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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

Una ciudad flotante (11 page)

—¡Atención! —me dijo el doctor—. ¡No está lejos la catástrofe!

Avanzaron los marineros hacia la proa, con el oficial. Cogidos al palo segundo, mirábamos por entre las brumas. Cada ola escupía sobre cubierta un torrente. De repente, un golpe de mar más violento que el primero, pasó por la brecha de la obra muerta, arrancó una enorme plancha que cubría la bita de proa, demolió la maciza cubierta bajo la cual se hallaba el alojamiento de la marinería, y atacando de frente las paredes de estribor, las hizo pedazos, llevándoselas como pedazos de tela echados al viento.

Los hombres yacían por tierra. Uno de ellos, un oficial, medio ahogado, sacudió sus rojas patillas y se puso en pie. Viendo tendido y sin conocimiento a uno de sus marineros, sobre un ancla, cargó con él y se lo llevó. Los marineros huían en los destrozos. ¡En el entrepuente había tres pies de agua! Nuevos restos cubrían el mar, contándose entre ellos algunos centenares de las muñecas que mi compatriota de la calle Chapon pensaba aclimatar en América. Todas aquellas figuritas, arrancadas de su caja por un golpe de mar, bailaban sobre las olas, y en otra ocasión menos crítica nos hubieran hecho desternillar de risa. La inundación ganaba terreno. Por las aberturas se precipitaban masas líquidas, siendo tal el asalto del mar que, según la relación del maquinista, el
Great-Eastern,
embarcó más de 2000 toneladas de agua; esto hubiera hecho zozobrar una de las mayores fragatas.

—¡Bueno! —dijo el doctor, mientras una ráfaga se llevaba su sombrero.

La situación era insostenible. Locura hubiera sido intentar más prolongada resistencia. Era preciso huir más que de prisa. El buque, empeñado en resistir de frente las olas, con el estrave roto, era como un hombre que nada entre dos aguas, con la boca abierta.

¡Por fin, el capitán Anderson lo comprendió! Le vi correr a la ruedecilla que mandaba las evoluciones del gobernalle. En el acto, precipitóse el vapor a los cilindros de popa, y el coloso, revolviéndose como una canoa, dio la cara al Norte y echó a correr ante la tempestad.

En aquel instante, el capitán, ordinariamente tan sereno y dueño de sí, gritó con rabia:

—¡Mi buque está deshonrado!

CAPÍTULO XXV

Apenas el
Great-Eastern
hubo virado de bordo, apenas presentó su popa a las olas, cesaron los balances. A la agitación sucedió la inmovilidad absoluta. El almuerzo estaba servido. La mayor parte de los pasajeros, tranquilizada por la inmovilidad del buque descendió a los
dining-rooms,
donde, durante el almuerzo, no se experimentó un sacudimiento ni un choque. Ni un plato cayó al suelo; ni una copa derramó sobre el mantel su contenido, a pesar de no haberse dispuesto las mesas de suspensión. Pero, tres cuartos de hora más tarde, empezó la danza de los muebles; las suspensiones se mecieron en el aire, las porcelanas chocaron entre sí, encima de los aparadores. El
Great-Eastern
acababa de emprender nuevamente su interrumpida marcha al Oeste.

Subí a cubierta, acompañado de Pitferge, que encontró allí al de las muñecas.

—Caballero —le dijo—, toda vuestra gentecilla se ha fastidiado. He ahí unas muñecas que no tartamudearán en los Estados de la Unión.

—¡Bah¡ —respondió el industrial parisiense—. La pacotilla estaba asegurada y no se ha ahogado con ella mi secreto. Volveremos a hacer muñecas como esas.

Por lo visto, mi compatriota no se ahogaba en poca agua. Nos saludó amablemente y nos dirigimos hacia la popa, donde un timonel nos dijo que las cadenas del gobernalle se habían enredado, durante el tiempo transcurrido entre el primer golpe de mar y el segundo.

—Si semejante accidente hubiera sobrevenido en el momento de la evolución —me dijo Pitferge—, no sé lo que hubiera pasado, porque el mar se precipitaba en el buque a torrentes. Las bombas de vapor han empezado ya a sacar agua, pero aun queda mucha.

—¿Y el pobre marinero? —le pregunté.

—Está gravemente herido en la cabeza. ¡Pobre muchacho! Es un pescador, casado, padre de dos niños y hace su primer viaje a ultramar. El médico del buque no responde de su vida, lo cual me hace temer por ella. En fin, pronto lo veremos. Se ha dicho que el golpe de mar se ha llevado algunas personas, pero, afortunadamente, no es cierto.

—¿Hemos emprendido otra vez nuestro camino?

—Sí, el camino al Oeste, contra viento y marea —añadió, cogiéndose a un guarda-mancebo para no rodar por el suelo—. ¿Sabéis lo que haría yo con el
Great-Eastern,
si fuera mío? Pues haría de él un barco de lujo a diez mil francos el pasaje. No habría a bordo más que millonarios, gente que no tuviera prisa. Tardaríamos más de un mes en la travesía de Inglaterra a América. Jamás cortaríamos olas al sesgo. Siempre viento en popa o de proa, y nunca balances ni arfadas. Mis pasajeros estarían libres de mareo y les pagaría cien libras por cada náusea.

—Esa es una idea realizable —le dije.

—¡Sí! —replicó—. ¡Se podría ganar dinero, o perderlo!

El buque continuaba avanzando a pequeña velocidad, dando a lo sumo, seis vueltas de rueda, con objeto de mantenerse. El oleaje era terrible, pero el estrave cortaba normalmente las olas y no embarcaba agua. No era ya una montaña de metal que avanzaba contra otra de agua, sino una roca sedentaria que recibía indiferente los besos de las olas. Una lluvia copiosísima nos obligó a buscar refugio en el gran salón. El efecto del chaparrón fue calmar el viento y la mar. El cielo aclaró por el Oeste y las últimas gruesas nubes se deshicieron en el horizonte opuesto. A las diez, la tempestad daba su último resoplido.

A las doce, las observaciones pudieron hacerse con cierta exactitud, y dieron:

Lat. 41° 50' N.

Long. 51° 67' O.

Car. 193 millas.

Esta considerable disminución en el camino recorrido no podía atribuirse más que a la tempestad, que había combatido al buque por la noche y al amanecer, tempestad tan terrible que uno de los viajeros —verdadero habitante de aquel Atlántico que había atravesado 43 veces—, no había visto otra igual. El maquinista confesó que, durante aquellos tres días que pasó el
Great-Eastern
en el hueco de las olas, no había sufrido tan fuertes ataques. Pero seamos justos: si no marcha más que medianamente, este admirable
steam ship,
ofrece en cambio seguridad completa contra los furores del mar. Resiste como una mole maciza, debiendo esta rigidez a la homogeneidad perfecta de su construcción, a su doble quilla y a lo maravillosamente ajustadas que están sus piezas. Su resistencia es absoluta.

Pero repetimos, igualmente, que, por grande que sea su fuerza, no es prudente oponerla a una mar desencadenada. Por grande que sea, por resistente que se le suponga, un buque no queda deshonrado por huir de la tempestad. Un capitán no debe olvidar jamás que la vida de un hombre vale más que una satisfacción del amor propio. Obstinarse es peligroso, empeñarse es censurable, y un ejemplo reciente, una catástrofe sobrevenida a un vapor-correo oceánico, prueba que un capitán no debe luchar exageradamente contra el mar, aun cuando se vea alcanzado por un vapor de una compañía rival.

CAPÍTULO XXVI

Las bombas proseguían sacando el lago interior de
Great-Eastern,
parecido a un estanque en medio de una isla. Poderosas y rápidamente movidas por el vapor, devolvieron al mar lo que era suyo. Había cesado la lluvia; el viento refrescaba de nuevo; el cielo, barrido por la tempestad, estaba puro. Entrada la noche, seguía paseando sobre cubierta. Los salones despedían largas fajas de luz por sus ventanas abiertas. Hacia la popa, hasta los límites de la mirada, se proyectaba un fosforescente remolino, rayado irregularmente por la cresta luminosa de las olas. Reflejándose en aquellas capas blanquecinas, las estrellas desaparecían y aparecían como en medio de nubes impelidas por una fuerte brisa. Alrededor y a lo lejos se extendía la noche oscura. Hacia la popa gruñía el trueno de las ruedas, y bajo mis pies, sentía los chasquidos de las cadenas del gobernalle.

Llegado al gran salón, me sorprendió hallar en él una compacta multitud de espectadores. ¡Cuánto aplauso! A pesar de los desastres del día, el
entertainment
de costumbre desarrollaba las sorpresas de su programa. Del marinero herido, moribundo, nadie se acordaba. Reinaba grande animación. Los pasajeros acogían con satisfacción marcada la primera representación de una compañía de
ministrels,
en las tablas del
Great-Eastern.
Estos
ministrels
son cancioneros ambulantes, negros o ennegrecidos según su origen, que recorren las ciudades inglesas dando conciertos grotescos. En aquella ocasión, los cantores eran marineros o camareros pintados de negro. Llevaban trajes de desecho, galletas en lugar de botones, tenían anteojos formados por botellas apareadas y rabeles hechos con cuerdas y vejigas. Aquellos gaznápiros, muy granujas por cierto, cantaban coplas burlonas e improvisaban discursos razonados con equívocos y retruécanos. Al verse aplaudidos, exageraban sus contorsiones y gestos. Para terminar, un bailarín, ágil como un mono, ejecutó un paso que entusiasmó a la concurrencia.

Pero por interesante que fuera el programa de los
ministrels,
no divertía a todos los pasajeros. Muchos se divertían de otro modo, apretándose en torno de las mesas del salón de proa. Allí se jugaba en grande. Los gananciosos defendían las ganancias hechas durante la travesía; los desgraciados trataban de reponerse, pues el tiempo apremiaba, por medio de golpes de audacia. Salía de aquella sala un violento ruido. Oíase la voz del banquero cantando los golpes, las imprecaciones de los que perdían, el retintín del oro, el crujir de los billetes de Banco. A lo mejor reinaba profundo silencio, pasado el cual, aumentaban en intensidad y número los gritos.

Tengo horror al juego, por cuyo motivo apenas me eran conocidos los abonados del
smoking-room.
El juego es un placer siempre grosero, a veces malsano. El hombre atacado de esta enfermedad no puede menos de padecer otras. Es un vicio que nunca va solo. La sociedad de los jugadores, mezclada siempre a todas las sociedades, no me agrada. Allí dominaba Harry Drake, en medio de sus secuaces. Allí preludiaban su vida de aventuras algunos vagos que iban a América a hacer fortuna. Como yo evitaba siempre el contacto de aquella gentuza, pasé por delante de la puerta, sin intención de entrar, cuando me detuvo un tumulto de gritos e injurias. Escuché, y con grande asombro mío, creí reconocer la voz de Fabián. ¿Qué hacía allá? ¿Iba a buscar a su enemigo? ¿Estaba a punto de estallar la tan temida catástrofe?

Empujé con fuerza la puerta. El alboroto estaba en su apogeo. Entre el montón de jugadores, vi a Fabián que estaba en pie, frente a Harry Drake, en pie también. Sin duda Drake acababa de insultar groseramente a Fabián, porque la mano de éste se levantó y, si no cruzó la cara de su adversario, fue porque Corsican se interpuso, deteniéndole con rápido ademán.

Pero Fabián, dirigiéndose a Drake, le dijo con acento fríamente burlón:

—¿Dais el bofetón por recibido?

—Sí —respondió Drake—. ¡Aquí está mi tarjeta!

La inevitable fatalidad había puesto frente a frente a aquellos dos mortales enemigos. Ya era tarde para separarlos. Las cosas debían seguir su curso. Corsican me miró: sus ojos en abstracta expresión, revelaban menos emoción que tristeza.

Fabián había cogido la tarjeta que Drake había dejado sobre la mesa. La tenía entre las puntas de los dedos, como un objeto que no se sabe por dónde cogerlo. Corsican estaba pálido. Mi corazón latía con violencia. Fabián miro, por fin, la tarjeta, y leyó el nombre que contenía. Un rugido brotó de su pecho.

—¡Harry Drake! —exclamó—. ¡Vos! ¡Vos! ¡Vos!

—Yo mismo, capitán Macelwin —respondió tranquilamente el rival de Fabián.

¡No nos había engañado! Si Fabián había ignorado hasta aquel momento el nombre de Drake, éste se hallaba sobradamente informado de la presencia de Fabián en el
Great Eastern.

CAPÍTULO XXVII

Al día siguiente, corrí en busca de Corsican y le hallé en el gran salón. Había pasado la noche junto a Fabián, que aún no se había repuesto de la terrible emoción que le había causado el nombre del marido de Elena. ¿Acaso una secreta intención le hacía comprender que Drake no estaba sólo a bordo? ¿La presencia de aquel hombre le revelaba la de Elena? ¿Adivinaba que la pobre loca era la niña a quien adoraba hacía tantos años? Corsican no pudo decírmelo, porque Fabián no había pronunciado una palabra en toda la noche.

Corsican sentía, hacia Fabián, una especie de pasión fraternal. Desde la infancia, su intrépida naturaleza le había seducido. Estaba desesperado.

—He intervenido demasiado tarde —me dijo—. ¡Antes que Fabián levantara su mano sobre Drake, he debido abofetear a ese miserable!

—Inútil violencia —le dije—. Drake no os hubiera seguido al terreno a que pretendíais llevarle. Buscaba a Fabián, y era inevitable la catástrofe.

—Tenéis razón —me dijo—. Ese canalla ha conseguido su objeto. Conocía todo lo pasado, todo el amor de Fabián. Tal vez Elena, privada de su razón, le ha revelado sus más secretos pensamientos. Tal vez, antes de su matrimonio, la leal Elena le contó lo que ignoraba de su vida de niña y de joven. Impulsado por sus malos instintos, hallándose en contacto con Fabián, ha buscado este lance, reservándose el papel de ofendido. Ese tuno debe de ser un espadachín consumado, un matón.

—Sí —respondí—. Cuenta varios lances de este género.

—No es el desafío lo que yo temo —respondió Casican—. El capitán Fabián Macelwin es uno de esos hombres a quienes no turba ningún peligro. Lo que temo son las consecuencias. Si Fabián mata a ese hombre, por vil que sea, abre un abismo entre Elena y él. Sabe Dios que, en el estado en que esa infeliz mujer se encuentra, necesita un apoyo como Fabián.

—Pero, suceda lo que suceda, lo que debemos desear, por Elena y Fabián, es que Drake sucumba. La justicia está de nuestra parte.

—Cierto, pero debemos temerlo todo, y estoy traspasado de dolor, pues, a costa de mi vida, hubiera querido evitar a Fabián este encuentro.

—Capitán —respondí cogiendo la mano de tan adicto amigo—, aún no hemos recibido la visita de los padrinos de Drake. Aunque todas las circunstancias os dan la razón, aún no puedo desesperar.

—¿Conocéis algún medio de evitar el desafío?

—No, hasta ahora, al menos. Sin embargo, ese desafío, si ha de efectuarse, ha de ser en América, y antes de llegar, la casualidad, que ha creado esta situación, puede libramos de ella.

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