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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

Una ciudad flotante (5 page)

—¿Sois, acaso, materialista?

—¿A qué viene esa pregunta?

—La hago porque he observado que muchos que no creen en Dios, creen en todo lo demás, hasta en el mal de ojo.

—Bromead, pero dejadme proseguir argumentando —replicó el doctor—. El
Great-Eastern
ha arruinado ya varias compañías. Construido para el transporte de emigrantes y el de mercancías a Australia, no ha visto Australia. Combinado para dar una velocidad superior a la de los paquebotes transoceánicos, la ha dado mejor.

—Por consiguiente…

—Esperad —respondió Dean Pitferge—. Se ha ahogado ya uno de los capitanes del
Great-Eastern,
y era de los más hábiles, porque sabía cortar las olas de manera que evitaba este infernal balance.

—Deploremos su muerte, pero nada más.

—Ademas —prosiguió el doctor sin hacer caso de mi incredulidad—, se dice que un pasajero que se perdió en sus profundidades, como un leñador en los bosques americanos no ha sido hallado aún.

—¡Hombre! —dije irónicamente—. Eso ya es un hecho.

—También dicen que al hacer las calderas, un maquinista quedó, por descuido, soldado dentro de una de ellas.

—¡Bravo! ¡Un maquinista soldado!
¡E ben trovato!
¿Creéis eso, doctor?

—Lo creo, como creo que nuestro viaje, que ha empezado mal, acabará peor.

—El
Great-Eastern
es tan fuerte que puede desafiar los mares más furiosos. Es sólido como si fuera macizo.

—Aunque es sólido, dejadle caer en el hueco de dos olas y veréis si se levanta. Es un gigante cuya fuerza no corresponde a su talla. Sus maquinas son débiles. ¿Habéis oído hablar de su 19 viaje, de Liverpool a Nueva York?

—No.

—Pues yo estaba a bordo. Habíamos salido de Liverpool el 10 de diciembre, en martes. Los pasajeros eran muchos y estaban llenos de confianza. Mientras la mar no nos cogió al largo, gracias a las costas de Irlanda, todo fue a pedir de boca. Al día siguiente, la misma indiferencia al mar. Pero el 12 por la mañana, refrescó el viento. Las olas empezaron a cogernos al sesgo y el
Great-Eastern
a bailar. Los pasajeros de ambos sexos se encerraron en sus camarotes. A las cuatro, el viento era de tempestad. Empezaron a danzar los muebles. Una cabezada de vuestro servidor rompió un espejo del gran salón. La vajilla se hizo trizas. ¡Qué estrépito! Un golpe de mar arranca de sus pescantes ocho embarcaciones. La situación se agrava. Se paró la máquina de las ruedas, pues un enorme pedazo de plomo, que el balance había arrancado, iba a introducirse entre sus órganos. La hélice seguía llevándonos. Volvieron a funcionar las ruedas, a mitad de velocidad, pero una de ellas, habiéndose falseado durante el descanso, arañaba con sus paletas el casco del buque, por cuya razón hubimos de contentarnos con la hélice para permanecer a la capa. ¡Qué noche! Caído en el hueco de las olas, el buque no podía levantarse. Algunas velas que se largaron para maniobrar y tratar de levantarlo, echaron a volar como cometas.

»Todos los herrajes de las ruedas habían desaparecido al amanecer. Se hunde el piso de la cuadra y cae una vaca en el salón de señores. Se rompe la mecha del timón y ya no es posible gobernar. Se oyen choques espantosos. Los produce un inmenso depósito de aceite, de 3000 kilos de peso, que ha roto sus asas y barre la cubierta, chocando con las bordas que tal vez va a derribar. El sábado pasó en medio de la mayor consternación, pues continuamos en el hueco de las olas. Un ingeniero americano logró enganchar unas cadenas en el azafrán del timón, dándonos medio de gobernar. El
Great-Eastern
logra, por fin, levantarse y, ocho días después de nuestra salida de Liverpool, entrábamos en Queenstown. ¿Quién sabe dónde estaremos dentro de ocho días?

CAPÍTULO IX

Preciso es confesar que no era tranquilizadora la promesa del doctor. Las pasajeras hubieran chillado de miedo al oírle. ¿Se burlaba o no? ¿Era verdad que seguía todas las travesías del
Great-Eastern
para asistir a una catástrofe? Todo es posible en un excéntrico, sobre todo si es inglés.

Pero el buque continuaba caminando, meciéndose como una piragua, guardando imperturbable la línea loxodrómica de los buques de vapor. En un plano, la línea más corta entre dos puntos dados es la recta, pero, en una esfera, lo es el arco del círculo máximo que los une. Los buques para abreviar su travesía, procuran seguir esta línea; pero los de vela, cuando tienen viento de proa, no pueden conservarse en ella. Sólo los buques de vapor pueden seguir rigurosamente los círculos máximos. Esto fue lo que hizo el
Great-Eastern,
elevando algo su ruta al Noroeste.

Continuaban los balances. El mareo, esa enfermedad horrible, contagiosa y epidémica, hacía rápidos progresos. Algunos pasajeros, pálidos, ojerosos, permanecían sobre cubierta para aspirar el aire libre. La mayor parte de ellos vociferaba insultos contra el buque, que se portaba como una boya, y contra la «Sociedad de fletadores», cuyos prospectos anunciaban que en el
Great-Eastern
era imposible el mareo.

A las nueve de la mañana, se señaló un objeto a cuatro millas, a babor. ¿Era un cadáver, un esqueleto de ballena o un esqueleto de buque? Aún no podía verse. Un grupo de pasajeros, reunidos sobre la toldilla de proa, observaba aquel resto que flotaba a 400 millas de la costa más cercana.

El
Great-Eastern
avanzaba hacia aquel objeto. Los anteojos maniobraban sin descanso. Los comentarios subían de punto; entre, los ingleses y americanos empezaron las apuestas, aprovechando aquel pretexto, tan bueno como otro cualquiera. Entre ellos había uno de elevada estatura, cuya cara me llamó la atención por la doblez que revelaba. En sus facciones estaba estereotipado un sello de odio general, acerca del cual los fisonomistas y los fisiólogos no se hubieran equivocado; una arruga vertical partía de su frente: su mirada era, a un tiempo, penetrante y descarada; sus ojos enjutos, sus cejas juntas, sus hombros levantados, su cabeza alta indicaban imprudencia y truhanería. ¿Quién era? No lo sabía, pero me disgustaba en alto grado. Hablaba en voz alta con un acento que parecía un insulto. Algunos acólitos, dignos de él, celebraban sus chistes de mal género. Sostenía que lo que se estaba viendo era una ballena, y había importantes apuestas, que en el acto eran aceptadas.

Sus apuestas ascendían a algunos centenares de dólares; las perdió todas. En efecto el resto era el esqueleto de un buque. El
Great-Eastern
se acercaba a él, y ya se veía el verdoso cobre de su forro. Era una fragata desarbolada, tendida de costado. Debía medir 50 o 60 metros. Cadenas rotas pendían de sus obenques.

Aquel buque, ¿había sido abandonado por la tribulación? Tal era la cuestión palpitante o, como dirían los ingleses, la «great atraction» del momento. No se veía a nadie sobre aquel casco. ¿Se habrían refugiado los náufragos a su interior? Mi anteojo me permitió ver que, en la proa, se movía algo, pero pronto pude convencerme de que era un pedazo de foque que el viento agitaba.

Cuando llegamos a una milla de distancia, pudimos ver todos los detalles del casco. Era nuevo y estaba bien conservado. Su cargamento, que se había corrido a impulsos del viento, le obligaba a permanecer sobre la banda de estribor. Debía aquel barco haberse visto obligado a sacrificar su arboladura.

El
Great-Eastern
se acercó y dio a su alrededor una vuelta completa, avisando su presencia con silbidos que desgarraban el aire. Pero el cascarón siguió mudo e inanimado. Nada se distinguía en el horizonte. No había ningún bote a los costados del buque náufrago.

Sin duda la tripulación había logrado escaparse. Pero a 300 millas de distancia ¿habría podido llegar a tierra? Débiles lanchas ¿podrían haber resistido oleadas que conmovían al
Great-Eastern?
¿Sería muy antigua la fecha de la catástrofe? ¿No pudiera haber ocurrido el naufragio, mucho más al Oeste, en atención a los vientos reinantes? ¿No hacía mucho tiempo que aquel casco derivaba, a impulsos del viento y de las corrientes? Preguntas que debían quedar sin respuesta.

Al llegar el
Great-Eastern
a la popa del buque náufrago, pude leer el nombre de
Lérida,
pero no estaba indicada su matrícula. Su gracioso corte y la hechura particular de su estrave hizo decir a los marineros que era de construcción americana.

Un buque mercante ordinario o un buque de guerra, no hubiera vacilado en remolcar aquel casco, que encerraba, sin duda, un cargamento de valor, pues sabido es que, en tales casos, la tercera parte de éste pertenece a los salvadores. Pero el
Great-Eastern,
encargado de un servicio regular, no podía llevar consigo aquel cascarón durante millares de millas, siéndole también imposible retroceder para dejarlo en el puerto menos distante. Fue, pues, preciso, abandonarlo, a pesar del sentimiento de los marineros, y pronto se perdió en el horizonte. El grupo de pasajeros se dispersó, ganando unos sus camarotes, otros los salones; la bocina del
lunch
no pudo despertar a todos los dormidos o abatidos por el mareo.

A las doce del día, el capitán mandó desplegar algunas velas, y el buque, más apoyado, balanceó menos. Tratóse también de desplegar la cangreja, arrollada a su verga por un nuevo sistema
demasiado nuevo
sin duda alguna, pues la vela no pudo aprovecharse en todo el viaje.

CAPÍTULO X

La vida a bordo se iba organizando, a pesar de los balances desordenados del buque. Para un anglosajón, un buque correo es su barrio, su calle, su casa que se mueve y está en su casa. El francés, al contrario, parece siempre que viaja cuando viaja.

La multitud, cuando lo permitía el tiempo, afluía a las anchas calles de la cubierta. Todos aquellos paseantes, que conservaban su verticalidad a pesar de los balanceos, parecían borrachos, a quienes su enfermedad comunicaba los mismos aires de marcha. Las pasajeras cuando no subían a cubierta permanecían en su salón particular o en el salón grande. Oíanse entonces las atronadoras armonías de los pianos; preciso es confesar que aquellos instrumentos, «borrascosos» como el mar, no hubieran permitido a un Listz ejercitar su talento. Los bajos faltaban cuando se inclinaba el buque a babor, y los tiples cuando a estribor, produciendo, en la melodía y la armonía, soluciones de continuidad de que no se apercibían aquellas orejas sajonas. Entre aquellos aficionados me llamó la atención una mujer alta y flaca, que debía ser muy inteligente en música. Para poder tocar una pieza, había numerado convenientemente cada nota y cada tecla. Al leer la nota acotada con 27, tocaba la tecla 27, sin ocuparse del eco de los otros pianos, ni de los otros ruidos, ni de los chiquillos traviesos que golpeaban con el puño cerrado sus octavas desocupadas.

Durante el concierto, los asistentes leían los libros desparramados por las mesas. El que hallaba un pasaje interesante, lo leía a gritos, y los circunstantes le saludaban agradecidos con un lisonjero murmullo. Algunos diarios yacían sobre los escaños, diarios de esos ingleses o americanos, que parecen viejos aunque sus hojas no están cortadas. Es incómoda operación la de desplegar aquellas sábanas de papel de algunos metros cuadrados. Pero siendo la moda no cortar, no se corta. Tuve un día la paciencia de leer de cabo a rabo y de esta manera el
New-York-Herald,
pero mi paciencia quedó al fin recompensada con la lectura de este anuncio: «M. Z. ruega a la linda M. X. a quien ayer encontró en el ómnibus de la calle 25, que pase mañana a visitarle, cuarto número 17 de la fonda de San Nicolás, para arreglar su matrimonio». ¿Qué haría la linda
young
X? No quiero saberlo.

Mirando y charlando, pasé aquella tarde en el salón. Habiendo venido Pitferge a sentarse a mi lado, la conversación no podía dejar de ser interesante.

—¿Estáis mejor, después de vuestra caída? —le pregunté.

—Perfectamente. Pero esto no anda bien.

—¿Quién anda mal? ¿Vos?

—No, el buque. Funcionan pésimamente las calderas de la hélice. No hay presión bastante.

—¿Deseáis, pues, llegar a Nueva York?

—¡De ninguna manera! Hablo como mecánico, ni más ni menos. Estoy en mi centro y sentiría mucho que se disolviera este grupo de tipos reunidos por la casualidad para divertirtne.

—¡Tipos! —exclamé mirando a los pasajeros que afluían al salón—. Todas estas gentes son iguales.

—¡Bah! —dijo el doctor—. No los conocéis. Convengo en que hay sólo una especie, pero ¡cuántas variedades tiene! Mirad aquel grupo de despreocupados, con las piernas tendidas sobre los divanes y el sombrero ladeado. Son yanquis, legítimos yanquis de los pequeños estados de Maine, de Vermont o del Connecticut, productos de Nueva Inglaterra, hombres de cabeza y de acción, algo demasiado crédulos con los reverendos, pero que estornudan sin volver la cara. ¡Ah! Son verdaderos sajones, naturalezas hechas para el lucro y por tanto muy hábiles. ¡Encerrad a dos yanquis en un cuarto, y al cabo de una hora, cada uno habrá ganado diez dólares al otro!

—No os pregunto cómo —dije soltando la carcajada—. Pero decidme, ¿quién es aquel hombrecillo vestido con gabán largo y pantalón corto, que se mueve como una verdadera veleta?

—Un ministro protestante, un hombre
considerable
de Massachussets, que va a incorporarse a su mujer, institutriz muy conocida por cierta causa célebre.

—¿Y aquel alto y fúnebre, que parece embebido en sus cálculos?

—Calcula en efecto —dijo el doctor—. Calcula siempre y siempre.

—¿Problemas?

—No, su fortuna. Es un hombre
considerable.
Sabe en cada instante, cuánto posee, con error de menos de un céntimo. Todo un barrio de Nueva York le tiene por casero Hace un cuarto de hora tenía 1 625 367 dólares, pero ahora ya no tiene más que 1 625 366 dólares y cuarto.

—¿Por qué?

—Porque acaba de fumar un cigarro, que no se lo dieron gratis.

Las salidas del doctor me hacían gracia. Le indiqué otro grupo, reunido en otro punto del salón.

—Aquéllos —me dijo— son del Fart West. El más alto es el director del Banco de Chicago, hombre
considerable.
Lleva debajo del brazo un álbum con vistas de su querida ciudad. ¡Está orgulloso y hace bien en estarlo: es una gran ciudad, edificada en un desierto en 1836, que hoy contiene 400 000 almas contando la suya! A su lado se ve una pareja californiana. La mujer es guapa y delicada; el marido, fuerte y flaco, es un antiguo mozo de labranza, que cierto día supo labrar pepitas de oro. Es…

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