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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

Una ciudad flotante (6 page)

—¿Considerable?

—¡Vaya! ¡Ya lo creo! Su activo es de millones.

—¿Y aquel que mueve la cabeza de arriba abajo, como un negro de reloj?

—Es el célebre Cokburu de Rochester, el estadístico universal, que todo lo ha pesado, medido, contado y valuado en guarismos. Interrogad a ese maniático inofensivo y os dirá cuánto pan ha engullido un hombre a los cincuenta años, cuántos metros cúbicos de aire ha respirado. Os dirá también cuántos pliegos en folio llenarían las palabras de un abogado de Temple-Bar; cuántos millas anda diariamente un cartero, solo para llevar cartas amorosas; cuántas viudas pasan al día por el puente de Londres; cuántos metros de altura tendría una pirámide levantada por los bocadillos consumidos anualmente por un ciudadano de la Unión; cuántos…

El doctor, lanzado a toda vela, hubiera seguido por el mismo camino hasta sabe Dios cuándo, si no le hubieran distraído otros pasajeros que desfilaron por delante de nosotros. ¡Qué tipos tan diversos! Pero ni un desocupado; no se varía de continente sin motivo serio. La mayor parte iba a América a hacer fortuna, sin tener en cuenta que un yanqui a los veinte años ya ha adquirido su posición, y que a los veinticinco es demasiado viejo para entrar en lucha.

Entre aquellos aventureros, inventores y buscavidas, me enseñó el doctor algunos muy interesantes. Uno era un sabio químico, rival de Liebig, que sabía condensar todos los elementos nutritivos de un buey en una pastilla de carne del tamaño de un peso duro y que iba a acuñar moneda con rumiantes de las Pampas. Otro corría a Nueva Inglaterra, a explotar un caballo de vapor que llevaba encerrado en una caja de reloj de bolsillo. Un francés de la calle de Chapon creía tener hecha su fortuna, pues llevaba 30.000 muñecas de cartón que decían
papá
con acento americano.

Además de estos originales, ¡cuántos otros cuyos secretos podían suponerse! Tal vez algún cajero llevaba su caja a tomar aires, y algún
detective,
amigo suyo durante el viaje, esperaba solo la llegada a Nueva York para echarle mano al pescuezo. Tal vez hubiera podido hallarse entre otros algún director de alguna de esas empresas que hallan siempre accionistas bobos, aunque la sociedad se titule:
Compañia oceánica de alumbrado de gas de la Polinesia,
o
Sociedad general de carbones incombustibles.

Me distrajo en aquel momento una pareja joven, que parecía profundamente aburrida.

—Son peruanos —me dijo el doctor—, casados hace un año, y cuya luna de miel han paseado por todos los horizontes del globo. Salieron de Lima en la noche de novios. Se adoraron en el Japón, se adoraron en Australia, se toleraron en Francia, riñeron en Inglaterra y se divorciarán en América.

—¿Y aquel hombre alto, de fisonomía altanera, que acaba de entrar? Parece un oficial, con su bigotazo negro.

—Es un mormón —respondió Pitferge—. Es mister Flateh, gran predicador de la Ciudad de los Santos. ¡Hermoso tipo de hombre! ¡Qué mirada tan arrogante, qué fisonomía tan digna, qué modo de vestir tan diferente del modo de vestir de un yanqui! Regresa de Alemania e Inglaterra, donde ha predicado, haciendo muchos prosélitos, pues el mormonismo cuenta en Europa muchísimos adeptos, a los cuales permite conformarse a las leyes de sus países respectivos.

—Yo creía que en Europa estaba prohibida la poligamia.

—Sin duda, pero se puede ser mormón sin ser polígamo. Brigham-Young tiene un harem porque así le conviene, como lo tiene más de un católico, pero no todos sus correligionarios le imitan a orillas del lago Salado.

—¿Y mister Hateh?

—Tiene una mujer, y le basta. Además, se propone explicarnos su doctrina una de estas noches.

—Tendrá un lleno completo —dije.

—Sí —respondió el doctor—, si el juego no le quita los parroquianos. Anda por ahí un inglés de mala cara, que me parece el jefe de esta turba de tahúres que juegan en la cámara de proa. Es un canalla de la peor fama. ¿Habéis reparado en él?

Algunos pormenores que añadió el doctor me hicieron recordar al individuo que aquella mañana se había distinguido por sus apuestas. Mi diagnóstico no me había engañado. Dean Pitferge me dijo que se llamaba Harry Drake. Era hijo de un comerciante de Calcuta, un jugador, un camorrista, un perdido, un tronado, y probablemente iba a América a probar vida de aventuras.

—Esos hombres encuentran en cualquier parte aduladores que les estimulan, y ése tiene ya aquí su círculo de pillos cuyo centro forma. Entre ellos está un hombrecillo chato, carirredondo, de labios gruesos y con gafas de oro, que se titula doctor y dice que va a Quebec, pero que estoy seguro de que es judío alemán, mestizo de burdeles; un charlatán de baja estofa y admirador de Drake.

Pitferge, que saltaba de tema en tema, me tocó en el codo, para hacerme reparar en un joven de 22 años que daba el brazo a una niña de 17.

—¿Dos recién casados? —pregunté el doctor.

—No, son dos novios antiguos que sólo esperan llegar a Nueva York para casarse. Han dado la vuelta a Europa, con permiso de sus familias, y ya están convencidos de que han nacido el uno para el otro. ¡Guapos muchachos! Da gozo verlos asomados a la escotilla de la máquina, contando las vueltas de las ruedas, que no andan bastante de prisa para su gusto. ¡Ah! ¡Si nuestras calderas hubieran llegado al rojo blanco, como esos dos corazones, no nos faltaría presión!

CAPÍTULO XI

A las doce y media de aquella mañana, un timonel puso el letrero siguiente a la puerta del gran salón:

Lat. 51° 15' N.

Long. 18° 13' O.

Dist.: Fastenet 323 millas.

Lo que indicaba que al mediodía estábamos a 323 millas del faro de Fastenet, el último que vimos en la costa de Irlanda, y 51° 15' de latitud Norte y a 18° 13' Oeste del meridiano de Greenwich. El capitán hacía así conocer todos los días la altura a que nos hallábamos. Copiando esta nota y señalando los puntos marcados por estas coordenadas en una carta, podía seguirse el derrotero del
Great-Eastern.
El buque gigante sólo había corrido 323 millas en 36 horas; poca cosa, pues un paquebote que se estima en algo no debe correr menos de 300 millas en 24 horas.

Me separé del doctor y pasé con Fabián el resto del día. Nos habíamos refugiado en la popa: habíamos ido, según decía Pitferge, a «pasear al campo». Aislados y apoyados en la borda, contemplábamos el mar inmenso. Las olas exhalaban penetrantes perfumes que llegaban a nosotros. Los rayos de luz refractados producían pequeños arco iris que bailaban entre la espuma. La hélice hervía a cuarenta pies bajo nuestros ojos; cuando se sumergía, sus ramas agitaban con más furia las ondas, haciendo chispear su cobre. El mar parecía una aglomeración de esmeraldas líquidas. La estela, que parecía de algodón en rama, se perdía de vista, confundiendo en una misma vía láctea los remolinos de las ruedas y los de la hélice. Aquella blancura, sobre la cual se distinguían perfiles más acentuados, parecía un encaje de punto de Inglaterra sobre fondo azul. Cuando volaban sobre ellas las blancas gaviotas, con sus alas de borde negro, su plumaje relucía, se abrillantaba con fugaces reflejos.

Fabián, silencioso, contemplaba la magia de las olas. ¿Qué veía en aquel líquido espejo, tan fácil de plegarse a todos los caprichos de nuestra imaginación? ¿Pasaba, ante sus ojos, alguna fugitiva imagen que le daba un adiós supremo? ¿Distinguía, entre aquellos torbellinos, alguna sombra querida? Me pareció más triste que de costumbre, y no me atreví a preguntarle la causa de su tristeza.

Después de nuestra larga ausencia, a Fabián correspondía confiarse a mí, y a mí guardar sus confidencias. Me había contado de su vida pasada lo que quería que yo conociera, su existencia de guarnición de la India, sus cacerías, sus aventuras, pero respecto a los sentimientos que oprimían su corazón acerca de la causa de los suspiros que elevaba su pecho, guardaba silencio. Sin duda, no siendo Fabián como los que desahogan su corazón refiriendo sus penas, debía sufrir más que ellos.

Permanecíamos, pues, asomados al mar, y cuando me volví observé las dos ruedas que se sumergían alternativamente por efecto del balanceo.

De pronto Fabián me dijo:

—¡Esa estela es verdaderamente magnífica! ¡Parece que se complacen en escribir letras! ¡Mirad cuánta
l
y cuánta
e
! ¿Me engaño acaso? ¡No! ¡No! ¡Son letras! ¡Y siempre las mismas!

La imaginación sobreexcitada de mi pobre amigo veía lo que quería ver. Pero, ¿qué significaban aquellas letras? ¿Qué recuerdo evocaban en su corazón?

Fabián, que había vuelto a ensimismarse, me dijo bruscamente:

—¡Vámonos! ¡Ese abismo me atrae!

—¿Qué tenéis, Fabián? —le pregunté, estrechando sus dos manos—. ¿Qué tenéis, querido amigo?

—Tengo —dijo apretándose el pecho—, tengo un mal que será mi muerte.

—¿Un mal? ¿Un mal incurable?

—Sin esperanza.

Y sin decir más, Fabián bajó al salón y entró en su camarote.

CAPÍTULO XII

Al otro día, sábado 30 de marzo el tiempo era hermosísimo. Brisa suave, mar tranquila. Los fogones, activamente alimentados, habían hecho aumentar la presión. La hélice daba treinta y seis vueltas por minuto. La velocidad del
Great-Eastern
pasaba de doce nudos.

El viento había caído hacia el Sur. El segundo mandó largas las gavias y la cangreja, que apoyando al buque hicieron cesar los balances. Como el sol era tan brillante, las señoras subieron a sus toldillas, unas a pasear, otras a hacer labor, sentadas —iba a decir sobre el césped—, bajo los árboles. Los vestidos eran de primavera. Los niños, que no salían hacía dos días, volvieron a sus juegos; algunos coches de muñecas corrían a escape. Solo faltaban unos cuantos soldados con las manos en los bolsillos y la cabeza engallada para que aquello fuera un paseo francés.

A las doce menos cuarto, el capitán y dos oficiales subieron a la paralela; el tiempo estaba a propósito para observar la altura del sol e iban a hacerlo. Cada uno de ellos tenía en sus manos un sextante, y miraba de tiempo en tiempo el horizonte del Sur, hacia el cual los espejos de los instrumentos debían presentar el astro del día.

—Mediodía —dijo de pronto el capitán Anderson.

Acto continuo, un timonel tocó la hora en la campana, y todos los relojes del buque se arreglaron por el sol que acababa de pasar por el meridiano.

Lat. 15° 10' N.

Long. 24° 13' N.

Carrera: 237 millas - Distancia: 550.

Desde el día anterior, a las doce, habíamos recorrido 237 millas. En aquel momento era la una y cuarenta y nueve minutos en Greenwich, y el
Great-Eastern
se encontraba a 155 millas de Fastenet.

No vi a Fabián en todo el día. Varias veces me acerqué a su camarote y pude cerciorarme de que no había salido.

El gentío de la cubierta debía disgustarle. Buscaba la soledad. Pero encontré a Corsican y paseamos juntos por espacio de una hora. Se habló de Fabián y no pude menos de referir al capitán lo ocurrido el día anterior entre él y yo.

—Sí —dijo Corsican, con una agitación que no trataba de ocultar—; ¡hace diez años nuestro amigo podía llamarse el más feliz de los hombres, y hoy es el más desventurado!

Arquibaldo me hizo saber, en pocas palabras, que Fabián había conocido en Bombay a una joven encantadora,
miss
Hodges. La amaba y era correspondido. Nada parecía oponerse a que el matrimonio los uniera, cuando la joven, con el consentimiento de su padre, fue solicitada por el hijo de un comerciante de Calcuta. Era un «negocio», sí, un negocio ajustado muy de antemano. Hodges, positivista, duro, poco sentimental, se hallaba en una situación delicada respecto a su corresponsal de Calcuta; aquella boda podía componerlo todo, y sacrificó la dicha de su hija a su dicha. La pobre niña no pudo resistir. Pusieron su mano en la de un hombre a quien no amaba y que, probablemente, no la amaba tampoco.

Puro negocio, mal negocio y peor acción. El marido, al otro día del casamiento, se llevó a su mujer, y Fabián, desde entonces, loco de dolor, herido de muerte, no había vuelto a ver a su adorada, porque seguía adorándola.

Después de este relato comprendí que, en efecto, el mal de Fabián era grave.

—¿Cómo se llamaba ella? —pregunté a Corsican.

—Elena Hodges —me respondió.

¡Elena! Ya no eran para mí un enigma las letras que Fabián veía en la estela del barco.

—Y su marido ¿quién és? —volví a preguntar.

—Un tal Harry Drake.

—¡Drake! —exclamé—. Ese hombre está a bordo.

—¿Aquí? ¿Aquí? —repitió el capitán Arquibaldo, cogiendo mi mano y mirándome a la cara.

—Sí —repetí—, aquí, a bordo.

—¡Quiera el cielo —dijo con gravedad Corsican—, que él y Fabián no se encuentren! Afortunadamente no se conocen, o al menos Fabián no conoce a Harry Drake. ¡Pero este nombre, pronunciado en su presencia, provocará una explosión!

Entonces referí a Corsican lo que sabía respecto a Harry Drake, según la relación del doctor Pitferge. Pinté tal cual era a aquel aventurero, insolente y malvado, arruinado ya por sus vicios y desórdenes, pronto a rehacer su fortuna sin reparar en los medios. En aquel momento, pasó Drake junto a nosotros, y se lo señalé al capitán, cuyos ojos se animaron repentinamente: hizo un gesto de cólera que yo contuve.

—Sí —me dijo—. Tiene cara de bribón. Pero ¿a dónde va?

A América, a pedir a la casualidad lo que no quiere pedir al trabajo.

—¡Pobre Elena! —murmuró el capitán—. ¿Dónde está?

—Puede que ese miserable la haya abandonado.

—Y ¿por qué razón no ha de estar a bordo? —preguntó Corsican mirándome.

Esta idea cruzó por primera vez mi imaginación, pero la deseché. No: no estaba, no podía estar allí. El doctor Pitferge no hubiera dejado de saberlo y decírmelo. ¡No acompañaba a Drake en la travesía!

—Quiera el cielo que no os engañéis, caballero porque la presencia de esa pobre víctima sería un golpe terrible para Fabián. No sé lo que sucedería, Fabián es capaz de matar a Drake como a un perro. Puesto que sois, como yo, amigo verdadero de Fabián, voy a pediros una prueba de esa amistad. No le perdamos un instante de vista; estemos siempre dispuestos a arrojarnos entre él y su rival. Bien comprendéis que esos dos hombres no pueden medir sus armas, pues ni aquí, ni fuera de aquí, puede ¡ay!, casarse una mujer con el matador de su esposo, por indigno que éste sea.

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