Una ciudad flotante (14 page)

Read Una ciudad flotante Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

De repente, sin que nada pudiera explicarme tan extraño abandono de sí mismo, Fabián dejó caer su espada. Había sido tocado mortalmente, sin que lo sospecháramos. Toda mi sangre se agolpó en el corazón.

Pero la mirada de Fabián había tomado una animación singular.

—Defendeos —gritaba Drake, rugiendo, recogido sobre sus piernas, como un tigre pronto a caer sobre su presa.

Creí que Fabián, desarmado, estaba perdido. Corsican iba a arrojarse entre él y su enemigo, para impedir un asesinato… Pero Harry Drake, entretanto, estaba también inmóvil.

Me volví. Pálida como un cadáver, con las manos extendidas, Elena adelantaba hacia los combatientes. Fabián, con los brazos abiertos, fascinado por aquella aparición, no se movía.

—¡Vos! ¡Vos! —gritó Drake, dirigiéndose a Elena—. ¡Vos aquí!

Su espada levantada se estremecía con su punta de fuego. Parecía la espada del arcángel en manos del demonio.

De repente, un relámpago deslumbrador, una iluminación violenta envolvió la popa del buque. Me sentí derribado, medio ahogado. El relámpago y el trueno habían sido simultáneos. Se percibía un fuerte olor a azufre. Me levanté y miré. Elena estaba apoyada en Fabián. Harry Drake, petrificado, permanecía en pie, en la misma postura, pero su rostro estaba negro.

El desgraciado, llamando al rayo con la punta de su florete, había recibido todo su choque.

Elena se separó de Fabián, se acercó a Harry Drake, con la mirada llena de angelical compasión. Le puso la mano sobre un hombro… Aquel ligero contacto bastó para romper el equilibrio. El cuerpo de Drake cayó como una masa inerte.

Elena se inclinó sobre aquel cadáver, mientras nosotros retrocedíamos espantados. El miserable Harry estaba muerto.

—¡Muerto por el rayo! —dijo el doctor cogiéndome el brazo—. ¡Muerto por el rayo! ¡Ah! ¡Y no queríais creer en la intervención del rayo!

En efecto, ¿Drake había sido víctima del rayo, como afirmaba el doctor Pitferge, o, como aseguró después el médico del buque, se había roto un vaso en el pecho de aquel desdichado? No lo sé. Lo cierto es que no teníamos ante los ojos más que un cadáver.

CAPÍTULO XXXIV

Al otro día, martes 9 de abril, a las once de la mañana, el
Great-Eastern
levaba anclas y aparejaba para entrar en el Hudson. El práctico maniobraba con incomparable golpe de vista. La tempestad se había disipado durante la noche. Las últimas nubes desaparecían en el extremo horizonte. El mar estaba animado por una escuadrilla de goletas, que se dirigían a la costa.

A las once y media llegó la Sanidad. Era un barco pequeño de vapor, que llevaba a su bordo la comisión sanitaria de Nueva York. Provisto de un balancín que subía y bajaba, su velocidad era grande; aquel buque me dio la muestra de los pequeños ténders americanos, todos del mismo modelo. Unos veinte de ellos nos rodearon muy pronto.

No tardamos en pasar más allá del Light-Boat, faro flotante que marca los pasos del Hudson. Pasamos rozando la punta de Sandy Hook, lengua arenosa terminada por un paso; algunos grupos de espectadores nos aclamaron desde dicha punta.

Así que el
Great-Eastern
hubo costeado la bahía interior formada por la punta de Sandy Hook, en medio de una escuadrilla de pescadores, distinguí las florecientes y verdes alturas de Nueva Jersey, los enormes fuertes de la bahía, y luego la línea baja de la gran ciudad, que se prolonga entre el Hudson y el río del Este, como Lyon entre el Saona y el Ródano.

A la una, después de pasar a lo largo de los muelles de Nueva York, el
Great-Eastern
fondeaba en el Hudson, agarrando las uñas de sus anclas los cables telegráficos del río, que estuvo a punto de romper, más adelante, al levarlas.

Empezó entonces el desembarco de todos aquellos compañeros de viaje, de todos aquellos compatriotas de una travesía, que ya no debía volver a encontrar: los californianos, los mormones, los sudistas, los dos novios… Esperé a Fabián. Esperé a Corsican.

El capitán Anderson supo, por mi, los pormenores del desafío efectuado a bordo. Los médicos extendieron su certificado. No teniendo la justicia nada que ver en la muerte de Harry Drake, se habían dado las órdenes oportunas para que los últimos deberes para con él se llevaran a cabo en tierra.

En aquel instante el estadista Cokburu, que no me había hablado en todo el viaje, se acercó a mí y me dijo:

—¿Sabéis cuántas vueltas han dado las ruedas durante la travesía?

—No —le respondí.

—¡Cien mil setecientas veintitrés!

—¿Qué me contáis? ¿Y la hélice?

—¡Seiscientas ocho mil ciento treinta!

—Muchas gracias.

Y el estadista se alejó sin decirme adiós.

Fabián y Corsican se reunieron conmigo. El primero me estrechó la mano con efusión.

—¡Elena —me dijo—, Elena recobrará la razón! ¡Ha tenido un momento de lucidez! ¡Ah! ¡Dios es justo! ¡Le devolverá el juicio por completo!

Al hablar así, Fabián sonreía al porvenir. En cuanto a Corsican, me abrazó sin ceremonias, pero con rudeza.

—Hasta la vista —me gritó al tomar puesto en el ténder en que se hallaban Fabián y Elena, bajo la custodia de la hermana del capitán Macelwin, que había salido a recibirle.

El ténder se alejó, llevando aquel primer grupo de pasajeros al desembarcadero de la Aduana.

Le miré alejarse. Al ver a Elena entre Fabián y su hermana, no me quedó duda de que el amor, los cariñosos cuidados, llegarían a conseguir que aquella pobre alma extraviada por el dolor recobrara su modo natural de ser.

De pronto recibí un abrazo. Me lo daba el doctor Pitferge.

—¿Qué vais a hacer? —me dijo.

—Puesto que el
Great-Eastern
no parte hasta dentro de ciento noventa y dos horas, y debo volver a embarcarme en él, tengo ocho días que pasar en América. Esos ocho días, bien aprovechados, bastan para ver Nueva York, el Hudson, el valle del Mohawk, el lago Erie, el Niágara y todo ese país cantado por Cooper.

—¡Ah! ¡Vais al Niágara! —gritó Pitferge—. A fe mía no me desagradará verlo otra vez, y si mi proposición no os pareciera indiscreta…

Las ocurrencias del doctor me hacían mucha gracia. Me interesaba. Era un guía ya encontrado y de mucha instrucción.

—Tocad estos cinco —le dije.

A las tres, después de haber remontado el Broadway, a bordo del ténder, nos alojamos en dos habitaciones del «Fifth Avenue Hotel».

CAPÍTULO XXXV

¡Ibamos a pasar ocho días en América! El
Great-Eastern
debía zarpar el 16 de abril, y el día 9, a las tres de la tarde, había puesto mi planta en el suelo de la Unión. ¡Ocho días! Hay turistas frenéticos, «viajeros exprés», a quienes hubieran bastado para visitar a toda América. Yo no abrigaba tamaña pretensión, ni siquiera la de visitar Nueva York detenidamente para escribir, después de tan extrarrápido examen, un libro sobre las costumbres y el carácter de los americanos. Pero la constitución y el aspecto físico de Nueva York están pronto vistos. No ofrece mayor variedad que un tablero de damas. Calles que se cortan perpendicularmente, llamadas «avenidas» si son longitudinales y «streets» si son transversales; estas diversas vías de comunicación están numeradas correlativamente, sistema muy práctico, pero muy monótono; ómnibus americanos recorriendo todas las avenidas. Visto un barrio está vista toda la ciudad, a excepción del laberinto de callejuelas que constituyen la parte sur de la ciudad, donde se apiña la población mercantil. Nueva York es una lengua de tierra, y toda su actividad está concentrada en la punta de esta «lengua» A un lado se desarrolla el Hudson y al otro el río del Este; ambos ríos son dos brazos de mar, surcados por buques, y cuyos
ferry-boats
unen la ciudad, a la derecha con Brooklyn, a la izquierda con las márgenes de Nueva Jersey. Una sola arteria corta oblicuamente la simétrica aglomeración de los barrios de Nueva York, llevando a ellos la vida. Es el antiguo Broadway, el Strand de Londres, el bulevar Montmartre de París; casi impracticable en su parte baja, donde afluye la multitud, y casi desierto en su parte elevada, una calle en que se codean los casuchos y los palacios de mármol; un verdadero río de coches de alquiler, de ómnibus, de caballos, de mozos de cuerda, con aceras por orillas, y sobre el cual ha sido preciso echar puentes para dejar paso a los peatones. Broadway es Nueva York, y por allí paseamos el doctor Pitferge y yo, hasta que se hizo de noche.

Después de haber comido en «Fifth Avenue Hotel», donde nos sirvieron manjares liliputienses en platos de muñecas, fui a ciar término al día en el teatro de Barnum. Se representaba un drama que atraía a la multitud:
New York Streets.
En el cuarto acto figuraba un incendio y una bomba de vapor servida por verdaderos bomberos. Esto producía «Great-atraction».

Al día siguiente, por la mañana, dejé al doctor dedicarse a sus asuntos. Debíamos encontrarnos en la fonda a las dos. Fui al correo, Liberty Street, 51, a recoger las cartas que me esperaban, y después a Rowlingen-Green, 2, a lo último del Broadway, a ver al cónsul de Francia, Mister Gauldrée Boikein, que me acogió muy bien; luego a la casa de Hoffmann, donde cobré una letra, y por último, a casa de la hermana de Fabián, mistress R…, cuyas señas me habían dejado, Calle 36, número 25. Allí adquirí noticias de Elena y mis amigos. Siguiendo el consejo de los médicos, Corsican, Fabián y la hermana de éste habían salido de Nueva York, llevando consigo a la pobre Elena, a quien los aires y la tranquilidad del campo no podían dejar de ser favorables. Una carta de Corsican me anunciaba la repentina marcha. El valiente capitán había ido a buscarme al «Fifth Avenue Hotel», pero no me había encontrado. ¿A dónde irían al salir de Nueva York? No lo sabían. Al primer sitio que impresionara a Elena, y pensaban permanecer en él mientras durara el encanto. Corsican se comprometía a tenerme al corriente, y esperaba que yo no partiera sin haber vuelto a abrazarlos a todos por última vez. Indudablemente, aunque sólo fuera por algunas horas, sería para mí una gran dicha hallarme junto a Fabián, Elena y Corsican. Pero ausentes ellos y alejado yo, no debía pensar en veros.

A las dos me encontraba de regreso en la fonda, donde encontré a Pitferge en el
room,
lugar lleno de gente como una Bolsa o un mercado, verdadera sala pública donde se mezclan los paseantes y los viajeros, y donde todo el que llega encuentra, gratis, agua de nieve, galleta y chester.

—¿Cuándo partimos, doctor? —le dije.

—Esta tarde, a las seis.

—¿Tomamos el
railroad
del Hudson?

—No, el
Saint-John,
un barco maravilloso, un mundo nuevo, un
Great-Eastern
de río, uno de esos admirables aparatos de locomoción que revientan con la mayor facilidad. Hubiera preferido enseñaros el Hudson de día, pero el
Saint-John
sólo navega de noche. Mañana, al amanecer, estaremos en Albany; a las seis tomaremos el «New York Central»,
railroad,
y por la noche cenaremos en Niágara Falls.

Acepté a ojos cerrados el programa. El aparato ascensor de la fonda, moviéndose por su rosca vertical, nos subió a nuestras habitaciones, y nos bajó, algunos momentos después, con nuestras maletas-mochilas. Un coche de alquiler, de a 20 francos la carrera, nos condujo en un cuarto de hora al embarcadero del Hudson, delante del cual el
Saint-John
ostentaba ya, por penacho, gruesos torbellinos de humo.

CAPÍTULO XXXVI

El
Saint-John
y el
Dear-Richmond,
su semejante, eran los mejores buques del río. Eran edificios más que barcos, con dos o tres pisos con terrazas, corredores y galerías. Un barco de esta especie parece la habitación flotante de un plantador. El conjunto está dominado por una veintena de botes empavesados y ligados entre sí por armaduras de hierro, que consolidan el conjunto de la construcción. Los dos enormes tambores están pintados al fresco, como los tímpanos de la iglesia de san Marcos de Venecia. Detrás de cada rueda se alza la chimenea de las dos calderas, que se hallan colocadas exteriormente y no en los flancos del vapor, precaución útil en el caso de una explosión. Entre los dos tambores se mueve el mecanismo, de extremada sencillez: un cilindro con su émbolo, que mueve un largo balancín, que sube y baja como un enorme martillo de fragua y una sola biela que comunica el movimiento al árbol de las macizas ruedas.

La cubierta del
Saint-John
estaba ya atestada de viajeros. El doctor y yo tomamos posesión de un camarote que comunicaba con un salón inmediato, especie de galería de Diana, cuya redondeada bóveda descansaba en una columnata corintia. Por todas partes comodidad y lujo: tapices, alfombras, divanes, objetos de arte, pinturas, espejos y luces de gas, fabricado a bordo, en un pequeño gasómetro.

En aquel momento, la colosal máquina se estremeció. Emprendíamos la marcha. Subí a las terrazas superiores. En la proa había una casa brillantemente pintada: era la cámara de los timoneles. Cuatro hombres vigorosos estaban junto a los radios de la doble rueda del gobernalle. Después de un paseo de algunos minutos, bajé a cubierta entre las calderas ya rojas, de donde se escapaban pequeñas llamas azules, al impulso del aire que despedían los ventiladores. Del Hudson, no me era posible ver nada. La niebla que avanzaba con la noche, «podía cortarse con cuchillo». El
Saint-John
se hinchaba en la sombra como un formidable mastodonte. Apenas se distinguían las lucecillas de los pueblos situados a orillas del do y los faroles de los barcos de vapor que remontaban las oscuras aguas, dando terribles silbidos.

A las ocho, entré en el salón. El doctor me llevó a cenar a una magnífica fonda instalada en el entrepuente y servida por un ejército de criados negros. Dean Pitferge me hizo saber que el número de viajeros pasaba de 4000, entre los cuales se contaban 1500 emigrantes, alojados en la parte baja del barco. Terminada la cena, fuimos a acostarnos a nuestro cómodo camarote.

A las once, me despertó un especie de choque. El barco se había parado, pues el capitán no, se atrevía a navegar al través de tan densas tinieblas. Anclado en el canal, el enorme buque se durmió tranquilamente sobre sus anclas.

El
Saint-John
prosiguió su marcha a las cuatro de la mañana. Me levanté y fui a la galería de proa. La lluvia había cesado; las nubes se elevaban; aparecieron las aguas del río y después las orillas; la derecha accidentada, cubierta de árboles verdes y de arbustos que le daban el aspecto de un largo cementerio; en último término, altas colinas limitaban el horizonte con una graciosa línea. Al contrario, en la: orilla izquierda sólo había terrenos llanos y fangosos. En el cauce mismo del río, muchas goletas aparejaban para aprovechar la primera brisa, y los vapores remontaban la rápida corriente del Hudson.

Other books

Getting Some by Kayla Perrin
Recipe for Disaster by Stacey Ballis
Strange Wine by Ellison, Harlan
Gambling on the Bodyguard by Sarah Ballance
Faded Steel Heat by Glen Cook
Little Conversations by Matilde, Sibylla
Wanted by R. L. Stine