Una fortuna peligrosa (18 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

Augusta sintió un frío repentino. Middleton: aquel chico que se ahogó se llamaba así.

—David Middleton cree que a su hermano Peter lo mató… Edward -dijo Samuel.

Unos desesperados deseos de sentarse abrumaron a Augusta, pero se negó a conceder a Samuel la alegría de verla preocupada.

—¿Por qué trata de buscar complicaciones ahora, al cabo de siete años?

—Me dijo que aquella investigación nunca le dejó satisfecho, pero que guardó silencio para no acongojar más a sus padres. Sin embargo, su madre murió poco después que Peter y su padre ha fallecido este año.

—¿Por qué ha acudido a ti y no a mí?

—Es socio de mi club. Sea como fuere, ha releído las actas de la audiencia y dice que hubo varios testigos oculares a los que no se citó para que prestasen declaración.

Desde luego, los hubo, pensó Augusta preocupada. Estaban el entrometido Hugh, un muchacho suramericano que se llamaba Tony o algo así y una tercera persona a la que no se identificó nunca. Si David Middleton conseguía hablar con alguno de ellos, era posible que saliera a relucir toda la historia.

Samuel parecía pensativo.

—Desde mi punto de vista, fue una pena que el juez de instrucción formulase aquellos comentarios acerca del heroísmo de Edward. Despertaron el recelo de la gente. Todos hubieran creído que Edward permanecería inmóvil en el borde del estanque, temblando de nerviosismo mientras un chico se ahogaba. Cuantos le conocen saben perfectamente que sería incapaz de cruzar la calle para ayudar a alguien, y mucho menos de zambullirse en una alberca para rescatar a un muchacho en peligro de ahogarse.

Aquella forma de hablar era auténtica inmundicia y, además, insultante.

—¡Cómo te atreves! -exclamó Augusta, pero le resultó imposible poner en su voz el acostumbrado tono autoritario.

Samuel hizo caso omiso de su protesta.

—Los alumnos no creyeron aquella versión. David había estudiado en aquel mismo colegio unos años antes y conocía a muchos de los chicos mayores. Cuando habló con ellos, sus sospechas aumentaron.

—Toda esa idea es absurda.

—Middleton es un individuo luchador, como todos los abogados -dijo Samuel, prescindiendo de la opinión de Augusta-. No va a dejar las cosas como están.

—No me asusta lo más mínimo.

—Eso está bien, porque tengo la certeza de que no vas a tardar mucho en recibir su visita. -Se encaminó hacia la puerta-. No me quedaré a tomar el té. Buenas tardes, Augusta.

La mujer se dejó caer pesadamente en un sofá. Aquello no lo había previsto… ¿cómo iba a preverlo? Su triunfo sobre Samuel quedaba reducido a la nada. Aquel viejo asunto volvía a salir a la superficie, siete años después, ¡cuando debía estar completamente olvidado! Experimentaba un profundo pánico por Edward. No soportaría que al muchacho le sucediera algo malo. Se agarró la cabeza para interrumpir el dolor que la aquejaba. ¿Qué podría hacer?

Entró Hastead, el mayordomo, seguido por dos doncellas con bandejas en las que llevaban té y pastas.

—¿Da usted su permiso, señora? -preguntó el mayordomo con su acento galés.

Los ojos de Hastead parecían mirar en distintas direcciones, y la gente nunca estaba muy segura del punto sobre el que concentraba la vista. Era algo que, al principio, desconcertaba, pero Augusta ya se había acostumbrado. Inclinó la cabeza afirmativamente.

—Gracias, señora -dijo Hastead, y procedió a disponer la porcelana.

Disfrutar de los modales obsequiosos de Hastead y observar a las criadas mientras cumplían las indicaciones del mayordomo a veces tranquilizaba a Augusta; pero en aquella ocasión no funcionó. Se puso en pie y anduvo hacia la puerta cristalera. El soleado jardín tampoco calmó su nerviosismo. ¿Cómo iba a parar los pies a David Middleton?

Seguía atormentándose con el problema cuando llegó Micky Miranda.

Se alegró de verle. Su aspecto era tan atractivo como siempre, con su chaqueta negra, sus pantalones a rayas, el cuello duro inmaculado, la corbata de seda negra anudada al cuello. Micky se percató de que algo la angustiaba y se mostró automáticamente simpático. Cruzó la estancia con la gracia y agilidad de un felino de la selva y su voz sonó como una caricia.

—Señora Pilaster, ¿qué es lo que la inquieta?

Augusta agradeció que Micky fuese el primero en llegar. Le cogió por los brazos.

—Ha ocurrido algo espantoso.

Las manos del muchacho descansaron sobre el talle de Augusta, como si estuvieran bailando, y ella experimentó un estremecimiento de placer cuando las puntas de los dedos de Micky le apretaron las caderas.

—No se preocupe -dijo el muchacho tranquilizadoramente-. Cuénteme lo que sucede.

Augusta empezó a calmarse. En momentos como aquél, su afecto por Micky aumentaba de modo inmenso. Le recordaba lo que había sentido hacia el joven conde de Strang cuando ella era una adolescente. Micky le recordaba mucho al conde de Strang: su porte, su consideración, su atractivo físico, sus prendas elegantes y, sobre todo, la forma en que se movía, la flexibilidad de sus piernas y la perfectamente engrasada maquinaria de su cuerpo. Strang era rubio e inglés, en tanto que Micky era moreno y latino, pero ambos tenían la habilidad de hacerla sentirse enormemente femenina. Deseó atraer hacia sí el cuerpo de Micky y apoyar la mejilla sobre el hombro del muchacho…

Se percató de que las doncellas no le quitaban ojo, y comprendió que resultaba ligeramente indecoroso que Micky estuviese allí con ambas manos sobre las caderas de la señora. Se apartó de él, le cogió del brazo y le condujo a través de la puerta cristalera hacia el jardín, donde estarían lejos del alcance de los oídos de la servidumbre. El aire era cálido y fragante. Se sentaron muy juntos en un banco de madera, a la sombra, y Augusta se volvió de lado para mirarle. Anhelaba cogerle la mano, pero eso hubiera sido incorrecto.

—He visto marcharse a Samuel -dijo Micky-. ¿Tiene él algo que ver con esto?

Augusta habló en voz queda y Micky se inclinó un poco más sobre ella, para oír lo que decía. Se puso tan cerca que Augusta habría podido besarle casi sin mover la cabeza.

—Ha venido a informarme de que no pretende ocupar el cargo de presidente del consejo.

—¡Buena noticia!

—Sí. Eso significa que, desde luego, el puesto va a ser para mi marido.

—Y mi padre podrá tener sus rifles.

—En cuanto Seth se retire.

—¡Es demencial el modo en que Seth se mantiene aferrado a su puesto! -exclamó Micky-. Mi padre no deja de preguntarme cuándo llegará la hora.

Augusta conocía el motivo de la preocupación de Micky: al Joven le asustaba la posibilidad de que su padre le obligase a regresar a Córdoba.

—No concibo que Seth pueda durar mucho -dijo la mujer para animarle.

Micky la miró a los ojos.

—Pero no es eso lo que la mortifica a usted.

—No. Es aquel desdichado chico que se ahogó en vuestro colegio: Peter Middleton. Samuel me ha dicho que su hermano, el jurisconsulto, ha empezado a hacer preguntas.

Se oscureció el guapo rostro de Micky.

—¿Después de tantos años?

—Según parece, guardó silencio para no intranquilizar a sus padres, pero ahora han muerto ya.

Micky frunció el entrecejo.

—¿Es muy grave el problema?

—Puede que lo sepas mejor que yo -titubeó Augusta. Era un interrogante que tenía que plantear, pero le asustaba la respuesta. Se armó de valor-. Micky… ¿crees que Edward tuvo la culpa de que aquel chico muriese?

—Pues…

—¡Sí o no! -exigió la mujer.

Micky hizo una pausa, antes de decir:

—Sí.

Augusta cerró los ojos. «Teddy de mi alma» -pensó-, «¿por qué lo hiciste?»

—Peter era muy mal nadador -explicó Micky en voz baja-. Edward no lo ahogó, pero sí le dejó sin fuerzas. Peter estaba vivo cuando Edward dejó de atosigarle para salir en persecución de Tonio. Pero creo que Peter estaba demasiado débil para nadar hasta la orilla y se ahogó cuando nadie miraba.

—Teddy no quiso matarlo.

—Claro que no.

—Sólo eran bromas de estudiantes.

—Edward no pretendía hacerle ningún daño serio.

—Entonces no es asesinato.

—Me temo que sí -dijo Micky en tono grave, y a Augusta se le heló el corazón-. Si un ladrón tira a un hombre al suelo, sólo con intención de robarle, pero el hombre sufre en ese momento un ataque cardíaco y fallece, el ladrón es culpable de asesinato, aunque no pretendiera matarlo.

—¿Cómo lo sabes?

—Se lo consulté a un abogado, hace años.

—¿Por qué?

—Quería conocer la situación de Edward.

Augusta hundió el rostro entre las manos. Era peor de lo que había imaginado.

Micky le apartó las manos de la cara y se las besó por turno. Había tanta ternura en aquel gesto que la mujer sintió deseos de llorar.

Micky le retuvo las manos mientras decía:

—Ninguna persona razonable acosaría a Edward por algo que sucedió cuando era niño.

—¿Pero es David Middleton una persona razonable? -se exaltó Augusta.

—Quizá no. Parece haber estado alimentando esa obsesión a lo largo de los años. Dios no quiera que su insistencia le conduzca a la verdad.

Augusta se estremeció al imaginar las consecuencias. Estallaría un escándalo; la prensa sensacionalista publicaría titulares como: el vergonzoso secreto del heredero de un banco; la policía intervendría en el asunto; juzgarían al pobre Teddy; y si le declaraban culpable…

—¡Es demasiado terrible para imaginarlo! -murmuró.

—Entonces tenemos que hacer algo.

Augusta le apretó las manos, luego se las soltó y consideró la situación. Tenía que afrontar el problema en toda su magnitud. Había visto proyectarse la sombra del patíbulo sobre su único hijo. Era hora de dejar de atormentarse y entrar en acción. Gracias a Dios, Edward tenía en Micky un amigo de verdad.

—Debemos asegurarnos de que las investigaciones de Middleton no le llevan a ninguna parte. ¿Cuántas personas están enteradas de la verdad?

—Seis -respondió Micky al instante-. Nosotros tres, usted, Edward y yo, no vamos a decir nada. Luego está Hugh.

—No se encontraba allí cuando aquel chico murió.

—No, pero quizá vio lo suficiente como para saber que la historia que le contamos al juez de instrucción era falsa. y la circunstancia de que mintiésemos nos hace parecer culpables.

—En ese caso, Hugh es un problema. ¿Y los otros?

—Tonio Silva lo presenció todo.

—En aquellas fechas no dijo nada.

—Entonces me tenía demasiado miedo. Pero dudo mucho de que ahora me lo tenga.

—¿Y el sexto?

—Nunca supimos quién era. No le vi la cara aquel día y luego no se presentó en ningún momento. Me temo que, respecto a él, no podemos hacer nada. Sin embargo, aunque alguien conozca su identidad, no creo que represente peligro alguno para nosotros.

Augusta notó un nuevo escalofrío de miedo: no estaba segura de eso.

Siempre existía el peligro de que un testigo desconocido apareciera de repente. Aunque Micky tenía razón al afirmar que no podría hacer nada.

—Son, pues, dos personas con las que podemos tratar: Hugh y Tonio.

Se produjo un meditativo silencio.

Augusta pensó que ya no era posible seguir considerando a Hugh una molestia de menor cuantía. Sus ideas y su entusiasmo laboral le estaban proporcionando bastante prestigio en el banco, y comparado con él, Teddy parecía una hormiguita diligente, pero lenta. Augusta se las había ingeniado para sabotear el posible noviazgo de Hugh y lady Florence Stalworthy. Pero Hugh constituía ahora una amenaza para Teddy mucho más seria. Habría que hacer algo respecto a él. Pero ¿qué? Aunque de segunda clase, también era un Pilaster. Se estrujó el cerebro, pero no se le ocurrió nada.

—Tonio tiene un punto débil -dijo Micky pensativamente.

—¿Ah, sí?

—Juega, pero se le da muy mal. Apuesta más alto de lo que puede permitirse… y pierde.

—Quizá puedas preparar una partida.

—Quizá.

Por la mente de Augusta cruzó la idea de que Micky sabía hacer trampas jugando a las cartas. Sin embargo, no era posible preguntárselo: tal sugerencia sería mortalmente insultante para un caballero.

—Puede ser caro -dijo Micky-. ¿Me respaldaría?

—¿Cuánto te puede hacer falta?

—Cien libras esterlinas, me temo.

Augusta no vaciló: estaba en juego la vida de Teddy.

—Muy bien -aceptó. Oyó voces en la casa: empezaban a llegar los otros invitados al té. Se levantó-: No sé cómo hay que tratar con Hugh -adelantó en tono preocupado-. Tendré que reflexionar sobre ello. Debemos entrar ya en la casa.

Su hermana política, Madeleine, estaba allí y empezó a hablar en cuanto franquearon el umbral.

—Esa modista me va a conducir a la bebida, dos horas para hilvanar un dobladillo, no tengo tiempo ni para tomar una taza de té; ah, conseguiste otro de esos celestiales pasteles de almendra, pero, Dios mío, ¿verdad que hace un tiempo caluroso?

Augusta dio un apretón de complicidad en la mano a Micky y se sentó para servir el té.

AGOSTO
1

Reinaba en Londres un pegajoso calor de puro bochorno y sus habitantes anhelaban aire fresco y campos abiertos. El día primero de agosto, todo el mundo fue a las carreras de Goodwood.

Viajaban en trenes especiales que partían de la Estación Victoria, en el sur de Londres. Las divisiones de la sociedad británica se reflejaban escrupulosamente en el sistema de transporte: la alta sociedad iba en los lujosamente tapizados vagones de primera clase; los comerciantes y maestros de escuela ocupaban los repletos pero cómodos coches de segunda; los obreros fabriles y los empleados del servicio doméstico se apiñaban en los duros bancos de madera de la tercera clase. Al apearse del tren, la aristocracia tomaba coches de punto, la clase media abordaba autobuses tirados por caballerías y los trabajadores marchaban a pie. Trenes anteriores se habían encargado ya de trasladar las vituallas de los ricos: innumerables cestas transportadas a hombros de fornidos y jóvenes lacayos, llenas de vajilla de porcelana y mantelería de hilo, pollo guisado y pepinos, champán y melocotones de invernadero. Para los menos adinerados se instalaban puestos de venta de salchichas, mariscos y cerveza. Los pobres llevaban pan y queso envuelto en pañuelos de hierbas.

Maisie Robinson y April Tilsley acompañaban a Solly Greenbourne y Tonio Silva. Su posición en la escala social era incierta. Solly y Tonio pertenecían, evidentemente, a la primera clase, pero Maisie y April deberían haber viajado en tercera. Solly se comprometió a adquirir billetes de segunda y para ir de la estación al hipódromo tomaron el autobús de caballos.

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