, pues mandó desde Barcelona un piloto con la misión de echar simbólicamente sobre la ciudad sitiada una corona de laurel.

Other books

The Burning City by Jerry Pournelle, Jerry Pournelle
Carter Finally Gets It by Brent Crawford
Still Life in Brunswick Stew by Larissa Reinhart
Robin Cook by Mindbend
Scarred for Life by Kerry Wilkinson
Avenging Angel by Cynthia Eden