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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (45 page)

A través de las Internacionales Comunistas se abrieron oficinas de reclutamiento en otros muchos países, además de Francia; prácticamente, en toda América del Norte y en todo el Norte y Centro de Europa. Pero Francia era el aglutinante, con oficinas, no sólo en París, sino en Lyón, Marsella, Burdeos, Toulouse y el Lejano Orán. En París, el banderín de enganche más importante estaba en la Casa de los Sindicatos de la Avenida Mathurin Moreau, por lo que Julio y Fanny se instalaron en un hotel muy cercano, el Hotel «Progrés», desde cuyo balcón veían las colas de hombres que llegaban sin cesar, con maletas parecidas a la que José Alvear exhibió cuando su viaje a Gerona.

La consigna era ésta: reclutar hombres de todos los países, formar con ellos brigadas llamadas mixtas —que para operar se bastasen a sí mismas—, las cuales podrían convertirse en pioneros de un ejército internacional comunista siempre dispuesto a intervenir en Europa y en América. Thorez, el checo Gottwald y los italianos Palmiro Togliatti y Luigi Longo recorrían constantemente los banderines de enganche, asesorados en el aspecto militar por el general soviético Walter y por otros jefes rusos profesionales.

Julio García y Fanny comprobaron muy pronto que el reclutamiento era un éxito y creciente el entusiasmo. Se había producido una suerte de contagio, de atracción del que era víctima el propio policía gerundense, el cual, en vez de emplear las horas en gozar de la capital francesa, de su color, olor y misterio, apenas si se movía de la Avenida de Mathurin Moreau. En opinión de Julio, dicho éxito se debía en primer lugar a la habilidad propagandística, y en segundo lugar a las excelentes condiciones económicas que se ofrecían a los alistados, singularmente a los técnicos.

Los técnicos fueron los primeros en cruzar la frontera española. Obreros especializados en construcciones navales habían ya salido para Valencia y Cartagena; mecánicos de aviación, operadores de radio, técnicos de antiaéreos, etcétera, muchos de ellos de origen ruso o adiestrados en Rusia, se instalaron en Madrid. Axelrod, en Barcelona, se multiplicaba en su labor de enlace, y el doctor Relken, con sólo dar una vuelta por los alrededores del Majestic, comprobaba que sus vaticinios —guerra internacional— se cumplían inexorablemente. El Frente Popular francés dio las facilidades necesarias para sortear los obstáculos formales que implicaba la existencia del pacto de No Intervención. A los voluntarios se les retiraba el pasaporte, sustituyéndolo por otro español, con nombre y apellidos españoles, o bien documentos equivalentes a presentar en Perpignan y más tarde en la frontera. Los pasaportes retirados salían rumbo a Moscú, donde la GPU se dispuso a utilizarlos para sus espías, sutileza que había de escandalizar a «La Voz de Alerta». Por supuesto, los pasaportes más estimados eran los de los voluntarios americanos, con vistas al envío de agentes a los Estados Unidos.

Los voluntarios afluían de todas partes, de todos los países, a veces enviados por los respectivos Partidos Comunistas, a veces presentándose por su cuenta y riesgo. En cada país surgían pontífices de la propaganda. En Inglaterra, lo fueron el Partido Laborista y la duquesa de Atoll. En Bélgica, lo fue el presidente de la Segunda Internacional, Debruchére, etcétera. El administrador general, Mauricio Thorez, se mostró minucioso en todo cuanto atañese al financiamiento de semejante ejército internacional, cuyo precedente más directo acaso fueran las «Compañías Blancas» del aventurero francés Bertrand Duguesclin. Por supuesto, el pago fundamental, básico, se haría con el «tesoro nacional español», con el oro de que habló Julio García. Sin embargo, se calculaba que ello no bastaría ni con mucho, de modo que se ordenó la postulación en todas partes, desde las fábricas de Rusia, una por una, hasta las salidas de los cines, ¡y de los estadios y de los circos!, en Checoslovaquia o en Nueva York. «¡Ayuda al pueblo español!» «¡Ayuda para nuestros hermanos españoles!» Las adhesiones fueron muchas y los sistemas de recaudación muy varios. Checoslovaquia organizó orfeones de jóvenes marxistas que recorrían ciudades y pueblos cantando para «Los Voluntarios de la Libertad», que saldrían para España. Pablo Casals, con su maravilloso violoncelo, recorría con el mismo objeto centenares de kilómetros. También se movilizaron los escritores Ralph Foz, inglés; Ludwig Penn, alemán; el citado Malraux y ¡cómo no! Ilia Ehrenburg, el infatigable corresponsal de Pravda. Ilia Ehrenburg afirmó que la recaudación más caudalosa fue la obtenida en la inmensa Rusia, a la que contribuyeron no sólo las fábricas sino las escuelas y los clubs de ajedrez.

Guerra internacional, ¿cómo dudarlo? Colas en las oficinas de reclutamiento de París. Julio García y Fanny vivían minuto a minuto el milagro. Tal heterogeneidad de razas y de orígenes no dejaba de tener grandeza. Sí, había algo grande y legendario en el hecho de que aquellas colas se formasen. De los puntos más alejados del globo, desde el Ártico a Sudáfrica y desde Méjico a Vladivóstock, hombres fanáticos o desesperados, hombres sinceros o mercenarios, catedráticos p vulgares perseguidos por la justicia, coincidieron en París dispuestos a «derrotar al fascismo». En su mayoría tenían de España una idea embrionaria, basada en el sol y en largas cabelleras. Su aspecto global a Julio le parecía inquietante —«aquí hay mucho toxicómano», diagnosticó— pero es ley que una hermosa luz imprescindible se esconda en los ojos de quien sale voluntario para luchar. Y aquellos hombres, a semejanza de los que se congregaron en la Dehesa a las órdenes de Porvenir, o en Pamplona con la boina roja, o en Castilla con la camisa azul, se disponían a abandonarlo todo para irse a combatir. Muchos de ellos firmaban un documento que rezaba así: «Yo estoy aquí en calidad de voluntario y estoy dispuesto a dar, si es necesario, hasta la última gota de mi sangre para salvar la libertad de España, la libertad del mundo entero».

Fanny envió seis emotivas crónicas a su red de periódicos, indicando que la mayor parte de voluntarios contaban de cuarenta a cuarenta y cinco años y que entre ellos los comunistas activos estaban en minoría. Los más de aquellos hombres eran sencillamente desplazados. Obreros sin trabajo de los puertos de El Havre, Marsella o Singapur, italianos exilados, soldados de la Legión extranjera francesa, perseguidos por la justicia y, desde luego, verdaderos idealistas que, habiendo perdido el amor por la patria que los vio nacer, el sentimiento de dependencia, hallaban sustitución y estímulo en defender una causa que juzgaban digna y beneficiosa para todo el género humano.

A Julio García, semejante clasificación no acababa de satisfacerle. A veces, a medianoche se despertaba y si Fanny estaba también despierta —Fanny le franqueaba la puerta de su habitación noche sí, noche no—, le sacudía el brazo y se ponía a filosofar. «¡Qué sabemos! —decía—. El hombre es muy complejo. Cada voluntario se habrá alistado para librarse de algo íntimo, personal. ¿No crees, querida Fanny, que todo lo hacemos para vengarnos de algo íntimo, personal?» Fanny sonreía. «¿Puede usted aclararme, míster García, por qué se atreve usted a tutearme, y de qué cosa íntima se venga usted cada vez que me besa tan apasionadamente?»

El hecho era que la pareja se las ingeniaba para conversar cada día con los voluntarios de turno en las colas. El conocimiento de idiomas de Fanny y la esplendidez de Julio invitando, facilitaban la empresa. No era raro que la periodista, al minuto escaso, le diera un codazo a Julio y le dijera: «Tráeme otro. Éste es un plomo». Sin embargo, la criba los llevó a conocer y tratar varios hombres de sumo interés. Con dos de ellos conectaron especialmente: con un «idealista» sueco, bautizado Polo Norte y con un judío de origen alemán, bautizado el Negus en gracia a su barba idéntica a la del príncipe etíope.

El sueco era un hombre de cuarenta y dos años, en perpetua indignación porque todo el mundo le preguntaba de buenas a primeras si le gustaba mucho esquiar. Lo bautizaron Polo Norte por la situación geográfica de su país, pero también porque tenía el pelo completamente blanco. Era silencioso y observador, y en cierto sentido recordaba el invierno. Le ilusionaba venir a España porque en España había formidables montañas y, por lo tanto, variedad. «La gente de países llanos como el mío es uniforme», decía. Julio le objetó: «Bendita uniformidad la de Suecia, Dinamarca y Holanda… Significa que todo el mundo vive bien». Polo Norte miró compasivamente a Julio: «No lo crea. El dinero satisface a muchas personas, pero no a todas. Todos hemos conocido millonarios muy desgraciados». «Entonces —concluyó Julio— ¿qué defenderá usted en España? ¿El capitalismo, la pobreza?» «Yo soy un idealista —contestó Polo Norte—. Voy a España a aprender. Por ahora no le digo más.»

El Negus era otro cantar. Cuarenta y cinco años. Había hecho la guerra del 14. Enseñaba a todo el mundo una fotografía de cuando era niño, en la que su expresión era pacífica y boba. Su origen judío lo mantuvo constantemente próximo al drama, hasta que se calentó y se fue a los Estados Unidos. Allí descubrió que su vocación era el robo, y como consecuencia, las cárceles. Ahora había regresado de América con una maquinilla de afeitar, un mechero y un reloj que el Partido Comunista Norteamericano regaló a cuantos compatriotas se alistaran para la guerra de España. Fue sincero. «Voy a por los fascistas, claro que voy. Pero también espero que los españoles serán agradecidos.» El Negus miraba a Fanny con codicia, pero no a toda su persona, sino al anular en que la periodista llevaba los tres aros de matrimonio. «Nos veremos en España, amigo —le dijo Julio—. Por ahora no le decimos más.»

La encuesta era tentadora. ¿Y el coronel francés Vincent? ¿Y Paulina, la mujer de André Marty? ¿Y Togliatti, que adoptó el nombre de Alfredo? Tales jerarcas nombraban «a dedo» los grados subalternos, según la ambición y la capacidad de los individuos. Así, Polo Norte fue nombrado sargento; el Negus, teniente.

La mayoría de estos voluntarios, distribuidos por secciones, se dirigían a España en ferrocarril, ruta Toulouse, Perpignan, Cerbère. Pronto, el tren 70, que salía de París por la noche, fue conocido por «el tren de los voluntarios». Julio García y Fanny decidieron regresar a Gerona en uno de esos trenes, en cuanto las gestiones de la Delegación de Compras hubiesen finalizado. «Quiero verlos borrachos. ¡Menudas pítimas! ¿No estás de acuerdo, Fanny? ¡Será bárbaro!»

Cada día la carga era distinta y básicamente la misma. El trayecto era largo y en su transcurso se liaban amistades, se intercambiaban conocimientos —éste hablaba de Turquía, el otro de China, el otro del Brasil— ¡se bebía! y se cantaban canciones. Los franceses cantaban
La Carmagnole
y
El joven guardia
. Los ingleses cantaban
It's a long way
, al compás de las ruedas del tren. Los italianos cantaban
Bandiera Rossa
y llevaban, por lo general, bufandas rojas, de seda. El himno unificador era
La Internacional
, y el ademán que todo lo expresaba, desde la voluntad hasta el miedo y el arrojo, el puño cerrado.

Al llegar a Perpignan se les incorporaron voluntarios que se encontraban ya en pueblecitos próximos a la frontera, esperando órdenes, o que no se atrevían a cruzar a pie la línea. El entusiasmo de estos pioneros al verse respaldados por la colectividad del tren 70 era contagiosa e inyectaba a todos nuevos bríos.

El esfuerzo de los voluntarios dotados de pasaporte especial para aprenderse de memoria y pronunciar medianamente su nuevo nombre, el que les había sido asignado, era jocoso. Muchos terminaban por desistir de su empeño y optaban por algún apodo fácil y al alcance de todas las lenguas. De ahí surgieron motes que hubieran tumbado de admiración a Arco Iris. Francia suministraba nombres de mujeres que valían para la ocasión: «Pompadour», «María Antonieta», «¡Juana de Arco!» Italia facilitó nombres de artistas, escritores y santos: Miguel Angel, Maquiavelo, Dante. ¿Y España? Hubo peleas por llamarse Felipe II y «Torero» y también «Olé».

En los pueblos españoles situados a lo largo de la vía férrea, el paso de los voluntarios produjo emoción y se hizo muy popular. Gerona se encontraba en el camino, de modo que Cosme Vila, a la hora prevista, enviaba a la estación grupos de manifestantes provistos de banderas y de pancartas en todos los idiomas. Tales representaciones a veces resultaban emocionantes, como la de cuarenta niños sordomudos que habían llegado a Gerona, a través de Francia, evacuados de un Sanatorio de Santander, con motivo de los combates del Norte. Los cuarenta niños habían sido debidamente uniformados y cada uno dotado con una banderita de papel. Fueron concentrados en el andén, debajo del reloj. En cuanto el convoy atracó —convoy compuesto de alemanes, polacos y ucranianos— y los rostros de los voluntarios asomaron sonrientes por las ventanillas, los cuarenta niños sordomudos abrieron la boca para gritar y no pudieron; y entonces agitaron con redoblado frenesí las banderitas de papel. Los voluntarios, ignorando la causa de aquel silencio infantil, se desgañitaron e hicieron toda clase de gestos incitantes. Hasta que Olga salió en ayuda de unos y otros y, aproximándose a la cabeza de un grupo de mujeres socialistas, empezó a gritar reiterada y estentóreamente: «¡Viva la Revolución! ¡Muera el Fascismo! ¡Vivan los voluntarios de la libertad!»

En Barcelona, el recibimiento era también aparatoso, organizado al alimón por la Generalidad, por el cónsul ruso Owscensco y por Axelrod, el hombre de las promesas. El presidente Companys se emocionaba cada vez de modo singular, pues era espiritista y llegó a sus oídos que entre los voluntarios abundaban los espiritistas. Los voluntarios paraban poco en la capital. Inmediatamente seguían ruta hacia el Sur, por orden de Largo Caballero. En efecto, éste había elegido como cuartel general de las Brigadas Internacionales la pequeña ciudad de Albacete, estratégicamente situada entre el Mediterráneo y Madrid. El 12 de octubre llegaron a esta ciudad los primeros contingentes, que se instalaron en la plaza de Toros y en el ex cuartel de la Guardia Civil. Los guardias civiles de la localidad habían sido asesinados, en julio, entre los muros del cuartel, los cuales aparecían aquí y allá salpicados de sangre. André Marty, con su boina tan enorme como la de «La Voz de Alerta», subido en una silla arengó a los recién llegados; pero muchos de éstos miraban dichas manchas de sangre con recelo, particularmente dos muchachas suizas, comunistas, llamadas Germaine y Thérèse, enfermeras de profesión. La sangre en el cuartel significaba muchas cosas y tal vez fuera un mal presagio. La sangre era la bufanda roja, de seda, del cuartel.

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