Un seminarista en las SS

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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

 

Un seminarista en las SS es el apasionante relato autobiográfico de las increíbles aventuras vividas por un joven seminarista franciscano reclutado forzosamente por las SS de Hitler al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Sin traicionar a sus ideales cristianos, Gereon Goldmann fue capaz de completar su formación sacerdotal, ser ordenado, y ejercer secretamente su ministerio con los soldados católicos alemanes y con las víctimas civiles inocentes atrapadas en los horrores de la guerra.

Gereon Goldmann

Un seminarista en las SS

ePUB v1.0

Carlos.
24.03.12

Título original: The shadows of his wings

Autor: Gereon Goldmann

Edición original de 1964

Traducción: Mercedes Villar

2007 Ediciones Palabra S.A.

ISBN-10: 84-8239-839-3

Capítulo 1

INFANCIA FELIZ, NUBES DE TORMENTA

En apariencia, parecía sorprendente que algún día yo llegara a ser sacerdote. Aunque mis padres eran profundamente religiosos, e inquebrantables en el mantenimiento no solo de un ambiente piadoso sino también de su realidad, mi infancia fue tal, que ¡solamente Dios pudo hacer de mí un sacerdote!

Mi padre había nacido en Fulda, una ciudad que durante siglos fue considerada el baluarte de la fe católica en Alemania. Su patrón es el Apóstol de Alemania, San Bonifacio, cuyos restos reposan en el interior de la catedral barroca. Mi madre había nacido en el norte, en Hümling, una zona conocida también por la fuerza de su fe. Mi abuelo materno era médico y, durante varias generaciones, la familia de mi padre había mostrado cierta tendencia hacia la práctica de la medicina. Aunque mi padre no era médico, en una zona esencialmente dedicada a la agricultura y a los animales, el ejercicio de la veterinaria era tan importante para sus habitantes como la atención de los doctores.

En 1919, cuando yo contaba tres años, mi padre nos trasladó a Fulda desde la pequeña ciudad de Zieginahin, en Essen, donde yo había nacido mientras él luchaba en el frente occidental.

Este regreso a Fulda fue el comienzo de una infancia alegre y generalmente feliz. En aquella época mi padre trabajaba mucho en su profesión. Se pueden seguir las huellas de su prosperidad a lo largo de los años por los cambios que en los medios de transporte le procuraron su buena suerte y un trabajo esforzado: primero se trasladaba en bicicleta, luego en un carricoche de caballos, y a continuación, en una increíble y ruidosa motocicleta que anunciaba sus idas y venidas por las laderas de las montañas. El último vehículo que empleó para sus visitas fue un automóvil, que, llamado acertadamente «Vagabundo» por sus fabricantes, era lo bastante grande para todos los niños… entonces éramos siete varones sin que, desgraciadamente, hubiera niñas. Y acompañábamos entusiasmados a Padre en sus recorridos por los campos donde inspeccionaba a los rebaños de ovejas que se criaban en ellos.

Como hijos de veterinario, nos interesaba especialmente todo lo que vivía y se movía. Los recintos de las granjas que mi padre visitaba eran lugares inundados de un olor misterioso, oscuros pero acogedores, con numerosos rincones secretos, perfectos para el escondite y la diversión de los muchachos.

Los campos abiertos eran nuestro terreno de recolección, pues éramos incapaces de resistirnos a cualquier cosa que se moviera. Recordando su propia infancia, Padre aprobaba sonriendo, aunque en secreto, nuestra colección de pájaros, gatos, cachorros de perro, serpientes, peces, salamandras, ardillas y todo lo que pudiéramos obtener con una sola excepción: teníamos prohibido molestar, intentar atrapar e incluso tocar a los cervatillos, pues, aunque nuestros ciervos eran tan mansos como animales domésticos, aquellas criaturas no sobrevivían en cautividad. Podíamos proporcionarles comida en los inviernos rigurosos, pero eso era todo.

Fuera de esto, y a pesar de las horrorizadas protestas de Madre, las cajas y las jaulas que fabricábamos para los animales estaban continuamente ocupadas. Si los animales no bastaban para probar su enorme paciencia, creo que las colecciones de piedras resolvían el problema. Ahora comprendo el trabajo que significó atender una casa repleta de chiquillos todos varones, llenos de imaginación y de buena salud, y de edades tan próximas como para que los mayores indujeran a los más pequeños a toda clase de diabluras. Al no tener hijas que la ayudaran o la apoyaran, Madre hizo un trabajo realmente admirable. Por otra parte, no protestaba cuando intentábamos llenar la casa con piedras y animales, nos permitía fabricar jaulas para ellos y vigilaba la construcción de armarios con cerraduras y placas con los nombres de cada uno de nosotros.

Además de los numerosos viajes con Padre, los chicos hacíamos dos recorridos anuales con las facturas por los pueblos de los alrededores, esperando reunir y llevar a casa algún dinero. Nos sentíamos entusiasmados ante tal responsabilidad y nos inventábamos grandes peligros para hacerla aún mayor. Imaginábamos ladrones escondidos en los bosques esperando sorprendernos, agarrarnos y arrebatarnos el dinero…, incluso quizá ¡secuestrarnos y convertirnos también en ladrones!

Con el tiempo, aprendimos cuáles eran los granjeros que nos daban la bienvenida con algo de comida, y quiénes nos echaban y quiénes no, cuando conseguíamos probar algunas de las dulces manzanas que caían prácticamente de sus bien cargados árboles.

Nos entreteníamos recitando en alta voz frases en latín, y algunas veces en el griego y el francés que habíamos aprendido en la escuela. En realidad, lo hacíamos para impresionar a los que nos oían, sin preocuparnos ni saber que nos servía para mejorar nuestra pronunciación y el dominio de las lenguas extranjeras. Me figuro que si alguien nos hubiera indicado que aquellas prácticas nos beneficiaban, las habríamos abandonado inmediatamente.

También nos divertíamos gastando bromas tales como preguntar la distancia a cierta ciudad a cada transeúnte, y riéndonos a continuación de las variadas respuestas que recibíamos. Nos gustaba dirigirnos en una lengua extranjera a los sencillos y honestos granjeros para ver sus reacciones; pero cuando caían en la cuenta de que nos estábamos riendo y burlando de ellos, se organizaba una persecución que solía terminar con alguna bofetada o con el trasero caliente.

A veces nos acompañaban en nuestros viajes algunos amigos de la cofradía mariana local a la que se había unido mi familia al regresar a Fulda. En tales ocasiones pasábamos la noche al aire libre, durmiendo en tiendas de campaña o en las granjas amigas.

Los maestros eran estrictos, pero como éramos alegres y espabilados salíamos adelante sin demasiada dificultad. A pesar de tener gran cantidad de deberes, el ingenio nos ayudaba a sacar buenas notas y a disponer de demasiado tiempo libre. De vez en cuando, llegaban quejas desde muchos orígenes: nuestras tías de la ciudad, amantes de los gatos, solían referirse intencionadamente a los chicos que los robaban; el policía se vio obligado a quejarse de que «alguien» no dejaba en paz las campanillas de toda la calle; o el encargado del gas no podía explicarse que las luces que encendía al llegar la noche, se apagaran tras él.

Por otra parte, nuestra formación religiosa era muy cuidada. Todos los sábados recibíamos el sacramento de la Penitencia, y el Cielo sabe que yo tenía suficientes motivos para ello; daba mucho trabajo a nuestro capellán. Mi padre decía que yo era un ángel en la calle y un diablo en casa, porque sabía causar buena impresión en público, pero en privado era muy diferente.

Nuestra vida familiar estaba marcada por una profunda fe y una auténtica piedad. Padre y Madre eran modelos de padres católicos sin el menor asomo de mojigatería. Asistíamos a Misa y confesábamos y comulgábamos todas las semanas. Celebrábamos solemnemente y a su debido tiempo las fiestas litúrgicas, conservando y perpetuando todas nuestras hermosas tradiciones. Hacíamos peregrinaciones, especialmente a Nuestra Señora de los Montes. Aunque la Santa Misa solemne y el coro de los frailes nos resultaban terriblemente pesados, el recuerdo de las salchichas fritas que se servían después de la ceremonia los hacían más soportables.

Recuerdo lo feliz que me sentía por ser católico: las visitas al cementerio el Viernes Santo; el maravilloso Nacimiento en Navidad; las peregrinaciones; las devociones; la feliz libertad. Y sobre todo, recuerdo los principios cristianos que aprendimos a través del ejemplo de nuestros padres, pues ellos hacían realmente lo que otros solo decían que había de hacerse. A lo largo de los meses, Padre recibía muchas cartas de las misiones. Él las guardaba hasta el final del año, cuando cada respuesta iba acompañada de un donativo acorde con nuestra prosperidad en ese período.

Padre ofrecía el coche a todo el que encontraba por la calle. Cuando se trataba de un mendigo, paraba para darle algo y le ofrecía subir. Creo que los gitanos eran de las escasas personas por las que sentía poca simpatía y, por razones que entonces yo no alcanzaba a comprender, parecía soportar difícilmente a luteranos o a judíos.

A mí me resultaba difícil entenderlo, pues me gustaban los judíos. En los días de sus festividades nos enviaban regalos o bizcochos, y siempre tenían dinero. Una de nuestras diversiones favoritas consistía en convencerlos para que sobrepasaran la distancia permitida en su
Sabbath
. Lo conseguíamos a menudo, con tremendas consecuencias para ellos, pero solo hasta que Padre se enteró. Entonces recibimos una severa lección en el dispensario con un bastón como el del ayudante del director. En aquella época solíamos rellenar los fondillos de los pantalones, esperando así evitar parte del escozor. Sin embargo, cuando el primer castigado comenzó a llorar, todos los demás empezamos a berrear, de modo que los golpes se hicieron cada vez más y más suaves hasta el punto de que el último de la fila apenas sintió el bastón. Entonces intentamos poner en claro que, la próxima vez, el último de la fila seria el primero en recibir el castigo; pero la cosa no funcionó, especialmente después de que Padre se diera cuenta de lo que pasaba.

Nosotros pensábamos que la enseñanza religiosa era algo estricta, como lo era nuestra educación. En la escuela, Herr Hagemann creyó necesario castigarme casi diariamente. Considerábamos que el derecho del estudiante consistía en fastidiar al profesor, pero estábamos preparados para el «premio» que acompañaba al hecho de gastarle bromas. A pesar de eso, aprendíamos. Incluso en la escuela, el ejemplo de nuestros padres influía profundamente en nosotros. Nos enseñaron a no dejar nunca desamparada a una persona más frágil; a ocuparnos de los enfermos y los débiles; a consolar y animar en lo posible a los desvalidos.

Mi madre era una persona realmente asombrosa, extraordinariamente amable y comprensiva. La cocina solía estar ocupada por alguna inquieta esposa de la zona que había acudido a pedirle consejo. Se sentaba allí con mi madre, descargando sus penas, llorando, y marchándose luego aliviada y reconfortada en el cuerpo y en el alma. Madre fue la que me enseñó a defender a los pequeños y a los débiles, especialmente desde que yo me hice grande y fuerte. Muchas veces aparecí en casa sangrando por la nariz, prueba evidente de mis batallas a favor de compañeros que se veían importunados por los chicos mayores.

A los ocho años comencé a experimentar la gracia de Dios al ayudar a Misa, aunque no fui plenamente consciente de ello. Lo hacía en el convento de las Damas Inglesas que estaba frente a la escuela. Durante casi seis años, acudía diariamente al convento, un poco antes de las cinco, para preparar la Misa. Algunas veces me sentía demasiado cansado como para saltar del lecho y llegar a tiempo. Entonces, me golpeaba la nariz hasta hacerla sangrar y me volvía a la cama. Sin revelar los motivos, podía decir a la Hermana Sacristana que la hemorragia me había impedido cumplir con mi obligación.

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