Un seminarista en las SS (5 page)

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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

Una mañana, yo tenía que ordenar la oficina; era un luminoso día de primavera y estaba solo. Abrí la ventana para dejar entrar el aire y casualmente oí la conversación que el oficial de Estado mayor y nuestro sargento mantenían al pie. ¡Por nada del mundo me podía perder aquella conversación!

El oficial le decía: «¿Qué pasa con los eclesiásticos? ¿Ya han caído?».

El sargento dejó oír un sonido de disgusto.

«¿Cómo?», exclamó el oficial. «Las cosas debían haber evolucionado algo en ese sentido. ¡No los hemos alojado deliberadamente en las familias de las más hermosas jóvenes para que no cambien!».

El sargento expresó su disgusto de nuevo. «Ese es el problema: ¡se niegan! Los colocamos a propósito en las casas de las más bonitas, y al alto —se refería a mí— lo pusimos en la de una muchacha a la que persiguen todos los suboficiales. Y ¿qué sucede? Todas las mañanas, a las seis, corre a la iglesia. Lo he seguido, y mientras el cura le dé algo de comer —se refería a la Sagrada Comunión— no hay nada qué hacer».

«Entonces, empieza a imponerles las obligaciones más temprano», sugirió el oficial.

«Eso no serviría de nada, pues entonces él y todos los demás acudirían a la iglesia a las cinco o irían por la tarde. El cura los aprecia mucho; ¡yo creo que diría Misa a medianoche solo para acomodarse a ellos! He intentado todo lo que se me ha ocurrido para cambiarlos. No lo he conseguido».

Cuando transmití esa sabrosa conversación a mis compañeros franciscanos, tuvimos ocasión de reírnos a gusto. Los oficiales y los suboficiales habían resultado burlados, pues al colocarnos donde ellos mismos desearían estar, con las mujeres más jóvenes y más puras, las habían puesto bajo nuestra protección. No éramos nosotros los que estábamos en peligro de «cambiar», como pretendían maliciosamente, sino que sus esfuerzos habían resultado infructuosos. Las familias no pensaban en despedirnos, pues sabían que sus hijas estaban a salvo con nosotros… y nosotros, entre aquellos buenos cristianos, estábamos a salvo de unas tentaciones que habrían sido una prueba para nuestra inexperiencia con mujeres.

Algún tiempo después el sargento me preguntó si en alguna ocasión miraba a las muchachas bonitas.

Repliqué en alta voz, entre las risas de los demás: «¡Por supuesto que miro a las chicas guapas! Dios no me ha dejado ciego solo porque aspire al sacerdocio. De hecho, veo a diario a una de las más bellas de la ciudad. Comprendo que muchos de los suboficiales lamentan que yo esté alojado con esa familia. ¡Creen que estoy desperdiciando una oportunidad que ellos no dejarían pasar!».

Todos rompieron a reír, mientras él, con el rostro enrojecido, farfullaba: «Tienes razón en lo que se refiere a la reservada actitud de Frieda. Nunca va al cine. Dice que nunca va al cine con soldados desconocidos. ¡Me parece que la estás llenando de tus peroratas religiosas!».

«Quizá sí. Quizá prefiera ir al cine con alguien en quien confíe, uno que vaya a la iglesia todas las mañanas incluso si es a las cinco». Eso dio en el clavo.

Rió estrepitosamente. «Ya lo habéis oído: ¡el cura y su novia yendo al cine! Eso, tengo que verlo». Y dando grandes zancadas, salió riendo todavía.

Cuando aquella noche llegué a la casa, pregunté, «Frieda, ¿te gustaría ir al cine conmigo? Estoy seguro de que debíamos entretenernos un poco». Afortunadamente, sus padres, que habían oído mi pregunta, asintieron; ella también, y salimos. Yo había calculado nuestra llegada justamente cuando estuviera empezada la proyección, de modo que ya se encontraran en la sala todos los suboficiales. Entramos en el primer descanso del filme, mientras los cabos nos observaban atónitos, con los ojos desorbitados y las bocas abiertas.

Si he dado la impresión de que los días de Herbolzheim fueron unas vacaciones, debo corregirla. Reinaba un gran malestar y mucho desorden, y los seminaristas de las SS éramos llamados frecuentemente para tranquilizar las cosas, pues los oficiales habían comprendido que teníamos más tacto y más autoridad que los otros guardias de élite. Con el paso del tiempo, eran cada vez más las cruces dañadas al borde de los caminos o totalmente profanadas, y cada vez eran más los padres desconsolados que acudían a denunciar los abusos cometidos contra sus hijas. Las relaciones entre los soldados y la ciudadanía se hacían cada vez más difíciles.

De repente, nos enviaron a la línea Sigfrido, junto al Rhin, y allí, en aquella primavera florida, pasamos dos meses sin nada que hacer. Yo tenía el encargo de atender la línea de comunicaciones del batallón y, durante aquellas semanas, permanecí en el bosque desde la mañana temprano hasta la noche, sin más ocupación que estudiar y tomar el sol. Me sentía de nuevo como un niño, disfrutando de los animales y del aire limpio, incontaminado, de los bosques y los prados. Y sabía que aquello no podía durar mucho tiempo.

Capítulo 4

DESAFIANDO A LAS SS

Cuando nos trasladamos a Kippenheim no habían empezado los bombardeos. Luego nos fuimos a Württemberg y una noche, poco después de instalarnos en un agradable acantonamiento, salimos precipitadamente. Avanzamos y entramos en guerra. Por encima de Luxemburgo invadimos Francia y entonces la cosa se puso seria, y para mí, extraordinariamente interesante.

Yo sabía francés, una peculiaridad escasa y, en consecuencia, fui destinado al servicio de intérpretes. Estaba encargado de los alojamientos y de otras necesidades y medidas, y de este modo podía hacer mucho bien y aliviar muchas cargas. Por ejemplo, decía a los ciudadanos franceses: «Enterrad vuestra gasolina; yo iré a buscarla dentro de poco». Y en su presencia, tomaba una pequeña parte dejándoles el resto para que lo ocultaran de los otros soldados; y así, podían hacer funcionar su maquinaria agrícola y los demás equipos necesarios.

Más tarde, en París, donde tantos pasaban necesidad mientras nosotros teníamos de todo y en abundancia, me ocupé de alimentar a muchos niños franceses hambrientos con las provisiones del odiado ejército alemán.

Por estar en comunicaciones así como sirviendo de intérprete, sabía cuándo se iban a efectuar los raids de las SS sobre iglesias u otros lugares semejantes. Una de las mezquindades preferidas de los oficiales para humillar a los sacerdotes consistía en incautarse del vino de la Misa. Si yo me enteraba previamente, me ocupaba de avisarlos, y así, cuando los SS se presentaban para llevar a cabo su sucia tarea, no encontraban vino… y con frecuencia tampoco al sacerdote, cuya presencia allí habría significado su muerte. También tenía la posibilidad de prevenir a aquellos cuya ejecución estaba decidida. Cuando llegaba al día siguiente a realizar mi trabajo de intérprete, el nido estaba vacío, el Sacramento a salvo y los vasos sagrados escondidos entre los feligreses. Yo daba gracias a Dios diariamente por el uniforme de las SS que vestía, porque crecía en la fe y porque pensaba que mi presencia en aquella odiada compañía era una bendición para aquellos que me rodeaban, así como para mí mismo.

La guerra se desarrollaba entonces con gran rapidez. Se produjeron algunos enfrentamientos en medio de grandes pérdidas. El enemigo sabía que las SS no hacían prisioneros y peleaba en consecuencia; tuvimos que cavar muchas tumbas.

Especialmente en Argonne, tuvimos muchas víctimas. Y tal es la naturaleza del hombre en tiempo de guerra que, incluso cuando aún estaban vivos los agonizantes, empezaron los saqueos. Nuestros nobles alemanes de alta cuna, los oficiales de mayor rango, se contaban entre los líderes de aquel increíble pillaje que tenía lugar en medio de los lamentos de los heridos y de los moribundos. Apilaban el botín en camiones enormes que enviaban a sus hogares en Alemania. Siguiendo su ejemplo, los soldados se volvieron como locos en su macabro comportamiento. Valía la pena robarlo todo, incluso lo más inútil, lo más insignificante. Muy pronto las calles de la ciudad estuvieron cubiertas con todas las propiedades de la gente, robadas y abandonadas cuando los soldados encontraban algo distinto que llamaba su atención. Los hombres eran como animales; las muchachas no se atrevían a mostrarse en público.

Por supuesto, los seminaristas no tomábamos parte en aquel penoso espectáculo. Nuestros compañeros nos calificaban de «locos beatos», pero nosotros nos manteníamos firmes. Más tarde, algunos de nosotros fuimos condecorados y se reconoció nuestra conducta en aquella época. Continuábamos en nuestros puestos de radio y no matamos a nadie.

Fui ascendido a
Obersturmmann
y el comandante me dijo que lamentaba no haberme concedido la Cruz de Hierro. Pero, desde luego, ¡no lo habría hecho!

Perseguíamos al enemigo, que huía tan rápidamente que solo gracias a las marchas forzadas lográbamos acercarnos a él. Recorrimos muchos kilómetros a través de pueblos saqueados y abandonados. Comíamos fuera de las zonas habitadas y, en ocasiones, llegábamos tan cerca de las tropas enemigas, que nos regalábamos con los pollos recién muertos que habían degollado a lo largo de la carretera sin imaginar que estábamos tan cerca como para poder robarles su cena. Por último, las armas callaron y empezó la larga espera.

Aunque triste en cierto modo, fue para mí una época agradable, ya que entretanto aproveché el tiempo para estar con la gente, mejorar mi francés y, cuando podía encontrar un sacerdote, ir a Misa. Durante esta marcha recibí la Sagrada Comunión en muchas ocasiones, a veces de manos de sacerdotes a los que primero tenía que encontrar y luego convencer. ¿Quién, en posesión de sus cinco sentidos, podría creer que uno de los odiados SS deseara reverentemente el sustento que solo se obtiene recibiendo los sacramentos y participando en la oración y en la Misa? Sin embargo, después de que me confesé con ellos, creyeron por fin que yo era en realidad un seminarista y no un arrogante nazi venido a detenerlos. A menudo se mostraban amargados a causa de la guerra, aunque tan piadosos como sacerdotes, que yo me sentía admirado y lleno de compasión hacia ellos. Y sacaba clandestinamente algunos alimentos para su uso y para que los distribuyeran entre su gente.

El 14 de julio, en Vaux sur Blaise los franceses celebraban su fiesta nacional, de la que nosotros no teníamos conocimiento, y fuimos a Misa como de costumbre. Tres o cuatro muchachas del coro empezaron a maullar cantando la Misa Solemne. No pudimos soportarlo por mucho tiempo, y seis franciscanos incoaron y cantaron una auténtica Misa coral. Los franceses se quedaron mudos… hasta la mañana siguiente. La compañía entera estaba alborotada. Muy pronto se extendió el rumor de que, en el día de la fiesta de la toma de la Bastilla, habíamos cantado en una iglesia francesa vestidos con el uniforme de las SS. Cuando llegamos al edificio del cuartel general, nos convocaron y nos acusaron de traidores y enemigos del pueblo alemán por haber cantado para el adversario en el día de su fiesta nacional.

«Es un insulto, y una deshonra para todas las SS. ¡Estáis arrestados en el campamento!», vociferó el sargento. «¿Cómo pudisteis asistir a una ceremonia celebrada por nuestros enemigos?». Estaba congestionado de rabia.

¡Aquello fue demasiado! «Señor», repliqué, «¡la Iglesia católica es universal! ¡Ante Dios no hay franceses, no hay alemanes, no hay arios, no hay judíos!».

El sargento gruñó de nuevo: «¿Qué estás diciendo? ¡Sois unos traidores!».

«Presentaremos una queja respecto a este asunto». Y nos negamos a continuar hablando.

Escribimos inmediatamente al general exponiéndole el caso, y él contestó que confiaba en nosotros; que teníamos permiso del Reichsfürer Himmler para asistir a Misa. Incluyó unas notas personales en las que constaba que podíamos circular por cualquier lugar; y nosotros hacíamos un uso frecuente de dicha nota.

Mientras los demás hacían la instrucción los sábados hasta última hora de la tarde, mi grupo y yo nos poníamos el uniforme y a las 14h nos despedíamos. Pavoneándome ante el apoplético sargento, gritaba para que todos pudieran oírme: «El SS Obersturmmann Goldmann reporta que está dejando el campamento para ir a confesarse». Y mis compañeros, con rostro impávido, gritaban también sus nombres, su rango y su destino. El sargento casi se moría de rabia, pero ¿qué podía hacer? ¡Yo me estaba confesando hasta medianoche!

A finales de 1940, recibimos la orden de que los soldados cualificados podían obtener un permiso durante el invierno para proseguir sus estudios. Como yo cumplía todos los requisitos, solicité cinco meses para continuar mis estudios de teología. Al principio, mis compañeros no seminaristas se reían de mí, pero cuando llegó el permiso —los cinco meses completos— la irritación de los nazis no conoció límites. Yo marché a Friburgo, donde estudié menos teología, por cierto, que arte y literatura. Naturalmente intenté ir a Fulda para estar con los míos, pero resultó imposible. La Gestapo había disuelto el monasterio en diciembre de 1939; los franciscanos habían sido literalmente barridos de Hessen, y el edificio estuvo ocupado primero por un grupo de la policía de las SS, y luego empleado como hospital.

En Friburgo pasé cinco maravillosos meses de estudio y descanso. Me reía de mis compañeros cuando se quejaban de la dureza del trabajo. Para mí, significaba un enriquecedor y gratificante descanso después de los horrores de la guerra. Tuve el placer de provocar una sensación de terror asistiendo a las primeras clases con el uniforme de gala de las SS… y apareciendo luego en el colegio con el hábito marrón de los franciscanos que me resultaba mucho más cómodo y familiar.

Reconfortado temporalmente en el cuerpo y en el alma, volví al campamento, pero me defraudó ver su deterioro moral respecto a los avances que había llegado a conseguir en el aspecto religioso. Me había propuesto la misión personal de llevar algún rayo de luz y de verdad a sus insatisfechas y vacías vidas espirituales y, antes de marchar, estaba haciendo ligeros progresos con algunos de ellos. Ahora era preciso volver a empezar, y conmigo, mis compañeros seminaristas.

Los oficiales jóvenes, la mayoría de ellos antiguos estudiantes universitarios, iniciaron una campaña para demostrarnos lo inútil y absurda que era la Iglesia. Se dedicaban a acosarnos, mostrándonos ante todo el mundo unos libros obscenos que habían obtenido en París, y pidiéndonos nuestra opinión sobre su valor artístico. Sin embargo, uno de los nuestros dio fin a todo ello cuando un día, deliberadamente y con toda tranquilidad, hizo trizas el libro antes de que los asombrados oficiales pudieran detenerlo. Encolerizados, le amenazaron con toda clase de castigos; pero él, a su vez, les replicó con la amenaza, amenaza que cumplió, de informar a Berlín de aquellos lamentables incidentes. Tenía amigos en cargos importantes, y el resultado fue que el oficial implicado en aquella broma de mal gusto desapareció al día siguiente sin que nadie supiera dónde. Y aquella insensatez terminó radicalmente.

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